—¡Ayudarme! —Sond levantó la cabeza, apoyándose sobre ios codos, y miró a Pukah con unos ojos inyectados de sangre—. ¡Qué más puedes hacer que no hayas hecho ya excepto coger mi espada y cortarme en dos!
—Me sentiría honrado de hacer eso, si ése fuera en verdad tu deseo, oh Sond —comenzó Pukah con tono humilde.
—¡Oh, cállate! —suplicó el desdichado Sond—. No hay nada que puedas hacer. Nada que nadie pueda hacer, ni siquiera Akhran.
Al oír el nombre del temible dios, Pukah miró nervioso hacia los cielos y se acurrucó dentro de su agujero.
—¿Tú… has hablado con el Sagrado Akhran?
—Sí. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Y… ¿qué le dijiste?
—Le confesé mi culpa.
Pukah dejó escapar un suspiro de alivio.
—Culpa que estoy seguro de que el misericordioso dios te habrá perdonado —dijo tranquilizado.
—¡Eso fue, claro, antes de que yo supiese nada de tu intervención en todo esto! —rugió Sond clavando una mirada mortal en Pukah, y luego dio un exasperado suspiro—. Aunque ya, qué importa en realidad…
—¡Claro que no importa! —recalcó Pukah, pero Sond no estaba escuchando.
—Perdí a Nedjma la noche en que Kaug la secuestró en su jardín. Akhran me hizo abrir los ojos a esto. Fui un estúpido al creer que algo podría inducir a Kaug a devolvérmela. Me estaba utilizando. Pero yo estaba desesperado. ¿Qué otra cosa podía hacer?
En pocas y amargas palabras, Sond relató la historia del rapto de Nedjma por el
'efreet
y la exigencia que Kaug hiciera a Sond de conseguir la separación de las tribus si no quería perderla para siempre.
—Intenté separarlas, pero no funcionó. Ya lo viste tú —continuó Sond hundido en su desgracia—. ¡Todo estaba en mi contra! Zeid apareció de pronto de la nada, obligando a los akares a hacerse amigos de los hranas. Yo fui a ver a Kaug y traté de explicarle, y le supliqué que me diera otra oportunidad, pero él se limitó a reírse con crueldad. Me preguntó si de verdad me creía lo bastante inteligente para engañarlo. Nedjma ya no estaba allí, me dijo, y ya nunca más la volvería a ver… hasta el día en que yo mismo fuese enviado a unirme con ella.
Pukah arrugó una ceja pensativo.
—Una extraña afirmación. ¿Qué habrá querido decir?
Sond se encogió de hombros con aire derrotado y dejó caer la cabeza sobre las manos.
—¿Cómo puedo saberlo? —murmuró.
—Y… ¿qué dijo
hazrat
Akhran?
—Cuando por fin lo encontré —dijo Sond, mirando hacia arriba con una cara ojerosa—, tras una búsqueda que me llevó cuatro días y cuatro noches, me dijo que entendía por qué había hecho lo que había hecho. Dijo que, la próxima vez, debía ir directamente a Él, y después me dio una severa filípica sobre el error de subvertir los designios de los dioses y me recordó que El mismo
nos
había ordenado averiguar lo que estaba sucediendo con los inmortales que desaparecen…
—¡Claro, eso es! —exclamó Pukah.
—¿Eso es qué?
—¡Eso es lo que le sucedió a Nedjma! Kaug la envió dondequiera que los djinn estén. Por lo que te dijo de ir a juntarte con ella, nosotros somos los siguientes, me parece a mí —añadió Pukah después de reflexionar un poco.
—¿De verdad lo crees así? —Sond levantó sus ojos hacia él, con una luz de esperanza en el rostro que le daba a éste un pálido resplandor en la oscuridad.
Pukah se quedó mirándolo impresionado.
