—¿Estás despierto? —se oyó un suave susurro.
—Sí —respondió Mateo, demasiado confuso para estar asustado.
—¿Puedo entrar? Soy Zohra.
¿Zohra? Tenía la vaga impresión de que se trataba de la mujer que había anunciado que él sería acogido en el harén. También creía recordar haber oído a alguien referirse a ella por ese nombre. Eso significaba, por lo que él había podido deducir, que ella era esposa de Khardan.
—Sí, por favor, adelante…
La entrada de la tienda se oscureció cuando una figura envuelta en un caftán de seda entró en ella. La luz de la lámpara se reflejó en brazaletes y anillos, y también en dos ojos centelleantes que asomaban justo por encima de su velo. Entrando con rapidez, Zohra cerró con cuidado la solapa de la tienda tras ella, asegurándose de que ningún hilo de luz escapaba a través de ella. Satisfecha, tomó asiento en los cojines arrodillándose con natural elegancia y sin dejar de mirar a Mateo, quien permanecía acurrucado en el mismo rincón de la tienda adonde había sido empujado por el djinn.
—Ven a la luz —ordenó Zohra, haciendo un gesto autoritario con el brazo que hizo que sus pulseras entrechocasen musicalmente—. Aquí, siéntate enfrente de mí.
Zohra señaló un montón de cojines que había delante de ella. El brasero de carbón y la lámpara de aceite quedaban en medio de los dos.
Mateo se acercó con docilidad y se sentó en los cojines. Un cerco de cálido amarillo de la lámpara los envolvía a los dos, iluminando sus rostros y resaltándolos contra un fondo de sombras que se movían y temblequeaban con la vacilante luz de la llama. Despacio, Zohra retiró el velo de su cara sin dejar de estudiar con atención a Mateo mientras lo hacía.
Él, a su vez, al mirarla, pensó que jamás había visto a una mujer tan hermosa ni tan salvaje.
«¡Mi esposa es más hombre que él!»
Las amargas palabras de Khardan volvieron a la mente del joven y, cuando miró con detenimiento el rostro de la mujer que se sentaba frente a él, pudo entenderlas muy bien. Había algo masculino en el inquebrantable orgullo y la cólera feroz que podía sentir arder bajo su superficie. Y, sin embargo, tenía la impresión de que aquellos labios podían ser dulces y aquellos ojos tiernos si ella quería.
—Quiero darte las gracias, señora —dijo con voz inexpresiva— por el papel decisivo que has desempeñado en salvarme la vida.
—Sí —fue la inesperada respuesta de la mujer, sin que en ningún momento sus ojos se despegaran del rostro de Mateo—. He venido para averiguar por qué lo hice. ¿Qué es lo que hay en ti que me impulsó a interceder en tu favor? ¿Cómo te llamas?
—M… Mateo —respondió el joven sorprendido por la brusquedad de la pregunta.
—M… Ma… teo —repitió Zohra con cierta dificultad por lo inusitado de la palabra.
—Mateo —volvió a decir él, sintiendo cierto placer al oír su nombre pronunciado por otro ser humano.
Era la primera vez que alguien se lo preguntaba.
—Eso es lo que he dicho. Ma-teo —replicó ella con altanería—. Y bien, Ma-teo, ¿puedes decirme por qué te he salvado la vida?
—N… no —respondió el joven, sorprendido por la pregunta, y, viendo que Zohra esperaba una respuesta, rebuscó en su mente para poder decir algo más—. Yo… sólo puedo suponer que tu corazón de mujer, sintiendo compasión…
—¡Bah! —el desdén ardió en Zohra con más intensidad que la lámpara—. ¡Corazón de mujer! Yo no tengo corazón de mujer. Si acaso —dijo mirándolo con desaire—, ¡siento desprecio!
Airada, tiró de su túnica con el puño, rasgando el frágil tejido.
—¡Si tuviese cuerpo de hombre, jamás me escondería en esta… esta mortaja!
