La voluntad del dios errante (42 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

—¡Agárrate fuerte! —ordenó Khardan.

Por un instante, él se preguntó si lo obedecería o no. Si no lo hacía, estaba perdida, ya que el califa no podía, al mismo tiempo, sujetarla y guiar su caballo a través de la enfurecida masa.

—¡Despierta, condenada!

Khardan estaba luchando por mantener el caballo en pie en medio de la asediante muchedumbre, y no tenía mucha idea de lo que estaba diciendo. Mientras lanzaba patadas y ondeaba su arma contra aquellos que intentaban agarrar la brida de su caballo, el califa sólo sabía que salvar a aquella joven se había vuelto de pronto algo extremadamente importante para él, un símbolo de su victoria sobre aquellos perversos ciudadanos.

—¡Vuelve a la vida! —gritó—. ¡Nada es tan malo!

Tal vez fueron sus palabras, o tal vez fue el miedo físico a caerse del encabritado caballo, pero Khardan sintió de pronto sus brazos ceñirse en torno a él. Algo sorprendido por su fuerza, poco común en una mujer, Khardan no tuvo tiempo de pararse a pensar en ello. Un grupo de
goums
a caballo, pertenecientes a uno de los traficantes de esclavos, estaba tratando de abrirse camino a través de la multitud en pos de Khardan.

A una voz enérgica de su amo, el caballo de Khardan se empinó sobre sus patas traseras lanzando terribles coces a su alrededor. La turba se dispersó; unos cuantos cayeron al suelo y la sangre fluyó de más de una cabeza rota. Al ver a sus compañeros caer, los demás compradores salieron corriendo. Los
goums
y sus caballos se encontraron de pronto atascados entre una masa de gente que se arremolinaba en derredor presa del pánico.

Con gesto triunfante, Khardan salió al galope del mercado de esclavos justo en el momento en que algunos de los
goums
del mercader lograban abrirse camino hacia él. De camino a donde esperaba su hermano, Khardan pasó por delante de un palanquín blanco.

A la vista de éste, la mujer que montaba tras él emitió un pequeño grito sofocado, casi inaudible, y sus brazos se aferraron con más fuerza en torno a Khardan. Al mirar abajo, el califa vio una esbelta mano que sostenía parcialmente abierta la cortina mientras un rostro de hombre miraba a través de ella. Sus ojos, malévolos y crueles, atravesaron a Khardan como el frío acero.

Sintiendo su alma helada, Khardan no pudo retirar la mirada. De hecho, detuvo su caballo y se quedó mirando unos instantes al hombre del palanquín con morbosa fascinación. El silbido de una espada cerca de su cabeza lo hizo volver en sí. Girando con rapidez, asestó al
goum
un golpe en la barbilla con la empuñadura de su espada, que lo hizo caer del caballo. Pero los otros
goums
se hallaban ya tras sus talones y eran demasiados para luchar.

—¡Vamos a correr de firme! —gritó a la mujer—. ¡Agárrate!

Golpeando con sus botas en los flancos de su caballo, Khardan puso a éste al galope. La calle estaba vacía ahora, pues la gente había huido en busca de un lugar más seguro. Al verse en el espacio abierto de nuevo, el caballo del desierto se lanzó a la carrera con la velocidad del viento, que era su gran señor. Khardan aventuró una mirada atrás, a su protegida. Con su pelo rojo ondeando tras ella como una bandera de fuego, la mujer se agarraba a él con todo su ser ahora; la cabeza apretada contra la espalda de Khardan, se asía a él con la fuerza del pánico hasta casi exprimirle el aire de los pulmones.

Los
goums
los seguían de cerca. El caballo de Khardan, estimulado por la furia de la carrera y los gritos de animación de los akares, que esperaban en el otro extremo, liberó toda su energía. Pocos caballos en la tribu podían mantener el ritmo del semental de Khardan. Uno por uno, los
goums
se fueron quedando atrás, sacudiendo sus puños amenazadoramente y voceando maldiciones.

Embriagados por el peligro y la excitación, los
spahis
salieron al encuentro de su líder y cabalgaron a su alrededor el resto del trayecto, gritando y chillando y dándole palmadas en la espalda. Engalanados con rollos de seda y algodón robados, con sus alforjas infladas de joyas hurtadas y sus fajines abultados de armas recién apropiadas, los nómadas llevaban además enormes sacos de harina y arroz rapiñados atravesados sobre las monturas.

Los soldados del amir se hallaban a la vista ahora, pero su avance a través de los tenderetes del bazar se veía entorpecido por la destrucción que los
spahis
habían dejado tras de sí.

Reuniendo a sus hombres en torno a él, Khardan se dirigió a toda prisa hacia las puertas de la ciudad, que estaban abiertas de par en par para permitir la entrada de una larga caravana de camellos.

El último edificio por el que pasaron los
spahis
fue el templo de Quar. Dando la vuelta a su caballo, y sin preocuparse de los soldados que acortaban distancia con rapidez, Khardan lo condujo hasta la escalinata del templo.

