—Ah, estoy de acuerdo. Pero, como reza el proverbio, es difícil derrotar al hombre que posee un gran bastón.
—Cierto —suspiró Sond—. Los aranes sobrepasan a mi gente en dos a uno y sus
mehari
son más rápidos que el viento. Esos veloces camellos son famosos hasta en Khandar.
—¿Por qué soñar con camellos? Podríamos soñar también con alfombras voladoras que, por cierto, fue una de las peticiones de mi ama, si me quieres creer. Yo le dije que enviar alfombras volando por los cielos estaba muy bien para las leyendas y cuentos tradicionales, pero que no eran en absoluto prácticas cuando se trataba de la realidad.
»“¿Qué harías si te encontrases con un
'efreet
tormentoso?”, le pregunté yo. “Un soplo suyo e irías a parar en medio de los paganos, en el otro extremo del mundo. Y no hay manera de controlar esos tontos objetos. Tienen una decidida propensión a ponerse boca abajo. ¿Y sabías que, si vuelas demasiado alto, tu nariz empieza a sangrar?
Eso
es algo que nunca mencionan en esas estúpidas historias. Por no hablar de la energía misma que interviene en levantar a uno del suelo y mantenerlo en alto.” No, ya le dije que era imposible.
—¿Y qué hizo ella?
—Echó abajo la tienda, encima de mí. Y, ¿ves esta marca? —Usti exhibió un cardenal en su frente.
—Sí.
—Una sartén de hierro. Todavía resuenan mis oídos. Y ahora, sólo porque me negué a alfombrar el cielo, mi señora me ha ordenado sugerirle una solución mejor o, de lo contrario, me amenaza con arrojar la próxima vez mi brasero a las arenas movedizas. ¡No pude pegar ojo, aquella noche! ¡Oh! ¿Por qué se me obligaría a entrar en todo esto? —se quejó Usti mirando con gesto suplicante a los cielos—. ¡Soy el más desgraciado de todos los djinn! Si aquel
nesnas
no hubiese capturado y matado a mi pobre amo, haciéndome a mí luego prisionero, ahora no estaría en deuda con Fedj por haberme rescatado, ni estaría tampoco en las garras de esta mujer salvaje, antes que la cual, y considerándolo bien, ¡creo que prefiero al
nesnas
!
Hundiendo su enturbantada cabeza entre las manos, Usti gimió con desconsuelo.
—Y, sin embargo —dijo Sond con cautela—, si
hubiese
alguna manera de contentar a tu ama…
Usti dejó de gimotear y, abriendo un ojo, miró a Sond por entre los dedos.
—¿Sí? ¿Has dicho una manera de contentar a mi ama? Continúa.
—No estoy seguro de si debo —dijo Sond tras unos momentos de profunda reflexión—. Después de todo, tú eres el enemigo de mi amo.
—¡Enemigo! —exclamó Usti extendiendo sus manos—. ¿Es éste el cuerpo de un enemigo? ¡No! ¡Es el cuerpo de uno que sólo desea disfrutar de un buen sueño nocturno! ¡Tomar una comida mientras está caliente! ¡Encontrar su mobiliario en el suelo y no en el techo!
—¡Ah, me rompes el corazón! —dijo Sond poniéndose la mano en el pecho—. Siento de verdad lo que estás pasando, y en verdad tienes mal aspecto.
—¿Mal aspecto? —se lamentó Usti con sus ojos inundados de lágrimas—. ¡Si supieras tan sólo la mitad! ¡Ésta es la primera comida sólida que he podido digerir en días! ¡Pronto no seré más que piel y huesos! —dijo juntando las manos en actitud de súplica—. Si tienes alguna idea que sirva para poner fin a las rabietas de mi ama, ¡yo estaría eternamente en deuda contigo! ¡Puedes estar tranquilo, dejaré que te lleves todo el mérito!
