La voluntad del dios errante (49 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los ojos de Zohra se ensancharon ligeramente. Sus dedos se detuvieron de golpe, dejando de juguetear con el velo.

—Explícate.

—Bueno… —vaciló Mateo preguntándose qué esperaba ella de él—. Puedo ver el futuro, por ejemplo. Puedo combatir espíritus malignos enviados por Sul para probarnos, así como aquellos con que nos acosan los dioses Oscuros. Puedo ayudar a las almas errantes de los muertos a encontrar reposo. Puedo defender a quienes se hallan bajo peligro de ataque por armas tanto físicas como mágicas. Puedo invocar a ciertos sirvientes menores de Sul y mantenerlos bajo mi control, aunque esto es muy peligroso y, como aprendiz, en realidad no debería hacerlo si no es en presencia de un archimago. Soy joven —añadió con tono de disculpa—, y aún estoy aprendiendo…

Zohra se incorporó en los cojines mirándolo con estupor. Sus ojos brillaban como el sol reflejado en el cuarzo.

—¿De verdad puedes hacer todo eso? —resolló; el brillo de sus ojos se volvió peligroso de improviso—. O quizás
estás
loco, después de todo…

Mateo se sintió de pronto muy, muy cansado.

—En esto —dijo con voz desfallecida— no lo estoy. Puedes probarme. Si me das algunos días para trabajar y me proporcionas el material que necesito…

—Lo haré —dijo Zohra con ferocidad, poniéndose en pie con una contorsión felina y haciendo tintinear sus pulseras—. Si cuanto dices es cierto, ¡puedes convertirte en la más valiosa y favorecida de las esposas, Ma-teo! —añadió con una sonrisa.

Mateo se ruborizó, pero estaba demasiado agotado para responder. Cuando Zohra vio la blancura y el aspecto demacrado de su cara, su expresión se suavizó, aunque sólo por un instante y justo cuando el joven estaba mirando con anhelo su cama y no a ella.

Preparándose para salir, se detuvo en la entrada de la tienda.

—¿A qué dios rindes culto?

—Se llama Promenthas —respondió Mateo volviéndose para mirarla, sorprendido de que le preguntase, y más sorprendido aún de que le importara.

—Que la paz de… Promenthas… sea contigo esta noche, Ma-teo —dijo Zohra con desacostumbrada dulzura.

Emocionado, el joven no pudo hablar y desvió su ros-tro con los ojos inundados en lágrimas. Sonriendo para sí, Zohra se agachó, apagó la lámpara de aceite y después salió y se deslizó hasta su tienda sin que sus blandas zapatillas hiciesen el menor ruido sobre el suelo de arena. Y parecía que la paz de Promenthas en verdad estaba con él, ya que, aun en aquella terrible y extraña tierra, el joven brujo durmió profundamente y sin sueños por primera vez desde que comenzara su horrible desventura.

Capítulo 14

Los días siguientes transcurrieron sombríos para las tribus acampadas alrededor del Tel. Cuando el regodeo inicial de haber pellizcado al amir en las narices hubo pasado, la gente comenzó a hacer balance de su situación y descubrió que ésta era poco halagüeña.

Una vez más, las tribus se encontraron unidas… aunque sólo en su desgracia. El botín que los hombres habían conseguido robar duraría algún tiempo, pero no un año. Ni los akares ni los hranas eran agricultores. Ambos dependían del grano y otros alimentos básicos adquiridos en la ciudad para sobrevivir. Y si la esposa del amir podía crear un caballo mágico de una figurita, sin duda podría producir también ovejas mágicas. Las expectativas de Jaafar y su gente de poder vender sus animales y su lana en los mercados durante el otoño eran bastante magras. Y no sólo sus expectativas de supervivencia parecían rayar lo desesperado, sino que, además, seguían allí estancados en medio del desierto, forzados a permanecer acampados en torno a un oasis cuyo nivel de agua estaba bajando y cuya hierba estaba siendo consumida poco a poco por los caballos, mientras cada día que pasaba los acercaba más al verano y a la amenaza de los violentos vientos del siroco.

