Esta forzada amistad se convirtió en un peso tan difícil de llevar que la mayoría de los hombres se abstuvo de pasearse por el campamento, prefiriendo esconderse en sus tiendas, tramando oscuras acciones para cuando el período de hospitalidad expirase. Por fortuna, el calor del día les proporcionaba la excusa perfecta, si bien los jeques encontraron algo difícil explicar por qué el campamento estaba tan silencioso y sombrío durante las acostumbradas horas de vida social, después del anochecer.
Nada se supo de Zohra durante los tres días, para gran alivio de su padre y su esposo. Esto no era cosa rara, ya que era costumbre en estas tribus mantener a sus mujeres ocultas todo lo posible durante la visita de un extranjero. Sin embargo, tuvo lugar un ligero incidente: un niño que corría frente a la tienda de Zohra descubrió un brasero de latón tirado en la arena. Al cogerlo para devolverlo a su dueña, el niño observó con cierta sorpresa que el brasero estaba tremendamente abollado y parecía haber sido estrellado contra una roca.
La hora de cenar era el momento más difícil para todos los involucrados. La cena —para la cual, cada noche y en honor del huésped, se mataba a una oveja— era un asunto complejo pues exigía que Majiid y Jaafar mostraran, no sólo la máxima cortesía a su invitado, sino también ambos entre sí. La sonrisa forzada de Majiid le ocasionó a éste un dolor de mandíbulas. Jaafar estaba tan nervioso que la comida que ingería le caía como una piedra en el estómago y pasaba la mitad de la noche en vela con dolores de barriga.
Entretanto, todos se regalaban con cordero asado;
fatta
, un plato de huevos y zanahorias;
berchouks
, bolitas de arroz endulzado, y pasteles de almendra, todo ello desplegado delante de ellos por los sirvientes sobre alfombras para comer. Nadie hablaba durante las comidas, dado que este tiempo se emplea en disfrutar los manjares y permitir que la digestión se efectúe de modo ininterrumpido. Pero, después de la cena, mientras bebían té dulce alternado con oscuro café amargo y mordisqueaban dátiles e higos secos, o compartían el narguile, los hombres conversaban. Cada uno de ellos se preocupaba de mantener la boca adormecida y los oídos despiertos, como dice el proverbio, para evitar decir nada que pudiera delatarlo y, al mismo tiempo, esperando oír alguna cosa que pudiera serle de provecho.
La carga de la conversación, por supuesto, recaía en el invitado, de quien se esperaba que compartiese con sus anfitriones sus conocimientos y noticias sobre el mundo a cambio de la hospitalidad de aquéllos. Zeid se sentía a salvo en tales conversaciones; la rápidamente cambiante situación política de Tara-kan le proporcionaba un tema perfecto. Su primera noticia, sin embargo, asustó a sus anfitriones.
—El amir de Kich… —comenzó Zeid.
—¿Amir? —preguntó Khardan sobresaltado—. ¿Desde cuándo hay un amir en Kich?
—Ah, amigos míos, ¿no os habéis enterado? —dijo Zeidorgulloso de ser el primero en conocer tan importante información—. ¡Kich ha caído en manos del emperador de Tara-kan!
—¿Qué ha ocurrido con el sultán? —preguntó Jaafar.
—El amir lo mandó matar junto con toda su familia —respondió con todo grave Zeid—, según dicen por negarse a rendir culto a Quar. En realidad, no creo que le hayan ofrecido esa posibilidad. El sultán habría estado plenamente satisfecho de adorar a Quar, pero el imán necesitaba un ejemplo para el resto del populacho. El sultán, sus esposas, concubinas, hijos y eunucos fueron arrastrados hasta la cima de los riscos que hay por encima de la ciudad y arrojados por el precipicio; sus cuerpos se dejaron para que sirviesen de alimento a buitres y chacales. Los más afortunados —añadió, masticando un higo— murieron en la caída. Los menos afortunados fueron recogidos y, lo que quedaba de ellos, devuelto a los torturadores. Algunos, he oído, tardaron días en morir. Como podréis imaginar, la población de la ciudad se convirtió casi de común acuerdo; el wazir y los grandes unieron sus fondos para construir un templo dedicado a Quar.
—Confío en que esto no afecte a nuestro comercio con ellos —dijo Majiid frunciendo el entrecejo, mientras el humo se elevaba desde sus barbudos labios.
—No veo por qué iba a hacerlo —respondió con indiferencia Khardan, recostándose en los cojines y saboreando ociosamente su café—. De hecho, hasta podría resultar más favorable. Presumo que ese amir estará ansioso por extender sus dominios por el sur hasta Bas. Sin duda necesitará caballos para sus tropas.
—Pero ¿los comprará a un
kafir
, un infiel? —preguntó con suavidad Jaafar, deleitado ante la oportunidad de arrojar agua fría al fuego de su enemigo al tiempo que mantenía la apariencia de un amigo preocupado—. Tal vez os despeñe también —dijo, y añadió para sí: «Que pueda estar yo allí para presenciarlo».
