—¡Que así sea! —dijo con tono desafiante el abanderado y señaló hacia el sur, donde los dos jeques y el califa pudieron ver la inmensa horda de
meharistas
reunida.
Levantando sus sables, los camellistas saludaron a sus enemigos, se volvieron y se alejaron a toda velocidad con las borlas que colgaban de las sillas de los camellos saltando en torno a las largas patas de los animales.
Khardan y los jeques regresaron a toda prisa al campamento, Majiid sonriendo ampliamente ante la perspectiva de una batalla y Jaafar quejándose y lamentándose de su maldita suerte. Khardan, con la cara roja de furia, entró como un ciclón en su tienda y dio una patada a la cesta donde vivía Pukah.
—¡Sal de ahí, miserable, para que pueda arrancarte las orejas!
—¿Lo has olvidado, hermano? —dijo Achmed asomándose por la solapa de entrada—. Le diste permiso para marcharse.
—¡Sí, y ahora entiendo por qué estaba tan ansioso por desaparecer antes de que hoy amaneciera! —murmuró Khardan con un juramento—. Me pregunto desde cuándo sabía que Zeid tenía intención de atacarnos.
—Sea como sea, Khardan, ¡
es
una lucha! —dijo Achmed sin lograr entender la cólera de su hermano.
—¡Sí, pero no es la lucha que yo deseaba!
Khardan apretó el puño.
—Ah, bueno —dijo Achmed con la filosofía de un muchacho de diecisiete años en posesión de una espada nueva y a punto de cabalgar hacia su primera batalla importante—, atacamos a los
meharistas
hoy, y mañana a Kich.
El severo rostro de Khardan se relajó y sonrió. Rodeando a su hermano con sus brazos lo estrechó contra sí.
—¡Recuerda que yo te enseñé! ¡Haz que me sienta orgulloso!
—¡Lo haré, Khardan! —dijo Achmed con voz quebrada, embargado por la emoción y el entusiasmo.
Apreciando su embarazo, Khardan dio al muchacho un cariñoso cachete en la cara.
—¡Y no te caigas de tu caballo!
—¡Yo era un niño, entonces! ¡No me ha vuelto a pasar desde hace años! ¡Desearía que no me lo recordaras!
Achmed dio un empujón a su hermano. Khardan le devolvió el empujón, reforzado. Su amistoso forcejeo se vio interrumpido por el toque de un cuerno de carnero.
—¡Ahí está la llamada! —Los ojos de Achmed brillaron.
—Anda, ve. Prepárate —lo apremió Khardan—. Y no olvides visitar a tu madre.
—¿Crees que llorará?
Khardan se encogió de hombros.
—Es una mujer.
—No creo que pueda soportarlo —murmuró Achmed ruborizándose y bajando los ojos.
Khardan se permitió una sonrisa, sabiendo que su hermano no lo veía. Se acordó de sí mismo a los diecisiete, despidiéndose de su madre. También había habido lágrimas, y no sólo las de su madre. Ese recuerdo lo había avergonzado durante días. Ahora era mayor y podía entenderla Él tenía también una visita difícil que hacer.
—Eres todo un hombre ya —dijo con severidad a su hermano—. A ti te toca hacer el papel de hombre. ¿Vas a ir a la batalla sin las oraciones de tu madre?
—N… no, Khardan.
—¡Entonces, márchate! —lo apremió Khardan con otro empujón, esta vez en dirección al harén de Majiid—. Te veré cuando montemos. Tú cabalgarás a mi derecha.
Era el lugar de honor. Con el rostro brillante de placer y de orgullo, Achmed se volvió y corrió a través del campamento hacia las tiendas del jeque.
Khardan miró con anhelo en aquella dirección, pensando
no
precisamente en su madre. Aunque no se considerase apropiado, puesto que no estaban casados, él pensaba despedirse de Meryem. Pero antes tenía que cumplir con otras obligaciones, mal que le pesara.
