—Después de todo, sólo es un hombre —se dijo a sí misma Meryem—. Yamina tiene razón. El cerebro de un hombre está entre sus piernas. No podrá resistirme.
Con impaciencia vigiló y esperó el momento apropiado y, por fin, llegó su oportunidad.
Era la hora del crepúsculo. Khardan, con aspecto fatigado, atravesaba el campamento tras otro día de infructuosa discusión con su padre y los hombres de la tribu. Levantando la mirada, vio a Meryem aparecer por la esquina de una tienda y dirigirse hacia el centro del campamento con su esbelta espalda arqueada bajo el peso de un yugo del que colgaban dos pellejos llenos de agua. Aquélla era una tarea típica de mujer y Khardan, deteniéndose a contemplar y admirar la gracia de la diminuta figura, no reparó en la carga que llevaba hasta que observó que le fallaban los pies. Meryem dejó lentamente los pellejos en el suelo para no derramar ni una gota de agua fresca. Se llevó una desfallecida mano a la frente y puso los ojos en blanco. Precipitándose hacia adelante, Khardan cogió a la muchacha justo mientras ella caía.
Su propia tienda era la más cercana. Llevando dentro a la inconsciente joven, la acostó sobre unos cojines y, cuando estaba a punto de salir de nuevo a pedir ayuda, la oyó moverse y gimotear. Entonces se volvió y se arrodilló junto a ella.
—¿Estás bien? ¿Qué te sucede? —le preguntó preocupado.
Meryem incorporó la cabeza y los hombros y miró aturdida a su alrededor.
—Nada, no es nada —murmuró—. De… repente, me desmayé.
—Voy a llamar a mi madre —dijo Khardan, comenzando a levantarse.
—¡No! —dijo Meryem bastante más fuerte de cuanto era su intención.
Khardan la miró, sorprendido, y ella se ruborizó.
—No, por favor, no molestes a tu madre por mi causa. Ya estoy mucho mejor. De verdad. Hace tanto calor…
Su mano desarregló hábilmente los pliegues del caftán que llevaba puesto, dejando que una tentadora extensión de cuello y de sus suaves y blancos pechos quedara al descubierto.
—Déjame descansar aquí, en el frescor de la tienda, tan sólo un momento, y luego volveré al trabajo.
—Esos pellejos son demasiado pesados para ti —dijo Khardan con tono malhumorado, desviando su mirada—. Se lo advertiré a mi madre.
—Ella no tiene la culpa —dijo Meryem con un trémulo brillo de lágrimas en los ojos—. Ella…, ella me dijo que no lo hiciera —su suave mano cogió con fuerza la de él—. ¡Pero yo quiero hacerlo para demostrar que soy digna de ser tu esposa!
Khardan sintió su piel abrasada por la llama mientras su sangre entraba en ebullición. Antes de que supiera del todo lo que estaba pasando, Meryem estaba en sus brazos y sus labios estaban saboreando el dulzor de los de ella. Sus besos eran respondidos con ansia y el cuerpo de la muchacha se entregaba con una pasión que no era de esperar en la hija virgen de un sultán. Khardan no reparó en ello. Su boca estaba en la láctea blancura de su cuello y sus manos buscaban la blandura bajo la seda del caftán cuando, de pronto, se dijo cuenta de lo que estaba haciendo.
Jadeando por recobrar el aliento, apartó de sí a Meryem de un empujón, casi arrojándola de nuevo contra los cojines.
Khardan no era el único en haber perdido el control. Consumida por un placer que jamás había experimentado en los brazos de ningún otro hombre, Meryem se agarró del brazo de Khardan.
—¡Oh, mi amor, querido mío! —suplicó, tirando otra vez de él hacia sí, hacia los cojines, olvidándose de sí misma y actuando con el desenfreno lascivo de la concubina del amir—. ¡Podemos ser felices, ahora! ¡No tenemos que esperar!