Todavía había alguna esperanza en que la Rosa del Profeta floreciera y los liberase. La planta no había muerto del todo; un fenómeno en verdad sorprendente, conside-rando que los ajados cactus parecían a punto de ennegrecer, secarse y echar a volar si alguien respiraba sobre ellos de mala manera. Pero, en lo que al florecimiento se refería, antes parecía probable que brotaran flores en la calva de Jaafar, tal como amargamente observara Majiid a su hijo.

Los líderes de ambas tribus, Khardan, Majiid y Jaafar, pasaban largas horas discutiendo, en ocasiones con gran acaloramiento, acerca de qué se podía hacer. Por fin, todos acordaron que había que llamar a los djinn de ambos jeques y ordenarles ir en busca de Akhran para ponerlo al corriente de la situación y pedirle permiso para abandonar el Tel hasta que pasara la estación de las tormentas.

Sólo Fedj se presentó; Sond adujo alguna indisposición inespecífica para no hacerlo. Al cabo de varios días, Fedj regresó abatido, declarando que el dios Errante, haciendo honor a su nombre, había desaparecido.

Los hombres se sumieron en la oscuridad ante estas noticias. El sol calentaba más y más, la hierba resultaba cada vez más difícil de encontrar, el nivel del agua de la charca descendía un poco cada día y los ánimos de la gente en el campamento se estaban volviendo cada vez más irritables.

—¡Digo que nos vamos! —gritó Majiid tras el regreso de Fedj—. Nos vamos a nuestro campamento de verano. Vosotros volved a las estribaciones con vuestras ovejas… y nuestros caballos —añadió con acritud en voz baja.

Jaafar, quejándose como de costumbre, no oyó el sar-cástico comentario. Khardan sí lo oyó, pero, embebido en algún profundo pensamiento, se limitó a lanzar a su padre una mirada de advertencia.

—¿Y exponernos a la ira de Akhran? —dijo Jaafar.

—¡Bah! Puede que a Akhran no le dé por pensar en nosotros durante otros cien años. ¿Qué es el tiempo para un dios? Para entonces, todos estaremos muertos y ya no importará.

—¡No, no! —dijo Jaafar elevando las manos en protesta—. Yo me acuerdo bien de la tormenta, aunque vosotros la hayáis olvidado…

—Espera —interrumpió Khardan, viendo que su padre comenzaba a hincharse con las expectativas de una disputa—, tengo una idea. Suponed que hacemos justo lo que el amir piensa que vamos a hacer. Suponed que atacamos Kich.

Jaafar gruñó de nuevo.

—¿Y eso cómo resuelve nuestros problemas? ¡Sólo los agrava!

Majiid, con las cejas erizadas, lanzó a su hijo una penetrante mirada.

—Ve a hacerle compañía al loco a la tienda de tu esposa…

—No, escuchadme, padre, jeque Jaafar. Tal vez sea eso lo que el dios pretendía que hiciésemos. Quizás ésta es la razón por, la que nos reunió. Yo no me opongo a que abandonemos el Tel, pero, antes de separarnos, ¡hagamos lo que he dicho!

—¡Dos tribus saqueando Kich! Lo hiciste una vez, porque te acompañó la suerte. Pero esa suerte no se da dos veces.

—¡No tienen por qué ser sólo dos tribus! ¡Pueden ser tres! ¡Llevaremos a Zeid también con nosotros! Juntos podremos tener hombres suficientes para saquear la ciudad, y esta vez lo haremos como es debido. Podremos conseguir riquezas suficientes para mantenernos el resto de nuestras vidas, además de enseñar al amir y a su imán a pensarlo dos veces antes de insultar a
hazrat
Akhran.

Mientras así hablaba, la mirada de Khardan se fue hacia Meryem que justo en aquel momento entraba en la tienda de Majiid. Sin duda por casualidad, ella resultaba estar siempre disponible para llevar comida y bebida a los tres hombres.

