—¿Cuáles son tus órdenes, sidi? —preguntó Raja—. ¿Regresamos a nuestra tierra?
Echando una mirada hacia atrás, el jeque vio su inmenso ejército de
mekaristas
y el sol reflejado en espadas ydagas, lanzas y puntas de flecha. Detrás de ellos, vio otro ejército, éste formado por las mujeres y sus niños, siguiendo a sus hombres para montarles el campamento y atender sus heridas después de la batalla. Allí estaban reunidas todas las tribus que le debían lealtad. El tenerlos a todos juntos había llevado muchas y largas horas de negociaciones y compromisos, así como de cicatrizar viejas heridas. Ahora, todos estaban ansiosos por luchar. ¿E iba a decirles él que dieran la vuelta? ¿Decirles que el jeque Zeid salía corriendo del campo de batalla, con el rabo entre las piernas, porque otro perro más grande se había añadido a la refriega?
—¡Nunca! —gritó Zeid con tal ferocidad que su voz resonó por todas las filas, haciendo que los hombres se unieran a él con salvaje entusiasmo aunque no tuviesen idea de qué era lo que gritaban.
Arrebatándole la enseña a su abanderado, Zeid la ondeó en el aire.
—¡En marcha, mis hombres! ¡Adelante! ¡Caeremos sobre nuestros enemigos como el viento del desierto!
Ondeando todas sus banderas, los
meharistas
galoparon hacia el norte, en dirección al Tel.
—Te digo, Sond, que
hazrat
Akhran fue de lo más enfático al insistir en que emprendiésemos este viaje —dijo Pukah a su compañero en voz baja.
Ambos se hallaban en servicial espera en un rincón de la tienda de Majiid, donde, una vez más, sus amos se reunían para discutir sobre la mejor manera de tratar con el jeque Zeid.
—Por supuesto —añadió Pukah con gravedad—, me doy cuenta de que la tentativa de rescate que nos proponemos va a ser peligrosa en extremo; y, si prefieres no ir…
—¡Iré! —imprecó Sond—, ¡aunque sea al mismísimo abismo de Sul! Y tú ya lo sabes, Pukah, de modo que no seas estúpido.
—Entonces, pide permiso a tu amo —apremió Pukah—. ¿O prefieres quedarte aquí, sirviendo café, mientras tu corazón sangra de pena, sin saber qué terrible tormento estará sufriendo Nedjma? Nuestros amos podrán prescindir de nosotros durante el corto espacio de tiempo que nos llevará localizar a los inmortales perdidos, rescatarlos y regresar cubiertos de gloria. El Tel es tan aburrido como el Reino de los Muertos. ¿Qué podría pasar aquí mientras estemos fuera?
—Creo que tienes razón —dijo Sond después de pensar un momento—. ¿Tienes ya el permiso de tu amo?
—Khardan estaba de lo más orgulloso de enviarme en una misión del dios —se jactó Pukah.
La verdad era que Pukah no había hablado una palabra con el dios, pero estaba seguro de que a
hazrat
Akhran le complacería que hicieran esto y, así, se tomó la libertad de ahorrar preocupaciones al dios impartiendo sus órdenes en su lugar y transmitiéndolas a Khardan.
—Sin duda alguna mi amo habrá hablado ya con el tuyo del asunto —continuó Pukah—. Majiid estará advertido, pues, de tu marcha.
Sond se veía ya a sí mismo liberando a Nedjma de su cruel cautiverio. Se dejaría caer en sus brazos, desfallecida, llorando, bendiciendo a su salvador y prometiendo ser suya para siempre… Y Akhran, el dios, seguramente lo recompensaría con generosidad; quizás un palacio propio donde él y Nedjma podrían procrear…
—Se lo pediré a mi amo esta noche —dijo decidido el djinn.
Ambos estaban sirviendo
berkouks
(albóndigas de arroz dulce) a los jeques y al califa cuando su colega Fedj entró en remolino por la abertura de la tienda con la furia de una tormenta de viento.