—Y tampoco habrías hecho lo que yo hice por salvar mi vida —dijo Mateo, bajando avergonzado la cabeza ante su dura mirada—. Ni tampoco él —añadió en voz baja, tan baja que no creyó que ella le oyera.
Pero Zohra captó las palabras, y cayó sobre ellas como un halcón sobre su presa.
—¿Khardan? ¡Desde luego que no! Él antes sufriría la muerte de los mil cuchillos que esconderse en una vestimenta de mujer. En cuanto a mí, estoy atrapada en ellas. ¡Yo me muero cada mañana, cuando me levanto y me las pongo encima! Tal vez —ahora era ella quien hablaba consigo misma—, tal vez por eso te he salvado. Los vi mirándote con esa misma curiosidad con que me miran a mí…
Con un destello de claridad, Mateo de pronto comprendió. El orgullo de aquella bonita cara enmascaraba un dolor mortificante. Pero ¿por qué? ¿Qué estaba ocurriendo allí? Él no lo entendía, no sabía nada acerca de la eterna enemistad entre las dos tribus, del matrimonio forzado por mandato del dios, de la marchita planta que crecía en el Tel. Sólo sabía, porque lo veía en su cara, que aquella mujer se hallaba, como él, rodeada de gente y desesperadamente sola.
Ahora era él quien sentía compasión por ella, compasión y un ferviente deseo de ayudarla. Y, por primera vez, el miedo con el que había vivido durante aquellas torturantes semanas desde su captura comenzó a disiparse en lo profundo de su alma, reemplazado por un sentimiento humanitario. Sin embargo, fue lo bastante sabio para guardarse de revelar dicho sentimiento a Zohra, o habría tenido que soportar el látigo mordaz de su orgullo.
—No creo que estés loco —dijo ella de repente, y Mateo sintió volver su miedo—. Sí —añadió ella al ver la alarma en sus ojos—, debes continuar haciendo creer a los demás que lo eres. Imagino que eso no será difícil —los labios de Zohra adoptaron un rictus de desprecio—. Como ya has visto, son estúpidos.
—¿Y… qué hay de Khardan? —vaciló Mateo sintiéndose ruborizar—. ¿Me cree él… loco?
Zohra encogió sus esbeltos hombros, haciendo susurrar la seda de su vestido y despidiendo una ligera oleada de perfume que flotó sobre la calidez que se extendía por el interior de la tienda.
—¿Qué te hace suponer que yo debería saber, o que me importa siquiera, lo que piensa?
Sus ojos desafiaron a Mateo a responder.
—Nada, salvo que —el joven vaciló, incómodo por esta discusión sobre asuntos íntimos entre hombre y mujer—, salvo que tú eres… su esposa. Yo creí que él debía…
—¿Pasar las noches conmigo? Pues bien, estás equivocado.
Zohra se arrebujó bien en su ropa como si helara, aunque el calor irradiado por el brasero se estaba volviendo sofocante en la pequeña tienda.
—Somos marido y mujer tan sólo de nombre. Oh, no es ningún secreto. Puedes oír hablar de ello por el campamento. Te interesas mucho por Khardan —dijo de improviso, atravesando con los ojos el corazón de Mateo con una brusquedad para la que él no estaba preparado.
—Él me salvó de los traficantes de esclavos —dijo Mateo con la piel de su cara al rojo—. Y volvió a salvarme esta noche. Es natural que…
—¡Por Sul! —dijo Zohra asombrada—. ¡Creo que estás enamorado de él!
—¡No, no! —protestó Mateo con acaloramiento—. Yo… lo admiro, eso es todo. Estoy agradecido…
—¿Es costumbre en tu tierra, al otro lado del mar? —preguntó Zohra con curiosidad, reclinándose entre los cojines—. Quiero decir, ¿los hombres aman a los hombres allí? Nuestro dios prohibe tal cosa. ¿El vuestro no?
