—Es una cosa de poca importancia…, un ligero inconveniente —dijo Quar—. Pero es tal la delicadeza de mi naturaleza que estos pequeños disgustos me preocupan de manera indebida. ¿Puedo descansar tranquilo, pues, con la seguridad de que este asunto está en tus capaces manos, mi leal sirviente?
—Considera al escorpión despojado de su aguijón, o a la araña aplastada, Magnificencia —respondió el
'efreet
dejándose caer de rodillas y arqueándose tanto que la parte frontal de su turbante tocó la alfombra.
—Mmmm.
Quar picó de mala gana los encarnados granos de la granada, deshaciéndolos uno a uno entre sus dientes. Escorpiones y arañas. Exactamente lo que había estado pensando. No le gustaba que Kaug penetrara en su mente y se preguntó, no por vez primera, cuánto podía llegar a conocer el
'efreet
de sus íntimos pensamientos, ya que éste crecía en fuerza y poder.
—¿Desea mi Señor alguna cosa más?
—Información. El asesinato de esos miserables sacerdotes de Promenthas…
—¡Ah! —exclamó Kaug frunciendo el entrecejo.
—¿Qué sucede?
—Sabía que una acción tan violenta te disgustaría, Señor, y por ello me he esforzado por averiguar cuanto he podido. Por desgracia, una nube oscura flota sobre aquellos que la perpetraron entorpeciendo mi visión.
Los ojos de Quar se estrecharon.
—¿Una nube oscura? ¿Qué significa eso?
—No lo sé, efendi.
—Tal vez sea algún truco de Promenthas. Todos los fieles están muertos, ¿no?
—Por cuanto yo sé…
—Los seguidores de Promenthas están muertos, ¿si o no, Kaug? —repitió Quar marcando con suavidad cada palabra.
El acorralado
'efreet
, incapaz de responder, se encogió en el suelo ante su Señor, con la espalda encorvada y su enorme cuerpo temblando.
¿Sincera postración? ¿O una gran interpretación?
—Muy bien, si no lo sabes, no lo sabes. Puedes irte —dijo Quar con un gesto negligente de su ensortijada mano.
—¿No está enojado mi Señor?
—No, no —dijo el dios ocultando apenas un bostezo tras unos dedos cubiertos de azúcar—. Mi tiempo es demasiado valioso para malgastarlo en tales trivialidades. Supongo que, en tus manos, todo quedará arreglado de un modo satisfactorio.
—Me siento honrado por tu confianza, mi Señor, y bendecido por tu paciencia ante mis deficiencias —dijo el
'efreet
inclinándose de nuevo con humildad y agradecimiento.
Quar no respondió. Reclinándose en su diván, cerró los ojos como si durmiese. En realidad, acababa de abandonar el cuerpo humano y estaba vigilando a Kaug con ojos invisibles, haciendo un cuidadoso escrutinio del
'efreet
, buscando en él indicios de suficiencia, presunción o convicción íntima de que aquel asunto de Akhran y los sacerdotes constituía una amenaza mayor de cuanto su Señor daba a entender. Pero sólo pudo ver seria y concienzuda devoción en el inmenso rostro de Kaug.
Regresando a su cuerpo, Quar parpadeó, bostezó y se frotó los ojos soñoliento.
—¿Hay algo más que pueda hacer por ti, oh Devoto Señor?
—No. Prosigue con tus tareas.
Inclinándose de nuevo, la gigantesca forma del
'efreet
se disolvió hasta convertirse en una nube de humo que, tras girar en espiral alrededor del gong durante unos instantes, desapareció de repente absorbida por el metal.
Una vez solo, Quar se levantó del diván. El perfume llenaba el aire a su alrededor. Sus pesados hábitos de brocado se arrastraban sobre la alfombra. Con las manos detrás de la espalda y la cabeza inclinada, comenzó a pasearse por el pequeño espacio que quedaba libre en aquella habitación cargada de sillas de madera labrada, mesas, divanes, enormes vasijas de porcelana, candelabros con gruesos cirios de cera de abeja, pipas, recipientes de oro y árboles en flor. De aquí para allá estuvo caminando, no con el caminar nervioso de quien se halla indeciso o con la mente inquieta, sino con aquel de quien recorre kilómetros y kilómetros con su pensamiento, en una travesía mental por desiertos y ciudades para hacer nuevos planes y refinar otros viejos.
Al cabo de una hora de pasear, merodeando todavía junto a la mesa negra lacada situada en el centro de la estancia, Quar estiró la mano para acariciar con suavidad el gong, mientras una ligera sonrisa se dibujaba en sus labios. Sus planes estaban tomando forma en su cabeza, del mismo modo en que el
'efreet
tomaba forma en torno al gong.
