Él no la estaba mirando con repugnancia, ahora. Sus ojos ardían con un fuego más luminoso que el sol, obligándola a bajar su mirada ante ellos.
—¿Cuan profundo es el pozo de tu gratitud, señora? —susurró él con los labios rozando su mejilla.
La llama del sol se encendió en el cuerpo de Zohra.
—Tal vez deberías echar tu pozal, mi señor, y comprobarlo por ti mismo —respondió ella cerrando los ojos y alzando los labios.
—¡Amo! —irrumpió una voz angustiada.
—¡Ahora no, Pukah! —dijo Khardan contrariado.
—¡Amo! ¡Sólo un instante, te ruego!
Zohra volvió en sí. Mirando a su alrededor, vio que se encontraban en el centro del campamento, rodeados de gente que reía y se daba codazos. Avergonzada, Zohra se soltó de la mano de su esposo.
—¡Espera! —dijo él agarrándola de nuevo.
—Tal vez, a tu regreso, mi señor, podrás sondear la profundidad del pozo —murmuró ella retrocediendo.
Y, liberándose de nuevo, se alejó corriendo.
Khardan se quedó mirándola marchar, más que deseoso de seguirla, cuando de nuevo la mano de Pukah tiró de su brazo.
Volviéndose, Khardan lanzó una mirada asesina al djinn.
—¿Y bien? —preguntó con la voz aún temblorosa—. ¿Cuál es el problema, Pukah?
—Si no me necesitas, sidi, te ruego que me permitas ausentarme de tu servicio por unos momentos. Será una ausencia cortísima, te lo aseguro, sidi. Un parpadeo resultará largo comparado con ella. No me echarás de menos…
—¡Puedes estar seguro de eso! ¡Muy bien, vete!
—Gracias, sidi. Ya me voy. Gracias.
Pukah saludó, dio unos pasos atrás, volvió a saludar, dio otros pasos atrás y desapareció a toda prisa.
Con la sangre agolpándosele en las sienes, Khardan se volvió para seguir a su esposa… sólo para encontrarse con una multitud de sus hombres que se apiñaban en torno a él, queriendo saber quiénes iban a cabalgar con él, discutiendo sobre quién iba a vender sus caballos a los pastores y acribillándolo con mil y una preguntas tontas.
Mirando por encima de sus cabezas, en espera de poder captar un vislumbre de fucsia, Khardan nada pudo ver más que la confusa actividad de los campamentos. Zohra había desaparecido. Aquel momento había pasado. Entonces se volvió de nuevo hacia sus hombres, esforzándose por recordar que era califa de su pueblo y que éste tenía prioridad de atención… siempre.
Poco a poco, el califa fue consiguiendo apartar de su mente los pensamientos de seda fucsia y jazmín para ocuparse de los asuntos que tenía a mano, pero respondía a las preguntas con cierta incoherencia y se encontraba pozos y pozales todo el tiempo en medio de la conversación. La necesidad de resolver una disputa entre un akar y un hrana terminó de enfriar su ardor. Entonces apareció Majiid queriendo saber por qué su hijo sencillamente no le cortaba la cabeza a su padre y acababa con ello, y jurando que él no daría a los pastores ni el jamelgo más viejo que tuviese. Con suma paciencia, Khardan repitió una vez más sus razonamientos.
Sus propios preparativos para el viaje le llevaron el resto del día y, casi sin darse cuenta, las sombras del atardecer habían extendido sus fríos y consoladores dedos sobre la arena ardiente. Era hora de partir. De pie junto a su caballo negro, Khardan echó una ojeada a su alrededor. Sus
spahis
esperaban congregados tras él sobre sus caballos de guerra, formando un inquieto nudo enlazado por la excitación. Más allá, detrás de ellos, había varios hombres hranas sentados en sus recién estrenadas monturas; su torpeza e inseguridad a lomos de los altos y encabritados animales quedaban enmascaradas bajo sus feroces miradas de orgullo, ante las que nadie habría dicho que aquellos hombres no habían nacido en la silla.
Algún problema surgiría antes de que terminase la travesía; Khardan estaba seguro. Su mirada se detuvo, sin darse cuenta, en la tienda de Zohra, esperando captar algún vislumbre de ella.
Las demás mujeres del campamento estaban allí despidiendo a sus maridos, recordándoles esto o aquello y levantando sus bebés para recibir la bendición. Los maridos se inclinaban para besar a sus esposas. Zohra no se veía por ninguna parte. Pensando de pronto que aquel viaje era un condenado fastidio, Khardan se colocó de un salto sobre su silla. Tras despedirse de su padre con el brazo, dio la vuelta a su caballo y partió. Los cascos resplandecieron en la arena. Los
spahis
lanzaron un grito de marcha y galoparon detrás de su líder, haciendo gala de su destreza hípica mientras se hallaban todavía a la vista del campamento.
Al ascender a través del Tel, Khardan se percató con cierta sorpresa de que la Rosa del Profeta, que antes se pensaba que iba a morir, parecía casi a punto de florecer.
