—¿Tenemos nosotros la culpa de que Zeid sea un notorio idiota y permita que los caballos se le escurran de entre las manos? Las pobres bestias, vagando perdidas por el desierto, aparecieron en nuestro campamento de las estribaciones y, nosotros, los hranas, movidos por la amabilidad de nuestros corazones y la exhortación de
hazrat
Akhran de que tratemos a sus criaturas con respeto, tomamos los animales; los cuales, nobles criaturas como son, no quisieron que corriéramos con el enorme gasto de alimento y cuidados que requieren sin ofrecernos a cambio sus servicios —Usti tomó aire con urgencia pues se había quedado por completo sin aliento con esta última frase.
—Ya veo —dijo Zohra con gesto pensativo presionando el frío metal del joyero contra su mejilla mientras reflexionaba—. ¿Y cómo voy a convencer a mi padre de los méritos de este plan? Tan honesto y est… como es el hombre, jamás lo permitiría.
—Tu padre, loado sea su nombre, es un hombre anciano. Hay que cuidar que sus últimos días en este mundo sean días de paz y felicidad. Sugiero, por tanto, que no lo molestemos con tan inquietantes cuestiones. Estoy seguro de que hay hombres jóvenes dentro de tu tribu que estarían dispuestos, ansiosos más bien, por tomar parte en semejante aventura, ¿no crees, señora?
Zohra sonrió con fruición. ¡De eso no había duda! La última reyerta a puñal entre las dos tribus había dejado a varios hranas, incluido un primo suyo, sangrando sobre la arena. Los hranas atendían sus heridas y rezaban a Akhran para que les concediese una oportunidad de resarcirse, a la vez que maldecían para sus adentros a Jaafar por impedirles declarar la guerra abierta. Estos jóvenes en-contrarían la incursión muy de su gusto y no tendrían reparos en guardar el secreto ante su jeque.
—¿Cuándo debería llevarse a cabo?
—Dentro de una semana, señora. La luna nos sonreirá aquella noche y la oscuridad cubrirá nuestros movimientos. Eso me dará tiempo, además, para establecer contacto con aquellos que tú sugieras y ponerlos al corriente de nuestro plan.
—Puede que te haya subestimado después de todo, Usti —admitió Zohra con magnanimidad.
—¡La señora es demasiado amable! —dijo Usti arqueándose humildemente ante ella.
Zohra abrió su joyero y tomó asiento en una esquina de la tienda sobre un cojín que había escapado a su ira. Levantando un brazalete de oro con incrustaciones de zafiro, lo deslizó sobre su brazo y lo examinó con atención, admirando el modo en que las piedras preciosas captaban los rayos del sol de mediodía.
—Ahora —ordenó con un gesto lánguido de la mano hacia el caos que había dejado—, ordena este desbarajuste.
—Sí, señora —dijo el djinn lanzando un profundo suspiro.
El este brillaba con un suave color dorado con la proximidad del alba. Al sur del Tel había una nube en el cielo, que cada vez se acercaba más a los campamentos de los akares y los hranas. Era una nube extraña. Se movía con lentitud de sur a norte, viajando contra las corrientes de viento que soplaban de oeste a este. Dos djinn iban recostados sobre aquella nube, descansando cómodamente entre las efímeras nieblas como podrían haberlo hecho en los más confortables cojines del más lujoso diván.
Uno de los djinn era grande, bien constituido y con la piel de color de ébano. Iba ataviado con una túnica dorada e inmensos pendientes de oro que colgaban hasta sus hombros y, alrededor de los brazos, llevaba oro suficiente para rescatar a un sultán; la expresión de su cara era feroz, pues era un djinn guerrero de una tribu guerrera. Sentado junto a él, comiendo higos de una cesta y charlando con animación, iba el activo y esbelto Pukah.
—Sí, Raja, amigo mío. Nuestro dios, el Sagrado Akhran, ordenó que las tribus del jeque Jaafar al Widjar y el jeque Majiid al Fakhar se unieran y vivieran en paz y armonía en el Tel, y que además sellaran esta recién establecida unión mediante el matrimonio de la hija de Jaafar con el hijo de Majiid.
—¿Y se casaron? —bramó Raja.
Tendido boca abajo cuan largo era sobre la nube, éste sostenía una gigantesca cimitarra en el aire, apreciando lo afilado de la hoja a la luz del naciente sol.
—¡Claro que sí! —asintió Pukah con la cabeza—. Puedo decir en verdad que fue una boda que se recordará durante mucho tiempo. Pero, supongo que tu amo habrá oído ya al dios hablar de ello, ¿no?
—No —dijo Raja con una nota peligrosa en su voz—. Mi amo no ha oído nada acerca de este… milagro.
—¡Ah! —suspiró compasivamente Pukah, colocando la mano en el negro brazo de Raja—. Sé lo difícil que debe de ser para ti, amigo mío, servir a tan impío señor. Si al menos el jeque Zeid fuese más atento en su servicio a
haz-rat
Akhran, podría haber sido él el elegido para disfrutar de las bendiciones del dios.
