—¡Vuela a Zeid! —ordenó Majidd a Fedj—. Dile que el amir está atacando y que, en el nombre de
hazrat
Akhran, lo convocamos para que nos ayude a defendernos contra el infiel.
—¡Hecho! —respondió Fedj, desapareciendo con tal velocidad que el aire dijo la palabra por él.
Pero, cuando el djinn alcanzó a Zeid, se encontró a éste ya enterado de la situación, pues había visto por sí mismo cómo los ejércitos descendían de los cielos.
—¡Vaya! —bramó Zeid antes de que el djinn pudiera decir una sola palabra—. ¿Qué es lo que pasa? ¿Tenía miedo Khardan de no poder hacerlo solo? ¡Pues tenía razón! ¡Combatiremos con vosotros y con vuestro amigo el amir!
—¿Qué quieres decir? —prorrumpió Fedj—. ¡El amir no es nuestro amigo! ¿Acaso no ves que nos está atacando?
Consumido por la rabia combativa, Zeid no oía sus palabras. El jeque estaba a punto de poner su camello al galope cuando uno de sus hombres gritó y señaló hacia el cielo. Un contingente de soldados sobre sus caballos ala-dos manaba de la espesa nube volando en dirección sur.
—Conque ése es su plan, ¿no? —dijo Zeid enardecido.
—¿Qué plan? ¡No lo entiendes! ¡Escúchame! —suplicó Fedj desesperado.
—¡Oh, sí que entiendo! ¡Tú nos entretienes aquí y, entonces, el amir ataca nuestro indefenso campamento mientras estamos fuera! ¡Qannadi no llegará lejos! ¡Ni siquiera esos mágicos corceles alados pueden dejar atrás a nuestros
meharisl
Gritando órdenes para dividir sus fuerzas, Zeid dejó algunas para cubrir la retaguardia y ordenó a las otras dirigir la carga; luego dio la vuelta a su camello y se dispuso a emprender la carrera tras los soldados.
—¡Escúchame, sesos de cabra! —insistió Fedj volando detrás del jeque—. ¡El amir no es nuestro aliado! ¿Cómo puedes pensar una cosa así? Y ahora tú no estás haciendo más que seguirle el juego, dejándolo que nos divida.
Pero, Zeid, con la cara roja de furia, se negó a escuchar. Elevándose hasta unos seis metros de altura, Fedj se dispuso a agarrar el camello con sus propias manos y sacudirlo a ver si lograba inculcar algún sentido en el pequeño y rechoncho jeque. Pero fue detenido por Raja, el djinn de Zeid, que saltó de las alforjas de su amo.
Remontándose a nueve metros de altura, con su negra piel reluciendo al sol, los músculos tensos y los ojos ardiendo de furia, Raja saltó sobre Fedj. Los dos djinn cayeron juntos y aterrizaron con un ruido sordo y pesado que hizo que el suelo de granito se agrietara debajo de ellos. Aullando de rabia, ambos rodaron una y otra vez por tierra, cada uno estirando sus manos hacia la garganta del otro.
Mientras tanto, el jeque Zeid remontaba las dunas a toda velocidad persiguiendo a los jinetes alados, con sus
meharistas
desafiando a gritos a los soldados a que bajasen y combatiesen como hombres.
Echando una mirada atrás por encima de su hombro mientras corría como el rayo en dirección norte, hacia el Tel, Majiid vio a los
meharistas
girar en redondo y salir disparados en dirección a casa.
—¡Ah! ¡Cobarde!
Tirando de las riendas hacia atrás, Majiid hizo que su caballo se levantara sobre sus patas traseras mientras sus cascos delanteros se debatían en el aire.
—¡Así se crucen tus esposas con camellos! —gritó tras el jeque que se alejaba—. ¡Así te salgan hijos con cuatro patas e hijas con jorobas! ¡Así te…, así te…!
A Majiid ya no se le ocurrió qué otra cosa decir. El temor por su gente lo ahogaba. Medio cegado por lágrimas de ira, siguió galopando.
