La voluntad del dios errante (54 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Zohra se quedó observando a Mateo.

—Eres sabio para ser tan joven —y, con un decepcionado suspiro, la mujer dejó caer la solapa de la tienda y volvió adentro—. Y tienes toda la razón. Debemos atrapar a la serpiente que se esconde bajo ese pelo dorado y exhibirla para que todo el mundo la vea.

—Eso…, eso puede llevar algún tiempo —comentó Mateo sin tener idea de lo que estaba diciendo.

«¡Casi la dejó marchar!», pensó temblando. «¡Matar a aquella muchacha parecía perfectamente lógico! ¿Qué está haciendo conmigo esta tierra?»

—¿Por qué?

La pregunta de Zohra lo obligó a concentrarse.

—Cuando…. ¡ejem!… cuando Meryem descubra que ha fallado, estará nerviosa, en guardia. ¿Le saldría mal su magia? O, tal vez, tú no hayas utilizado el brasero para nada y probablemente lo utilices mañana o la noche siguiente. ¿O habrás conseguido frustrar su intento de alguna manera? Y, si es así, ¿sospecharás de ella? No se atreverá a usar de nuevo su magia demasiado pronto, creo, aunque podría recurrir a métodos más convencionales para desembarazarse de ti. No creo que debas aceptar ninguna comida ni bebida procedente de las tiendas de tu suegro.

—¡Usti! —dijo de repente Zohra.

Mateo se quedó mirándola sin comprender.

Retirando a patadas unos cojines que había en el suelo, Zohra levantó un brasero de carbón. A juzgar por todos los arañazos y abolladuras que mostraba su superficie, se trataba sin duda de un viejísimo ejemplar que había recibido largo e intensivo uso. Golpeándolo tres veces con la uña de su dedo, Zohra llamó a alguien.

—Despierta, borrachín.

Se oyó una voz lastimera que se quejaba en su interior.

—Señora —dijo la voz adormilada—, ¿tienes idea de qué hora es?

—Si de ti dependiera, gordo, ¡jamás habría vuelto a perturbar tu sueño! Aparece, te lo ordeno.

Tras una noche de susto, parecía que aún le esperaba uno más a Mateo.

No había vuelto a pensar en el joven que había afirmado ser un djinn y, al no verlo más por el campamento, supuso que estaba tan loco como se suponía que lo estaba él. Había oído, de vez en cuando, a la gente de la tribu charlar de que si tal djinn había hecho esto, o tal otro djinn había hecho aquello, pero él presumía que era lo mismo que cuando, en su propio país, hablaban de los «duendes», seres que se suponía entraban en las casas por la noche y cambiaban bebés o remendaban zapatos, u otras cosas no menos inverosímiles. Ahora, todo cuanto pudo hacer fue contemplar mudo de asombro mientras otra nube de humo se elevaba de otro brasero.

Este humo, sin embargo, no presentaba un aspecto amenazador… y menos todavía cuando tomó la forma de un hombre gordinflón de mediana edad con una nariz roja y bulbosa y una redonda cabeza calva. Vestido con un camisón de seda, era obvio que el hombre acababa de ser arrancado de la cálida comodidad de su cama.

—¿Qué deseas, señora? —comenzó con un tono de mártir y, entonces, reparó de repente en la palidez del rostro de Zohra, que todavía llevaba las huellas del horror que había experimentado—. ¿Señora? —repitió con temor—. ¿A… algo anda mal?

—¿Que si algo anda mal? ¡Casi me asesinan esta noche en mi propia cama mientras tú dormías la mona! ¡Eso es lo que anda mal! —dijo Zohra con un manotazo de desprecio al aire—. ¡Y

habrías sido responsable de mi muerte ante Akhran! ¡Me aterra pensar —añadió enronqueciendo la voz— en el destino que te esperaría a manos del dios!