Volviéndose, abandonó su tienda. Mientras cubría la corta distancia que separaba a ésta de las tiendas de sus esposas, echó una mirada a su alrededor, estudiando el tiempo, y observó un oscurecimiento en el cielo por el oeste. Extraño momento del año para una tormenta. Sin embargo, parecía bastante lejos, probablemente más allá de las estribaciones. Apenas le dio importancia. A menudo las nubes no llegaban a abandonar las colinas. Al ser absorbida su humedad por el calor del desierto, por lo general terminaban desapareciendo. Su atención se vio acaparada de improviso por una pregunta voceada por uno de los
spahis
. Respondiendo a ésta, Khardan no volvió a dedicar el menor pensamiento a la tormenta.
El campamento era un hervidero: hombres que afilaban sus armas en chirriantes piedras, recogían sillas y bridas, se despedían de sus familias, recibían rudimentarios talismanes y amuletos protectores de sus esposas… Deteniéndose un momento, Khardan se quedó mirando a un padre que levantaba a sus hijos pequeños en sus brazos y los estrechaba con cariño contra sí.
El califa sintió que un brusco espasmo de dolor le contraía el corazón. Él también quería tener hijos. Siendo el primogénito de la numerosa progenie de Majiid, uno de los mayores placeres de la vida de Khardan había sido ayudar a educar a sus hermanos menores, enseñándoles las artes de la caballería y la guerra. El día en que pudiera transmitir dichas habilidades a sus propios hijos sería el momento de mayor orgullo de su vida. Y, después de eso, tener una niñita (a la que él imaginaba con ojos azules y pelo rubio) que se refugiaría en él. Él la mantendría a salvo de las durezas del mundo, protegiéndola en el cobijo de sus fuertes brazos. Y ya podía imaginársela cuando fuese mayor, tratando de camelarlo para conseguir alguna nueva chuchería o un par de pendientes. Su voz juguetona, sus suaves manos…, tan parecida a su madre…
Khardan sacudió la cabeza mientras su mirada se dirigía a su lugar de destino, la tienda de Zohra. Con gesto sombrío y ceñudo, echó a un lado de golpe la solapa de la tienda y entró.
Ella lo estaba esperando. Aquélla era una visita que él estaba obligado a hacer antes de partir para la lucha. La tradición la exigía, pese al hecho de que apenas habían hablado y sólo en raras ocasiones se habían cruzado sus miradas desde la noche en que él había traído a Meryem al campamento y la había albergado en la tienda de su padre.
Con el rostro impasible y frío, Zohra se puso en pie para saludarlo. No inclinó la cabeza, según era costumbre entre marido y mujer. Alguien más se levantó también dentro de la tienda. Khardan se sorprendió al ver a Mateo presente y miró a Zohra con cierto asombro, admirado por su buen sentido y previsión al ahorrarle la humillación de entrar en la tienda del loco y despedirse de él como si fuera una verdadera esposa.
Esta inesperada solicitud por parte de ella, sin embargo, no lo disuadió del verdadero propósito de su visita. El verlos allí juntos aumentó su enojo. Estaba comenzando a pensar que
hazrat
Akhran le estaba gastando alguna broma cruel, dándole una esposa que todavía era virgen y otra que era un hombre. La mancha carmesí en la sábana nupcial lo había salvado de la vergüenza en lo que a Zohra se refería. Todo el mundo, en ambas tribus, sabía que él no visitaba su tienda por la noche, y no había una persona, en una u otra tribu (incluyendo a la misma Zohra), que lo culpara por ello, considerando lo poco femenino de la actitud de ella. También se lo eximía de la vergüenza en el caso del loco. Pero esto no aliviaba la amargura de saber, muy dentro de sí, que, a todos los efectos, sus dos esposas eran más yermas que el propio desierto, pues al menos las arenas florecían en primavera. Sus esposas eran como aquella maldita rosa reseca y marchita que los había llevado hasta allí.