—Nadie sabe las penas que yo padezco a causa de la impiedad de mi señor —aseguró Raja mirando fríamente a Pukah hasta que el joven djinn, con una sonrisa de desaprobación, apartó su mano de aquel enorme y musculoso brazo.
El djinn negro volvió la hoja de su arma de uno y otro lado, observando cómo reflejaba la luz.
—Así que ¿dices que las dos tribus están viviendo juntas a la sombra del Tel? Lo encuentro en verdad notable, considerando que son tan acérrimos enemigos.
—Eran
, mi querido Raja,
eran
acérrimos enemigos —dijo Pukah—. Las heridas del pasado han sido cauterizadas por la llama del amor. ¡Aquellos besos y abrazos! ¡Aquellos juegos y festejos! ¡Aquella camaradería que nosotros no tenemos! Dan ganas de llorar al verlo.
—Me lo puedo imaginar —dijo Raja con ironía.
—¡Y, después, el cariño del califa por su esposa! —continuó Pukah con un arrebatado suspiro que hizo encresparse las plumas de una bandada de sobresaltadas aves que pasaba por allí—. Desde el momento en que sale el sol y debe abandonar los brazos de su dama, Khardan cuenta las horas hasta que el sol se pone y puede correr de nuevo a disfrutar de sus numerosos encantos y virtudes.
Conociendo la reputación de la dama en cuestión, Raja elevó una escéptica ceja ante esto.
—¡Te aseguro que es la verdad, mi querido Raja! —dijo Pukah con gran seridad—. Pero, tal vez dudes de mi palabra…
—No, no, mi querido Pukah —gruñó Raja—. ¡Es sólo que me siento embargado de gozo —dijo el djinn negro dando de repente un alarmante tajo con su espada que dividió limpiamente la nube en dos y envió la otra mitad de ella flotando veloz en sentido contrario— ante ese cuadro de felicidad que describes! La idea de que se haga la paz entre tan enconados enemigos me impresiona sobremanera. Estoy deseando verlo con mis propios ojos…
Pukah no vaciló un instante.
—Precisamente por eso te he traído hasta aquí. Mira, mi dubitativo amigo.
Raja se inclinó para mirar desde las alturas de su nube.
Justo acababa de amanecer. Pukah consideró éste un momento propicio para mostrar el campamento a una inspección, ya que era casi seguro que, de haber habido alguna pelea la noche anterior, el Tel debería haber adquirido cierto semblante de paz aunque sólo fuese porque los combatientes habrían terminado abandonando de puro cansancio.
—¿Ves? ¿Qué te ha dicho? ¡Las tiendas de los hranas montadas junto a las tiendas de los akares! —comentó el joven djinn mostrando con orgullo el campamento.
—¿Qué es esa gran mancha de sangre que hay allí?
—Donde se mata a las ovejas —explicó Pukah con una expresión tan suave y dulce como la leche de cabra.
—Ya veo.
Inclinado sobre el borde de la nube, de manera que Pukah no pudiera ver su rostro, Raja se mordió el labio, frunció el entrecejo y lanzó al joven djinn una rápida e irritante mirada de reojo.
—Es deseo de mi señor, el califa —continuó parloteando Pukah muy contento sin apreciar el repentino cambio en la expresión del djinn negro—, que tu amo, el jeque Zeid, venga al Tel con nosotros y reciba el abrazo de sus primos Majiid y Jaafar, cuyo amor por Zeid supera todavía, si cabe, al que ellos se profesan entre sí.
Cuidando que su rostro permaneciese inexpresivo, Raja levantó la cabeza y observó a Pukah.
—¿Ese es el deseo del califa?
—El más acariciado deseo de su corazón.
—Puedes estar seguro de que transmitiré este mensaje a mi amo.
—¿Con toda prontitud? —apremió Pukah.
—Con toda prontitud —respondió Raja con tono sombrío. Y, tan rápido como su palabra, desapareció del lugar.
—Ah, sospecho que no podía contener su ansia —se dijo Pukah recostándose cómodamente en la algodonosa nube—. Sond ya tiene lo suyo —se regodeó con deleite—. ¡Que intente ser un héroe ahora! ¡Que urda sus conspiraciones e intente convencer a
hazrat
Akhran de que él fue el responsable de mantener la paz entre dos tribus! Pukah, ¡tú lo has superado! Pukah, ¡
tú
lograrás la unión de tres tribus! Pukah, ¡la historia resonará con tu nombre!
Echándose un higo a la boca, el joven djinn, con los brazos por detrás de su cabeza, se relajó en su nube. Mientras se deslizaba a través del cielo, comenzó a esbozar en su mente el plano del palacio que un agradecido Akhran le otorgaría, poblando las espaciosas habitaciones de su imaginación con flexibles bellezas que danzaban, cantaban y susurraban melosas palabras de amor en sus oídos.
Sin embargo, si en aquel momento Pukah hubiese echado una mirada abajo desde su nube, habría visto algo que habría hecho que el higo se le atragantara.
Sond estaba allá abajo con Khardan cerca de los caballos, señalando a los animales y hablando con urgencia al califa.