—¡No, no! —se apresuró a contestar Sond—. Ésta ha de ser idea
tuya
. Todo el mérito te pertenecerá a ti —y, estirando el brazo, dio un apretón en la mano de Usti—. Mi recompensa será ver cómo un hermano djinn recupera una vez más su bienestar y felicidad.
—¡Eres amable, amigo mío! ¡Muy amable! —lloriqueó Usti; sus lágrimas se perdieron en los pliegues de sus papadas—. Y ahora, ¿cuál es la idea?
—Sugiere a Zohra que su gente robe los caballos.
Los ojos de Usti casi saltaron de sus órbitas. Las lágrimas cesaron.
—¿Robar?
—Es justo, después de todo. Mi gente les ha robado a ellos durante años. Ahora los hranas tienen una oportunidad de resarcirse. El jeque Jaafar, padre de Zohra, estará contento. Zohra estará contenta. Y, lo que es más, ¡te estará agradecida por sugerirle algo tan brillante! ¡Hará de tu vida un paraíso! Nada será demasiado bueno para ti.
—Perdona mi ignorancia, amigo mío —dijo Usti con precaución—. Yo no sé mucho de tu gente, al no haber vivido demasiado tiempo con ellos, pero me da la impresión, y no quiero ser irrespetuoso, de que los akares son… por decirlo así… bastante volubles. ¿No crees que ese robo sugerido les puede… eeh… molestar?
—Mi señor estará enfadado uno o dos días, pero, al final, respetará a los hranas por mostrar cierto coraje. Y el sol se convertirá en una bola de hielo —añadió Sond en un susurró casi inaudible.
—¿Qué has dicho? —preguntó Usti ahuecando la mano detrás de la oreja—. Es… la vibración en mi cabeza…, la sartén, ya sabes.
—Digo que a mi amo le parecerá todo estupendo. De hecho —continuó Sond llevado por el entusiasmo—, este acontecimiento podría muy bien solidificar la amistad entre nuestras dos tribus. Proporcionará a los hranas los ca-ballos que necesitan, y ellos estarán contentos. Mostrará a los akares que los hranas son valientes y atrevidos. Mi gente estará contenta. ¡Y todo gracias a ti, Usti!
Hazrat
Akhran sin duda te recompensará como te mereces.
—Mi propia vivienda, pequeñita, entre las nubes —dijo Usti mirando con añoranza hacia el techo de la lámpara—. Una morada sencilla. No más de ochenta habitaciones, noventa, con las de fuera. Un precioso jardín. Algunas djinniyeh para rascarme la espalda donde yo no pueda alcanzar, frotarme las sienes con agua de rosas cuando me duela la cabeza, cantarme con dulzura…
Absorto en su sueño, Usti no se dio cuenta de que, ante su comentario sobre las djinniyeh, su anfitrión se había puesto extremadamente pálido.
—No será más que lo que mereces, amigo mío —dijo Sond, con un tono bastante más duro de lo que pretendía. Aclarándose la garganta, añadió—: Y bien, ¿lo harás?
—¡Lo haré! —contestó Usti con súbita resolución—. ¿Estás seguro, amigo mío —añadió con cautela—, de que no exigirás, quiero decir, aceptarás, ninguna parte del mérito?
—¡No, no! —dijo Sond con énfasis—. Te ruego que me dejes al margen del asunto. Sin duda, a alguien tan sabio como tú se le habría ocurrido antes o después esta idea.
—Ah, eso es verdad —dijo Usti con seriedad—. De hecho, lo tenía en la punta de la lengua cuando me lo has sugerido.
—¿Ves? ¡Pues claro! —dijo Sond dando una palmada en la gran espalda de su amigo.
—Yo… habría hablado antes de ello —prosiguió Usti—, de no ser porque estaba bebiendo este delicioso café y temía ofenderte si dejaba la taza sobre la mesa.
—Y, viéndote tan agradablemente ocupado, Akhran sin duda ha hecho que tu pensamiento volara hasta mi boca, haciendo salir tus palabras de mi garganta. Me siento honrado —dijo el djinn inclinándose desde la cintura— de haberte servido de recipiente.