El emperador, fiel seguidor de Quar, recibiría enseguida instrucciones de actuar para asegurar la posición de su dios en el sur de Sardish Jardan. Una vez conquistadas, las tierras sureñas de Bas proporcionarían riquezas y mano de obra esclava para completar la construcción de la gran flota del emperador. En el nombre de Quar, éste navegaría hacia el oeste, a través del océano, con el objetivo de atacar al continente de Tirish Aranth —la fortaleza de Promenthas—, cargado de oro y densamente poblado.
La guerra del cielo se extendería al mundo terreno.
Jihad
.
Cuando los dioses decidieron que había que liberar a los inmortales de su aburrida tarea de guardar los Reinos de los Muertos y asignarles la más interesante —aunque a veces más agotadora— tarea de entremezclarse con los mortales, a cada dios se le concedió un número igual de seres inmortales para servirle. Dicho número crecía o disminuía según que el poder del dios en el mundo aumentase o menguase. El orden de categorías entre los inmortales, por tanto, solía basarse en la edad. Los inmortales mayores y más sabios ocupaban los papeles más importantes. Los inmortales jóvenes desempeñaban las tareas de menor importancia: por lo general, la de trabajar en estrecho contacto con los humanos.
Por desgracia, los jóvenes inmortales, al pasar buena parte de su vida en el plano mortal y hallarse profundamente involucrados en los asuntos humanos, tendían con el paso de los siglos a adoptar características de los mortales, sobre todo sus debilidades.
Los ángeles de Promenthas estaban organizados en una estricta jerarquía, tal como hemos dicho. Los ángeles guardianes eran los más jóvenes y de menor rango, y los seguían, en sentido ascendente, los arcángeles, serafines y querubines. Cada ángel tenía asignada su propia tarea así como su correspondiente superior. Sólo en casos de gran emergencia o desastre —como el del asesinato de sus fíeles— invitaba Promenthas a un ángel a informarle directamente. Otros dioses no eran tan estrictos y organizaban a sus inmortales con mayor libertad, según convenía a sus necesidades. Y también había, por supuesto, quienes, como Akhran, el dios Errante, prescindían de toda disciplina o estructura.
Esta falta de organización condujo, en un principio, a mucha confusión entre los inmortales de Akhran. Cada uno de ellos estaba constantemente tratando de ponerse en el camino del otro. Algunas tribus tenían exceso de djinn, mientras que otras no tenían ninguno. Los
'efreets
luchaban entre si, desencadenando violentas tempestades que, en algunas ocasiones, habían estado a punto de borrar a los seguidores de Akhran de la faz del planeta.
Todo esto se había hecho llegar a la atención de Akhran…, cuando se lo podía encontrar. Nada hizo éste de útil, sin embargo, aparte de fruncir el entrecejo irritado por ser molestado y cortar unas cuantas cabezas para que sirviera de escarmiento. Viendo que el dios no se tomaba interés alguno por ellos, y atemorizados por sus cabezas, los inmortales de Akhran intentaron formar algún tipo de organización.
Ésta resultó tan bien como podía esperarse. Los poderosos
'efreets
exigieron el control de las salvajes y desbocadas fuerzas de la tormenta, el volcán y el terremoto, el cual les fue concedido sin discusión. Los djinn mayores se negaron a tener nada que ver con los humanos, ya que este oneroso deber requería que uno viviera en el plano mortal, sujeto siempre a los caprichos de los hombres y atados a un objeto material. Esto era para ellos un modo humillante de vivir su eternidad. Escogieron, por tanto, permanecer en el plano inmortal y enviar a los djinn jóvenes a ocuparse del trabajo sucio.
Los jóvenes djinn no pusieron muchos reparos a esto, ya que la mayoría de ellos disfrutaba del excitante y siempre caótico mundo de los humanos. Pero los mayores también hicieron otra cosa que disgustó profundamente a sus menores. Con el fin de amenizar sus noches de eternidad, decidieron mantener consigo a las djinniyeh —las djinn femeninas— en el plano inmortal. Como bien puede imaginarse, esto enfadó a los más jóvenes llegando casi a ocasionar una guerra abierta. La rebelión, sin embargo, se quedó en la nada. Cada uno de los rebeldes sintió la afilada hoja de la espada de Akhran en su garganta y mansamente, aunque con reticencia, se retractó.
Atendidos por las hermosas djinniyeh, los djinn mayores vivieron em medio de un esplendor celestial, llevando a cabo tareas tales como distribuir a sus hermanos inferiores entre los mortales, escuchar las disputas habidas entre los djinn y considerar las quejas de los mortales acerca de aquéllos. Los jóvenes djinn (o algún djinn mayor que hubiese tenido la desgracia de cruzarse con un semejante poderoso) fueron enviados al mundo de los humanos, cada uno encerrado dentro de un objeto material hecho por manos mortales, como podía ser una lámpara, un anillo o una botella. Esto ligaba al djinn al plano mortal y hacía imposible que sobreviviera durante mucho tiempo fuera de él.