—¡Eso significa la guerra! —gritó Khardan.
—Sshhh, sidi, baja la voz, por favor.
Con un tremendo esfuerzo, el califa hizo lo que Sond le pedía, aunque sus oscuros ojos brillaban de cólera. Estaba amaneciendo, y ambos estaban paseando por las inmediaciones del campamento. La mirada de Khardan se dirigió de nuevo hacia los caballos que pastaban pacíficamente junto al borboteante arroyo.
—¿Para cuándo planean su incursión?
—Para dentro de una semana, sidi. La primera noche sin luna.
—¿Y dices que —la voz se le entrecortaba a Khardan— mi…, mi esposa está detrás de todo esto?
—Así es,
sidi
. Ay, me duele tener que traerte estas noticias…
—¡Esa mujer es una bruja! —dijo Khardan apretando los puños—. ¡Esto termina con todo, Sond! ¡Ni el propio Akhran puede esperar que yo viva con semejante insulto! ¡Robarme mis caballos!
Si Sond le hubiese informado de que los hranas estaban planeando robar a sus hijos, los frutos de sus entrañas, difícilmente Khardan se habría encolerizado tanto. De hecho, puede que se habría tomado la noticia con bastante más calma. Siempre que hubiese mujeres y largas noches desérticas habría hijos. ¡Pero, sus caballos!
Según la leyenda, los magníficos caballos de los akares descendían, por linaje directo, del corcel del dios. Los nómadas asemejaban sus caballos al propio desierto; la brillante y lustrosa piel de los animales era tan negra como la noche del desierto o tan blanca como la luminosidad plateada de las estrellas. Sus largas colas y crines se movían con la fluidez del viento a través de las dunas.
Aquellos caballos alcanzaban en la batalla su máximo esplendor. El olor a sangre y el sonido del acero al chocar hacían que se atiesaran sus orejas y centelleasen sus ojos, y no era fácil para un
spahi
impedir que su caballo se precipitase al punto de más ardor del combate. Se contaban innumerables historias de caballos que continuaban atacando al enemigo aun después de que sus amos hubiesen caído.
Cada hombre de la tribu poseía su propio tronco, cuyo linaje podía trazar orgullosamente remontándose a través de las generaciones. Cuando los tiempos eran duros, sus caballos eran los primeros en recibir su ración de comida y su familia había de arreglárselas con lo que quedaba. Los caballos eran también los primeros en beber en los oasis. Una mujer cuya magia pudiera calmar a un caballo inquieto era apreciada por encima de todas las demás mujeres.
Además de criar y cuidar a estos nobles animales para su propio uso, los akares mantenían por lo general un cierto número de cabezas aparte para vender al sultán en la ciudad de Kich. Dicha venta satisfacía necesidades tales como carbón y leña, que no se podían encontrar en el desierto, alimentos básicos como harina y arroz, y lujos como el café, la miel y el tabaco. Estos últimos eran pequeños placeres que hacían soportable la dura vida de los nómadas. Además de esto, los
suks
de Kich aportaban las joyas tan anheladas por las mujeres, espadas, dagas y cimitarras valoradas por los hombres, y sedas y algodones para las vestimentas de ambos.
El viaje anual de los akares a Kich constituía un acontecimiento de transcendental importancia, y era tema de conversación para los
spahis
durante todo el año siguiente, ya fuera para recordar lo bien que lo habían pasado en el anterior o para anticipar lo bien que esperaban pasarlo en el próximo. Separarse de los caballos era lo más duro de la tarea, y no era raro ver a algún fiero guerrero entregarse sin vergüenza a un baño de lágrimas mientras se despedía de un animal querido.
Al robar los caballos, los hranas robaban la vida, el alma, el corazón de los akares. Como bien sabía Sond cuando lo había sugerido, éste era el único agravio de cuantos los hranas podían cometer que haría al califa romper el mandato de su dios.
El jeque Jaafar, por supuesto, podría haber argumentado que, robándoles las ovejas, los akares amenazaban la supervivencia de los hranas. Las ovejas proporcionaban la lana que éstos utilizaban para sus ropas, la carne que comían, el dinero que compraba tanto lujos como necesidades. Todo esto podría haber argumentado Jaafar, pero habría argumentado en vano. Del mismo modo en que cada dios veía tan sólo su propia faceta de la Gema de Sul, así el jeque Majiid y el jeque Jaafar veían cada uno brillar la luz sobre su propia Verdad. Todo lo demás en torno a ellos era oscuridad.
—¿Cuáles son tus órdenes, Señor? ¿Atacamos a los pastores de inmediato?
Khardan rumiaba el asunto en su cabeza mientras se acariciaba la negra barba.
—No. Ellos se proclamarían inocentes y se quejarían a Akhran de que los hemos atacado sin razón. Nosotros seríamos los que afrontaríamos la ira del dios en lugar de esos sucios baladores. Debemos cogerlos en plena acción y, entonces, podremos proclamar a los cielos que hemos sido
nosotros
los agraviados. Yo podré librarme así de esa maldita mujer y todos podremos abandonar este condenado lugar.