Mientras los hombres de Khardan viajaban en dirección oeste, por el desierto de Pagrah, hacia la ciudad de Kich, una caravana de esclavos se dirigía hacia el este por las llanuras de la norteña Bas, con el mismo punto de destino. A diferencia del de los
spahis
, el viaje de los mercaderes de esclavos procedía a un paso lento y sin prisa. Esto no era producto de una amabilidad para con los esclavos, sino que atendía a simples razones económicas. Una mercancía puesta en venta tras haber marchado a través de medio continente solía aparecer notablemente desmejorada y eso hacía que su cotización descendiese muy por debajo de su valor real. Por eso se permitía a los esclavos caminar a un paso relajado y se los alimentaba adecuadamente. No es que esto preocupase ni resultara siquiera evidente al joven Mateo. Su desdicha aumentaba día a día. Vivía y respiraba miedo.
Agitándose y dando bandazos encima del camello, y oculto tras el
bassourab
, miraba con desesperación aquella inhóspita tierra a través de una rendija. Comparándola con su tierra natal, comenzó a preguntarse si se encontraba en el mismo planeta.
Al principio atravesaron yermas llanuras donde los zancajosos camellos caminaban por llanas y arenosas extensiones de roca cubierta de extrañas y feas hierbas y plantas espinosas. Las monótonas llanuras se zambullían de pronto en bruscas hondonadas y los camellos luchaban por mantener el pie firme a lo largo de traicioneros socavones de piedra desmenuzada. Impresionado por la salvaje belleza, Mateo miraba aturdido aquellas paredes de pura roca recorridas por rayas de color rojo, anaranjado y amarillo chillones que se elevaban por encima de él hasta alturas vertiginosas.
Todo en aquella tierra parecía ser extremado. O bien el sol ardía sobre ellos despiadadamente o, de improviso, violentas tormentas de lluvia los azotaban con una furia increíble. La temperatura subía y bajaba con salvaje desmesura. De día, el joven brujo sudaba a mares por el intenso calor. De noche, temblaba de frío.
Y, si la tierra era dura y el clima cruel, su gente era más dura y cruel todavía. La esclavitud no se conocía en el país de Mateo, donde había sido decretada pecado mortal por su dios, Promenthas. El concepto de esclavitud era ajeno por completo para Mateo y le resultaba imposible de comprender. Que él y todos aquellos hombres, mujeres y niños no fuesen para la invisible persona del palanquín más que mercancías, bienes que podían medirse en términos no de vida sino de oro, le parecía absurdo. Mateo no podía imaginar que un ser humano pudiera mirar a otro como si mirase a un caballo o a un camello.
El joven brujo pronto aprendió a pensar de otro modo. Los esclavos no eran tratados como caballos. A los caballos, por ejemplo, nunca se les pegaba.
Mateo nunca supo cuál había sido el crimen de aquel hombre. Quizás había intentado escapar. O tal vez lo habían sorprendido hablando con otro esclavo, lo cual estaba prohibido. Los
goums
arrojaron al infeliz al suelo, lo despojaron de su taparrabos, única prenda que llevaban los esclavos varones, y lo golpearon de un modo rápido, eficiente e impersonal.
Los azotes caían sobre las nalgas del desgraciado, única zona de su cuerpo que permanecería cubierta cuando fuese exhibido en el mercado, escondiendo así las impresentable marcas y cardenales dejados por el látigo. Al principio, el hombre contuvo sus quejidos, pero, después de tres latigazos, sus gritos de dolor comenzaron a elevarse y pronto resonaban en las altas paredes rocosas.
Temblando e indispuesto de horror, Mateo se tapó los oídos con el velo. Apartando la mirada, la dirigió hacia el blanco palanquín detenido en el suelo junto a él; los hombres que lo transportaban aprovechaban la ocasión para sentarse en cuclillas y descansar. Ningún sonido provenía de la litera, ni las cortinas blancas se movían. Sin embargo, Mateo sabía que el hombre contemplaba la escena desde su interior, ya que vio al
goum
mirar hacia el palanquín en espera de órdenes, y pronto vio aquella esbelta mano asomarse una vez, hacer un elegante gesto y retirarse de nuevo. Los azotes cesaron. Tiraron del esclavo hasta ponerlo en pie y volvieron a encadenarlo con sus compañeros. La caravana prosiguió su camino.
Mateo no tenía miedo de ser azotado. Temeroso de revelar su secreto, se mantenía bien al margen de los otros esclavos, sin hablar nunca con nadie si podía evitarlo. No pensaba, sin embargo, en intentar escapar. El joven brujo sabía que no duraría ni veinte minutos en aquella tierra abandonada del dios. Por el momento estaba más a salvo con sus capturadores; o, al menos, eso suponía.