La voz del
'efreet
aulló en los oídos de Khardan mientras su aliento soplaba arena contra su cara. Los relámpagos trataron de cegarlo con su resplandor. Los truenos retumbaban haciendo temblar el suelo bajo sus pies. Una oscuridad tan densa como la noche tapó el sol.
Mortífero como el halcón en picado, Khardan cayó sobre su presa. La garra de acero de su sable desgarró la carne de su enemigo. La Rosa del Profeta que crecía en el Tel se regó con la sangre enemiga.
Por desgracia, Khardan, en su rabia, había dejado muy atrás a sus hombres. Solo, arremetió directamente contra la vanguardia de las tropas enemigas, atacándolas con una furia y una temeridad que cogieron a éstas por completa sorpresa. Más les parecía estar combatiendo con diez mil demonios que con un solo hombre.
Y solo siguió luchando, Khardan. Los enemigos caían bajo su ira como el trigo bajo la guadaña. Sus brazos estaban teñidos de carmesí hasta los codos y la mano se le había pegado con sangre a la empuñadura de su espada de manera que no podía mover los dedos. Su caballo combatía tan salvajemente como él, tirando coces con sus afilados cascos y manejándose con destreza para mantenerse en pie firme sobre el ensangrentado suelo.
Tan feroz era el ataque de Khardan que sus enemigos no podían penetrar su guardia pese a superarlo en veinte contra uno. Una y otra vez se arrojaban hacia él blandiendo dagas y espadas, sólo para terminar retrocediendo. Esperaban, hacían tiempo, conscientes de que pronto Khardan comenzaría a debilitarse, de que tarde o temprano acabaría cansándose. En cuanto las subidas y bajadas de su espada se hicieron más lentas, en cuanto oyeron que su respiración comenzaba a silbarle en los pulmones, sus enemigos cobraron ánimos. Rodeándolo, comenzaron a hostigarlo por todos lados hasta que, por fin, consiguieron atravesar su guardia.
Un tajazo de espada alcanzó el brazo del califa, otro le abrió una sangrienta raja transversal en el pecho. Él sabía que había sido herido, pero no sentía ningún dolor. Continuó luchando encarnizadamente mientras su caballo se tambaleaba y caía sobre la removida arena, al resbalar sus cascos en una masa de sesos y carne mutilada.
Pero entonces, mientras se batía con un enemigo que lo acosaba por delante, Khardan percibió, detrás de sí, un destello de sable. Esta vez no podía defenderse y sabía que era el final. Sin embargo, se llevaría a su último enemigo con él, y, al tiempo que tomaba valor para recibir el golpe fatal desde atrás, barrió con su espada al hombre que tenía delante.
El golpe no vino, sin embargo. Un grito detrás de él hizo a Khardan volver la cabeza para mirar a sus espaldas. Allí estaba su hermano Achmed, con la espada mojada de sangre, mirando absorto y con la cara pálida al suelo, al cadáver del soldado que había estado a punto de terminar con Khardan.
—¡A tu izquierda! —gritó Khardan con dureza, consciente de que debía despertar a su hermano de la aturdida conmoción de su primer homicidio—. ¡Lucha, muchacho, lucha!
Obedeciendo por reflejo a la voz de su hermano, Achmed se volvió y paró con torpeza el golpe del soldado. Khardan intentó mantenerse al lado de su hermano, pero una extraña sensación lo estaba invadiendo, una sensación de agotamiento como jamás había experimentado antes durante la salvaje locura de la batalla. Sabía que no había recibido ninguna herida seria y, sin embargo, sentía que la vida estaba abandonando su cuerpo. Una oscuridad cu-brió sus ojos, que tomaron un espantoso tinte de rojo sangre. El tiempo se hizo más lento. Más hombres y caballos se hicieron a la vista, cerniéndose enormes a los ojos de Khardan. Intentó combatirlos, pero el brazo con que manejaba la espada pareció de pronto como si fuese de plomo y el arma que sostenía de piedra.