—Honorable Sond, me complace sobremanera que hayas recobrado tu ánimo y que mis pobres palabras hayan contribuido a efectuar esta transformación, pero no puedo evitar preguntarme por qué esa terrible noticia de que Nedjma ha sido enviada a sólo los dioses saben dónde (o, pensándolo mejor, a algún lugar del que ni
ellos
tienen idea) te produce tanta alegría.
—Yo…, yo temía…, ella estaba…, que Kaug había… —la voz de Sond se fue desvaneciendo roncamente mientras su rostro se tornaba sombrío y atormentado una vez más.
—¡Ah! —dijo Pukah comprendiendo de pronto—. Pero ¿Kaug? —dijo burlón—. ¿Dices que Nedjma es delicada y hermosa? Entonces, no despertará el interés del
'efreet
. Él sólo entra en celo con las vacas marinas. ¡En serio! Lo sé de muy buena tinta… Ahora, ven, amigo mío.
Pukah se sintió lo bastante seguro para salir de su agujero y, acercándose hasta Sond, ayudó respetuosamente al djinn a ponerse en pie.
—Yo siempre estoy pensando, ¿sabes?, es mi cruz el tener un cerebro fértil. Y estoy empezando a concebir un plan. No, todavía no puedo decir nada. Primero debo llevar a cabo alguna investigación —continuó con tono de importancia el djinn, sacudiendo la arena de los hombros de Sond y atusando sus arrugadas ropas—. No digas una palabra a nadie todavía acerca de…, bueno, de lo que me has oído discutir conmigo mismo esta noche. Sobre todo a mi amo. Eso forma parte del plan. Podrías echarlo a perder.
»Y, ahora —continuó Pukah mientras Sond lo miraba perplejo—, debo ir a atender al loco tal como me ordenó mi amo. ¡Como si no tuviese bastante quehacer! —dijo con un suspiro de sufrida resignación, y dándole unas pal-maditas al djinn en el hombro añadió—: ¡Ten esperanza, oh Sond! ¡Confía en Pukah!
Y, dicho esto, desapareció.
Despertándose del más extraño sueño que jamás había experimentado, Mateo se quedó sentado temblando de miedo. Había estado tendido en la arena hasta que un hombre joven con un turbante blanco y pantalones holgados de seda había aparecido de la nada y, con una fuerza prodigiosa, lo había levantado sobre sus hombros. Este joven se había puesto después a hablar consigo mismo, al menos eso pensó Mateo, hasta que otro hombre apareció con una cara espantosa. Éste hizo un ruido atronador y, de pronto, ambos hombres habían desaparecido y el joven brujo se encontró solo dentro de una tienda con un fuerte olor a cabra.
Mirando a su alrededor en la oscuridad, Mateo empezó a darse cuenta de que al menos esta última parte de su sueño no había sido tal. Se hallaba en una tienda que
olía
como si su anterior habitante hubiese sido una cabra y estaba solo en medio de la noche. Hacía un frío punzante y el joven palpó en torno a sí en la oscuridad en busca de algo con qué cubrirse. Encontrando una manta suave de lana, envolvió su cuerpo con ella y volvió a acostarse sobre los cojines.
De pronto, con un intenso escalofrío de miedo, se incorporó otra vez de un respingo. Metiendo la mano en lo profundo de sus ropas, palpó frenéticamente en busca de su pecera. Sus dedos se cerraron sobre su fria superficie, cuyos bordes de oro y plata labrados se clavaban en su piel. La agitó ligeramente y se sintió tranquilizado por el movimiento del interior de la bola. Al menos el agua estaba todavía allí; era de suponer que los peces se encontrarían en buen estado.
Unos pasos junto a la entrada de la tienda lo hicieron esconder con presteza la pecera entre sus atuendos. Con el corazón martilleando, preguntándose qué nuevo terror iba a tener que afrontar, el brujo se quedó mirando fijamente a la entrada.
—¿Estás despierto, señor… señora? —se oyó una voz algo confundida.
—Sí —respondió Mateo tras un momento de duda.
—¿Puedo entrar? —prosiguió la voz con tono humilde y servil—. Mi amo me ha encargado asegurarme de que pases una noche cómoda.