—¡Princesa! —gimoteó el djinn arrojándose al suelo con un golpetazo que hizo vibrar la tierra bajo sus pies—. ¿Hablas en serio? —y desplazó su mirada de la cara de Zohra a la de Mateo—. ¡Oh, sí! ¡Hablas en serio! ¡Ay, soy el más miserable de los inmortales! ¡Ten piedad de mí, señora! ¡No se lo digas al Sagrado Akhran! ¡Te juro que repararé esta desdichada falta! Limpiaré tu tienda cada día. Y no volveré a quejarme ni una sola vez cuando destripes los cojines. Mira… —y, levantando un cojín, Usti lo deshizo en jirones en un arrebato—. ¡Yo mismo te ahorraré la molestia haciéndolo por ti! ¡Pero, por favor, no se lo digas al Muy Sagrado y Extremadamente Exaltado Akhran!

—No se lo diré —dijo Zohra con parsimonia, como si estuviese considerando el asunto—, si haces una cosa por mí. Sabemos quién ha intentado asesinarme. Tu deber será vigilarla día y noche. Y no necesito decirte lo que pasará si me fallas…

—¿Fallarte? ¿Yo? ¡Como un
saluka
(sabueso) andaré sin descanso tras ella…! ¿Has dicho vigilarla? —los ojos de Usti casi saltaron de sus gruesas capas de grasa.

—A la chica, a Meryem.

—¿Meryem? La señora se confunde, sin duda. Una pequeña tan dulce y encantadora…

Los ojos de Zohra refulgieron.

—… encantadora ramera como jamás he visto en mi vida —terminó Usti, arrastrándose de rodillas hacia atrás con la cabeza inclinada hasta el suelo—. Haré como me ordenas, por supuesto, princesa. De ahora en adelante dormirás el sueño de mil bebés. No te preocupes. ¡Tu vida está en mis manos!

Y, diciendo esto, el djinn desapareció, esfumándose en el aire con desacostumbrada presteza.

—Mi vida… en sus manos. Que Akhran nos asista a todos —murmuró Zohra, volviendo a recostarse sin fuerzas en sus cojines.

Mateo, mirando todavía con incredulidad hacia el lugar donde el djinn había estado arrastrándose, no atinó más que a asentir con la cabeza.

Capítulo 18

Cuidar de un loco. Eso es todo cuanto se te considera capaz de hacer, Pukah, amigo mío —musitó Pukah desconsolado. Deslizándose como el rayo a través del aire en su viaje diario hacia el sur, el djinn amenizaba su travesía compadeciéndose terriblemente de sí mismo. Pukah había tenido muy poco que ver en realidad con Mateo, aunque se había convencido a sí mismo de que no hacia otra cosa, día y noche, que vigilar al joven brujo. Por lo general, no hacía más que holgazanear en torno a la tienda de Mateo mientras su cerebro burbujeaba con efervescentes intrigas. Cuando se le ocurría echar una ojeada al interior, era más con la esperanza de volver a ver a la bella inmortal que en afanoso cumplimiento de su cometido. Pukah veía entonces a Mateo enfrascado en sus pieles de oveja en medio de aquel horrible olor a tinta, pero no se paraba a pensar nada acerca de ello. Después de todo, estaba loco, ¿no? De esta manera, Mateo llevaba a cabo su trabajo de magia en completa ignorancia por parte de Pukah. El joven brujo era capaz de fabricar, lo mejor que podía, amuletos y talismanes, así como rollos de pergamino, y comenzó a instruir a Zohra en su uso. Ella, a cambio, le enseñaba lo que sabía de las artes mágicas curativas. Mateo tenía poco conocimiento en ese campo. En su tierra, los enfermos y heridos eran atendidos por magos especializados en medicina. Pukah vio que Zohra pasaba largos períodos del día sola con Mateo, pero tampoco esto le llamó particularmente la atención. Pukah tenía sus propios problemas, y uno de ellos estaba a punto, ahora, de hincharse como el cuerpo de un elefante muerto.

Al llegar a su habitual puesto de observación, Pukah se sentó cómodamente en una nube pasajera cuando, al mirar hacia abajo, se llevó una sorpresa de lo más intran-quilizadora.

