Por fin, Zohra había encontrado un compañero con quien compartir sus solitarias cabalgadas. Mateo no llevaba ni dos días en el campamento la primera vez que ella lo había llevado consigo. Los motivos de Zohra, en este caso, no eran del todo egoístas; estaba en verdad preocupada por la salud del joven.
El hecho de preocuparse por él no dejaba de asombrarla. En un principio, también le disgustaba. Era un signo de debilidad. Su propósito había sido utilizar al joven para infligir nuevas heridas a Khardan. Entonces admitió que era agradable, para variar, tener a alguien con quien poder hablar, alguien interesante y diferente, alguien con quien, al mismo tiempo, ella pudiera sin embargo sentirse superior. Era realmente, pensó Zohra, como tener una segunda esposa en el harén. Y, por supuesto, estaba siempre la posibilidad de que él le confiase, al menos, alguno de sus artificios mágicos. Podría aprender bastante de él.
Lo que Zohra no quería reconocer, sin embargo, era que en Mateo veía a alguien tan solitario como ella. Esto y la secreta admiración que compartían por Khardan creaban un lazo entre ellos del que, durante un tiempo, ninguno de los dos fue consciente.
Observando a Mateo de cerca, Zohra empezó a sentir una creciente preocupación por su salud. El endeble cuerpo y la mente extremadamente sensible del joven no durarían mucho en aquel mundo. Montar sería un buen ejercicio, además de un conocimiento útil, y mantendría al joven brujo distraído de su desafortunada tendencia a pensar demasiado en cosas que no se podían cambiar y que, según los habitantes del desierto, había por tanto que aceptar.
Mateo consintió en ir a cabalgar, al comienzo, porque agradecía cualquier cosa que lo mantuviera apartado de su añoranza por su tierra. Y, desde luego, tenía que admitir que su mente estaba por cierto ocupada. Primero tuvo que vencer su miedo al animal en sí. Más inteligente que un camello, el caballo sintió una instantánea antipatía por él (al menos, así lo imaginó Mateo) y lo miró con ojos claramente hostiles. Después tuvo que concentrarse en permanecer en la silla. Tras unas cuantas caídas en el duro granito, su mente se vio ocupada con otra cosa más: el dolor.
—Se acabó —dijo para sí, caminando como pudo hacia el campamento con sus miembros rígidos y doloridos—. Esta vez tuve suerte. La próxima vez me romperé el cuello.
Cuando volvía cojeando a las tiendas, levantó la mirada y vio a Khardan parado delante de él.
El califa había estado fuera, cazando; llevaba la máscara del pelo para protegerse del viento y la arena. Todo cuanto Mateo pudo ver de su cara eran los penetrantes ojos negros, y parecían graves y solemnes.
Temeroso de haber hecho algo inapropiado (después de todo, iba vestido con ropas de hombre, por insistencia de Zohra), Mateo se sonrojó y comenzó a balbucear una disculpa.
—No, no —lo interrumpió Khardan—. Me complace ver que estás aprendiendo a montar. Es un arte de hombres y está bendecido por Akhran. Tal vez, algún día, te lleve conmigo y te enseñe lo que sé. Hasta entonces —y su mirada se fue hacia Zohra, que permanecía algo apartada con su cara cubierta por la prenda de cabeza—, estás con un maestro casi tan competente como yo.
Complacido ante las palabras de Khardan y el hecho inusual de que el califa se hubiese detenido por propia voluntad para hablarle, Mateo vio que Zohra estaba no menos sorprendida por su inesperado elogio y que los ojos de la mujer, tan fieros por lo general, aparecían pensativos mientras regresaba a su tienda.
Ganarse el respeto de Khardan era una meta por la que valía la pena arriesgar la vida, decidió Mateo, y prometió aprender a montar aunque se dejase en ello los huesos… cosa que no parecía improbable. Además, ello le daba también la oportunidad de hablar de magia con Zohra, algo que temía hacer cuando estaban en el campamento. El joven brujo había descubierto que sus poderes y habilidades en dicho arte —que, en su país, eran los de un aprendiz— eran mucho más grandes que cualquier cosa que las mujeres del desierto pudieran siquiera haber soñado.
Y no tardó mucho tiempo en averiguar la razón de esto; una razón harto sorprendente, por lo que a él concernía.
—La magia que te he visto ejecutar está hecha con conjuros y amuletos… cuando menos rudimentarios —dijo Mateo cuando descansaban a la sombra del oasis, mientras sus caballos bebían y mordisqueaban la menguante hierba—. ¿Dónde guardas tus pergaminos, Zohra? Ésa es la clave de una magia en verdad poderosa. ¿Por qué nunca los usas?
—¿Pergaminos? —Zohra pareció desconcertada y ni siquiera realmente interesada en aquel momento.
Su atención estaba puesta en la caza que llevaban a cabo Khardan y sus hombres, quienes estaban empleando sus halcones para abatir gacelas de una manada que había acudido al oasis en busca de agua.
