La voluntad del dios errante (43 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La timidez que mostraba la doncella era tanto más encantadora para Khardan a causa de la cercanía que experimentaban cabalgando juntos. Era su miedo al caballo, que a ella le parecía una bestia tan grande y poderosa según sus palabras, lo que hacía que Meryem se sentara tan cerca de Khardan. Brillaban lágrimas en sus ojos. ¡Él debía de creerla una desvergonzada! Secándole las lágrimas, Khardan le aseguraba que no la creía desvergonzada en absoluto. Apenas se daba cuenta de que estaba con él. Meryem sonreía con dulzura y se agarraba más fuerte todavía a él. Khardan, sintiendo su calidez y blandura contra su carne, y sus cuerpos moviéndose juntos al ritmo de los saltos del caballo, se sentía embargado a veces por una pasión cuyo dominio requería toda su capacidad de autocontrol.

El califa se consolaba a sí mismo con el pensamiento de que este placer ya no tardaría mucho en verse realizado. Cada vez que miraba los ojos azules de Meryem, veía amor y admiración floreciendo en ellos. Cuando llegasen al Tel, lo primero que haría sería tomar por esposa a la hija del sultán. Pronto dormiría en sus brazos, apoyando su cabeza en los temblorosos pechos que tan a menudo apretaba contra su espalda.

El pensamiento de Zohra voló de su mente en las alas de aquella nueva pasión, preguntándose tan sólo cómo reaccionaría ella ante la introducción de una nueva esposa en el harén.

«Ah, bueno —se dijo Khardan pensando en los últimos momentos pasados junto a ella en el campamento—, Zohra está amaestrada ahora, al menos. Aquel último episodio la asustó tanto que se volvió más sumisa. Haré lo que es mi deber para mantenerla contenta y hallar verdadera felicidad en otra.»

(Lo que venía a demostrar la afirmación del amir de que, con toda su fanfarronería, estos nómadas eran tan ingenuos como niños.)

La conversación de Meryem animó las largas y oscuras horas de cabalgada nocturna a través del desierto. Contaba a Khardan cosas sobre la vida en el palacio del sultán, cosas que el califa encontraba increíbles.

Le habló de los baños de mármol privados adonde las esposas y concubinas iban a diario a bañarse y jugar en el agua caliente y perfumada, siempre conscientes, aunque no les estuviese permitido mostrarlo, del pequeño agujero en la pared por donde el sultán observaba, haciendo su elección para la noche.

Le describió el elaborado laberinto que el sultán había mandado construir especialmente dentro de las murallas del palacio para poder tener el placer de perseguir a sus favoritas hasta que las alcanzaba y las obligaba a entregarse a él. Le habló de las cenas durante las cuales el sultán invitaba a las muchachas a bailar. Quitándose sus velos y vestidos, las mujeres se movían con ligereza al son de una música interpretada por músicos a los que se había sacado los ojos para que no pudiesen mirar los hermosos cuerpos que danzaban incitadoramente ante ellos. También le habló Meryem del pasadizo secreto a través del muro del jardín; de cómo aquellas mujeres que no habían sido elegidas por el sultán lo utilizaban para recibir amantes en el jardín, pagando bien al mendigo ciego por mantener la boca cerrada y ocultar sus transgresiones, ya que eran sus mismas vidas lo que estaba en juego si los eunucos las descubrían.

Khardan escuchaba atónito con la sangre cosquilleándole en las venas. Preguntó si el amir solía entregarse al mismo estilo de vida. Recordando su rostro severo y su rígida pose militar, el califa no podría creerlo de aquel hombre.

—No —respondió Meryem—. Qannadi no tiene corazón. Él no ve belleza más que en la guerra y el derramamiento de sangre. Oh, él tiene su harén, claro, sus esposas. Pero las mantiene por el poder mágico que poseen. El serrallo es una asamblea de brujas, y no un lugar de amor. Las mujeres sólo hablan de magia, de sus habilidades de
ese
arte, no en el arte de amar. Incluso he oído que el amir ordenó cerrar el agujero indiscreto. Ya no hay más cenas íntimas. El amir envió a los músicos a tocar para los soldados. Por lo que a él concierne, el jardín podría llenarse de amantes de sus esposas.

Dándose cuenta de que estaba hablando con mayor acritud de la que podría parecer apropiada para la hija de un sultán, Meryem cambió enseguida de tema.

—Así fue como conseguí pasar inadvertida durante tanto tiempo… Cuando los soldados del amir tomaron el palacio, no les costó nada apoderarse de mi padre. Sus guardias personales huyeron, los muy cobardes, y lo abandonaron a su cruel destino. Hay escondrijos secretos dentro del palacio, con un túnel que va por debajo del suelo hasta los cuarteles de los soldados. El sultán no tuvo tiempo de utilizarlos; el amir se aseguró de ello, de todos modos, mandando a sus tropas directamente a la toma del palacio antes incluso de que hubiesen conquistado la ciudad. Sin embargo, yo logré esconderme en uno de esos lugares secretos. No era más grande que un ropero. Allí estuve no sé cuánto tiempo, acurrucada en la oscuridad, pasando sed y hambre, pero demasiado asustada para salir. Oía los gritos —dijo con un temblor— y sabía lo que estaba sucediendo allí fuera. Más tarde pude oír a los eunucos hablando de la muerte de mi padre.