—Yo…, yo… —el pobre Mateo no sabía qué decir, ni por dónde empezar—. ¿Me crees entonces? —dijo, agarrándose a esta paja con la esperanza de salvarse del naufragio—. ¿Crees que en verdad vengo del otro lado del mar?
—¡Qué importa eso! —dijo Zohra desechando la insignificante cuestión con la mano—. Responde a mi pregunta.
—De…, de hecho —balbuceó Mateo—, ese amor que tú… mencionas
no
está prohibido por nuestro dios. El amor… entre dos personas cualesquiera… se considera santo y sagrado, siempre que sea verdadero amor y cariño y no… no simplemente lujuria o autosatisfacción corporal.
—¿Cuántos años tienes?
—He visto dieciocho veranos en mi tierra, señora —respondió Mateo.
Una repentina nostalgia por aquella tierra, por aquellos veranos pasados entre los frondosos robles, invadió al joven brujo. Sus ojos se llenaron de lágrimas, e inclinó la cabeza para que ella no lo viera. Tal vez ella lo vio y trató de distraerlo de su añoranza. Si ésa era su intención, lo consiguió de un modo admirable con su siguiente pregunta.
—¿Y tú te acuestas con hombres o con mujeres?
Los ojos de Mateo se abrieron de par en par; la sangre comenzó a agolpársele en la cara hasta que casi se sorprendió de que no le saliera por su boca abierta.
—¡Yo…, yo nunca me… he acostado…, quiero decir…, nunca he tenido ese tipo de… relación con… nadie, señora! —balbuceó.
—Ah, bien —dijo ella con seriedad, enroscando pensativamente el extremo de su velo entre sus dedos cubiertos de sortijas—. Nuestro dios, Akhran, perdona muchas cosas, pero no creo que se muestre comprensivo a este respecto. Y ahora —continuó, con una divertida sonrisa rondando por sus labios—, veamos, ¿dices que eres un mago? ¿Cómo es posible? Los dioses sólo otorgan ese don a las mujeres. O, ¿tal vez lo tienes porque nunca has…? —se le ocurrió de pronto a Zohra.
—Te aseguro, señora —dijo Mateo, recobrando su dignidad—, que los hombres de mi tierra han practicado este arte desde hace mucho tiempo y que lo que… hemos estado hablando hace un momento… no tiene nada que ver con esto otro.
—Pero… —Zohra pareció desconcertada—, ¿cómo es posible? ¿No conoces la historia de los Brujos Demasiado Instruidos y la maldición derramada sobre ellos por Sul? ¡Los hombres tienen prohibido practicar la magia!
—Yo no sé de qué estás hablando, señora —dijo Mateo con precaución—. Si, con la historia de los Brujos Demasiado Instruidos, te refieres quizás a la historia del Reproche de los Magos…
—Cuéntamela —dijo Zohra, arrellanándose cómodamente entre los cojines.
Mateo miró con gesto dubitativo hacia el exterior de la tienda.
—Será un placer para mí hacer lo que me pides, señora, pero ¿estás segura de que es prudente? ¿No…?
—¿… vendrá mi esposo a buscarme? No lo creo —dijo Zohra con una sonrisa burlona que, a los ojos de Mateo, poseía una sombra de amargura—. Además, aquí estoy a salvo contigo, ¿o no? ¿No estás loco, acaso? Vamos, cuéntame tu historia.
Mateo intentó ordenar sus pensamientos, una tarea difícil. Recordó haber oído aquella historia en su primer día de entrada en la Escuela de Brujos, cuando aún era un niño impresionado por los archimagos, con sus hábitos negros, las hileras de pupitres de madera y los altosedificios de piedra. Jamás, ni en sus más desbocadas fantasías, se había imaginado a sí mismo contándola sentado en una tienda en medio del desierto, con los ardientes ojos de una salvaje y hermosa mujer clavados en él.