El anochecer trajo consigo un nuevo respiro en el viaje. Los
goums
ayudaron a Mateo a apearse del camello, una estúpida y arisca criatura cuyo único rasgo favorable era que podía viajar enormes distancias de tierra árida sin necesitar agua. Después, los guardias escoltaron a las esclavas hasta un lugar donde pudieran llevar a cabo sus abluciones en privado. Este momento causaba siempre verdadero pánico a Mateo, ya que no sólo tenía que esconderse de los guardias sino también de las mujeres. Una vez finalizado este terror diario, los
goums
empujaron a Mateo y a las otras mujeres hasta sus tiendas y apostaron guardias para hacer noche en torno a ellas; Mateo pudo, por fin, relajarse.
Aunque Mateo nunca veía al mercader, aparte de su esbelta y blanca mano, tenía la sensación de que a él se lo mantenía bajo una constante y especial vigilancia. Su tienda era siempre la más próxima a la del mercader, y el camello que él montaba iba siempre primero en la fila detrás del palanquín. Mateo recibía su comida inmediatamente después de que el traficante recibiese la suya.
En un principio, esta vigilancia incrementaba el miedo del joven brujo. Pero poco a poco fue haciéndole experimentar una absurda sensación de seguridad, dándole la impresión de que alguien se preocupaba por su bienestar… Una idea fantasiosa, nacida de la desesperación, que pronto iba a verse cruelmente disipada.
En la cuarta noche del viaje, cuando le deslizaron la escudilla de la comida a través de la rendija de la tienda, la miró con desgana y, sin pensar en lo que hacía, la cogió y la vertió con disimulo detrás de la tienda.
Uno de los
goums
estaba caminando junto a la tienda cuando sintió un cosquilleo en el cuello, como si una pluma rozase su piel. Pensando que sería una de las mil variedades de insectos alados que había en aquella tierra, el
goum
se dio un manotazo en el cuello; pero el cosquilleo no desapareció. Al estirar el cuello en un esfuerzo por ver lo que le molestaba, el hombre vio, en cambio, la mano de Mateo que deslizaba la escudilla por la parte trasera de la tienda y volcaba su contenido en el suelo.
Frunciendo las cejas, el
goum
se olvidó de su cosquilleo —que cesó de un modo misterioso— y corrió a informar a Kiber.
Acostado como estaba, intentando ahogar su desdicha en un exhausto sueño, Mateo se asustó hasta casi perder el sentido cuando de pronto entró en su tienda el líder de los
goums
.
—¿Qué ocurre? ¿Qué quieres? —resolló Mateo cogiéndose con nerviosismo su atuendo de mujer.
Cada vez hablaba con más facilidad su lengua, hecho que no parecía impresionar ni sorprender a sus secuestradores. Todos ellos tenían la mentalidad de animales, en cualquier caso, y un perro no suele sorprenderse al oír ladrar a otro perro.
Kiber no le respondió. Agarrando a Mateo del brazo, el
goum
lo sacó de un tirón de la tienda y lo arrastró hasta la vivienda del mercader. Era evidente que Kiber tenía órdenes de entrar, ya que irrumpió directamente en el interior con Mateo sin anunciar su presencia.
La tienda estaba oscura por dentro; no había ninguna lámpara encendida. Medio cegado por el velo que le tapaba la cara, Mateo podía distinguir muy poca cosa. Tuvo una impresión general de lujo, de finos cojines de seda y ricas alfombras, así como del brillo de oro y latón. El aire estaba perfumado; había un olor de comida y café. Un hombre vestido de blanco se recostaba sobre un cojín. A cierta distancia de él, había una mujer, vestida de negro, agachada con la cabeza en el suelo.
Al entrar Mateo, el mercader levantó la mano. Pese a hallarse en el interior, mantenía su rostro cubierto con la prenda facial. Sólo eran visibles sus ojos que, sombreados por espesos y caídos párpados, brillaban por encima de la máscara blanca. Mateo se estremeció. Un rayo de fría luz de luna, infiltrándose a través de la solapa de la tienda, iluminaba el blanco embozo con más calidez de la que el joven brujo veía en aquellos ojos. Sin saber qué podía esperar, Mateo devolvió la mirada al hombre con la helada calma de la desesperación.
—¡Abajo! ¡De rodillas, esclava! —ordenó Kiber retorciendo dolorosamente el brazo de Mateo y obligándolo a postrarse en el suelo.
—¿Cuál es el problema? —preguntó el mercader con tono suave.
—Esta está intentando morirse de hambre.
Mateo tragó saliva.
—E… eso no… es cierto —balbuceó, sintiéndose acobardar por la mirada escrutadora de aquellos fríos y encapuchados ojos.
—Mahad la sorprendió tirando su comida fuera de la tienda, intentando esconderla en la hierba. Ya le había parecido oír a algún animal olisquear por la noche junto a la tienda de ésta. Resulta evidente, efendi, que tu botín ha estado alimentando a los chacales y no a ésta.
—¿Así que estás recurriendo a la muerte para escapar a tu destino? —inquirió el mercader, mirando a Mateo con ojos exentos de pasión—. No serías la primera —añadió con un tono algo aburrido.
—¡No! —dijo con una voz entrecortada Mateo; y, chupándose sus acartonados labios, agregó—: No… he podido… comer…