Y, entonces, una figura sola apareció ante él, emergiendo a caballo de la niebla roja. Era un capitán de los soldados del amir, un hombre con un solo ojo. Khardan vio la muerte brillar en aquel ojo, pero no podía hacer nada para defenderse; levantar el brazo le exigía más fuerza de la que poseía. Vio el destello de la hoja del capitán barriendo contra su cuello y le pareció eterno; el brillo del metal describió una estela ardiente a través de la bruma que lo envolvía.
No sintió ningún miedo, sólo una cólera feroz. Iba a morir indefenso, como un bebé.
La hoja alcanzó su garganta y se detuvo, al rebotar la espada en su cuello como si hubiese golpeado en una argolla de acero. Khardan vio el único ojo del capitán abrirse atónito y, un instante después, el hombre cayó de espaldas de su caballo y se hundió en la roja bruma con un grito aterrador.
Khardan parpadeó repetidas veces, tratando de aclarar su vista, intentando sacudirse de encima aquel horrible letargo; parecía un niño perdido vagando sin rumbo en medio de una noche de horror.
De pronto sintió que se deslizaba de la silla; su cuerpo estaba inerte, incapaz de sostenerse. Se desplomó sobre la arena caliente y cerró los ojos invadido de un gran deseo de dormir.
—¡Khardan! —se oyó una voz.
Esforzándose por abrir sus pesados párpados, el califa miró hacia arriba y vio una cara cubierta con un velo rosado en medio de la bruma, encima de él.
—¡Meryem! —murmuró.
En aquel momento, él no podía preguntarse cómo había llegado ella hasta allí. ¡Estaba en peligro! Frenéticamente, luchó por levantarse, para salvarla…
Pero estaba cansado…
Estaba muy cansado…
Protegido tras el exiguo refugio ofrecido por el tronco de una palmera, Mateo observaba la rabiosa batalla que tenía lugar alrededor del Tel con el curioso y desapegado interés de un espectador presenciando un drama. No podía entender su propiafalta de sentimiento y comenzaba a temer que la dureza y la crueldad de aquella tierra le estuviesen robando su humanidad.
Mateo tenía sólo un pensamiento en la cabeza, un propósito: encontrar a Khardan. Nada más importaba. Maldiciendo en silencio la oscuridad, el viento tormentoso y la arremolinada arena, el joven brujo se quedó mirando aquella masa de hombres y caballos que luchaban y se abalanzaban unos sobre otros. La arena le acribillaba el rostro produciéndole un gran escozor en los ojos. Las lágrimas descendían por sus mejillas empapando el velo que se había puesto sobre la boca para protegerse de inhalar el polvo. Con irritación e impaciencia, se limpió las lágrimas y la tierra de los ojos y continuó escrutando entre la turba.
En una ocasión pensó que había visto a Khardan y se lo indicó a Zohra, quien estaba agachada junto a él, pero ella negó enfáticamente con la cabeza. Cuando el hombre volvió la cara, Mateo se vio obligado a admitir, con un suspiro, que ella tenía razón. Todos los
spahis
, con sus hábitos agitándose en torno a sí, se parecían a él. El brujo estaba tratando de recordar si Khardan había llevado encima algo distintivo aquella mañana, como por ejemplo una cuerda de cabeza o, tal vez, las botas rojas de cuero que a veces prefería a las negras. Pero la mañana parecía ya muy lejana, perdida en una bruma de sangre y terror. No podía acordarse de nada.
El sordo trapaleo de unos cascos de caballo detrás de ellos y un grito sofocado por parte de Zohra hizo a Mateo girarse alarmado. Uno de los soldados cabalgaba directamente hacia ellos con la espada atacando. Mateo vio la mano de Zohra zambullirse deprisa entre los pliegues de su
chador
y, enseguida, vio el destello de su daga. Por puro reflejo, el joven brujo echó mano de uno de sus rollos mágicos. Pero, burlándose de sí mismo, lo soltó. ¿Qué iba a hacer con él? ¿Arrojar un cuenco de agua a la cara del enemigo? Necesitaba una varita, algo poderoso, para efectuar magia de guerra.