—¿Vienes… de parte de Khardan? —preguntó Mateo, atreviéndose a respirar con un poco más de tranquilidad.
—Sí, señor… señora.
—Entonces, entra, por favor.
—Gracias, señor… a —dijo la voz y, para gran asombro de Mateo, una de las figuras salió de su sueño y puso el pie dentro de la tienda.
Era el más joven, aquel que lo había levantado con la facilidad con que un hombre levanta una muñeca. Con las manos plegadas ante sí y los ojos mirando al suelo, el joven del turbante blanco ejecutó con cortesía el
salaam
, deseándole salud y alegría.
Mateo balbuceó una respuesta apropiada.
—Te he traído una
chirak
, una lámpara de aceite —dijo el joven sirviente sacando una de entre la noche.
Poniéndola con cuidado en el suelo de la tienda, hizo que se encendiera con un movimiento de la mano.
—Y aquí tienes un brasero de carbón vegetal para calentarte. Mi amo me dice que no eres de esta tierra —dijo el joven djinn hablando con cuidadosa y elaborada cortesía, como si temiese incomodar a Mateo—. Por tanto, supongo que no te resultarán familiares nuestras costumbres, ¿me equivoco?
—N… no, así es.
El joven djinn asintió con gesto solemne, pero, cuando creyó que Mateo no lo estaba viendo, levantó los ojos hacia el cielo.
—Asegúrate de colocar el brasero aquí, bajo la abertura del techo, para que el humo pueda salir por ella. De lo contrario, no te despertarías por la mañana, pues el humo del carbón es tóxico. Si me permites arreglar tu lecho… —dijo el joven djinn apartando suavemente, pero con firmeza a Mateo hacia un rincón de la tienda—, yo te sugeriría que tengas cuidado de mantener los cojines sobre la alfombra de fieltro mientras duermes. Ni los escorpiones ni las
qarakurt
cruzarán el fieltro, ¿sabes?
—No, no lo sabía —murmuró Mateo, observando a aquel notable joven—. ¿Qué es una
qarakurt
?
—Una araña negra bastante grande. Te mueres en cuestión de segundos si te pica.
—Y… ¿dices que no caminan por el fieltro? ¿Por qué no? —preguntó inquieto Mateo.
—Ah, sólo
hazrat
Akhran conoce la respuesta a esa pregunta —dijo piadosamente el joven sirviente—. Todo lo que sé es que he visto a un hombre sumido en un sueño profundo aunque estaba rodeado de un ejército de dichas arañas, todas sedientas de su sangre. Pero no pusieron ni una sola de sus negras patas sobre la alfombra. Y debes también acordarte de sacudir tus ropas y, sobre todo, tus zapatos fuera de la tienda cada mañana antes de ponértelos, pues, aunque el escorpión no cruzará el fieltro, es un animal astuto y esperará su oportunidad de picarte escondiéndose en tus vestiduras.
Al recordar las noches pasadas en que no se había preocupado de dónde se acostaba, y pensando en cómo se había puesto cada mañana sus zapatos de mujer sin la menor precaución, Mateo sintió un nudo en la garganta mientras se imaginaba la punzante cola del escorpión clavándose en su carne. Para distraer su mente de estos horribles pensamientos, interrogó al joven asistente.
—Eres un br… un mago notable —dijo Mateo con gran seriedad—. ¿Cuánto tiempo has estado estudiando el arte?
Para gran sorpresa de Mateo, el joven se enderezó por completo y miró al brujo con frialdad.
—Sé que estás loco —le dijo—, pero no veo que eso te dé derecho a insultarme.
—¿Insultarte? Yo no he pretendido…
—¡Llamarme a mí mago! ¡Insinuar que yo chapoteo en el arte de las mujeres!
El joven parecía sumamente ofendido.
—Pero… la lámpara que has conjurado. Y la luz. Yo he creído…
—Yo soy un djinn, por supuesto. Me llamo Pukah. Khardan es mi amo.