Al ver a la muchacha, y notar las miradas de reojo que dirigía a su hijo, Majiid, que había estado a punto de rechazar el plan de saquear Kich, cambió de improviso de parecer. Había decidido que Meryem sería una esposa ideal para Khardan. ¡Sus nietos descenderían del sultán! Tendrían sangre real en sus venas junto a —y esto era lo más importante— la sangre de los akares.

Además, Majiid sintió
su
vieja sangre agitarse ante la idea de saquear la ciudad. Ni siquiera su abuelo, un legendario
batir
,había hecho nunca algo tan atrevido.

—¡Me gusta! —dijo cuando Meryem se había ido.

No se discutían cuestiones de política delante de las mujeres.

—También yo la encuentro interesante —dijo Jaafar inesperadamente—. Por supuesto, necesitaríamos más caballos…

—Todo depende de Zeid —se apresuró a interponer Khardan al ver a su padre hincharse otra vez—. Tal vez podamos persuadirlo para que nos preste sus veloces
meharis
. ¿Crees que nuestro primo se nos unirá?

—¡Por supuesto! ¡A nadie le chifla tanto una buena incursión como a Zeid!

—¿Qué ocurre, Pukah? ¿Adonde vas? Todavía no se te ha ordenado retirarte —dijo Khardan al ver al djinn saliendo con disimulo de la tienda.

—Eeh… se me ha ocurrido, amo, que quizá te apeteciera tu pipa…

—Cuando la quiera te lo diré. Ahora siéntate y guarda silencio. Debería interesarte todo esto. Después de todo, fuiste tú quien hizo posible nuestra alianza.

—Desearía que olvidases tan insignificante detalle, amo —dijo Pukah muy serio—. Después de todo, ¿estás seguro de que puedes fiarte del jeque Zeid? He oído decir que su mente es como las dunas: siempre cambiando de posición según el viento que sopla.

—¿Fiarse de él? —dijo con brusquedad Majiid—. No, no se puede uno fiar de él. Ni entre nosotros podemos fiarnos el uno del otro, ¿por qué iba a ser él diferente? Le enviaremos un mensaje…

Los jeques y el califa se pusieron a discutir sobre lo que habrían de decir y lo que habrían de ofrecer y Pukah aprovechó la ocasión para escabullirse inadvertidamente de la tienda.

Cada día, antes del amanecer, el djinn había estado viajando al campamento de Zeid donde pasaba las horas matinales observando con creciente pesadumbre al jeque hacer acopio de fuerzas. No contento con utilizar sus propios hombres, Zeid había convocado a todas las tribus sureñas. Más y más hombres afluían al campamento constantemente, montados en sus camellos. Era obvio que el ataque de Zeid al Tel iba a tener lugar en cuestión de semanas, cuando no de días.

Pukah se preguntó por un momento si la propuesta de una incursión a Kich no le interesaría a Zeid lo bastante para hacerle olvidar sus hostiles propósitos para con sus primos. Al instante desechó la idea, sin embargo, seguro de que Zeid lo interpretaría como otro de los trucos de Khardan.

Pukah suspiró y continuó elaborando su plan para estar lejos del campamento cuando sobreviniese el ataque, evitando así la ira de su amo cuando Khardan descubriese la verdad.

No era el djinn el único que vigilaba los movimientos de Zeid con considerable interés. Espías del amir informaron a éste de que el jeque estaba llamando a todos los que se hallaban bajo su dominio, así como a aquellos que le debían favores o dinero, o ambos, y que era evidente que se estaba preparando para una batalla de gran importancia. Enseguida se extendió el rumor de que el objetivo de los nómadas era la ciudad de Kich.

Las ciudades de Bas, viendo la enorme hoja de la cimitarra del emperador colgar sobre sus cuellos, comenzaron a enviar regalos a Zeid. El jeque se vio literalmente inundado de concubinas, burros y más café, tabaco y especias de los que podía necesitar en diez años. Zeid no era tonto. Sabía que las ciudades del sur, enteradas de la concentración de fuerzas que estaba llevando a cabo, esperaban que él acudiese en su ayuda y no a danzar sobres sus tumbas.

