Luego señaló con un gesto a la muchacha.
—Yo he aceptado a Meryem en mi familia. Cuidaremos de ella hasta que un pretendiente venga a pedir su mano.
Impartido su juicio, los labios del jeque se cerraron con firmeza. Cruzando los brazos delante del pecho, volvió la espalda al suplicante en señal de que el asunto había quedado zanjado.
—¡Esperad un momento! —intervino de pronto Badia, la madre de Khardan.
Adelantándose unos pasos, se situó frente a su esposo, el jeque. Era una mujer diminuta y su cabeza quedaba por debajo del hombro de su gran marido. Aunque por lo general mansa y dócil, consciente y conforme con su posición de primera esposa y madre, Badia tenía sus límites sin embargo, y esta vez los había alcanzado. Con las manos en las caderas, se enfrentó a su asombrado esposo echando una mirada a su alrededor a todos los presentes.
—¡Creo que todos habéis perdido el juicio! ¡Estáis tan locos como esta miserable criatura! —dijo con un gesto duro hacia el joven—. ¡Un hombre en un harén! ¡Una cosa así no se hará, digo yo, hasta que… —aquí se ruborizó intensamente, pero no lo suficiente para desviarla del curso tomado— se le corte su virilidad —dijo por fin haciendo caso omiso de la mirada de sorpresa de su marido.
Otras mujeres de la tribu movieron sus cabezas y murmuraron aprobadoramente.
—El pobre muchacho está loco. No vais a hacer de él un eunuco también —dijo Khardan con frialdad—. Una barbilla sin barba, un pecho sin vello… ¿Qué daño teméis que pueda hacer? En especial, en mi harén —y lanzó una amarga mirada a Zohra—. ¡Mi esposa es más hombre que él! Pero, si ello te complace, madre, apostaré un guardia junto a su tienda. Pukah lo vigilará. Tal vez tenga cierto sentido la medida, después de todo; no sea que, en su locura, le dé por hacerse daño a sí mismo o a algún otro. Y ahora hay algo más que quiero decir antes de cerrar de un modo definitivo el asunto.
Abandonando el centro de la escena, Khardan se acercó hasta Meryem. Tomó las manos de la muchacha entre las suyas y miró profundamente a aquellos adorables ojos bañados en lágrimas.
—De día, eres más radiante que el sol. De noche, iluminas mi oscuridad como la luna. Te amo, y juro por
hazrat
Akhran que nadie más que yo te poseerá, Meryem, aunque tenga que robar todo el tesoro del amir para hacerlo.
Inclinándose, la besó en la frente. Meryem, llorosa, arrimó su cabeza contra él. Khardan sintió su cuerpo, suave y caliente, estremecerse entre sus brazos. Su fragancia lo embriagaba, sus lágrimas le inflamaban el corazón. Rápidamente, su madre se acercó y se llevó a la muchacha consigo.
Respirando como si hubiese estado librando una batalla contra diez mil diablos, Khardan se retiró también, caminando deprisa hacia la espesa oscuridad del desierto. Si pensaba encontrar algún brillo de esperanza en la Rosa del Profeta, allí desde luego no estaba. Verde y casi lozana de aspecto cuando Khardan había partido de viaje hacia la ciudad, la planta aparecía, una vez más, marrón y reseca.
Uno por uno, los demás miembros de ambas tribus fueron dispersándose y regresando a sus tiendas para discutir los acontecimientos del día con excitados susurros. Sólo dos quedaron allí, en el recinto: Zohra y el joven de pelo rojo.
Zohra había ganado, pero, por alguna razón, el dulce fruto de la venganza se había vuelto cenizas en su boca. Escondiendo sus heridas, se encaminó con porte altanero hacia su tienda.
El joven permaneció donde estaba, de rodillas y acurrucado sobre la endurecida arena del desierto. Muchos le dirigían miradas de reojo al pasar. Nadie se acercó a él, y él no sabía qué hacer ni adonde ir. Si hubiese sido su decapitado cuerpo el que yacía allí, no podría haber experimentado con mayor amargura el sabor de la soledad de la muerte que, de hecho, experimentó en aquel momento rodeado de seres vivos.