Su voz aquí se quebró. Con un gran esfuerzo, logró controlar sus lágrimas y proseguir con el relato.

—Por fin supe que debía abandonar el escondrijo o moriría allí. Salí con cuidado. Mi plan era esconderme entre las numerosas concubinas del amir. Así estaría a salvo, pensé, a menos que me hiciera llamar. Mi plan funcionó, o al menos eso imaginé. Dije a las otras chicas y a los eunucos que era nueva, un obsequio de uno de los grandes. Pensé que los había engañado, pero, en realidad, ellos lo supieron todo el tiempo. El amir, al parecer, pensó que yo era parte de una conspiración de uno de los nobles para derrocarlo y prefirió tenerme vigilada. Yo esperé una oportunidad para escapar y, cuando tú creaste aquella conmoción en la
divan
, pensé que ésa sería mi oportunidad.

»Salí corriendo al jardín, con la intención de escapar por el agujero del muro. Pero los eunucos me cogieron y me golpearon, intentando hacerme revelar el nombre de la persona para la que trabajaba. Se proponían llevarme a la cámara de torturas del amir cuando tú apareciste y me salvaste.

Con estas últimas palabras, abrazó estrechamente a Khardan con su cuerpo temblando de emoción. El califa hizo lo que pudo para consolarla, aunque cuanto consuelo pudiera ofrecerle se hallaba limitado a la fuerza por el hecho de que avanzaban a lomos de un caballo a la cabeza de una tropa de jinetes. Tal vez, sin embargo, era mejor así, o su resolución de esperar y casarse con la muchacha podría haberse desvanecido allí, durante la noche, en la arena del desierto.

Para distraer su mente de la comezón del deseo, hizo otra pregunta con voz hosca, esta vez acerca del imán. Meryem en seguida la respondió, aunque hubo de pasar algún rato hasta que el trastornado Khardan pudiera atender plenamente a lo que ella estaba diciendo.

—… resultado de la enseñanza del imán, pues él cree que las pasiones del cuerpo, aunque necesarias para… —Meryem se sonrojó de un modo delicioso— para engendrar hijos, apartan la mente del culto a Quar.

»Si se puede creer a los eunucos —susurró ella al oído de Khardan, sintiendo vergüenza de hablar de ello en voz, alta—, dicen que el imán jamás ha dormido con una mujer. Y eso es algo que a Yamina seguro le gustaría mucho cambiar, si damos créditos al chismorreo…

Khardan recordó el santo celo que había visto arder en los acuosos ojos del sacerdote y no le costó nada creer que aquello fuera verdad. Pero el tema de Yamina trajo a su mente otra cuestión.

—La magia del caballo —preguntó a Meryem—, ¿es maga de verdad o era un truco cualquiera como los que se hacen para asombrar a los niños?

—¡Es verdadera magia! —dijo Meryem con la voz teñida de respeto—. Y eso no es lo más grande que Yamina puede hacer.

—¿Tú… dominas también el arte de la magia? —preguntó de improviso Khardan con cierta inquietud.

—¡Oh, no! —respondió Meryem con presteza, adivinando el miedo del nómada—. Yo sólo poseo el talento habitual de una mujer en ese campo. Pero a la magia no se le daba gran importancia en la Corte de mi padre, ni tampoco consideraba él apropiado que yo aprendiese un arte tan común —dijo ella en un tono altivo, y Khardan asintió con expresión grave—. Ciertamente, estoy bien lejos de ser tan poderosa como Yamina. Ella puede encantar las armas de los soldados del amir para que nunca yerren su objetivo…

—Esta vez se le habrá olvidado… —interrumpió Khardan con una sonrisa burlona, pensando en la ineptitud de los guardias que habían intentado detenerlo en el palacio.

El cuerpo de la muchacha se tensó de pronto tras él. Imaginándose que estaría sin duda reviviendo aquellos terribles momentos de su captura, él se volvió y le lanzó una sonrisa tranquilizadora. Ella tenía una sonrisa preparada para él detrás del velo, sonrisa que se desvaneció en el momento en que él retiró sus ojos de ella sin notar cómo ésta se mordía sus rojos labios de rabia contra sí misma por haberlos usado con demasiada prodigalidad. ¡El califa no debía saber que los soldados habían fracasado a propósito!

Ya no hubo más charla entre ellos aquella noche. Me-ryem, descansando su cabeza contra la fuerte espalda de Khardan, simulaba dormir. Conduciendo su caballo a través de las arenas con el mayor cuidado posible y manteniendo la vista atenta a cualquier irregularidad en el terreno que pudiera hacer resbalar al caballo y, con ello, agitar a la muchacha y despertarla, Khardan dejó vagar su mente por todas las historias que había oído del mismo modo en que podría haber vagado por entre las muchas habitaciones del palacio del sultán.