—¿Qué significa esto? —preguntó Majiid.
El arroz voló por toda la tienda, sus ropas se agitaron con el viento y una acribilladora nube de arena y polvo se elevó del suelo.
—Pido perdón, sidi.
Jadeando, el djinn siguió dando vueltas hasta que su cuerpo comenzó a tomar forma en medio del ciclón.
—He visto a un enorme ejército cabalgando hacia nosotros —explicó Fedj cayendo de rodillas ante Jaafar, quien lo miraba con su perenne expresión preocupada—. ¡Se encuentra a tres días al sur de nuestro campamento!
—¿Zeid? —preguntó Khardan poniéndose en pie con los ojos encendidos.
—Sí, sidi —respondió Fedj, hablando a Jaafar como si fuese su amo quien hubiese hecho la pregunta—. Lleva muchos cientos de
meharis
consigo, y detrás marchan sus familias.
—¡Ykkks
!
A Pukah se le cayó una bandeja de langostas confitadas.
Khardan lo miró irritado y le indicó con un gesto que recogiese el destrozo.
—Ah, ¿ves, padre? —dijo el califa con excitación—. Todas nuestras discusiones han sido en vano. ¡No necesitamos hacer a Zeid oferta ninguna! Él viene a unirse a nosotros en amistad.
—Mmmm —murmuró Majiid—. Así es también como los
meharistas
acuden a la batalla.
—Bueno, es lo mismo —dijo Khardan encogiéndose de hombros—. Zeid conoce nuestro credo: «La espada siempre en la mano y la misma palabra para amigo o enemigo». Sin embargo, yo creo que esta vez vienen en plan amistoso. Aquí, Pukah me lo asegura, ¿verdad?
Y miró al djinn con una sonrisa. La sonrisa de oreja a oreja con que el djinn le respondió era la de un zorro que acaba de beber agua envenenada, pero Khardan estaba demasiado preocupado para apreciarlo.
—¡Ahora podremos discutir con ellos nuestro plan de unirnos todos y saquear Kich! ¡Ya no puede haber más discusiones entre nuestra gente cuando ellos vean a los
meharistas
acudiendo a nosotros en son de paz! ¡En verdad,
hazrat
Akhran ha enviado a Zeid en el momento apropiado!
Pukah profirió un alarmante quejido.
—Demasiados dulces —dijo con la cara desencajada y poniéndose la mano en la barriga—. Si me excusas un momento, amo…
—¡Ve, ve! —dijo Khardan con un movimiento de mano, molesto por las continuas interrupciones.
Tomando asiento de nuevo, se inclinó hacia adelante mientras los jeques se pegaban a él.
—Bien, ésta es mi sugerencia. A tres días de aquí… Saldremos al encuentro de Zeid y…
Los jeques y el califa juntaron sus inclinadas cabezas y pronto se hallaron absorbidos en profunda deliberación. Sond aprovechó la oportunidad para abandonar la tienda y seguir a Pukah. El joven djinn, verdaderamente enfermo, estaba recostado contra uno de los postes.
—Bien, ¿qué estás haciendo aquí fuera? —lo apremió Pukah con un chasquido de dedos al ver la abatida expresión de Sond—. Si vamos a salir esta noche, será mejor que vuelvas ahí dentro y pidas permiso a tu amo.
—¿Todavía tienes intención de ir? —dijo Sond mirándolo con asombro.
—¡Ahora más que nunca! —afirmó Pukah con solemnidad.
—No sé… —Sond parecía indeciso—. Si nuestros amos van a saquear Kich con Zeid, seguramente nos necesitarán…
—Oh, estaremos de vuelta antes de que
eso
ocurra, puedes estar seguro —dijo Pukah—. Quizás alrededor de un milenio antes —añadió para sí en un murmullo.
—¿Qué has dicho? ¿Te encuentras bien?