Por supuesto, existía siempre la posibilidad de ascender del reino mortal al inmortal, y los jóvenes djinn estaban siempre al acecho de una oportunidad para llevar a cabo algún milagro que atrajera la atención de Akhran. Como recompensa, el dios elevaría al djinn desde su humilde lámpara en una yurta de pastores hasta una vivienda entre las nubes, con la compañía de las djinniyeh para satisfacer cada una de sus necesidades y deseos.
Vivir lujosamente, arrullado entre los brazos de una djinniyeh, era el sueño de todo djinn; y es que, si alguna debilidad humana subyugaba a los djinn por encima de todas las demás, era el amor. Las intrigas y citas secretas entre djinn inferiores y las djinniyeh del plano superior eran bastante comunes; en particular entre djinniyeh jóvenes y hermosas de un djinn mayor cuyos deleites nocturnos se reducían a una palmada en un trasero bien redondeado y a quedarse dormido con la cabeza apoyada en un pecho perfumado.
Un djinn en particular había alcanzado gran notoriedad por sus asuntos del corazón. Fuerte y bien parecido, tan valiente e intrépido como su jeque, Sond era visto a menudo escalando las murallas de los palacios de las nubes, deslizándose entre las sombras de la noche hasta jardines ricamente perfumados y susurrando palabras de amor a alguna bella djinniyeh que se estremecía en sus robustos brazos y le rogaba que no despertase a su señor.
Durante mucho tiempo, sin embargo, Sond había evitado caer víctima del amor. Tenía un ojo andariego y un gusto variado. Sus conquistas entre las djinniyeh eran numerosas y siempre escapaba ileso de ellas. Pero, como ocurre a todo galante guerrero, él también terminó siendo vencido en el campo de batalla. El arma que lo redujo no fue ni una espada ni una flecha, sino algo infinitamente más doloroso y penetrante: un par de ojos violetas. Unos labios rojos y sensuales infligieron en Sond heridas demasiado profundas para poderse sanar. Unos pechos suaves y blancos, apretados contra su carne, lo obligaron a implorar una entrega incondicional.
Ya los eucaliptos de otros jardines de las nubes habían dejado de ver a Sond, y otras djinniyeh esperaban y suspiraban en vano por su amante.
El nombre de ella era Nedjma, que significa «la estrella», y ella era en verdad la luz de su corazón, su alma, su vida.
En aquella noche en particular, el señor de Nedjma, un anciano djinn que recordaba (o se empeñaba en que así era) la creación del mundo, llevaba en su lecho de cojines de seda bastante más de una hora. Su favorita del momento estaba con él, condenada a pasar una aburrida noche escuchando los ronquidos del viejo djinn. El resto de las djinniyeh permanecían en el serrallo charlando y cotilleando, jugando a juegos de azar o, si tenían un poco de suerte, escabullándose en busca de juegos de amor más excitantes.
Nedjma salió a tomar un poco de aire fresco, o al menos eso es lo que ella dijo a los guardias. Alguien habría podido encontrar extraño que no pudiera obtenerse nada de aire fresco cerca del palacio sino sólo en la parte más oscura del jardín que se hallaba más lejos de los aposentos del señor. Allí, en aquel lugar solitario, un estanque tan profundo como los ojos de Nedjma reflejaba la luz de las estrellas y de la luna llena mientras que la fragancia del eucalipto impregnaba la suave brisa de la noche y se mezclaba con el perfume de las rosas y el azahar.
Nedjma echó una cuidadosa mirada a su alrededor; sin esperar ver a nadie en realidad, ya que nadie venía nunca a este lugar. Tras asegurarse de que estaba sola (no sin cierta decepción, tal vez), se sentó grácilmente sobre el borde de mármol del estanque. Inclinándose hacia éste, arrastró ociosamente su mano en el agua, provocando al instante la frenética estampida de los peces de colores que nadaban en ella.
Ella era una visión tan hermosa como la noche misma. Unos pantalones hechos de gasa de seda tejida tan fina como una telaraña cubrían las curvas de sus bien formadas piernas. El diáfano tejido iba sujeto a su cintura mediante un ceñidor adornado con joyas, dejando desnudo un diafragma tan blanco como el nácar. Sus pequeños pies, con las uñas coloreadas con
henna
, estaban adornados con joyas. Llevaba su abundante cabello de color de miel recogido en una larga trenza, y su rostro encantador se entreveía bajo los suaves pliegues de un velo salpicado de bordaduras de oro.
Absorta por entero en la contemplación del agua, los peces, o, tal vez, su propia mano adornada de piedras preciosas, Nedjma no tenía la menor conciencia del hecho de que, cuando se inclinaba sobre la superficie del estanque, los pechos que asomaban del apretado corpiño eran una incitación, sus suaves labios una tentación y su voz, mientras cantaba dulcemente para sí misma (o tal vez a los peces), una invitación.
Creyendo que se encontraba sola, tuvo un gran sobresalto al oír un ligero susurro entre las gardenias, cerca de la muralla que rodeaba el jardín. Levantando la cabeza, miró a su alrededor presa de gran confusión, con las mejillas ruborizadas y un temblor en todo el cuerpo.