Por fortuna para ella, Khardan estaba demasiado inmerso en su propia batalla interior para apreciar su error. Arrancándose de sus brazos, se puso en pie y se tambaleó hacia la entrada de la tienda, respirando como si hubiese estado combatiendo con un enemigo mortal y hubiese escapado con vida por muy poco.
Escondiendo su cara entre los cojines, Meryem rompió a llorar. Para Khardan, eran lágrimas por la inocencia ofendida, y él se sentía un monstruo. De hecho, eran lágrimas de ira y frustración.
Murmurando algo sobre llamar a su madre, Khardan se alejó presurosamente de la tienda. Después de que él se hubo marchado, Meryem consiguió reponerse. Se secó los ojos, se arregló las ropas y hasta fue capaz de sonreír. Las brasas ardientes del amor de Khardan acababan de estallar en un rabioso fuego, un fuego que no podría apagarse con facilidad. Cegado por el deseo, estaba preparado para creer en cualquier milagro que hiciera posible de repente su casamiento.
Justo cuando abandonaba la tienda de Khardan, Meryem se encontró con Badia, que se apresuraba a acudir a su lado. En respuesta a las preocupadas preguntas de su futura madre, la muchacha se limitó a decir que se había desmayado y Khardan había sido tan amable de permanecer con ella hasta que se sintió mejor.
—Pobre niña. Esta separación es una tortura para vosotros dos —dijo Badia poniendo un brazo consolador en torno a la pequeña cintura de Meryem—. Hay que encontrar un modo de salir de este dilema.
—Si Akhran lo quiere, todo se arreglará —dijo Meryem con una dulce y piadosa sonrisa.
—Usti, ¿qué estás haciendo fuera de tu habitáculo? ¡No te he mandado llamar! —dijo Zohra hundiendo un dedo en la gorda panza del djinn mientras éste dormía tendido sobre los cojines—. ¿Y qué es eso que hay en el suelo?
Con un sobresaltado bufido, Usti se incorporó de un salto, lo que hizo que sus carnes bailaran y se sacudieran como el oleaje del mar, y miró parpadeante a su ama a la luz del candil.
—Ah, princesa —dijo, atemorizado—. ¿Ya de vuelta?
—Justo pasada la hora de cenar.
—¿Quiere eso decir que ya has cenado? —preguntó él, deseando que así fuera.
—Sí, he cenado con el loco. Y de nuevo te pregunto, ¿qué es esto, réplica perezosa de djinn?
—Un brasero de carbón vegetal —dijo Usti mirando hacia el objeto que yacía en el suelo.
—¡Ya veo que es un brasero de carbón, djinn-con-sesos-de-cabra! —dijo Zohra, empezando a perder la paciencia—. Pero no es mío. ¿De dónde ha venido?
—La señora debería ser más específica —dijo con tono lastimero el djinn y, viendo que los ojos de Zohra se estrechaban de un modo peligroso, añadió enseguida—: Es un regalo. De Badia.
—¿Badia? —Zohra clavó la mirada en el djinn—. ¿La madre de Khardan? ¿Estás seguro?
—Lo estoy —respondió con entusiasmo Usti, satisfecho de haber, por una vez, impresionado a su ama—. Uno de sus sirvientes lo trajo y dijo con toda claridad que era para «su hija Zohra». Yo he estado esperando aquí para entregártelo.
—«Hija»… ¿dijo… «hija»? —preguntó con suavidad Zohra.
—¿Y por qué no? Tú
eres
su hija, aunque sólo sea a los ojos del dios.
—Es sólo que… nunca me había enviado nada —musitó Zohra.
Poniéndose de rodillas, examinó el brasero. Estaba hecho de latón, con un trabajo y un diseño en verdad admirables; jamás había visto uno igual. Se apoyaba sobre tres patas labradas en forma de pies de león. Unos agujeros decorativamente contorneados, alrededor de la tapa, emitían el humo. Mirando en el interior, Zohra vio seis pedazos de carbón vegetal alojados en el vientre del brasero. Considerando la escasez de árboles, el carbón en sí era un obsequio casi tan valioso como el brasero.