—¿Eh? ¡Que Sul se lleve a ese Zeid! —dijo el djinn—. ¡Que coja a ese miserable y lo meta en el infierno y haga que diez mil demonios lo pinchen en su gorda barriga día y noche con diez mil dardos envenenados! ¡Ay de ti, amigo Pukah, en qué lío te has metido ahora!

—Vaya, vaya. ¡Que me aspen si no es el pequeño Pukah! —exclamó una voz rimbombante—.
¡Salaam aleikum
, Pukah! ¡Qué! ¿Tienes hoy algún otro secreto de tu amo para regalar?

—Aleikum salaam
, Raja —dijo Pukah con precaución.

—¿Qué opinas del ejército de mi amo? —preguntó Raja con su reluciente pecho negro inflado de orgullo mientras contemplaban desde la nube a toda una verdadera horda de
meharistas
pululando como hormigas allá abajo—. Ya estamos todos reunidos y, como puedes ver, preparados para marchar hacia el norte este mismo día.

—Creo que es un ejército de muy buen ver, para lo que corre por ahí —dijo Pukah tratando de contener un bostezo con la mano.

—¡De muy buen ver! —aulló Raja—. ¡Verás si es de tan «buen ver» cuando le atice a tu amo en el trasero!

—¿Acaricie a mi amo dónde?

—¡Atice, estúpido alcornoque! —rugió Raja.

—Pues, en honor a la verdad, mejor harías diciendo «acaricie», porque eso es lo que ocurrirá —dijo Pukah con gran seriedad—. Te digo esto sólo porque te aprecio, Raja, y aprecio también a tu amo, el jeque Zeid, un gran hombre a quien no me gustaría ver humillado ante los de su tribu.

—¿Decirme qué? —preguntó Raja mirando con recelo a Pukah.

—Que mejor haríais en dar la vuelta y regresar a vuestra tarea de observar a vuestros camellos jorobarse el unoal otro o lo que quiera que hagan, porque, si pensáis atacar al jeque Majiid al Fakhar, al jeque Jaafar al Widjar y al amir Abul Qasim Qannadi, sin duda vais a…

—¿Amir? —interrumpió Raja atónito.

—¿Qué has dicho?

—¿Qué has dicho

?

—Creí que habías mencionado al amir.

—¡Sólo porque

has mencionado al amir!

—¿De veras? —preguntó Pukah algo violento—. Vaya; si lo hice, olvídalo, por favor, no lo tengas en cuenta. Bien, siguiendo con…

—Eso es, continúa —dijo Raja con aire amenazador—. Continúa hablando del amir o, por Sul, que te voy a agarrar la lengua, la voy a partir en dos, sacártela de la boca y envolverte con ella la cabeza atándote un nudo detrás del cuello.

—Alardeas mucho ahora, pero mi amo y su nuevo amigo pronto te rebajarán a tu propio tamaño —afirmó Pukah con tono burlón, aunque creyó que era mejor poner uno o dos kilómetros de distancia celeste entre él y el enojado Raja.

—¿Qué nuevo amigo? —retumbó Raja.

Las nubes en torno a él se oscurecieron con su rabia al tiempo que redoblaban los relámpagos alrededor de sus tobillos.

—Como te he dicho, tengo en mi corazón una cierta debilidad por tu amo, créeme…

—¡Y también en tu cabeza! —gruñó Raja.

—… y por eso creo que será mejor que avises a Zeid que mi amo, Khardan, al enterarse de los hostiles propósitos del tuyo, viajó a la ciudad de Kich, donde fue agasajado con todos los honores por el amir, quien quedó tan prendado de mi amo que hizo cuanto estuvo en su poder para lograr que se quedara más tiempo con ellos. El propio imán vino a sumar sus ruegos a los del amir. Qannadi mandó llamar a su primera esposa, Yamina, quien realizó maravillosos prodigios con su magia para solaz de mi amo. Mi amo rechazó sus invitaciones, sin embargo, explicando con pena que debía regresar a toda prisa al desierto porque un viejo enemigo estaba concentrando fuerzas para lanzar un ataque contra él.»Qannadi se puso furioso. “¡Dime el nombre de ese miserable!”, exclamó el amir desenfundando su espada, “para que pueda cortarlo yo mismo personalmente en cuatro partes iguales y dárselas a comer a mi gato”.