Mateo también se detuvo un momento para contemplar la persecución. Él había visto practicar la cetrería en su tierra, pero de una forma que no guardaba la más remota semejanza con el modo como lo hacían aquí. Como todo en esta tierra, era brutal, salvaje y eficaz. Si alguien le hubiera dicho que un pájaro era capaz de derribar a un animal del tamaño de una gacela, él se habría reído con incredulidad.
Con el halcón posado en su muñeca, Khardan retiró la caperuza de la cabeza del ave. Ésta se elevó por los aires. Volando en circulo por encima de las gacelas, escogió su víctima y se lanzó en picado sobre ella, apuntando a la cabeza del animal. La gacela, que normalmente era capaz de dejar atrás a una jauría de perros cazadores, no pudo superar al veloz halcón. Éste arremetió contra la gacela y, clavándole las garras en la cabeza, comenzó a lanzarle picotazos en los ojos. Pronto cegada, la criatura tropezó y cayó al suelo, con lo que se convirtió en fácil presa para los cazadores. Mateo había visto a Khardan entrenar a sus halcones para la ejecución de esta proeza poniendo carne en las cuencas de los ojos de un cráneo de oveja. El joven brujo había pensado, en aquel momento, que se trataba quizá de alguna macabra diversión, hasta que vio, aquel día, que aquello significaba supervivencia.
—¡Ma-teo! ¡Mira eso!
Zohra señaló excitada con el dedo. El halcón de Ach-med había efectuado una captura particularmente espléndida. Mateo miró y vio a Khardan poner su mano en el hombro de Achmed, felicitando al joven y encomiando su trabajo con el ave. Majiid se unió a ellos y los tres estuvieron riendo juntos un rato.
A Mateo le dolió el corazón; su soledad estuvo a punto de poder con él.
—Pergaminos —continuó, esforzándose por desterrar este pensamiento de su cabeza— son unas láminas hechas con la piel de las ovejas donde se escriben los conjuros para que puedan utilizarse cuando se necesiten, y que luego se guardan enrollados.
La respuesta de Zohra lo desconcertó.
—¿Escribir? —dijo, mirándolo con curiosidad—. ¿Qué quieres decir con «escribir»?
Mateo se quedó mirándola con fijeza.
—Escribir. ¿No sabes? Plasmar las palabras en papel para que se puedan leer. Como en los libros.
—¡Ah, libros! —Zohra se encogió de hombros—. He oído hablar de esas cosas, usadas por los habitantes de la ciudad, quienes también, según dicen, queman boñiga de vaca para calentarse —dijo con un tono de profunda repugnancia.
—¿No sabes leer ni escribir? —preguntó Mateo atónito.
—No.
—Pero —Mateo casi no podía creerlo—, ¿y cómo lees o estudias las leyes de tu dios? ¿No están escritas en alguna parte?
—Las leyes pasaron directamente de la boca de Akhran a los oídos de su gente y, después, han ido pasando de las bocas de éstos a los oídos de quienes vinieron detrás. ¿Hay un modo mejor? ¿Para qué han de ir las palabras al papel, y después a los ojos, y después a la boca y por fin al oído? Es una pérdida de tiempo.
Mateo se quedó unos momentos sin saber qué decir, estancado en este atolladero de lógica irrefutable, y después lo intentó otra vez.
—Los libros podrían haber guardado el conocimiento y sabiduría de vuestros antepasados. Mediante los libros, ese conocimiento se habría preservado…
—Se ha preservado hasta hoy. Sabemos cómo criar ovejas. El pueblo de Khardan conoce cuanto se refiere a caballos. Sabemos cómo cazar, dónde encontrar oasis, en qué tiempo del año vienen las tormentas. Sabemos cómo criar a los niños, tejer lana, ordeñar una cabra. ¡Tus libros nunca te enseñaron eso!
Mateo se ruborizó. Hasta ahí estaba en lo cierto. Sus intentos de realizar el trabajo de las mujeres habían resultado un triste fracaso.
—¿Qué más hay que saber? —concluyó ella.
—Los libros me enseñaron a hablar vuestra lengua y me enseñaron algo acerca de tu gente —dijo él con vacilación.
—¿Y es verdad lo que te enseñaron? —le preguntó Zohra volviendo sus ojos hacia él y mirándolo sin parpadear durante largos instantes.
—No, no mucho —se vio obligado a admitir Mateo.
—¿Ves? Mira a un hombre a los ojos, Ma-teo, y sabrás si te está mintiendo o no. Los libros dicen mentiras y uno nunca lo sabe, porque ellos no tienen corazón ni alma.
Hay hombres que pueden mentir con los ojos, pensó Mateo, pero no dijo nada. También hombres sin corazón, sin alma. Mujeres también, añadió para sí pensando en unos límpidos ojos azules que habían estado vigilándolos a ellos dos últimamente…, ojos que él tenía la sensación de que en todo momento los espiaban y que, sin embargo, nunca podía descubrir mirándolos directamente. Ojos que siempre miraban a otra parte o aparecían bajados con timidez y que, no obstante, cuando se volvía, podía sentir atravesando su carne.
Pensar en Meryem había distraído sus pensamientos. Con resolución, los obligó a volver al presente. Era evidente que los libros no eran el modo de introducir a Zohra en el estudio de la magia. Así que probó por otro camino, llevando su barco hacia lo que él esperaba fuesen aguas más tranquilas.
