Este proceder escandalizó profundamente a Majiid, quien echó por tierra al djinn de un golpe con su poderoso puño. La hinchazón de la mandíbula de Sond no era nada, sin embargo, comparada con la de su corazón henchido de amor. Sin perder un instante, se introdujo en su lámpara para prepararse para su viaje.
Pukah, mientras tanto, merodeaba inquieto por el campamento, temblando de miedo cada vez que alguien se acercaba a caballo; en cualquier momento podían venir noticias de que Zeid iba a atacarlos antes de lo que el djinn esperaba. Estaba cayendo la tarde, la hora en que las muertas y estériles arenas cobraban vida con los rutilantes púrpuras y dorados. Indiferente a la belleza, Pukah se sentó a cierta distancia del campamento a la sombra del Tel, observando con creciente pesar a la gente que salía de sus tiendas para aprovechar la fresca brisa del anochecer.
—Le daré a Sond una hora —decidió poniendo los ojos en el dorado disco que poco a poco desaparecía tras las lejanas colinas—. En cuanto oscurezca, partimos.
Estaba hablando consigo mismo, como de costumbre, y se mostró considerablemente sorprendido y no poco alarmado al ver que su discurso era respondido por un leve suspiro.
—¿Quién anda ahí? —preguntó, poniéndose en pie con un respingo—. ¿Quién es?
Y desenfundó su espada.
—¡Oh, por favor! ¡Guarda tu arma! —dijo una dulce voz, la más dulce que Pukah había oído nunca en todos sus siglos.
Soltando la espada, se dejó caer de rodillas.
—¡Eres tú, encantadora mía! —exclamó, extendiendo losbrazos y mirando enloquecido en torno a sí—. ¡Por favor, muéstrate! No te haré daño ninguno. ¡Te lo juro! ¡Antes dejaría que me atravesaran las plantas de los pies con agujas candentes…!
—¡No digas esas cosas tan terribles, te lo ruego! —suplicó la voz, temblorosa.
—¡No, no! No lo haré. Perdona. ¡Por favor, déjame verte tan sólo, para que pueda saber si eres real y no un sueño!
Una nube de lluvia dorada comenzó a brillar trémulamente ante los deslumbrados ojos del djinn. De la lluvia salió la figura de una mujer. Iba vestida con unos voluminosos hábitos blancos con mangas largas. Un par de alas que superaban a las de un cisne en blancura y delicadeza, brotaban de sus hombros y rozaban el suelo con sus plumosas puntas. Sus cabellos de plata se ensortijaban en torno a un rostro tan etéreo en su melancólica dulzura que Pukah no sintió nada cuando su corazón saltó de su pecho y cayó con un ruido sordo a los blancos y desnudos pies de la mujer.
—¡Por favor, dime tu nombre para que pueda susurrármelo a mí mismo cada segundo desde ahora y por el resto de la eternidad!
—Me…, me llamo Asrial —dijo la maravillosa visión inmortal.
—¡Asrial! ¡Asrial! —repitió Pukah embelesado—. ¡Cuando yo muera, este nombre será la última palabra que salga de mis labios!
—Tú no puedes morir; eres un inmortal —señaló Asrial sin ningún romanticismo.
Su voz temblaba al hablar, sin embargo, y una lágrima brilló en su mejilla como una estrella.
—¡Estás en apuros, en peligro! —adivinó Pukah al instante, y se arrojó panza abajo sobre la arena con los brazos abiertos de par en par—. ¡Déjame ayudarte, te lo ruego! ¡Déjame sacrificar mi inmerecedora vida a cambio de la gran recompensa que supone para mí hacer desaparecer esa lágrima de tu mejilla! Haré lo que sea, lo que sea…
—Llévame contigo —dijo Asrial.