—Necesito alejarme de aquí un poco —aseguró Pukah con firme convicción—. La tensión a la que he estado sometido, arreglando esta… ejem… alianza, está pesando en mí ahora. ¡Sí, decididamente, necesito alejarme! Cuanto antes, mejor.
—Entonces voy a ir a hablar con mi amo ahora mismo —dijo Sond desapareciendo.
Pukah siguió con su sombría mirada al djinn mientras éste volvía al interior de la tienda donde Khardan y los jeques seguían discutiendo sus planes de solicitar ayuda a Zeid para el saqueo de Kich. «¡Si supieran que, en lugar de abrazos y besos en las mejillas, van a salir a encontrarse con sus dagas en las tripas…», se lamentaba el joven djinn.
Mientras estaba allí, mirando desesperado hacia la tienda, reparó en una pequeña figura alejándose furtivamente de ella. Pero, tan perdido estaba el djinn en su propio miedo y desdicha, que le faltó la curiosidad suficiente para preguntarse por qué una mujer estaría tan interesada en lo que sucedía en el interior como para detenerse a escuchar. O, siquiera, por qué ahora parecía tener tanta prisa por retirarse.
El amir estaba en su sala de baño. Tendido desnudo sobre una mesa, estaba sufriendo indecibles torturas bajo las manos vapuleadoras de su masajista cuando un esclavo se presentó con el recado de que su primera esposa y el imán necesitaban verlo para un asunto de la mayor urgencia.
—¡Ah! —gruñó el amir, incorporándose sobre sus codos—. Habrá noticias de la chica. Échame esa toalla encima —ordenó a su sirviente, quien ya estaba cubriendo el cuerpo de su amo—. No, no, no te detengas. A menos que haya juzgado mal a mi bárbaro amigo del desierto, pronto estaré cabalgando y necesito que me quites los nudos de esos viejos músculos.
Asintiendo en silencio, el masajista reanudó su trabajo, aporreando y amasando despiadadamente con sus enormes manos las piernas de Qannadi. Un grito ahogado brotó de la garganta del amir.
—Las bendiciones de Quar sean contigo —dijo el imán entrando en la sala de baño inundada de vapor—. Por los gritos, creí que te estaban asesinando, como mínimo.
—¡Y así es! —contestó Qannadi apretando los dientes y con la cara bañada de sudor—. El hombre se deleita con su trabajo. Un día de éstos voy a nombrarlo Alto Ejecutor. ¡Aaah!
El amir, con las manos apretadas en el borde de la mesa de mármol sobre la que yacía, tomó aliento. El masajista, con una amplia sonrisa en la cara, comenzó con la otra pierna del general.
—¿Dónde está Yamina?
—Viene hacia aquí —dijo Feisal imperturbable—. Ha tenido noticias.
—Eso esperaba. Ah, aquí está mi encantadora esposa.
Yamina entró en la habitación con su rostro discretamente velado con un solo ojo visible. Andando con delicadeza para no pisar ningún charco, dio la vuelta a la piscina de mármol hundida. Sobre el agua perfumada flotaban lilas. La luz del sol se filtraba a través de un tragaluz que había en el techo justo encima de ella, caldeando la cerrada estancia; sus luminosos rayos danzaban sobre la superficie del agua.
—¿Has hablado con la muchacha?
—Sí, esposo —respondió Yamina saludando con una inclinación, primero a él, y después al imán.
El único ojo visible de la mujer lanzó al sacerdote una apasionada mirada que él captó pero prefirió pasar por alto.
—¿Y qué? ¿Ha seducido por fin a ese príncipe del desierto?
—No hemos hablado del asunto —dijo Yamina con tono de reproche y una mirada de disculpa al imán por hablar de tan sórdidas cuestiones—. Meryem apenas tenía tiempo. Dice que es constantemente vigilada por la primera esposa de Khardan, cuyos celos no conocen límite. Meryem ha descubierto que el rumor que habíamos oído es cierto. El jeque Zeid al Saban y sus
meharis
se hallan a tres días de cabalgada del Tel. Los nómadas están reunidos ahora, haciendo planes para —Yamina hizo una pausa para mayor efecto— ¡unir sus fuerzas y saquear Kich!