»Como comprenderás, mi amo se negó por completo a hacer tal cosa (ya sabes lo orgulloso que es), diciendo que era su lucha y nada más que suya. Pero Qannadi se mostró tan insistente que, por fin, mi amo (muy reacio, como comprenderás) accedió y dijo que su enemigo era el jeque Zeid al Saban. El amir juró sobre el acero de su hoja que, desde aquel momento, los enemigos del califa eran sus enemigos, y ambos se separaron con grandes muestras de afecto. El amir ofreció a Khardan una de sus hijas en matrimonio y lo invitó a él y a sus hombres a disfrutar de las riquezas de la ciudad antes de partir.

»Eso hizo el amir, con el mayor placer. Su hija reside ahora en las tiendas del jeque Majiid, y sólo estamos esperando a que llegue el amir con sus fuerzas, que ya están de camino, para celebrar el feliz acontecimiento de su matrimonio.

Pukah terminó su relato, completamente sin aliento, y observó con cautela a Raja para ver la reacción del djinn. Tal como el astuto Pukah había adivinado, el jeque Zeid había sido informado de la visita de Khardan a la ciudad de Kich por sus espías, pero los detalles de dicho informe habían sido imperfectos. Pukah había mezclado justo la suficiente verdad con sus mentiras para hacer que su descabellada historia sonase razonable.

El djinn sabía que había sonado razonable, porque Raja desapareció de pronto con un retumbo atronador y un negro torbellino de nubes que se arremolinaron en torno a él. Pukah elevó un suspiro de alivio.

—Vaya, Pukah, en verdad eres muy inteligente —dijo Pukah recostándose cómodamente sobre la nube.

—Gracias, amigo mío —respondió Pukah—. Creo que no puedo por menos de estar de acuerdo contigo. Ya que, sin duda, al oír estas noticias de que el ejército del amir se ha aliado contra él, Zeid se acobardará, desbandará a sus hombres y volverá a casa. Has ahorrado a tu amo la molestia de ser atacado por esos hijos de camella. Para cuando Zeid (que la barba le crezca por encima de la nariz) quiera enterarse de la verdad —que el amir no tiene el menor interés por tu amo—, el verano ya estará bien entrado y será demasiado tarde para que el jeque pueda dirigir un ataque. Ahora que, una vez más, has salvado a tu amo, tienes tiempo de ayudar al pobre Sond a salir de su apuro, por lo cual éste te estará sin duda eternamente agradecido.

—Un hermoso plan —aseguró Pukah a su mejor mitad—. Puede que antes de lo que imagino, él y Fedj estén trabajando para mí…

—Ah, Pukah —interrumpió el alter ego con lágrimas en los ojos—, si sigues así, ¡el Sagrado Akhran caerá un día de rodillas a rendirte culto a
ti
!

—¿Qué? ¡Eso es imposible! —rugió Zeid tirando de las riendas de su camello con tanta brusquedad que casi hace derrumbarse al animal sobre la arena.

—Eso pensé yo, sidi —dijo Raja jadeando por el esfuerzo de la carrera—. Sabiendo lo embustero que es ese Pukah, yo mismo he volado en persona hasta Kich para verlo con mis propios ojos.

—Y he averiguado que el amir ha reclamado a algunas de sus tropas del sur. Ahora mismo, mientras hablamos, se están congregando en la ciudad. Los soldados hablan de un rumoreado viaje hacia el este, al desierto.

—Pero ¿todavía no se ha movido?

—No, sidi. Tal vez el matrimonio se está negociando todavía…

—¡Bah! ¡No puedo creer que eso sea posible! ¿Una alianza entre la ciudad y el desierto?
Hazrat
Akhran jamás lo permitiría. Sin embargo —murmuró el jeque para sí—, es cierto que Khardan abandonó la ciudad con gran alboroto y no fue castigado por su osadía; el amir le permitió alejarse tan libre como el viento. Y lo vieron llevar en su caballo a una mujer de palacio, al parecer tan hermosa como el sauce llorón…

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