Oyendo este mudo comentario con tanta claridad como el hablado, la barba de Majiid se enderezó y sus cejas se juntaron de un modo tan alarmante sobre su nariz aguileña que Khardan se apresuró a intervenir.
—Vamos, hombre. El amir es, después de todo, un militar. Los militares son gente práctica por lo general y, por cierto, poco dados a dejarse manejar por los sacerdotes, por poderosos que éstos puedan ser. Si el amir necesita caballos, comprará los nuestros y nosotros tendremos la secreta satisfacción de saber que los caballos de
hazrat
Akhran llevan a los seguidores de Quar hacia lo que devotamente rogamos por que sea su desastre.
—El amir, como bien dices, es un hombre práctico —dijo Zeid con cautela, no queriendo contradecir de manera descortés a su anfitrión aunque tan deseoso como Jaafar de asestar una cuchillada verbal entre las costillas de sus enemigos—. Y es también un excelente general, como podréis juzgar por el hecho de haber derrotado a los ejércitos del sultán en una sola batalla. Pero no hay que subestimar al imán. Este sacerdote es, según he oído, un hombre carismático de gran belleza personal e inteligencia. Y es, también, un fanático, que se ha dedicado en cuerpo y alma al servicio de Quar. Se rumorea que tiene gran influencia, no sólo sobre el amir, sino, lo que es más importante, sobre la primera esposa de éste también. Su nombre es Yamina y tiene ganada una reputación de maga de gran poder.
—¡Espero que no estés insinuando que mi hijo pueda correr peligro a causa de ella! —comentó airado Majiid, casi olvidando su tacto.
—Oh, desde luego que no —dijo Zeid con un elegante gesto tranquilizador de su rechoncha mano—, ni un gramo más del que pueda correr con su propia esposa.
Khardan se atragantó y derramó su café. Majiid mordió la boquilla de la pipa, partiéndola en dos con los dientes, y Jaafar se tragó un dátil entero, con lo que estuvo a punto de ahogarse. Zeid miró a su alrededor con un gesto de perfecta inocencia, acariciándose la barba con su ensortijada mano.
Pukah, a quien un severo y desencajado Sond había dado órdenes de servir, aprovechó aquella coyuntura para verter más café. La conversación giró hacia temas menos comprometidos, y una amistosa discusión sobre los relativos méritos de los caballos frente a los camellos permitió terminar la noche en armonía.
Pero, antes de irse a la cama aquella noche, Zeid, espiando desde su tienda de huésped, siguió astutamente con los ojos a Khardan hasta su tienda: la tienda del califa,
no
la tienda donde residía su esposa.
—Raja tenía razón. Es un matrimonio de conveniencia, nada más —musitó Zeid para sí—. Así que… estoy resuelto.
Por fin terminó el período de hospitalidad. El atardecer del tercer día encontró a Zeid montado en su camello, dispuesto a aprovechar el fresco de la noche para hacer la travesía del desierto. Khardan se ofreció para escoltarlo en compañía de dos de sus hermanos más jóvenes.
Zeid partió en medio de efusivas declaraciones de amistad.
—En verdad complace a un hombre piadoso, como yo, ver cómo lleváis a cabo los designios de nuestro dios viviendo juntos en armonía. Podéis estar seguros, primos, de que mantendré mis ojos puestos en vosotros. Imbuidos como estáis por la bendición de Akhran, puede que muy pronto lleguéis a ser tan ricos y poderosos como yo.
Zeid ocultó su sonrisa al ver a Majiid y Jaafar intercambiar ceñudas miradas.
Dejando aquella mortificante espina en la carne de sus anfitriones, el jeque partió con una reverencia, aprovechando la oportunidad para exhibir la gran velocidad de su animal. Los caballos de su escolta galoparon tras él.
Después de ver alejarse a Zeid, Majiid ensilló su caballo de guerra y galopó durante una hora por el desierto para desahogar su rabia contenida. Jaafar se fue a acostar. Solo en su cesta, Pukah se solazaba con un plato de dulces cuando fue sorprendido por una voz familiar pidiéndole permiso para entrar en su morada.
—Entra, y bienvenido seas —dijo Pukah poniéndose en pie, algo sorprendido de ver a Raja—. ¿A qué debo este gran placer? Ni tu amo ni el mío se encuentran en ningún peligro, ¿verdad?
—En ninguno, puedes estar seguro —respondió Raja y, abriendo la mano, el djinn reveló un precioso joyerito—. Mi amo me envía con este presente para tu amo, con su agradecimiento por su oportuna «advertencia».
—¿Advertencia? —dijo Pukah boquiabierto—. Mi amo no le hizo ninguna advertencia. ¿De qué estás hablando? ¿Estás seguro, de hecho, de que esto está destinado a mi amo? Tal vez estés buscando, en realidad, a Fedj o Sond…
—No, no —replicó Raja soltando el joyero en la vacilante mano de Pukah—. Es obvio, para el jeque Zeid, que estas dos tribus se han unido con el único propósito de atacarlo a él y que fue invitado a venir aquí con la esperanza de poder intimidarlo.
La suave y educada sonrisa de Raja se transformó en una mueca de desprecio burlón.
