La voluntad del dios errante (56 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Envolviéndose él mismo en una toalla, levantó su dolorido cuerpo de la mesa de mármol.

—¿Y si se niegan a convertirse?

—Entonces —dijo el imán con devoción—, ¡será
hjíhad
! Y que Quar tenga misericordia de sus indignas almas.

Capítulo 19

Escondida entre las frescas sombras de la tienda de Mateo, con sus blancas alas caídas, Asrial ocultó la cara en las manos y lloró.

No sucedía con frecuencia que un ángel guardián diera rienda suelta a su desesperación. Esta perturbación de la disciplina habría provocado alzamientos de cejas y miradas frías y severas en el serafín y, sin duda alguna, el sermón de algún querubín sobre la necesidad de poner plena confianza en Promenthas, teniendo la seguridad de que todo era la voluntad del dios y de que todos trabajaban hacia la consecución del Bien Mayor.

El pensar en dicho sermón, y oír en su mente la sonora voz, sólo logró que las lágrimas de Asrial brotaran con mayor profusión. No era que hubiese perdido la fe. No, no la había perdido. Creía en Promenthas con todo su corazón y toda su alma; ser emisaria de Su voluntad en este plano material era el mayor gozo que pudiera conocer. Así lo había sido durante dieciocho años, los años que se había dedicado a la guía y protección de Mateo.

Pero, ¿y ahora?

Asrial sacudió desolada la cabeza. El joven a quien guardaba no estaba solo en su angustia y su desdicha. Asrial había visto, horrorizada, cómo los
goums
abatían con sus espadas a los protegidos de sus compañeros. Había visto a los otros ángeles arrodillarse impotentes elevando plegarias a Promenthas y, después, volverse a levantar para consolar a las almas de los recién partidos y conducirlas a su celestial reposo.

Asrial había sido la única que no se había contentado con rezar. Ella amaba a Mateo profundamente. Se acordaba de cuando él era un bebé y ella pasaba noche tras noche vigilando sobre su cuna, disfrutando lo indecible sólo con verlo respirar. No podía ahora verlo salvajemente asesinado, muriendo en aquella playa desconocida… No podía enfrentarse a su desconcertada alma para apartarla de la vida que tanto amaba y que apenas acababa de empezar…

Fue el inaudible apremio del ángel lo que había hecho al joven brujo echar a correr para salvar su vida. Y fue la mano invisible de Asrial la que había retirado la negra capucha de la cabeza de Mateo, dejando al descubierto su delicado rostro y su pelo cobrizo. ¿Por qué lo había hecho? Tenía una loca esperanza de que su juventud y belleza ablandarían los corazones de los salvajes y que éstos lo dejarían en paz. No tenía la menor idea de que aquel hombre no tenía corazón, de que la única emoción que la belleza de Mateo despertaría en él sería la avaricia.

Cuando Asrial vio cómo incluían al joven en la caravana para venderlo como esclavo, supo que había cometido un error. Se había permitido a sí misma vincularse personalmente a un humano. Sin advertirlo, se había entrometido en los designios de Promenthas y ahora su protegido estaba pagando por ello. Una noche, cuando Mateo había estado llorando hasta quedarse dormido, Asrial abandonó el campamento del mercader de esclavos y voló a casa para ver a Promenthas. Hincándose de rodillas ante el dios, besó el dobladillo de sus hábitos blancos y le imploró perdón y una muerte rápida para su joven y sufriente pupilo.

Promenthas estaba a punto de prometerle lo que pedía, pero, justo en aquel momento, hizo su entrada Akhran, el dios Errante, un ser aterrador para Asrial. Temblando, ésta se deslizó hacia la oscuridad de la nave a esperar con impaciencia hasta que los dos dioses hubiesen terminado su conversación. Ella ya creía a Mateo liberado de su horrible y desgraciada vida, pero, no sólo no fue así, sino que, de una u otra manera, debía ponerlo precisamente en manos de quienes adoraban a Akhran.