Juan había muerto una vez. Una espada le había segado la vida de un golpe.
—¿Cuántas veces he muerto yo? —se preguntó Mateo en medio de su interminable oscuridad—. ¿Cuántas veces tendré que seguir muriendo?
Su fuerza lo abandonó y, desplomándose en el duro suelo, perdió el sentido. No pudo ver las suaves plumas del ala del ángel posándose sobre él ni sentir el ligero roce de sus lágrimas cayendo como el rocío sobre su piel.
—¿Quién eres tú? —preguntó Pukah lleno de asombro.
La mujer que había estado cerniéndose sobre el cuerpo del joven durmiente se volvió atemorizada. A la vista de Pukah, desapareció al instante.
—¡Espera! ¡No te vayas! —gritó Pukah—. ¡Hermosa criatura! ¡No quise asustarte! ¡No te vayas! Yo… Ya se ha ido —el djinn miró a su alrededor desconsolado—. ¿Quién sería? Una inmortal, desde luego, ¡pero como jamás la había visto en todos mis siglos!
Acercándose al joven inconsciente, Pukah tanteó el aire con sus manos en torno a sí.
—¿Estás ahí, adorable criatura? Muéstrate. No tienes que tener miedo de Pukah. El amable Pukah me llaman. Inofensivo como un bebé humano. ¡Vuelve, encanto deslumbrante! Sólo quiero ser tu esclavo adorador y postrarme a tus pies. Esos piececitos blancos que asoman bajo tu blanca túnica, tu pelo como el dorado de la luz del sol, tus alas de paloma… ¡Alas! ¡Imagínate! Y esos ojos que derriten mi corazón…
»Nada. Se ha ido. —Pukah lanzó un suspiro, dejando caer sus hombros—. ¡Y yo estoy desolado! Sé lo que vas a decir —añadió, levantando la mano en anticipación de cualquier argumentación que pudiera provenir de su otro yo—. Tú, Pukah, ya tienes suficientes problemas. Lo último que necesitas es una mujer… aunque ésta tenga alas. Porque, por tu culpa, el jeque Zeid y unos veinte mil
meharistas
locos van a lanzarse sobre nosotros desde el sur y no van a dejar ni uno vivo. En la creencia de que arreglaría esto intentando instaurar la paz entre Quar y Akhran para que las tribus puedan separarse y dejar de constituir una amenaza para Zeid y que, con ello, éste volviese a sus camellos y nos dejase en paz a nosotros, fui a ver a Kaug (que mil escorpiones se le cuelen en los pantalones) y le dije que las tres tribus se estaban congregando para lanzarse sobre la ciudad de Kich.
Pukah levantó al desmayado joven mientras sacudía con tristeza la cabeza.
—¡Y debería haber funcionado! Kaug estaba aterrorizado, ¡lo juro! ¡Bueno, ya lo sabes! ¡Tú lo viste! —todo esto al
alter ego
de Pukah, no al joven—. Fue Quar, ese archidemonio de dios, el que ha removido todo este desorden. ¿Cómo iba yo a saber que el amir era un general tan poderoso? ¿Cómo iba yo a saber que tenía caballos mágicos? ¿Cómo iba yo a saber que intentaría arrestar a mi pobre amo y casi matarnos a todos? Yo…
—¡Así que fuiste
tú
! —irrumpió una voz feroz desde la oscuridad.
Pukah casi suelta de golpe al muchacho que llevaba sobre su hombro.
—Pukah —murmuró para sí mismo mirando rápidamente a su alrededor—, ¿es que nunca aprenderás a mantener la boca cerrada? ¿Quién…, quién anda ahí? —preguntó.
—¡Sond! —respondió la terrible voz.
El corpulento y musculoso djinn tomó forma, de pie ante Pukah, con sus fuertes brazos plegados delante de su amplio pecho y una oscura expresión en su rostro.