—Di a tu amo que su plan para asustar al jeque Zeid al Saban no ha dado resultado. Mi amo parte ahora para organizar su ejército y, cuando regrese, ¡aplastará a vuestras tribus hasta enterrarlas bajo la arena! Adiós, «amigo».
Raja saludó y desapareció en medio de un estallido atronador que sacudió la cesta de Pukah y dejó bailando los platos. El joven djinn se quedó mirando aturdido a la oscura nube de humo, que era todo cuanto ahora podía verse de Raja mientras éste se alejaba en un torbellino.
—¡Por la sangre de Sul! —murmuró Pukah con desesperación—. ¿Y ahora qué hago?
—¡Esposa, despierta!
Una mano en su hombro despertó a Zohra de un sueño intranquilo. Su mano se fue hacia la daga con la rapidez de una serpiente al atacar. Khardan fue más rápido todavía. Su mano se cerró al instante sobre la muñeca de Zohra.
—No necesitas eso. He venido a decirte que se requiere tu presencia en la tienda de tu padre. Debemos hablar de lo que ha sucedido.
Él estaba arrodillado junto a su cama. Una lámpara de aceite ardía en el suelo a su lado. Sosteniendo con fuerza la muñeca de Zohra hasta que sintió, por la relajación de sus tensos músculos, que había entendido lo que quería de ella, Khardan escrutó el sonrojado rostro de su esposa, casi escondido tras su masa de pelo negro. Aquellos ojos habitualmente fieros estaban empañados por el sueño, la confusión y, en lo más profundo de ella, el miedo. Podía adivinar lo que ella estaba pensando. Desgracia, divorcio… Khardan sonrió con tristeza.
—¿Qué hora es? —preguntó Zohra, apartando el brazo de la mano de su esposo y cubriéndose el cuerpo con la manta de piel de oveja—. ¿Por qué se me convoca?
—Dos horas antes del amanecer —contestó Khardan frotándose los ojos de cansancio.
Poniéndose en pie, se volvió de espaldas a ella, en aparente consideración a su pudor, pero, en realidad, en un intento de olvidar la suavidad de su rostro mientras dormía, con la sombra de sus largos párpados en sus mejillas, la tenue fragancia de jazmín…
—Si quieres saber para qué se te convoca, sugiero que te vistas y vengas a la tienda de tu padre. Allí te enterarás. He estado cabalgando todo el día y toda la noche sin comer ni descansar, y no tengo energía para discutir contigo ni obligarte a venir si te niegas a hacerlo. Así que, esposa, puedes hacer lo que quieras.
Y, girando sobre los talones, abandonó la tienda permitiéndose a sí mismo un momento de satisfacción al pensar en el hervidero de agitación que estaría teniendo lugar en el interior de aquellos suaves pechos bajo la manta de piel de oveja.
Si Khardan hubiese conocido de verdad la profundidad de la angustia que esta misteriosa y ominosa convocatoria, en las horas oscuras antes del amanecer, estaba causando a su esposa, se habría sentido bien remunerado por la daga clavada en su pierna cuatro noches atrás. Una vez que se hubo marchado su esposo, Zohra volvió a zambullirse entre aquellas mantas, que de repente se habían vuelto frías e incómodas, sacudida por una tormenta de emoción que casi llegaba a cegarla con su furia.
Los tres días de la visita de Zeid habían sido difíciles para todos, pero una tortura para Zohra. Acostumbrada a ahogar los pensamientos serios en el torrente de la acción, apenas dedicaba nunca un momento a la reflexión o consideración de sus actos. Su autoimpuesta reclusión durante los tres últimos días le había dado una oportunidad tan amplia como indeseada de pensar. Entonces llegó a darse cuenta de la enormidad de su crimen. Y, lo que era peor, a considerar las posibles consecuencias.
La familia era una institución tan honrada como temida, ya que en ella residía la supervivencia de la tribu. El divorcio, o «repudio», era por tanto considerado un gran mal y sólo tenía lugar como resultado de muy graves circunstancias. Una mujer divorciada podía volver a ser recogida en la tienda de su padre, pero se la consideraba en desgracia, sus hijos no poseían ni rango ni status en la tribu y, por lo general, vivían peor que los esclavos contratados puesto que al menos éstos podían, con el tiempo, aspirar a la libertad.
Si una mujer había sido sorprendida cometiendo adulterio podía, además, ser desfigurada de alguna manera —un corte en la nariz, cicatrices en la cara— para que ya no pudiera volver a tentar a un hombre al pecado. Al hombre que se sorprendía violando a la esposa de otro se lo trataba un poco mejor. Se lo expulsaba de la tribu, tras confiscar sus posesiones, y se permitía a sus esposas e hijos unirse a otras familias de la tribu o regresar con honor a la casa de sus padres.
Una mujer podía divorciarse de un hombre si éste no era capaz de mantenerla a ella y a sus hijos o si la maltrataba. Un hombre podía divorciarse de una mujer si ella se negaba a llevar a cabo los deberes conyugales, razón por la cual una mujer podía también divorciarse de su marido. En todos los casos de disputa familiar, el asunto era llevado ante el jeque, quien, tras escuchar a ambas partes, dictaba un veredicto inapelable.