Amargamente decepcionada, y sintiendo el terror y la desdicha de Mateo retorcerse en su corazón, Asrial obedeció sin embargo las órdenes de su dios. Fue ella quien alertó al guardia ante el hecho de que Mateo estaba matándose poco a poco de hambre; ella quien rozó a Khar-dan con las plumas de sus alas para que éste volviera la cabeza y viera al joven a punto de ser vendido como esclavo.

¿Y todo esto para qué? ¡Para que Mateo pudiera ahora, bajo la apariencia de una mujer, vivir entre una gente que lo consideraba loco! ¿Qué se proponía Promenthas? ¿Qué podía hacer este humano, un muchacho de dieciocho años, para poner fin a la guerra que estaba hirviendo en los cielos?

—Niña…

Asrial se sobresaltó y miró hacia arriba atemorizada, pensando que quizás aquel djinn bárbaro y salvaje que había estado persiguiéndola la había descubierto por fin. Al instante, comenzó a desvanecerse.

—¡Niña, no te vayas! —volvió a oírse la voz con un tono suave y suplicante.

Asrial se detuvo, con sus alas temblando de miedo.

—¿Qué quieres de mí? ¿Quién eres?

—Mira hacia abajo, a tus pies.

Asrial bajó la mirada y vio la pequeña bola de cristal que contenía los dos pececillos yaciendo en el suelo de la tienda. Se quedó mirándola alarmada. No debería estar allí tirada de aquella manera, al descubierto. Mateo solía ser siempre muy cuidadoso. Estaba segura de que él la había escondido concienzudamente en la almohada antes de salir a montar con Zohra aquella mañana. Se apresuró a agacharse para cogerla y devolverla a su escondite, pero la voz la detuvo.

—No toques la bola. Podría despertarlo.

Arrodillándose junto a ella, Asrial pudo ver que uno de los peces —el negro— estaba dormido; flotaba inerte, con los ojos cerrados, cerca del fondo de la bola. El otro pez, el dorado, nadaba en círculos en la parte superior, manteniendo el agua en un hipnótico y arrullador movimiento ondulatorio.

—¿Quién eres tú? —preguntó Asrial con pavor.

—No puedo decírtelo. Pronunciar mi nombre rompería el encantamiento. Él se despertaría y sabría lo que he hecho. Ahora, escúchame y obedéceme, niña. No tenemos mucho tiempo. Mi poder mengua. Hay en este campamento dos djinn que se disponen a ir en busca de Los Perdidos. Tú debes ir con ellos.

Asrial jadeó alarmada; sus alas revolotearon.

—¡No! ¡No puedo! ¡No me atrevo a abandonar a mi protegido!

—Debes hacerlo, niña. Es por él por quien debes hacerlo. Si no, le espera un destino cruel. Morirá lentamente de la forma más monstruosa que el hombre pueda maquinar: sacrificado a un dios Oscuro que se alimenta de dolor y sufrimiento. Tu humano sobrevivirá durante días en la más espantosa agonía y, por fin, terminará perdiendo su alma, porque en la locura de su dolor, en sus últimos momentos, renunciará a Promenthas…

—Pero no puedo abandonarlo —insistió el ángel llorando y tapándose los oídos con las manos.

Pero esto no silenció la voz que continuó susurrando dentro de su corazón.

—Sí. puedes. Él estará a salvo en tanto nos lleve a nosotros. Él es el Portador y, como tal, no puede recibir ningún daño. Estará a salvo… ¡hasta que alguien que lo busca lo vuelva a encontrar!

—¡Debo hablar con Promenthas!

—¡No!

Aunque el pez continuaba nadando con aparente indiferencia, describiendo perezosos círculos en torno al globo, la voz sonaba insistente, severa y autoritaria.

—Nadie debe saberlo, y menos todavía un dios, o todo se arruinará. Ve con ellos, niña. Es la única oportunidad para tu protegido y, tal vez, para el mundo.

—¡Oportunidad! ¿Oportunidad para qué? —exclamó Asrial desesperada.

Pero el pez no dijo nada más. Siguió nadando, una vuelta tras otra; sus agallas se movían hacia afuera y hacia adentro y sus elegantes aletas y cola enviaban suaves olas contra ias paredes del cristal, meciendo con su movimiento a su durmiente compañero.

Temerosa de tocar la bola, Asrial dejó caer un pañuelo de seda encima de ella y, después, se recostó sobre los cojines del lecho de Mateo.