Al instante le vino la idea a la cabeza de que el brasero en realidad provenía de Khardan.
—El hombre es demasiado orgulloso para dármelo en persona —adivinó—. Teme que lo pueda rechazar y utiliza esta artimaña para regalármelo.
—¿Qué decías, señora? —preguntó el djinn, reprimiendo con nerviosismo un bostezo.
—Nada —dijo Zohra mientras, con una sonrisa en los labios, recorría con el dedo los delicados rizos y ondulaciones de la tapa—. Vuelve a tu propio brasero. No necesito a ningún gordo djinn esta noche.
—¡La señora es toda amabilidad! —observó Usti.
Con un aliviado suspiro, el djinn se transformó en humo y voló agradecido a la paz y tranquilidad de su propia morada.
Echando a un lado de una patada el brasero del djinn, e ignorando el lastimero quejido de protesta procedente de su interior, Zohra colocó el nuevo brasero en el suelo bajo la solapa de la tienda. Al encender el carbón, pudo apreciar cierto olor perfumado en el humo; tal vez era de madera de rosal o de limonero. Jamás había olido un aroma como aquél.
«Sin duda, Khardan es el autor del regalo», pensó mientras se preparaba para ir a la cama. Una vez acostada, se puso a contemplar el humo que se elevaba a través de la abertura de la tienda. «Pero ¿por qué? ¿Cuál será su motivo para hacerme este regalo? Si, en realidad, y por todas las apariencias, está furioso conmigo por haber suplantado a la rosa rubia que arrancó del jardín del sultán… Tal vez se haya enfriado su rabia y no sabe cómo mostrarlo más que de esta manera. Le mostraré que yo también puedo ser magnánima. Después de todo, he salido victoriosa una vez más. Mañana quizá le sonría…»
Quizás…
Sonriendo ya ante la idea, Zohra apagó el candil, se arrebujó entre los cojines y se cubrió con las mantas de lana. El carbón continuaba ardiendo en el brasero nuevo, extendiendo una relajante calidez por toda la tienda y desterrando el frío de la noche desértica.
Refugiándose en su propio brasero, Usti recogió su desperdigado mobiliario y se consoló a sí mismo por su dura vida, bebiendo vino de ciruelas y consumiendo grandes cantidades de pasta de almendras azucarada.
La noche se cerró. Zohra se sumió en un tranquilo sueño. El humo del brasero continuó elevándose a través de la abertura, pero ya no lo hacía en una fina y vacilante columna vertical. Lenta e imperceptiblemente, el humo empezó a cobrar vida,retorciéndose y enroscándose en una sinuosa danza…
El campamento dormía. Mateo yacía despierto en sus cojines, pensando que jamás había oído un silencio tan sonoro. Lo sentía resonar en su cabeza, de hecho. Incorporándose de medio cuerpo, se esforzó por captar algún ruido…, cualquier ruido que trajera consuelo a su soledad. Pero ni un solo niño lloriqueaba, ni un solo caballo relinchaba al detectar el olor de algún león o chacal rondando por las proximidades. Daba la impresión de que nada se movía en el desierto aquella noche.
Sentado en su lecho, Mateo temblaba de frío. Echándose otra capa encima, encendió su candil y se dispuso a trabajar. Sacó un pedazo de pergamino y lo extendió sobre la lisa superficie del suelo de la tienda. Zohra lo había provisto de una pluma de halcón para emplear como instrumento de escritura. Él no estaba seguro aún de su eficacia en la copia de conjuros mágicos; por su parte, habría preferido una pluma de cuervo como solía utilizarse en las escuelas. Pero no recordaba que sus textos de estudio dijesen en ninguna parte que la pluma en sí poseyera ninguna propiedad mágica inherente. Esperaba que fuese sólo la tradición la que dictara la naturaleza de la pluma a utilizar. Mojándola en un pequeño tazón de tinta fabricado con ceniza de lana de oveja quemada mezclada con aguagoma, Mateo comenzó a dibujar, lenta y laboriosamente, los símbolos arcanos en el pergamino.