«Todo esto se acabará» se dijo. «Se acabará cuando Meryem venga a vivir a mi tienda.» Y entonces se le ocurrió de pronto al califa que, probablemente, esto era lo que Akhran se había propuesto todo el tiempo. ¡Khardan estaba destinado a tener hijos con una hija del sultán! ¡No correría sangre de oveja en las venas de su progenie!
Zohra se había vestido con un
chador
de seda azul oscura ribeteada de oro. Su rostro no estaba velado y sus alhajas chisporroteaban a la luz del día que se colaba a través de la tienda. Había fuego ardiendo en sus oscuros ojos, como siempre que se hallaba frente a su esposo. Pero no era el fuego del deseo. Cualquier atracción que los dos pudieran haber sentido, al parecer, había muerto: una víctima del viaje del califa a Kich. Resentimiento, odio, celos, vergüenza…, ésta era la daga que los separaba ahora, una daga cuya hoja estaba más afilada y cortaba con más profundidad que ninguna otra que pudieran haber forjado manos humanas.
—Entonces, va a haber guerra —dijo fríamente Zohra—. Adivino, esposo, que no estás aquí para recibir mis lágrimas o mi bendición.
—Al menos, esposa, nos entendemos bien el uno al otro.
—No sé por qué te has molestado siquiera en venir.
—Porque así se espera de mí y no estaría bien visto que no lo hiciera —repuso Khardan—. Y porque ello me da la oportunidad de hablar contigo de un asunto de seria importancia. No conozco los detalles porque Meryem, un alma tan dulce y amable como es, no quiso contármelos. Pero sé que has hecho o dicho algo que la ha asustado. ¡Por Sul! —dijo con voz crispada y, adelantándose un paso hacia Zohra, con el puño apretado, fijó en ella unos ojos inflamados de ira—. Si le
haces
algo o le
dices
algo a ella, si dañas un solo mechón de pelo dorado en su cabeza…, te juro por
hazrat
Akhran que yo…
Rápida y silenciosamente, sin un solo grito, sin una palabra siquiera, Zohra se lanzó contra su esposo con sus afiladas uñas brillando como las garras de una pantera. Su reacción cogió a Khardan por sorpresa; lo cogió completamente desprevenido. Él había esperado una irritada negativa o, quizás, el altivo silencio de quien es culpable pero se considera justificado. En ningún caso había esperado tener que luchar por su vida.
Agarrándola de las muñecas, él retiró forcejeando las manos de su cara, aunque no antes de que cuatro largos y sangrientos arañazos brillaran en su mejilla izquierda. Ella se arrojó de nuevo a él con las manos directas a su garganta. La fuerza de Zohra era superior a la de una mujer normal. Añádase esto a la furia, la sorpresa y la rapidez del ataque y Khardan podría haberse visto en serias dificultades si Mateo no hubiese intervenido. Sujetando por los hombros a Zohra, el joven brujo la apartó del califa. La mujer luchaba y se debatía por liberarse, lanzando patadas y escupiendo como un gato rabioso.
Rodeándole desde atrás el tronco con sus brazos e inmovilizándole los suyos contra los costados, Mateo lanzó a Khardan una mirada furiosa.
—¡Sal de aquí! —le dijo.
—¡Es una bruja! —respondió Khardan jadeando y llevándose una mano a la cara.
Al retirarla de nuevo, vio sangre en ella y echó una maldición.
Zohra intentaba lanzarse de nuevo contra él, pero Mateo la sostenía con firmeza.
—¡No puedes entenderlo! —gritó Mateo mirando a Khardan con enojado reproche—. ¡Vete de aquí ya!