—¡Así es como nosotros rendimos homenaje a Quar! —gritó.

Levantando el sable que había arrebatado al guardia del amir, lo lanzó contra una de sus invalorables ventanas. La vidriera, que había sido hecha con la imagen de una cabeza de carnero dorada, cayó convertida en mil añicos chisporroteantes. Los sacerdotes menores salieron del templo dando gritos, agitando sus puños o cogiéndose las manos.

Volviéndose, el caballo de Khardan salvó la escalinata de un salto. El califa y sus
spahis
salieron como un torbellino por las puertas de la ciudad, arrollando a los pocos guardias que hicieron un dubitativo intento de detenerlos.

Una vez fuera del alcance de las flechas, aunque todavía con la ciudad a la vista, Khardan dio orden de detenerse.

—¡Algunos de vosotros, que reúnan a los caballos! —ordenó—. ¡Aseguraos de que están todos! ¡No quiero dejar nada para esos cerdos!

—¿Vendrán los soldados tras nosotros? —preguntó Saiyad.

—¿Esos hombres de ciudad? ¿Meterse en el desierto? Ja! —se rió Khardan—. Escucha, amigo mío, toma a esta chica, ¿quieres?

—¡Con mucho gusto, mi califa!

Con una sonrisa de oreja a oreja, Saiyad cogió a la joven esclava pelirroja y la trasladó a su propio caballo.

Acercándose hasta Áchmed, Khardan extendió sus brazos a la hija del sultán.

—¿Quieres cabalgar conmigo, mi señora? —preguntó.

—Sí —dijo Meryem en voz baja, ruborizándose cuando Khardan la levantó en sus brazos.

Lanzando un último grito de triunfo y desafío a las murallas de la ciudad, los
spahis
dieron la vuelta a sus caballos y se alejaron a toda velocidad, adentrándose en el desierto, con sus negros atuendos agitándose en torno a ellos.

En las puertas de la ciudad, el capitán de los soldados contemplaba, sentado en su caballo, la marcha de los nómadas mientras sus hombres esperaban formados en silenciosas filas tras él. El líder de los
goums
discutía violentamente con él, señalando a los
spahis
que se alejaban con gran rapidez y profiriendo insultos y protestas a pleno pulmón. Pero el capitán, sacudiendo la cabeza, se limitó a dar la vuelta a su caballo y se encaminó de nuevo hacia palacio, con sus hombres cabalgando tras él.

En el palacio, el amir y el imán contemplaban, desde el balcón que daba al jardín de recreo, cómo los sirvientes colocaban al eunuco herido sobre una camilla.

—Todo salió tal como planeaste —dijo el imán. (El sacerdote no estaba al corriente todavía de la profanación cometida en su templo ya que, de ser así, no se habría mostrado tan conciliatorio.)

El amir, detectando una nota de reticencia en el reconocimiento de Feisal, sonrió para sus adentros. Hacia afuera, su rostro conservaba su severa calma militar.

—Naturalmente —dijo, encogiéndose de hombros—. Aunque, por un momento, pensé que íbamos a capturar por accidente a ese arrogante cachorro. Me preguntaba si tendría que cogerlo y lanzarlo yo mismo al jardín, pero por fortuna siguió mi indicación acerca de los tabiques.

—Se ha metido la víbora en su pechera —dijo el imán en voz baja—. ¿Estás seguro de sus colmillos?

El amir lanzó una mirada irritada a Feisal.

—Me llegan a cansar todas tus dudas, imán. Mi esposa escogió personalmente a la muchacha de entre mis concubinas. Sí, estoy seguro de ella. Meryem es ambiciosa y, si tiene éxito, le he prometido tomarla como esposa. No debería haber ningún problema. Esos nómadas, con toda su fanfarronería, son tan ingenuos como niños. Meryem es diestra en su arte… —el amir hizo una pausa, levantando sus cejas—. Es diestra en muchas artes, de hecho, de las cuales el de dar placer no es la menos importante. El joven encontrará eso muy interesante.

Entonces se volvió y miró hacia el desierto por encima de las murallas de la ciudad.

—Disfruta bien de tus noches,
kafir
—murmuró Qannadi—. Si los informes de que vuestras tribus se han unido son verdad, dichas noches están contadas. No puedo permitir que ni tú ni tu dios obstruyáis nuestro camino hacia el progreso.

Capítulo 8

Aunque verdaderamente creía que los soldados del amir no iban a ser tan estúpidos como para perseguirlos, el califa juzgó conveniente cabalgar hacia casa con toda la prisa posible. No era miedo del amir lo que lo impulsaba a ello. Era el recuerdo del rostro cruel que había visto en el palanquín. Había más que una amenaza de venganza en aquellos malévolos ojos: había una promesa. Khardan se vio a sí mismo despertándose sobresaltado en medio de la noche, bañado en sudor frío, con la sensación de que algo se arrastraba dentro de él.