—Lo que sea, menos eso —dijo Pukah con tristeza. Incorporándose a medias y sentándose sobre sus talones, miró al ángel con una apesadumbrada expresión—. Pídeme algo simple. Tal vez te gustaría el océano para re-frescar tus pies. Podría ponértelo ahí, a tu izquierda. Y a tu derecha una montaña, para completar la vista. Pondría la luna en tus manos y las estrellas adornado tu cabello…
—¿De verdad puedes hacer esas cosas? —dijo Asrial abriendo de par en par los ojos.
—Bueno, no —admitió Pukah, dándose cuenta de que podría ser llamado en cualquier momento a ejecutar cualquiera de estos prodigios—. Pero soy muy joven todavía. ¡Algún día, cuando sea más viejo, espero ser capaz de realizar estos y otros milagros por el estilo! Es que, ¿sabes? —añadió con tono confidencial con un chasquido de dedos—, soy el favorito de mi dios.
—¡Ah! —el pálido y descolorido rostro del ángel se iluminó levemente, aunque a Pukah le pareció que lo cegaba el resplandor—. Entonces, sin duda no tienes nada que temer y el que yo vaya con vosotros no supondrá más que una pequeña inconveniencia. Me mantendré fuera de vuestro camino —prometió—. No os causaré ninguna molestia, y podría seros de alguna ayuda. Yo no soy tan favorita de mi dios como tú —añadió con timidez—, pero Promenthas es muy poderoso y también un padre aman-tísimo para sus hijos.
—¿Tú eres su hija?
Pukah estaba empezando a temer que no había escogido a la persona adecuada, si quería impresionar.
—No, no literalmente —dijo Asrial sonrojándose—. Sólo quiero decir que todos aquellos que adoran a Promenthas son considerados por Él como hijos suyos.
—Así que adoras a Promenthas —dijo Pukah para ganar tiempo, mientras se preguntaba cómo podría salir de ésta.
—Sí —respondió ella—. ¿Te importaría si me siento? Ha sido un… día fatigoso…
—¡Oh, por favor! —Pukah se puso en pie como un muelle—. ¿Qué prefieres? ¿Una nube? ¿Un cojín de plumón de cisne? ¿Una manta de lana de cordero?
Y produjo las tres cosas de la nada valiéndose de un truco bastante sencillo.
—Gracias —dijo ella, escogiendo la manta.
Con sus propias manos —tan deliciosas manos, pensó Pukah con un suspiro— la extendió en el suelo del desierto y se sentó sobre sus talones.
—Perdona —dijo ella—. ¿Qué estás mirando?
—Tus alas. Perdóname, pero me estaba preguntando cómo te las arreglas para sentarte sin aplastarlas.
—Se doblan solas para no entorpecer mis movimientos. Así. —Y se volvió ligeramente para mostrarle la elegante cola que formaban sus alas arrastrándose en el suelo detrás de ella.
—¡Ah! —dijo Pukah, encantado por la belleza de la visión.
El djinn se agarró su propia mano justo cuando ésta se iba sola a tocar una de sus plumas. Sujetándola con firmeza, la escondió detrás de su espalda para mantenerla fuera de toda tentación.
—No es común ver a una inmortal femenina en este plano —dijo Pukah asaltado de pronto por un pensamiento celoso—. El loco es tu amo, ¿no? ¿En calidad de qué, le sirves? —preguntó con rudeza.
—El loco, quiero decir, Mateo,
no
es mi amo. Nosotros no servimos a los humanos como hacéis vosotros —añadió ella mirando a Pukah con altiva reprobación—. Yo sólo sirvo a Promenthas, mi dios.
—¿Ah, sí? —dijo Pukah extasiado—. Entonces, ¿por qué estás con el loco?
—¡Mateo no está loco! —dijo Asrial con enojo—. Y yo soy su guardián.
—¿Tú? —A Pukah pareció hacerle gracia esto—. ¿Contra qué lo proteges? ¿Contra los sanguinarios ataques de las mariposas? ¿Contra un gorrión que se acerca demasiado?
—¡Yo le salvé la vida cuando todos sus compañeros eran masacrados por los malvados seguidores de Quar! —respondió Asrial ofendida—. ¡Lo mantuve vivo cuando se hallaba en las diabólicas garras del traficante de esclavos, y cuando tu amo estaba a punto de cortarle la cabeza con su espada!