El sol salió como una bola de fuego en el pálido azul del cielo. Khardan no lo vio. Estaba perdido en un dulce sueño de músicos ciegos tocando a su mandato.

Tras varios días de dura cabalgada, los akares alcanzaron las estribaciones donde los hombres del jeque Jaafar al Widjar los recibieron con hosca hospitalidad. Habiéndose asegurado de que los caballos entregados a los pastores recibían buen cuidado, Khardan aceptó los cuerpos recién sacrificados de varias ovejas a cambio y, rechazando los tres días de hospitalidad, no muy gustosamente ofrecidos, los
spahis
prosiguieron su camino.

Otro día y otra noche de dura cabalgada sobre caballos frescos los llevaron hasta el Tel, los llevaron a casa.

Capítulo 9

Cada hombre, mujer y niño de las dos tribus acampadas alrededor del Tel salieron al encuentro de los
spahis
, que fueron detectados a cierta distancia por la nube de polvo que levantaban. De pie en el límite del campamento, Majiid escrutaba el horizonte contra la luz del sol de media tarde y pensaba que la nube de polvo parecía mayor de lo que debiera ser. Su entrecejo se arrugó con preocupación. Había tenido durante días la incómoda sensación de que algo no marchaba bien. Había llamado a Sond con la intención de enviarlo en busca de Khardan y asegurarse de que éste estaba bien, pero el djinn había desaparecido. Esta inusitada desaparición por parte del inmortal se añadía a las persistentes preocupaciones de Majiid. Algo se había atravesado: Majiid lo sabía.

Ahora, al ver la nube de polvo, supo lo que era. Traían de vuelta los caballos. La venta había fracasado.

Los
spahis
hicieron una magnífica entrada en el campamento. Luciendo sus habilidades hípicas, formaron una línea con sus caballos delante de Majiid y, dirigidos por Khardan, cada hombre hizo arrodillarse a su animal delante del jeque. A pesar de sus temores, el corazón de Majiid se infló de orgullo. No pudo evitar una mirada triunfante a Jaafar. ¡Que hagan esto tus pastores!

Pero entonces vio que Jaafar no estaba mirando a los jinetes sino a los caballos que habían regresado con ellos, y ahora era a él a quien le tocaba mirar a Majiid con las cejas levantadas. Con un gesto despectivo, Majiid se volvió y y se apresuró a saludar a Khardan y hablar con él para enterarse de lo que había sucedido. En cuanto estuvo cerca de él, los ojos del jeque se clavaron amenazadores en la hija del sultán. ¡Mujeres! Majiid tuvo la intuición de que aquella hembra estaba en la raíz del problema.

Otros ojos veían también a la hija del sultán; otros ojos la observaban con el entrecejo fruncido. Vestida con su mejor traje, con el negro pelo cepillado hasta brillar como el ala de un cuervo y el cuerpo perfumado de jazmín, Zohra había estado a punto de adelantarse desde su tienda a saludar a su esposo cuando vio a aquella mujer cuidadosamente velada sobre la grupa de su caballo. ¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo él con ella? Retrocediendo aprisa hasta las sombras de la tienda, Zohra observó el encuentro de padre e hijo escuchando con atención todo cuanto se decía.

Saltando de su caballo, Khardan abrazó a su padre.

—¡Bienvenido a casa, hijo mío! —dijo Majiid estrechando a Khardan entre sus brazos con una profunda emoción que se transparentaba en el ligero resquebrajamiento de su voz.

En torno a ellos se elevaba una gran algarabía de voces; los otros hombres de la partida saludaban con alegría a amigos y familiares, sacando de las
khurjin
muestras de su botín y distribuyéndolas entre sus regocijadas esposas e hijos.

Al ver toda aquella carga, Majiid miró a su hijo con aire interrogativo.

—Parece que vuestro viaje ha sido provechoso, ¿no es así?

Khardan sacudió la cabeza con un gesto grave en la cara.

—¿Qué ha ocurrido?

—Sí, cuéntanos, califa, por qué no pudiste vender los caballos —dijo Jaafar en voz alta para extrema irritación de Majiid.

En pocas palabras, Khardan repitió su historia. Consciente de que otros lo estaban escuchando, procuró ser breve, dejando a un lado los detalles y sus intereses y preocupaciones particulares para una posterior charla en la tienda de su padre. No resultó difícil al jeque, sin embargo, oír las palabras omitidas de su hijo, y una mirada de reojo al sombrío rostro de Jaafar le dijo que la mente aguda del hrana las había captado también. Zohra, inadvertida en la sombra de su tienda, también las oyó.

—Bien, bien —dijo Majiid con forzada alegría, dando unas palmadas a Khardan en los hombros y abrazándolo otra vez—. ¡Debe de haber sido una victoria gloriosa! ¡Me habría gustado estar allí! ¡Mi hijo, desafiando al amir! ¡Mis hombres, saqueando la ciudad de Kich!

El jeque se rió alborotadoramente. Los
spahis
, que oyeron sus palabras, intercambiaron miradas de orgullo.

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