El califa se quedó mirándolo perplejo, asombrado de ver la cara del joven tan pálida y amenazadora. Limpiándose las sangrientas marcas con suaves toquecitos del dobladillo de su manga, Khardan lanzó una última y penetrante mirada a su esposa y, girando sobre los talones, salió de la tienda.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritaba Zohra con la boca llena de espuma—. ¡Lo mataré! ¡Pagará este insulto con su vida!
Mateo siguió sujetándola con fuerza, más preocupado ahora por ella que por el daño que pudiera hacerle a Khardan. Y no le faltaba razón para alarmarse. El cuerpo de la mujer se puso de pronto tieso, rígido como un cadáver, y dejó de respirar.
Estaba sufriendo alguna especie de ataque. Mateo miró desesperado a su alrededor, en busca de algo…, cualquier cosa… Entonces vio un pellejo de agua que colgaba del palo de la tienda y, liberando una de sus manos, lo cogió y lo inclinó sobre la boca de la mujer.
Zohra recobró bruscamente su aliento, tosiendo y escupiendo el agua que le bajaba por la garganta. Medio cayéndose, se separó de Mateo y se fue hacia la entrada tambaleándose. El joven se apresuró a acudir en su ayuda, pero con una fuerza inesperada ella lo apartó de sí de un empujón.
—¡Espera! ¡Zohra! —maldiciendo contra los pliegues del caftán que se enredaban entre sus piernas, Mateo consiguió agarrar a la mujer de la muñeca justo cuando estaba a punto de precipitarse llena de furia fuera de la tienda—. ¡No puedes culpar a Khardan! ¡Él no sabe que ella intentó matarte! ¡No puedes esperar que él entienda! ¡Y no podemos decírselo!
Zohra se detuvo. No se volvió a mirar a Mateo, pero éste sabía que al menos lo estaba escuchando aunque su cuerpo temblase de rabia.
—¡Encontraremos algún modo de probarlo! —jadeó Mateo—. Después de la batalla.
Ahora ella lo miró con unos ojos fríos.
—¿Cómo?
—N… no lo sé todavía. Pensaremos algo —murmuró Mateo.
Él jamás había visto en su vida a nadie, hombre o mujer, tan enfurecido. Y ahora aparecía de pronto fría y serena. Un momento antes había sido fuego, ahora era hielo. ¡Jamás entendería a esta gente! ¡Jamás!
—Sí —dijo Zohra levantando la barbilla—, eso es lo que haremos. Le demostraremos que ella es una bruja. El jeque ordenará su muerte. ¡Sus hombres la sujetarán contra la arena y le aplastarán la cabeza con una piedra!
Y ella también lo haría, pensó Mateo con un escalofrío. Enjugándose el sudor frío de su rostro, el joven sintió que sus piernas fallaban y se dejó caer sobre los cojines.
—¿Qué era lo que venías a decirme? —preguntó Zohra.
Sentándose delante de un espejo, cogió un brazalete y lo deslizó en torno a su muñeca.
Mateo tuvo que reunir sus desperdigados pensamientos antes de poder explicar de alguna forma coherente la razón de su visita a la tienda de Zohra aquella mañana.
—He estado investigando los símbolos de tu visión y necesito discutirlos contigo, en especial ahora que parece que podría haber una guerra.
La mención de la visión hizo que las manos de Zohra comenzasen a temblar. Al instante depositó el espejo que sostenía. Volviéndose para mirarlo con ojos preocupados, se llevó una mano a la cabeza mientras su entrecejo se arrugaba de dolor.
—No —dijo con una voz súbitamente hueca y cargada de miedo—. Ésta no lo será. Yo lo sabría. Lo sentiría dentro de mí…, un sentimiento frío de vacío —y se apretó un puño contra el corazón—. Como el que sentí cuando miré en aquella maldita agua. No quiero hablar de ello, Ma-teo. Además —añadió, disipando la oscuridad con una sacudida de cabeza—, esto no es una guerra en realidad, aunque ellos la llamen así. Es —dijo encogiéndose de hombros— un juego, nada más.