—Eso es verdad —dijo Pukah pensativo—. Yo lo vi con mis ojos y apenas pude creerlo. Por lo general, Khardan no se muestra tan misericordioso —añadió mirándola con renovado respeto—. Creo, pues, que tu loco… Perdóname…tu Mateo es un humano afortunado por la elección de guardián que su dios ha hecho para él. Y también creo que tu Mateo tiene todavía gran necesidad de protección, si me perdonas por mencionar un hecho tan doloroso.
—¡Oh, Pukah! —dijo Asrial con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Yo no quiero abandonarlo! Pero no tengo más remedio, al parecer. ¡Me han dicho que, si no os acompaño en este viaje, le espera con toda seguridad un destino terrible!
—¿Sabes adonde vas a ir? —preguntó con cautela el djinn.
—Me han dicho que vais en busca de los Inmortales Perdidos.
—¿Quién te lo ha dicho? —inquirió Pukah, tan disgustado como sorprendido—. ¡Sond! ¡Eso es! ¡Tú conoces a Sond! ¡Y él te conoce a ti! ¡Ah, debí haberlo adivinado! Conque el corazón roto por Nedjma, ¿eh? Y, mientras tanto, galanteando con otra inmortal…
—¡No sé de qué estás hablando! —dijo Asrial con frialdad, arrebujándose más en sus vestiduras—. Jamás oí hablar de ese Sond. Y, en cuanto a quién me lo ha dicho, no te lo puedo decir. Es un secreto, un secreto del que tal vez dependa la vida de mi Mateo.
—Lo siento. No llores. ¡Soy un estúpido celoso! —dijo Pukah arrepentido—. ¡Es sólo que te amo con locura!
—¿Amor? —dijo ella mirándolo con perplejidad—. ¿A qué viene toda esta charla de amor, celos y galanteos entre nuestra especie?
—¿Hay ángeles varones entre vosotros?
—Sí, por supuesto.
—¿Y no os enamoráis?
—Desde luego que no. Nuestros pensamientos están en el paraíso y la buena obra que nos esforzamos por llevar a cabo entre los hombres. Estamos completamente ocupados en rendir culto a Promenthas. Es a Él a quien va dirigido nuestro amor, y éste es un amor puro, inmaculado, sin la corrupción de la lujuria corporal que aflige a los humanos. ¿Y acaso no sucede lo mismo con vosotros?
—Eeh… pues no —dijo Pukah, sintiendo cierto embarazo ante la escrutadora mirada de aquellos ojos frescos e inocentes—. Tenemos nuestra dosis de lujuria corporal, me temo. Apenas puedo imaginarme el paraíso sin ella, si me perdonas por hablar de este modo.
—Eso es lo que se saca de pasar tanto tiempo entre los humanos —señaló Asrial.
—Bueno, si a eso vamos —añadió Pukah, picado por el tono superior del ángel—, observo que tu forma de hablar acerca de «tu Mateo» va un poco más allá de lo que es tu tarea diaria de guarda personal.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que, a lo mejor, deseas hacer algo más que guardar su cuerpo…
—¡Cómo te atreves! —dijo Asrial extendiendo sus alas con indignación y poniéndose en pie de un revoloteo.
Su rostro se había puesto de un rosado intenso, sus ojos centelleaban de ira y sus extendidas alas abanicaron el aire del anochecer llenando las narices de Pukah con el dulce olor de incienso sagrado. El djinn volvió a arrojarse al suelo en postración.
—¡Me atrevo porque no soy más que una miserable réplica de djinn, un desgraciado que no merece siquiera que escupas sobre él! —exclamó afligido—. ¿Me perdonas?
—¿Me llevarás contigo?