—¿Qué debo hacer? —murmuró, arrancándose distraídamente pequeños hilillos de las plumas de sus alas—. ¿Qué debo hacer?

Capítulo 20

—No, léelo tú —insistió Mateo, poniendo de nuevo el pergamino en las reacias manos de Zohra—. Adelante. Lee las palabras.

—¿No es bastante con que yo las haya escrito?

Zohra extendió el pergamino en el suelo de la tienda y lo contempló con una mezcla de orgullo, respeto y temor. Tomando una profunda bocanada de aire, levantó el pergamino y lo sostuvo sobre el cuenco de arena. Entonces, en el último momento, se lo tendió a Mateo.

—¡Hazlo tú!

—¡No, Zohra! —dijo el joven brujo, apartando de sí el pergamino con la mano—. Te lo he dicho. Es
tu
conjuro.

lo has escrito. ¡Y

eres la única que debe ejecutarlo!

—¡No puedo, Mateo, no lo quiero!

—¿No quieres qué? —preguntó Mateo con tono suave—. ¿El poder? ¿El poder que hará de ti una gran maga entre tu gente? ¿El poder de ayudarlos…?

Los ojos de Zohra centellearon. Sus labios se comprimieron; la mano que sostenía el pergamino lo dejó caer al suelo y sus dedos se cerraron con fuerza en un puño.

—¡El poder de gobernarlos! —dijo ella con furia.

Mateo suspiró y dejó caer sus hombros.

—Sí, bueno —dijo, gesticulando hacia el cuenco de arena—. No serás capaz de hacer nada hasta que no hayas vencido ese miedo…

—¡No tengo miedo! —dijo Zohra enojada.

Y, agarrando el pergamino otra vez, lo extendió con cuidado tal como Mateo le había enseñado. Sosteniéndolo de nuevo por encima del cuenco de arena, repitió lenta y pausadamente las palabras arcanas.

Mateo contuvo el aliento e, incapaz de mirar, apartó los ojos. ¿Y si el sortilegio fallaba? ¿Y si la había juzgado mal? ¿Y si ella no poseía el don de la magia? Temblaba, imaginándose su decepción. Zohra no soportaba nada bien una decepción…

Un grito sofocado de Zohra hizo que Mateo se volviera a mirar el pergamino. Se sintió inundado de alivio y orgullo: las palabras estaban comenzando a bailar sobre el pergamino. Una por una, se desprendieron de él y cayeron en el cuenco. Segundos después, la arena se había convertido en agua fresca y clara.

—¡Lo hice! —exclamó Zohra y, transportada de gozo, se lanzó hacia Mateo y lo abrazó—. ¡Ma-teo! ¡Lo he conseguido!

No menos regocijado que su alumna y sintiendo, por primera vez desde que había llegado a aquella terrible tierra, que un diminuto brote de alegría recorría el árido desierto de su alma, Mateo estrechó también a Zohra entre sus brazos. El contacto humano resultaba intensamente gratificante. Por un instante, el desapacible viento no fue tan frío. Sus labios se encontraron en un beso que, en el caso de Zohra, estaba avivado con fuego, pero, en el de Mateo, era un beso de descorazonada soledad.

Zohra captó esto. Mateo sintió cómo se ponía rígida y, entonces, ella lo apartó de sí de un empujón. El joven bajó la cabeza, tragándose la vergüenza, la culpa y el sentimiento de pérdida cuya amarga hiél lo estaban asfixiando. Al mirar a la mujer, vio su rostro frío, severo, orgulloso y despectivo… La herida abierta dentro de él sangraba profusamente, el dolor lo vencía.

—¡Tú no lo puedes entender! —gritó Mateo con súbita cólera—. ¡Yo no quiero estar aquí! ¡No quiero estar contigo! ¡Quiero ir a casa! ¡Quiero estar con mi propia gente y en mi propia tierra! ¡Ver… árboles de nuevo! Pasear sobre la hierba verde y beber agua, toda el agua que quiera, y después tumbarme en medio de un arroyo de agua gélida y dejar que ésta corra sobre mí. ¡Quiero oír los pájaros, el susurro de las hojas, cualquier cosa, excepto el viento! —y, tirándose del cabello, lanzó una mirada frenética a su alrededor—. ¡Dios mío! ¿Es que jamás deja de soplar?