—¡Sond! ¡Honorable amigo! Quisiera inclinarme ante ti, pero, como ves, me encuentro en una posición incómoda en este momento…
—¡Incómoda! —dijo Sond con la voz aumentando de volumen con su creciente ira—. ¡Cuando haya terminado contigo, cerdo, no sólo estarás incómodo, sino también despanzurrado, destripado, destrozado…, y todo lo que se te ocurra!
El joven, colgando boca abajo sobre los hombros de Pukah, estaba comenzando a moverse y a emitir leves quejidos. Preguntándose por qué Sond se hallaba en aquel acceso de rabia y preguntándose también, inquieto, cuánto de sus soliloquios habría llegado a sus oídos y preguntándose, además, cómo podría escapar con su piel y su ambición intactas, Pukah dedicó a Sond una mansa sonrisa.
—Me honra sobremanera que te tomes tanto interés en mí y en mis inmerecedores asuntos, Sond, y me agradaría infinitamente poder conversar de ellos contigo, pero, como puedes ver, mi amo me ha ordenado atender a este pobre loco y, como es natural, debo obedecer y ser el sirviente cumplidor que soy. Si quisieras esperarme aquí, yo depositaré al loco en su cama y volveré. Te juro que estaré de vuelta en dos ladridos de perro…
—Dos ladridos de perro
muerto
—interrumpió Sond con una mirada amenazadora—. No creas que te vas a escapar con tanta facilidad, gusano.
El djinn dio una palmada que retumbó como un trueno. El joven que colgaba de los hombros de Pukah desapareció.
Pukah empezó a retroceder con nerviosismo.
—¡Mi pobre loco! —exclamó—. ¿Qué has hecho con él?
—Enviarlo a su cama. ¿No eran ésas tus órdenes? —respondió Sond con los dientes apretados, avanzando un paso por cada paso que Pukah retrocedía—. He hecho el trabajo por ti. ¿No estás agradecido?
—¡S… sí, sí! —balbuceó Pukah metiendo el pie sin darse cuenta en una vasija de latón y casi cayendo dentro de una tienda—. Pro… profundamente agradecido, amigo S… S… Sond.
Recuperando el equilibrio, prosiguió su retirada a saltitos, intentando con desesperación liberar su pie de la vasija. Sond, con los músculos de sus hombros abultados, las venas bombeando y los ojos llameantes, continuaba avanzando amenazadoramente hacia el desafortunado joven djinn.
—Así que, puesto que estás tan agradecido, «amigo» Pukah, continúa tu interesante conversación. Fuiste a ver a Kaug, dices, y le contaste ¿qué?
—Le… le dije que… err… que las tribus de los jeques Majiid al Fakhar y Jaafar al Widjar estaban unidas por fin y que… ¡ejem!… que estaban celebrando la próxima adhesión también del poderoso jeque Zeid al Saban y… —entonces se le ocurrió algo a Pukah—… y le dije a Kaug que todo era obra
tuya
, oh gran Sond, y que ello daba por cierto prueba de tu elevada inteligencia…
Creyendo adular con ello al otro djinn, y pensando además que, si Zeid los atacaba, lo mejor sería empezar a preparar el terreno para que la culpa recayese sobre la espalda de algún otro, Pukah se quedó completamente pasmado al ver cómo Sond se ponía pálido después de escuchar sus palabras.
—¿Que hiciste… qué? —dijo el djinn medio ahogado.
—Te di todo el mérito, amigo Sond —dijo Pukah con humildad y, consiguiendo por fin librarse de la vasija de una patada, se enderezó y extendió sus manos hacia él—. No, no me lo agradezcas a mí. No era más que lo que merecías…
Pukah enmudeció de pronto. En medio de aterradores bramidos, Sond se elevó hasta unos seis metros de altura. Sus grandes brazos se alzaron por encima de su cabeza como si quisiera arrancar, una por una, las estrellas del cielo. Pukah vio enseguida, sin embargo, que las estrellas no eran el blanco de la ira de Sond. El djinn descendió sobre Pukah como un meteoro.