El soldado estaba ya encima de ellos. Mateo sintió la tensión de Zohra, lista para saltar; pero el hombre, al ver que eran mujeres, detuvo el descenso de su espada.
—Ah, ¿nos hemos olvidado de vosotras, bellezas mías? —preguntó, riéndose a carcajadas. Su uniforme estaba salpicado de regueros de sangre—. Un descuido. Esperad aquí. Volveré por vosotras en cuanto haya enviado unas cuantas almas más de los vuestros a Quar.
Y se alejó al galope. Mateo sujetó a Zohra, quien se lanzaba tras él.
—¡Detente! ¿Estás loca?
—¡Ese hijo de diez mil puercas! ¡Suéltame! —gritó ella con la cara pálida y resuelta—. ¡Es inútil, Ma-teo! Jamás encontraremos a Khardan! ¡Voy a luchar con mi gente!
—¡Te capturarán! ¡No lucharán contra una mujer!
—¡Yo no
seré
una mujer! —exclamó Zohra con fiereza.
A menos de seis metros de ellos yacía el cuerpo de uno de los
spahis
, con sus ropas agitándose al viento. Los ojos de Zohra se clavaron en él. Mateo adivinó al instante sus intenciones. Quitándose el velo de la cabeza, Zohra lo tiró al suelo y se dispuso a actuar.
—¡Te matarán! ¡Y Khardan estará perdido, y también tu gente! —gritó Mateo.
Apretándose contra el tronco de la palmera, sintió depronto demasiado miedo para moverse. En su mente hizo eco la risa impúdica del soldado…
—Bien. Por lo menos, las almas de mi gente comparecerán ante Akhran con orgullo, sabiendo que hemos vengado nuestros agravios —replicó Zohra, abriéndose camino entre la maleza.
Puntiagudas espinas se clavaron en su túnica, rasgándola y deshilachándola.
Mateo lanzó una enloquecida mirada a la batalla y luego a Zohra, que se alejaba de él. El horror de la matanza, la carnicería que había presenciado le golpeaban el alma con un puño de sangre.
—¡Zohra! —gritó con desesperación—. ¡No me dejes! ¡No me dejes solo!
Entonces ella se detuvo y se volvió hacia él. Su largo pelo negro volaba con el viento y sus ajironadas ropas revoloteaban en torno a ella como las plumas de las alas de un pájaro. Su rostro aparecía tan afilado como el pico de un halcón, y sus ojos tan oscuros y mortíferos como los de cualquier ave de presa.
El desprecio de aquellos ojos, fríamente clavados en Mateo, lo atravesaron hasta el corazón. Sin una palabra, Zohra se volvió. Luchando contra el azote del viento, se encaminó hacia el cuerpo una vez más.
La oscuridad se abatió sobre Mateo. Dejándose caer de espaldas contra el tronco, se quedó mirando hacia la tormenta, viendo cómo toda la pesadilla comenzaba otra vez. El soldado que venía en su busca y lo arrastraba de nuevo hasta Kich… Y, una vez en Kich, el hombre del palanquín lo encontraría… Mateo comenzó a temblar.
—¡Promenthas! —jadeó—. ¡Tú no dejaste que muriese! ¡Tú me trajiste a esta maldita tierra por alguna razón! ¿Por qué? ¿Para qué?
Mateo miró suplicante a los cielos, pero no hubo ninguna respuesta. Entonces bajó la cabeza con desesperanza. ¿Cómo podía esperar que la hubiera? Promenthas estaba muy lejos. Mateo se encontraba en la tierra de aquel dios salvaje, el dios Errante, quien jamás se preocupaba por nadie, ni siquiera por su propia gente. Mateo torció hacia un lado el cuerpo para mirar a Zohra. La idea de ir tras ella asaltó su mente —al menos no moriría solo— cuando, de repente, Mateo captó una vislumbre de seda rosada, una asombrosa visión en medio de la sangre y la oscuridad.