Jadeó en busca de aliento; el dolor en su pecho lo ahogaba.

—¡Quiero sentarme en el bendito silencio de la catedral y repetir mis oraciones y…, y saber que van a alcanzar los oídos de Promenthas y no a ser esparcidas como la arena por este condenado viento! ¡Quiero continuar mis estudios! ¡Quiero estar con gente que no aparte la mirada cuando me acerco y, después, se queden mirándome por detrás! ¡Quiero hablar con gente que conozca mi nombre! ¡Es Mateo,
Mateo
! ¡No Ma-teo! ¡Quiero… mi padre, mi madre…, mi casa! ¿Es eso tan malo?

Entonces la miró a los ojos. La mujer bajó sus largas pestañas casi de inmediato, pero él vio en ellos lo que había esperado: desprecio, lástima por su debilidad…

—¡Quisiera que Khardan me hubiese matado aquella noche! —estalló Mateo en medio de su acuciante dolor.

La respuesta de Zohra lo sobresaltó. Ésta se inclinó rápidamente hacia él y le puso las manos en los labios.

—¡No, Ma… Mateeo! —su esfuerzo por pronunciar bien su nombre emocionó a Mateo aun en su desesperación—. ¡No debes decir eso! ¡Enojarás a nuestro dios, quien te bendijo con la vida! —y, con temor, miró a su alrededor—. Prométeme que jamás volverás a decir ni siquiera pensar en una cosa así —susurró con insistencia sin mover la mano de su boca.

—Muy bien —murmuró Mateo a través de sus dedos.

Ella le dio unas palmaditas en el hombro, como se hace con un animal obediente, y retiró la mano. Pero continuó observándolo con inquietud, desviando su mirada más de una vez hacia la entrada de la tienda. A Mateo se le ocurrió de pronto que estaba en verdad asustada, como si esperara que su dios echara a un lado de un momento a otro la solapa de entrada, sacara su llameante espada y atendiese en el acto el deseo del joven brujo.

«Qué a pecho se toma esta gente las cosas», pensó Mateo sintiéndose una vez más ajeno y solo. «Qué cerca están siempre de su dios, involucrándolo en cada parte de sus vidas. Discuten con ese Akhran, lo maldicen, lo bendicen, le obedecen, no le hacen caso. Que una cabra deja de dar leche, que una mujer rompe un cántaro, que un hombre se tuerce un tobillo…, enseguida claman a su dios con sus pequeñas aflicciones y lo culpan por ellas, aunque —no podía dejar de admitirlo— son igualmente generosos con él en sus alabanzas cuando las cosas marchan bien. Ese Akhran es más un padre que un dios para ellos; un padre que es tan humano como ellos, con todas las debilidades de un hombre. ¿Dónde están el respeto, el temor reverencial, el culto a Aquel que está exento de falta?»

Aquel que está exento de falta…

—¡Promenthas! ¡Creador Celestial! —suspiró Mateo—. ¡Perdóname! ¡He pecado!

—¿Qué…, qué estás diciendo?

Zohra lo miró con recelo. Sin darse cuenta, él había comenzado a orar en su propia lengua.

—Es por tu sagrada voluntad por lo que estoy aquí. ¡Promenthas! ¡Es por tu voluntad también por lo que estoy vivo! —dijo Mateo elevando la mirada a los cielos—. ¡Y yo no he sabido verlo! ¡He estado perdido en mi propia compasión de mí mismo! ¡No advertí que, al hacer esto, estaba dudando de ti! Tú me trajiste aquí por una razón…, pero, ¿por qué razón? ¿Para traer el conocimiento de ti a esta gente? ¡Eso no puede ser! ¡Yo no soy un sacerdote! Tus sacerdotes murieron, y yo me salvé. ¿Con qué fin? No lo comprendo. Pero no tengo por qué entender… —se aconsejó a sí mismo Mateo, recordando sus enseñanzas—. «La mente mortal no puede comprender la mente del dios.»

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