—Los pergaminos no son libros —empezó, rebuscando en su cabeza una explicación que la convenciera—. Los pergaminos mágicos, al menos, no. Como Sul decretó que a magia había de residir en objetos materiales, la única forma en que los magos podían hacer funcionar sus conjuros era escribiéndolos en pergaminos. Antes de dicho decreto, todo lo que tenían que hacer, según los relatos, era pronunciar las palabras arcanas y el sirviente de Sul acudía o la madera ardía o lo que quiera que uno desease sucedía. Ahora, el mago tiene que escribir las palabras en una lámina de pergamino. Cuando las lee en voz alta, si todo sale bien, obtiene el resultado deseado.
Zohra lo escuchaba ahora con ansioso interés, olvidada por completo de la caza.
—¿Quieres decir, Ma-teo, que todo lo que tengo que hacer para invocar a un sirviente de Sul a que venga a llevar a cabo lo que le pida es escribir esas palabras en algo, leerlas, y la criatura vendrá?
—Bueno, no —se apresuró a responder Mateo, teniendo una repentina visión de demonios corriendo sueltos por todo el campamento—. Se requieren muchos años de estudio para ser capaz de ejecutar una magia tan poderosa. Cada letra de las palabras que uno escribe debe ser perfecta en su forma y diseño, la terminología ha de ser exacta y, después, el mago debe ejercer un rígido control o, de lo contrario, el sirviente de Sul convertirá al mago, a su vez, en sirviente de Sul. Pero hay otros conjuros que podría enseñarte —dijo con presteza, viendo cómo el interés de Zohra empezaba a desvanecerse.
—¿Podrías? —sus ojos se encendieron con cierto brillo peligroso.
—Yo… tendría que meditar sobre ello. Recordar alguno —balbuceó Mateo, complacido por haber logrado reavivar su interés.
—¿Cuándo empezamos?
—Necesito pergamino, a ser posible de piel de oveja. Tengo que fabricarme una pluma, y necesitaré tinta.
—Puedo conseguirte todo eso hoy mismo.
—Después necesitaré algún tiempo para practicar y reordenar mis pensamientos. Hace algún tiempo que no utilizo mi magia y han pasado muchas cosas entre tanto —dijo Mateo con tristeza, sintiendo una nueva oleada de nostalgia impregnar su corazón—. Tal vez, en unos pocos días.
—Muy bien —dijo Zohra con un tono súbitamente frío—. Vamos. Debemos volver al campamento antes del gran calor de la tarde.
Mateo suspiró; sus sentimientos de pérdida y soledad, casi olvidados por un momento, regresaron.
¿A quién estaba engañando? A nadie más que a sí mismo. ¿Qué podía esperar llegar a ser para Khardan más que un cobarde que había salvado su piel vistiéndose de mujer y fingiendo estar loco? Ciertamente, nunca podría ser un amigo, un compañero… como un hermano menor. ¿Y Zohra? La consideraba hermosa a la manera agreste y salvaje en que aquella tierra a veces era hermosa. La admiraba de un modo muy semejante a como admiraba a Khardan, envidiando su fuerza, su orgullo. Él tenía algo que ofrecerle a ella, y esperaba que ello le haría ganar su respeto y admiración a cambio. Pero era obvio que ella lo estaba utilizando para sus propios fines: para aliviar su propia soledad y para aprender más sobre la magia.
No, se encontraba solo en una tierra extraña y siempre lo estaría.
Esta idea asestó tal golpe a su alma que lo dejó sin aliento.
Siempre.
Hasta entonces no había pensado en su futuro en aquella tierra porque no creía que tuviese futuro alguno. Sólo había deseado la muerte.
Siempre.
Ahora tenía vida, lo que significaba que tenía un «siempre», un futuro.
Y un futuro, por vago e incierto que fuese, significaba esperanza.
Y esperanza significaba que tal vez, de algún modo, podría encontrar un día una manera de volver a casa.
Según transcurrían los días y pasaba más tiempo entre los nómadas, Meryem comenzó a temer que su intento de seducir a Khardan pudiera fracasar. El honor era la única posesión verdaderamente preciada del nómada, algo que pertenecía al rico y al pobre, varón o hembra. Una palabra de hombre, una virtud de mujer: estas dos cosas eran más preciosas que las gemas, pues no se podían comprar ni vender y, una vez rotas, estaban perdidas para siempre. El honor era necesario para la supervivencia del nómada. Tenía que poder confiar en su prójimo, de quien dependía su vida, tenía que poder confiar en la santidad de la familia, de la que dependía su futuro.
Esto no era algo que Meryem pudiera explicar con facilidad al amir. Qannadi no era un hombre paciente. Él esperaba resultados. No toleraba excusas. Había enviado a su concubina a recoger información y eso es lo que esperaba de ella. Khardan poseía la información que Meryem necesitaba. Una vez en su cama, con su cabeza recostada sobre sus suaves pechos y arrullado por las caricias de sus hábiles manos, él le revelaría cuanto ella deseara.