—Nosotros creemos que nuestro dios posee numerosos dones y gracias que otorga a sus fieles —comenzó Mateo mirando interrogativamente a Zohra, quien asintió con aire grave para mostrar que había entendido—. Pero Sul, como centro de todo, es el único que posee la magia. Él comparte este don con aquellos de condición instruida y seria que acuden a él con humildad y le prometen servirle consagrando sus vidas al estudio y el trabajo duro; no sólo en pos de la magia sino del conocimiento de todas las cosas de este mundo.
»Hace mucho tiempo, un grupo de magos estudiaba con tanta diligencia que se convirtieron en los hombres y mujeres más sabios e instruidos del mundo. No sólo conocían la magia, sino también lenguas, filosofía, ciencia y muchas otras artes. Puesto que los unos habían estudiado las lenguas y costumbres de los otros, esto los capacitó para unirse y aumentar aún más su conocimiento. Entonces, en lugar de dirigirse cada uno a su dios, comenzaron a dirigirse todos cada vez más a Sul, el Centro. Cuando miraron al centro, vieron la lucha y el desorden del mundo, y supieron que estaban causados por las riñas y querellas de los dioses, que no podían ver la verdad sino sólo una parte de ella. Poco a poco, los magos se fueron convirtiendo en una sola mente, y esta mente les aconsejó utilizar su magia para intentar alguna resolución entre los dioses.
»Por desgracia, los dioses se sintieron amenazados y se quejaron a Sul, exigiéndole que retirase la magia del mundo. Sul no podía hacer esto, pues la magia se hallaba ya demasiado omnipresente en el mundo. Pero sí se enfureció con los magos por abusar de su don y los castigó con severidad, acusándolos de intentar aspirar a convertirse en dioses.
»Pero los magos, a su vez, se quejaron diciéndole que habían actuado movidos sólo por su preocupación ante el sufrimiento de los seres humanos y alegando que los dioses se habían olvidado de éstos en sus egoístas rivalida-des. Sul se sintió afligido al oír esto y les pidió perdón. Pero dijo que había que hacer algo para apaciguar a los dioses, o éstos insistirían en que la magia fuese retirada del mundo. Por tanto, los magos acordaron aceptar ciertas condiciones.
»La magia se basaría en objetos materiales: conjuros, amuletos y pócimas: para que aquellos que la practicaban se encontrasen restringidos por sus propias limitaciones humanas así como por las propiedades físicas de los objetos en que reside la magia. De este modo, los dioses no verían la magia como una amenaza a su poder y los magos podrían continuar viajando y trabajando en beneficio de la humanidad. Y ésa es mi historia —concluyó Mateo con gran alivio.
—¿Sul no les cortó la lengua a los magos? —preguntó Zohra decepcionada.
—¿Cortarles la…? ¡No, por supuesto que no! —dijo Mateo horrorizado—. Después de todo, Sul es un dios, no un…
Estuvo a punto de decir un «bárbaro», pero de pronto se le ocurrió que, por lo que había presenciado, ¡los dioses de aquella gente
eran
bárbaros! Balbuceó y se calló.
Por fortuna, Zohra se hallaba perdida en sus propios pensamientos y no había advertido su turbación.
—Entonces, ¿tú eres un mago? ¿Practicas el arte de Sul? ¿Qué magia puedes hacer? Muéstrame.
—Señora —dijo Mateo, algo confuso—, puedo hacer una gran cantidad de cosas, pero necesito mis conjuros y amuletos, que se perdieron cuando nuestro barco, nuestro
dhow
, se hundió en el mar. Si tuviese los instrumentos apropiados, podría confeccionar otros y, entonces, tendría mucho gusto en mostrarte mis dotes…
—Pero, con seguridad, sabrás hacer las cosas habituales: curar a enfermos y heridos, calmar a los animales, ese tipo de cosas.
—Señora —dijo Mateo con vacilación, pensando que tal vez ella lo estaba probando—, yo podía hacer esas cosas cuando era un niño de ocho años. Mis conocimientos van mucho más allá, créeme.