Con una cálida sonrisa, Sond se recostó sobre un codo entre sus cojines y pasó el plato de fruta confitada a su invitado.
—¿Otro higo?
«¿Otro higo?», imitó hábilmente una desdeñosa voz fuera de la lámpara, una voz tan baja que ninguno de los dos comensales que dialogaban en su interior la oyó.
Un djinn no puede entrar en la morada de otro djinn a menos que reciba una invitación, pero sí puede escuchar conversaciones sostenidas dentro de ella a menos que el dueño de la vivienda tome precauciones para protegerse a sí mismo. Preocupado hasta la desesperación, Sond estaba tan concentrado en seducir a Usti que descuidadamente olvidó colocar el sello mágico en torno a su lámpara. Pukah estaba en la tienda de Majiid, con su oreja encima del pitorro de la lámpara. Había estado allí, invisible, escuchando cada palabra que se había dicho durante la última hora, y ahora el joven djinn se hallaba en un estado de excitación indescriptible.
Habiendo recibido órdenes de su amo de que vigilase las idas y venidas de Zohra, Pukah enseguida había notado la repentina desaparición de Usti, un hecho nada habitual. Jamás se había visto que Usti abandonase voluntariamente su vivienda desde que entrara en posesión de Zohra. Temiendo algún tipo de intriga contra Khardan, Pukah exploró al instante el terreno hasta que descubrió el paradero del gordo djinn en el último lugar donde habría imaginado: ¡divirtiéndose en la lámpara de su enemigo!
¿Qué estaba tramando Sond? Pukah no tenía la menor idea. El sabía que a Sond no le importaba una boñiga de caballo el gordo djinn.
—Si vuelvo a oír otro de esos empalagosos «Usti, amigo mío» salir de tus labios, me voy a partir de risa —dijo Pukah dirigiéndose a la lámpara.
Sin salir de su asombro, escuchó la «casual» sugerencia del robo de los caballos. Pukah sabía, aunque el cabeza hueca de Usti lo ignorase, que el robo de los caballos
no
iba a traer una amistad eterna entre las dos tribus.
—Una sangría eterna es más probable —se dijo con ánimo sombrío.
¿Por qué se arriesgaría Sond a provocar la ira de
hazrat
Akhran sugiriendo tal cosa?
—¡Aun cuando Akhran creyese que es idea de ese ballenato, se va a poner tan rabioso que nos arrojará a todos al mar de Kurdin! Y Sond lo sabe.
Pukah meditó sobre esta cuestión mientras regresaba a su vivienda: una cesta de mimbre que en tiempos había sido empleada por un encantador de serpientes para albergar a su reptil. Era una vivienda inusitada para un djinn. Pukah era muy joven cuando se había encontrado con el encantador de serpientes sentado en la carretera, cerca de Bastine. Fascinado por la serpiente, que balanceaba hipnóticamente su mortífera cabeza al son de la música de su dueño, Pukah se deslizó hasta el interior de la cesta para verla más de cerca. Enseguida fue capturado por el dueño de la serpiente y pasó los veinte años siguientes viajando por las tierras de Sardish Jardan, haciendo toda clase de interesantes trabajos para el encantador de serpientes, quien además era adorador de Benario, Dios de los Ladrones.
Aparte del inconveniente de tener que compartir su habitáculo con la serpiente que, dicho sea de paso, era un ser increíblemente aburrido, Pukah disfrutaba de su vida en la carretera. Llegó a conocer todo tipo de gente, visitó toda clase de ciudades y pueblos y aprendió una diversidad de formas de entrar en casas a las que no había sido invitado. También conoció a todos los inmortales que había entre Bas y Tara-kan.
Hasta que, un día, atraparon a su amo haciendo culto a Benario, no con discreción sino en exceso. El rico comerciante a quien estaba tratando de robar cortó al encantador en pedazos lo bastante pequeños para haber cabido también en su propia cesta. Esto hizo que Pukah y la serpiente tuvieran que arreglárselas solos. El reptil, a cambio de su libertad, le dejó a Pukah la cesta.