Aquélla era la tercera noche que había consagrado a su trabajo, y se dio cuenta de que pasaba la mayor parte del día esperando aquel momento de paz y silencio en que poder dedicarse a su arte. Todo el mundo descansaba durante las horas calurosas de la tarde, lo que le daba tiempo al joven brujo para echar una siesta y reparar el sueño perdido. Ya tenía un pequeño paquete de rollos guardados con sumo cuidado en su almohada.
Mientras trabajaba, sonreía con placer al acordarse de la reacción de Zohra ante la ejecución de su primer y sencillo conjuro. Tomando una escudilla, la llenó con un puñado de arena. Después, sosteniendo un rollo en la mano, pronunció las palabras arcanas con cierta agitación. ¿Funcionaría la pluma de halcón? ¿Y la tinta? ¿Había deletreado cada palabra correctamente? ¿Había entonado las palabras del sortilegio con la cadencia apropiada?
Sus miedos eran infundados. Momentos después de terminar la lectura del conjuro, las palabras del pergamino comenzaron a culebrear y arrastrarse. Zohra, con los ojos abiertos de par en par como un niño aterrado, se acurrucó en un rincón. Podría haber salido corriendo de la tienda si Mateo, dejando caer el rollo de pergamino en la escudilla, no le hubiese cogido la mano para tranquilizarla. Ella se aferró a él mientras observaba atónita cómo las palabras del pergamino se derramaban a la escudilla. Cuando las letras tocaron la arena, ésta comenzó a cambiar de forma y, en cuestión de segundos, el pergamino había desaparecido, las palabras se habían disuelto y, en el suelo de la tienda, delante de ellos, había una escudilla de agua pura y fresca.
—Toma, puedes beber —dijo Mateo ofreciéndosela a Zohra.
Ella prefirió, sin embargo, no tener nada que ver con ello. Entonces, bebió él; era una extraña experiencia, con ella observándolo, esperando, entre deseando y temiendo, que algo terrible le ocurriera. Nada sucedió, pero ella siguió negándose a beber el agua encantada. Suspirando, Mateo comprendió que, si Zohra no se atrevía a tocarla, desde luego a nadie más en el campamento se le ocurriría siquiera considerar una cosa así. Sus sueños de traer agua al desierto mediante sus artes mágicas se evaporaron brus-camente en aquel instante. Aunque también se le ocurrió entonces, no sin cierta amargura, que era probable que los nómadas no quisieran más agua en el desierto. Parecía que les producía una oscura satisfacción el tener que batallar con su cruel tierra.
Parte del cerebro de Mateo se distraía en estos pensamientos y parte se concentraba, al mismo tiempo, en el trabajo que tenía entre manos, cuando ambas partes se juntaron con una brusquedad tal que produjo una verdadera sacudida en todo su cuerpo.
En alguna parte del campamento se estaba practicando una magia poderosa.
Cómo lo sabía, era algo que no habría sabido decir. Jamás había experimentado una sensación como aquélla, excepto, quizá, cuando llevaba a cabo sus propios conjuros. O, tal vez, la había estado experimentando siempre en la escuela y, sencillamente, nunca se había dado cuenta por lo omnipresente que allí estaba la magia. Fuera por lo que fuese, el encantamiento que había detectado le produjo punzadas en toda la piel, acortó su respiración y le hizo sentir que el pelo de la cabeza se le erizaba, como sucede cuando uno está demasiado cerca del lugar donde cae un rayo.
Y era magia maligna, magia negra. Mateo reconoció esto al instante, pues le habían enseñado a ser capaz de distinguir la diferencia, algo que un brujo debe aprender a detectar en caso de encontrarse ante un pergamino o libro de conjuros extraño.