—¡Un djinn!
Mateo lanzó un grito sofocado de sorpresa y se echó para atrás. Al parecer, él no era el único loco en el campamento.
—Pero… no existen semejantes seres…
Pukah dirigió a Mateo una mirada de lástima.
—Tan loco como un perro con la boca llena de espuma —musitó, sacudiendo la cabeza, y continuó ahuecando los cojines—. Por cierto, señ…ora: cuando vine a recogerte esta noche y te descubrí tendida en el suelo, sin sentido, he visto una inmortal, alguien de mi especie, inclinada sobre ti.
Con los ojos brillantes por el recuerdo, Pukah olvidó por completo lo que estaba haciendo y se zambulló entre los cojines.
—Sin embargo, no era de mi especie en realidad. Era la más hermosa criatura que jamás haya visto. Su pelo era de color plata. Iba vestida con una larga túnica, y de su espalda crecían unas alas de suaves plumas blancas. Yo le hablé —dijo con tristeza el djinn—, pero ella se desvaneció. ¿Es acaso tu djinniyeh? Si es así —prosiguió Pukah con ansiedad—, ¿podrías decirle que, de verdad, no quiero hacerle ningún daño y que sólo quiero un momento, un segundo para poder expresarle mi adoración…?
—¡No sé de qué me estás hablando! —interrumpió Mateo—. ¡Djinniyeh! ¡Eso es absurdo! Aunque… —vaciló un instante—, lo que estás describiendo me suena mucho a un ser que nosotros conocemos como ángel…
—¡Ángel! —Pukah dio un arrebatado suspiro—. ¡Qué palabra tan bonita! Muy apropiada para ella. ¿Tiene todo el mundo en tu tierra criaturas así para servirles?
—¿Los ángeles? ¿Servirnos? —dijo Mateo, escandalizado ante el sacrilegio—. ¡En absoluto! Sería nuestro privilegio servirlos a ellos si alguna vez fuésemos lo bastante afortunados para poder ver a uno de ellos.
—Puedo creerlo —dijo Pukah con gravedad—. Yo la serviría toda mi vida, si fuese mía. Pero entonces, si nunca veis a esos seres, ¿cómo os comunicáis con vuestro dios?
—A través de los santos sacerdotes —dijo Mateo con vacilación, al irse sus pensamientos dolorosamente hacia Juan—. Son los sacerdotes, y sólo los más altos de su orden, quienes hablan con los ángeles de Promenthas y conocen así su Sagrada Voluntad.
—¿Y eso es todo lo que hacen estos ángeles?
—Bueno… —titubeó Mateo, sintiéndose incómodo de pronto—, existen unos seres conocidos como ángeles guardianes, cuyo deber es vigilar a los humanos que tienen a su cuidado, pero…
—¿Pero qué? —apremió Pukah lleno de curiosidad.
—Yo… yo nunca creí en realidad…, quiero decir, todavía no creo…
—¡Y ni crees en mí, tampoco! —dijo el djinn—. Sin embargo, aquí estoy. Y ahora —añadió Pukah poniéndose en pie con agilidad—, si no hay nada más que pueda hacer por ti, debo volver. Mi amo sin duda me necesita. Nunca emprende nada sin mi consejo.
—No, eso…, eso es todo —murmuró Mateo con la mente confusa—. Gracias…, Pukah…
—Gracias a ti, señ… señora —puntualizó el djinn saludando y esfumándose al instante, como si la noche lo hubiera absorbido a través de la abertura de la tienda.
Mateo se quedó mirando asombrado, sin comprender, hacia el lugar donde un instante antes se elevaba el djinn.
—Tal vez estoy loco, después de todo —musitó, llevándose una mano a la cabeza—. Esto no es real. No puede estar sucediendo de verdad. Todo es parte de un sueño y pronto despertaré…
Había alguien más fuera de su tienda. Mateo oyó un repiqueteo de joyas y un rozar de seda, y hasta su nariz llegó un repentino dulzor de perfume.