Dormiría mejor en su propia tierra, y sabía además que sus hombres estaban tan ansiosos por volver a casa como él. Ninguno se quejó por cabalgar durante toda la noche y las horas frías del día, cambiando a menudo de caballo para evitar que los animales se agotasen. Comían en sus sillas y se las apañaban para echar unas pocas horas de sueño refugiados en la arena, como los animales, y con las riendas de los caballos atadas a sus muñecas. Los
spahis
estaban de buen ánimo, mucho mejor que si todo hubiese marchado con normalidad, pues nada les apasionaba más que un buen saqueo. Aquellos momentos los recordarían toda su vida, y ya los estaban reviviendo, amenizando la travesía con repetidos relatos de su victoria en la ciudad de Kich, relatos que se iban expandiendo como la masa de pan con la levadura de su entusiasmo.

En un principio, Khardan guardaba silencio durante estas sesiones, dándoles vueltas en la cabeza a ciertas preguntas inquietantes que lo atormentaban como si se tratase de espinas clavadas en su carne. ¿Qué había querido decir el amir con que Quar les había advertido de la llegada de los akares? ¿De dónde habían sacado la idea de que los akares venían a espiar la ciudad con intención de conquistarla? Jamás se le ocurriría una locura como ésa al jeque Majiid… ni a ninguno de los jeques del desierto, vaya. No sólo sabían de sobra que sería temerario en extremo atacar a una fortificación tan importante como la amurallada Kich sino… ¿para qué, en el nombre de Sul, iba a querer nadie semejante lugar, de todas maneras?

Después estaba el hombre de ojos crueles del palanquín. Era evidente que se trataba de un traficante de esclavos, pero ¿quién era y de dónde venía? Khardan se encontró de pronto enojosamente obsesionado por el recuerdo de aquel hombre, y trató de averiguar más acerca de él durante los escasos momentos en que podía hablar con la mujer esclava que había rescatado.

Pero la mujer no resultó ser de ayuda alguna. Silenciosa y evasiva, se mantenía al margen de todos siempre que podía, evitando incluso la compañía de Meryem, quien se habría sentido contenta de tener a otra mujer consigo para llevar a cabo aquellas abluciones privadas vedadas a los ojos de los varones. Tan silenciosa era, nunca hablaba ni contestaba las preguntas que se le hacían, que Khardan empezó a preguntarse si no sería sordomuda.

Saiyad informó al califa de que ella jamás le decía una sola palabra. Comía y bebía lo que le daban, pero jamás tomaba nada por sí misma. Si nadie le hubiese llevado comida, sin duda se habría muerto de hambre. La mirada desesperanzada no había desaparecido de sus ojos; en todo caso, se había intensificado. Se le hizo evidente a Khardan que a aquella mujer lo mismo le habría dado quedarse tendida y morir en la arena que ser mantenida con vida, y más de una vez se preguntaba qué cosa tan terrible le habría sucedido. Al recordar la mirada fría y cruel en los ojos de aquel hombre en el mercado de esclavos, Khardan pensó que no necesitaba buscar más lejos para encontrar la respuesta.

Por fin, cuando, con el paso de los días, los akares se acercaban ya a su tierra dejando bien atrás la ciudad con sus murallas, su ruido y su hedor, el ánimo del califa se elevó. Entonces, no sólo empezó a escuchar con disfrute las historias de sus hombres, sino que él contó las suyas también, explicando con fervor paternal el coraje que su hermano menor había mostrado en la escapada de palacio, hasta que las orejas de Achmed quedaron rojas de azorada satisfacción. Los hombres escuchaban con admiración mientras Khardan relataba, con la debida modestia, el descubrimiento y rescate de la hija del sultán, animando su narración con satíricas imitaciones de los agudos chillidos de los eunucos que hicieron a los hombres prorrumpir en una lluvia de carcajadas.

La hija del sultán era otra de las razones de la mejora del ánimo del califa. Fiel a su palabra, Khardan la trataba con el respeto y la reverencia que habría dedicado a su propia madre. Incluso le ofreció un caballo para ella si deseaba montar sola —algo totalmente inusitado—, pero ella rehusó con timidez, diciendo que no sabía nada de estos animales y la aterraba la idea. Prefería continuar cabalgando con él, si no era demasiada carga.

¡Demasiada carga! El corazón de Khardan cantaba como el viento entre las dunas mientras galopaba sobre las arenas con la preciosa criatura agarrada a él, con sus manos cogidas por delante de su pecho y la cabeza recostada sobre su espalda cuando se sentía cansada. Él no sabía de qué arte se valía ella para que ni la más extenuante cabalgada mermara en absoluto su belleza. Él y los otros olían a sudor y caballo; ella olía a rosa y azahar. Iba cuidadosamente tapada con un velo y su blanco cuerpo cubierto por completo para protegerse del sol y de las miradas de los hombres. Rara vez levantaba sus azules ojos cuando se hallaba en presencia de hombres, manteniéndolos siempre bajados como se consideraba apropiado en una mujer, con sus largos y negros párpados rozándole suavemente las mejillas.

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