Esperando escapar al control de los djinn ancianos de Akhran, quienes enseguida lo habrían asignado a un mortal, Pukah se desplazó con su cesta hasta los
suks
de Kich, con la esperanza de poder elegir allí a su propio humano. En el mercado vio a Badia, la madre de Khardan, y, gustándole su aspecto, fue y plantó su cesta en la grupa de su asno, escondida entre las otras cestas, un viejo truco que le había enseñado su difunto amo, quien a menudo lo empleaba para infiltrarse en casas ricas.
Cuando Badia abrió la cesta, Pukah saltó de ella, la rodeó con sus brazos y le juró servicio eterno por haberlo liberado de su cautividad. El joven djinn fue regalado a Khardan en su duodécimo cumpleaños y, aunque Pukah era mucho más viejo que su amo, se podría decir que ambos crecieron juntos, ya que los djinn deben madurar a la par que sus homólogos mortales.
Por tanto, aunque ahora el uno tenía doscientos años y el otro sólo veinticinco, en el corazón del djinn ardía el mismo anhelo de acción y aventura que en el de su señor. Pukah era tan ambicioso como éste, determinado a subir bien alto en la estima de su dios. Miraba con desprecio a Sond y Fedj. Contentos con sus vidas, los dos maduros djinn no tenían, o al menos así lo creía él, ningún deseo de mejorar su suerte.
—No voy a esperar a volverme viejo y desdentado para tener un palacio —resolvió Pukah—. Y, cuando consiga uno, estará situado aquí, en
este
mundo, y no allá arriba. Además, los mortales son sumamente divertidos.
Todos los brillantes sueños de Pukah se habían esfumado cuando Akhran habló —de verdad habló— a Fedj y Sond, dándoles la orden que poco después haría que dos tribus rivales se unieran a los pies del Tel. Pukah casi se había deshecho de envidia. ¡Lo que habría dado por que el dios Errante le hubiese hablado a él! Y luego había tenido que ver cómo esos dos grandes idiotas de Sond y Fedj (¡debían de tener arena en la cabeza en lugar de sesos!) iban por ahí refunfuñando y quejándose en vez de sacar pleno partido de la situación.
Pero ahora, allí estaba Sond haciendo lo que Pukah habría hecho en su lugar; casi seguro que estaba aprovechando la oportunidad para convertirse en un héroe ante los ojos de
hazrat
Akhran.
—¡Pero sí que lo está haciendo de un modo extraño! —se dijo el joven djinn, paseándose de un lado al otro de su cesta—. ¡No lo entiendo! ¡Usti! ¡Robar caballos! ¿Qué haría yo si estuviese en la lámpara de Sond? ¡Ajá!
El joven djinn chasqueó los dedos. Deteniéndose ante un espejo que colgaba de un lugar prominente en la pared de su cesta, se hizo a sí mismo una exposición del asunto como era su costumbre al no haber tenido, durante largos años, nadie con quien hablar salvo la serpiente.
—Bien, ¿qué es lo que tú habrías hecho, Pukah, si no fueses Pukah sino Sond?
—Bien, ya que me lo preguntas, Pukah, si yo fuese Sond y no Pukah, conseguiría que ese asno de triple papada, Usti, fuese a su ama con ese loco cuento del robo de caballos. Después, yo, Sond, iría a
hazrat
Akhran y diría al dios que me había enterado de que dicho desastre estaba a punto de tener lugar. Rogaría a Akhran que interviniese. Éste así lo haría. La paz se restauraría y yo, Sond, ¡quedaría como un héroe a los ojos de Akhran!
Orgulloso de su plan, Pukah miró con regocijo a su propia imagen en el espejo, la cual le devolvió la misma mirada hasta que ambos cayeron en que eran Pukah, y no Sond.
—Eso —dijo Pukah con tristeza a Pukah— es exactamente lo que yo haría si fuese Sond, ¡el muy cerdo!