—¡Ufff! ¡Condenado seas, bastardo sin corazón! ¡Te voy a abrir la garganta!
Incorporándose a medias en la mesa, el amir volvió la cabeza para lanzar al masajista una mirada asesina.
Acostumbrado a los vilipendios y amenazas de Qannadi, quien no podía prescindir de él, el masajista se limitó a sonreír y asentir con la cabeza mientras sus manos continuaban retorciendo y martilleando la carne del general cubierta de cicatrices.
El amir miró al imán.
—Parece que tenías razón, sacerdote —dijo a regañadientes.
Feisal inclinó la cabeza.
—No yo, sino nuestro dios. ¿Vas a dejar que se acerquen a la ciudad?
—¡Por supuesto que no! Kich se convertiría en un gran tumulto. Ya tuve suficientes problemas apaciguando al populacho tras la última visita de Khardan. No, acabaremos de forma rápida y breve con ese cachorro.
—Confío en que habrá el menor derramamiento de sangre posible —dijo con solemnidad el imán—. A Quar no le agradaría.
—¡Hmpff! A Quar no le desagradó mucho la sangre que se derramó al tomar esta ciudad, ni tampoco parece extremadamente disgustado ante la sangre que pronto se va a derramar en el sur. Preferirá tener almas muertas, supongo, que ninguna alma en absoluto, ¿no?
El ojo de Yamina se dilató ante tan sacrilega forma de hablar. No se sorprendió, cuando miró al imán, al ver que su rostro enrojecía mientras su delgado cuerpo se estremecía de rabia contenida. Acercándose a él con la mano escondida entre los pliegues de sus vestiduras de seda, Yamina cerró sus dedos en torno a la muñeca del joven sacerdote, instándolo a conservar la calma.
Sin embargo, Feisal no necesitaba esta advertencia. Su piel sintió un escalofrío al contacto con la fría mano de la mujer apretada contra su carne, y retiró su muñeca con tanta discreción como le fue posible, al tiempo que impartía su reprimenda al amir.
—Por supuesto, Quar busca las almas de los vivos para poder derramar sus bendiciones sobre ellos y enriquecer así sus vidas. Él sabe, sin embargo, con gran dolor, que hay quienes persisten en caminar en la oscuridad. Por el bien de sus almas y para liberarlos de una vida de miseria, Él perdona la aniquilación de estos
kafir
, pero sólo de tal manera que puedan ver en la muerte aquello a lo que permanecían ciegos en vida.
—¡Humm! —gruñó Qannadi sintiéndose cada vez más incómodo, como siempre, en presencia de aquel clérigo de ojos ardientes—. ¿Estás diciendo, pues, que Quar no pondrá objeción si pasamos a esos nómadas por la espada?
—Lejos de mí el interferir en asuntos militares —dijo el imán, notando cómo se oscurecía el rostro del amir y procediendo con precaución—, pero, si puedo hacer una sugerencia…
Feisal hablaba con humildad, y Qannadi asintió con la cabeza.
—Creo que sé cómo podemos sacarle los dientes a ese león sin necesidad de cortarle la cabeza. Mi plan es el siguiente…
Feisal presentó su propuesta con claridad, nitidez y precisión; su metódica mente había cuidado de cada detalle. Qannadi escuchaba con cierto asombro, aunque ya habría debido saber, por sus anteriores tratos con el sacerdote, que aquel hombre era tan ingenioso como devoto. Cuando el imán hubo terminado su exposición, Qannadi volvió a asentir en reconocimiento —aunque de mala gana— de su valía, y Yamina, al ver a su esposo vencido, lanzó al imán una mirada orgullosa.
—¿Y si esto falla? —preguntó con tono adusto el amir, al tiempo que hacía un ademán al masajista indicándole que se marchara.