Presa del pánico, el joven djinn sólo tuvo tiempo de esconder la cabeza entre sus brazos y lamentar el trágico final de su corta vida, viéndose ya a sí mismo embutido en una caja de hierro sellada y enterrada a trescientos metros de profundidad bajo la superficie del mundo. Un violento viento lo azotó y desarraigó dos palmeras a su paso…
Entonces, la tormenta cesó.
«Esto es el fin», pensó sombríamente Pukah.
Pero no sucedió nada.
Atemorizado, esperó.
Nada todavía.
Sin retirar los brazos de encima de su cabeza y con los ojos fuertemente cerrados, Pukah escuchaba con atención. Todo lo que oyó fue unos gemidos lastimeros y desgarrados, como los de un hombre a quien le están sacando las entrañas. Con suma cautela, Pukah abrió a medias un ojo y espió por encima de su codo.
Doblado en dos, con los brazos cruzados alrededor de su estómago como si se estuviese sosteniendo para no deshacerse en pedazos, Sond sollozaba con amargura.
—Ah, mi querido amigo —dijo Pukah muy emocionado y sintiéndose más que culpable por no haber dicho la verdad—. Ya sé que me lo agradeces, pero te aseguro que este despliegue de emoción es completamente…
—¡¿Agradecido?!
Sond levantó la cara. Las lágrimas caían en regueros por sus mejillas; de sus labios asomaba espuma y su boca goteaba sangre. Con los dientes frenéticamente apretados y los brazos estirados, Sond dio un salto hacia la garganta de Pukah.
—¡¡Agradecido!! —vociferó Sond.
Tirando a Pukah al suelo con su embestida, lo agarró por el cuello y comenzó a golpearle la cabeza contra el suelo del desierto, hundiéndola más y más a cada palabra que decía.
—¡Perdida! ¡La he perdido! ¡Para siempre! ¡Para siempre!
Zas, zas, zas…
Pukah habría gritado pidiendo ayuda si no hubiese tenido la lengua tan enredada entre todo lo demás que bailaba dentro de su cabeza que todo cuanto conseguía era jadear «¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!» a cada golpe que recibía.
Por fin a Sond se le agotaron las fuerzas. De no haber sido así, habría podido seguir sacudiendo la cabeza de Pukah hasta hacerlo asomar por el otro extremo del mundo, donde el joven djinn habría descubierto que Mateo no estaba loco después de todo. Exhausto por la pena y la rabia, Sond le dio a Pukah un último empujón que lo hizo atravesar dos metros de sólido granito. Entonces, Sond cayó al suelo de espaldas, jadeante y sin aliento.
Mareado, desorientado y completamente zarandeado, Pukah consideró al principio quedarse en su agujero y, no contento con lo escondido que éste lo mantenía de Sond, echarse el desierto por encima. Pero, según se aclaraba su cabeza, comenzó a considerar las palabras del otro djinn: «La he perdido… para siempre…».
¿A quién? ¿Quién es ella? ¿Perdida cómo? ¿Y por qué, al parecer, era todo por su culpa?
Consciente de que jamás descansaría tranquilo, ni encerrado en una caja de hierro, sin la respuesta a estas preguntas, Pukah asomó su cabeza por la boca del agujero.
—Sond… —dijo con timidez, preparado para volver a su agujero si el djinn daba muestras de renovada hostilidad—. No comprendo. Dime qué es lo que ocurre.
Algo
anda mal, es lo único que sé.
Sond dio un rugido como respuesta, meneando la cabeza de un lado a otro y con el rostro tan desencajado por el dolor que resultaba espantoso verlo.
—Sond —dijo Pukah, comenzando ahora a tener la sensación de que algo andaba real y verdaderamente mal y preguntándose si ello iba a venir a añadirse a sus ya acuciantes problemas—. Si pudieras… decirme qué es…, tal vez podría ayudarte…