—¡Por favor, no me pidas eso, Asrial! —suplicó Pukah mirando muy serio al ángel—. Es peligroso. Más peligroso de lo que puedas imaginar. Más peligroso de cuanto he dejado creer a Sond —admitió con gesto avergonzado—. Si quieres saber la verdad,
yo
voy sólo porque he embarullado las cosas por aquí de tal manera que tengo miedo de que mi amo me entregue a Akhran para que me castigue. Y de todos es sabido que, si el dios Errante tiene muchos defectos, mostrar misericordia no es uno de ellos. Yo espero que, buscando a los Perdidos, pueda de alguna manera lograr reparar el serio aprieto en que mi amo está a punto de verse por mi culpa.
—Pero, tú no lo hiciste a propósito para causarle daño, ¿verdad?
—¡Oh, no, no! —exclamó Pukah—. Eso puedo decírtelo con toda verdad, aunque sea lo único que pueda decir a mi favor. Mi única intención, desde el principio, era ayudarlo…
De pronto, empezó a toser ahogadamente y a frotarse los ojos, murmurando algo relativo a arena que descendía por su garganta.
—Entonces —dijo con timidez Asrial estirando su mano hacia él—, trabajaremos juntos para ayudar a tu amo y a mi Mateo y salvarlos de la tribulación que los dos, sin quererlo, les hemos ocasionado. ¿Podrás soportar mi compañía?
—Si tú puedes soportar la mía… —dijo Pukah con humildad.
—Entonces, ¿puedo acompañaros?
—Sí —suspiró Pukah—. Aunque va en contra de mi corazón. Ah, mira. Ahí viene Sond, y con buenas noticias, por la estúpida sonrisa que hay en su cara. Mejor te cuento ya el resto de la historia. Y… estoooo… no menciones nada a Sond de lo que…, de lo que acabo de decir, ¿eh? ¡Él no lo entendería! Resulta que su amada, una djinniyeh llamada Nedjma, fue secuestrada por un ser malvado al que se conoce como
'efreet
. Este
'efreet
, que responde al nombre de Kaug, habita en un lugar de lo más espantoso en las profundidades del mar de Kurdin y es allí donde debemos iniciar nuestra búsqueda de los Inmortales Perdidos.
»¡Sond! Justo a tiempo. Esta es Asrial. Viene con nosotros… Sí, tiene alas. Es un ángel… No hagas preguntas. No tenemos tiempo. Te lo explicaré todo en el camino…
Zeid se hallaba a un día de cabalgada del Tel. Khardan, su padre y Jaafar se levantaron temprano aquella mañana con los ojos vueltos hacia el sur. El sol hizo su aparición por el Yunque del Sol, ardiendo con furia en el cielo. Todos esperaban con impaciencia.
Por fin, tres
meharis
se hicieron a la vista. Pero no eran emisarios de paz. No cabalgaron hasta el campamento, lo cual habría sido una muestra de intenciones amistosas. Se apostaron sobre una alta duna de arena, con el sol reflejándose en el estandarte del jeque Zeid al Saban y en las espadas que los hombres sostenían desnudas en sus manos.
Era un desafío a la batalla.
Khardan y Majiid montaron en sus caballos y galoparon a su encuentro; Jaafar los seguía en su vieja camella, que se arrastraba por la arena con extrema desgana y que consiguió llevar al jeque hasta el breve parlamento justo a tiempo para verlo terminar.
—¿Qué significa esto de que nuestro primo viene a nosotros en son de guerra? —inquirió Majiid azuzando a su caballo hasta colocarlo morro con morro ante el camello del líder de la embajada, el portador del estandarte del jeque Al Saban.
—No venimos en son de guerra, sino de paz —dijo el
meharista
con solemnidad—. Si reconocéis hallaros bajo la
suzerain
del jeque Zeid al Saban y le pagáis el tributo siguiente… —el
meharista
recitó una lista de demandas que incluía, entre otras cosas, treinta buenos caballos y un centenar de ovejas—, os dejaremos en paz —concluyó el emisario.
Las cejas de Majiid se erizaron de cólera.
—¡Dile al jeque Zeid al Saban que antes me pondría bajo la
suzerain
de Sul y que el único tributo que le pagaré será en sangre!