A oídos de Zeid llegó el rumor de su propósito de atacar a Kich, y él se rió de ello, preguntándose cómo podía dar nadie crédito a semejante disparate. El jeque conocía la reputación del amir. Qannadi era, según ésta, un astuto y talentoso general; alguien digno de temer y respetar.

—Mi lucha no es con el amir ni con el dios del amir —repetía a los embajadores de las ciudades de Bas—. Es con mis antiguos enemigos; y, en tanto que Qannadi me deje en paz a mí, yo, el jeque Zeid al Saban, dejaré en paz a Qannadi.

Qannadi tuvo conocimiento de estas palabras, pero no las creyó. Veía cómo aquella riada de obsequios afluía hacia el desierto, y veía que las ciudades de Bas, que antes habían temblado y escondido las orejas nada más oír su nombre, comenzaban a cobrar fuerzas y a levantar sus ca-bezas para responderle. El amir estaba enojado. Había dado por hecho que las ciudades del sur caerían en sus manos como fruta podrida, con sus gobiernos corrompidos desde dentro por sus dobles agentes. El rumor de que una gran fuerza se les venía encima desde el desierto estaba haciendo esto cada vez más difícil, y todo era por culpa de aquellos nómadas. El amir estaba empezando a creer que el imán tenía razón al insistir en que había que actuar de un modo drástico con ellos.

Pero Qannadi era un hombre precavido. Necesitaba más información. Zeid estaba planeando sin duda un avance hacia el norte; eso es todo lo que el amir había conseguido saber por sus espías. Pero estos imbéciles añadían también que, a su parecer, el jeque se proponía atacar a Majiid y Jaafar y no a aliarse con ellos. Esto no tenía sentido alguno para la mente militar del general. Jamás se le podía ocurrir a éste que un odio de sangre originado siglos atrás pudiera tener prioridad ante la amenaza que él representaba en aquel momento para ellos. No, Qannadi necesitaba saber qué se estaba guisando entre las tribus acampadas en torno al Tel.

Él había apostado allí su espía, pero todavía no había sabido nada de ella. Cada día preguntaba a Yamina, con creciente impaciencia, si Meryem había transmitido ya su informe.

Muchos días esperó en vano.

Meryem tenía sus propios problemas. Ella no era, como había hecho creer, hija del sultán. En realidad, era hija del emperador. Su madre había sido una de sus innumerables concubinas. El emperador se la había entregado al amir a modo de obsequio y así fue ella a parar al harén de Qannadi. Para gran decepción de Meryem, el amir no se había casado con ella sino que se había limitado a tomarla como concubina. Tal como Qannadi había dicho a Feisal, ella era una muchacha ambiciosa. Deseaba la posición de esposa del amir y era esto lo que la había inducido a aceptar el peligroso papel de espía cuando Yamina se lo propuso.

Meryem había previsto el peligro. Pero no la incomodidad. Acostumbrada a una vida de lujo en el gran palacio del emperador, en la ciudad de Khandar, la capital, y después en el rico palacio del difunto sultán de Kich, Meryem encontraba la vida en el desierto repugnante, sucia y espantosa.

Ella era, si se hubiese dado cuenta, la mascota mimada del harén de Majiid. Su dulzura y belleza, más las escandalosas historias que contaba sobre la vida en la Corte del sultán, la hicieron favorita de las esposas e hijas del jeque. Badia, la primera esposa de Majiid, eximía a Meryem de llevar a cabo las tareas más duras, como el cuidado de los caballos, ordeñar las cabras, sacar y transportar el agua y cargar la leña. Pero se esperaba de ella que, de una u otra manera, se ganara su sustento en el harén. Después de veinte años de no hacer nada más que chismorrear y solazarse en torno a los estanques ornamentales, Meryem encontraba todo aquello odioso en extremo.

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