—
¡Adar-ya-yan
! —ordenó Zeid dando a su camello unos golpecitos con una vara.
El animal dobló las rodillas, primero las delanteras y después las traseras, permitiendo al jeque descender con dignidad de su magnífica silla.
—¡Bilhana
(te deseo alegría), primo! —dijo Majiid en voz alta, abriendo sus amplios brazos de par en par en un gesto de bienvenida.
—¡Bilsbifa
(te deseo salud), mi querido primo! — dijo Jaafar más alto todavía y abriendo sus brazos aún más si cabía.
Primero uno y luego otro, abrazaron a Zeid y lo besaron en ambas mejillas según el gesto ritual que sellaba solemnemente la alianza. Después examinaron el camello con ojos apreciativos y alabaron el fino trabajo que lo equipaba. Nunca se les habría ocurrido alabar al camello, ya que tal alabanza de un ser viviente despierta al ojo maligno de la envidia que, como todos bien sabían, hacía que el objeto mirado enfermara y muriera.
Zeid, a su vez, miró a su alrededor en busca de algo perteneciente a sus anfitriones que alabar. Al ver, sin embargo, a uno de los jeques vestido tan sólo con un camisón y al otro todo magullado y manchado de sangre, se encontró en un apuro. También sentía una intensa curiosidad por saber qué estaba sucediendo allí. Por fin, el jeque echó mano de un viejo recurso que sabía que era la forma más segura de llegar al corazón de un padre.
—Tu hijo mayor, ¿eh, Majiid? ¿Cómo se llama el joven…? ¿Khardan? Sí, Khardan. He oído hablar mucho de su coraje y audacia en la batalla. ¿Podría solicitar el gran honor de su presentación?
—Naturalmente, naturalmente.
Arqueándose en una efusiva reverencia, Majiid echó una mirada de reojo alrededor en busca de su hijo, esperando con toda su alma que Khardan no estuviese cubierto hasta los codos de sangre enemiga.
—¡Khardan! —retumbó la voz del jeque en medio de la noche.
Así como la aparición del
meharista
había puesto fin a la lucha entre los padres, también había acabado con la batalla entre marido y mujer.
—¡Zeid! —susurró Khardan tirando con presteza de la debatiente Zohra y colocándola en posición sentada sobre la parte delantera de su caballo—. ¡Quieta! —ordenó, sacudiéndola y obligándola a mirar hacia el corro de luz proyectado por las antorchas.
Zohra lanzó una mirada a través de su desmelenada masa de pelo negro y reconoció al conductor de camellos y el peligro al mismo tiempo que su marido. Rápidamente, se retiró de la luz, escondiendo su rostro en los atuendos de su esposo. Como hija de jeque, Zohra había estado a menudo involucrada en discusiones políticas. Si Zeid la veía allí, divirtiéndose entre los hombres, esto rebajaría para siempre tanto a su padre como a su esposo en la estima del jeque, proporcionándole una clara ventaja sobre ellos en cualquier clase de trato o negociación. Debía irse enseguida, sin dejar que nadie la viese.
Tragándose su amarga ira y su decepción, Zohra comenzó a ajustarse a toda prisa y lo mejor que pudo las vestiduras de hombre que llevaba. Adivinando su intención, Khardan llevó ligeramente su caballo hacia atrás, en una maniobra tan rápida como silenciosa, adentrándose en las sombras.
El temblor de sus manos hizo que Zohra se enredara en sus atuendos. Khardan estiró la mano para ayudarla, pero ella, con aguda conciencia del firme cuerpo apretado por necesidad contra el suyo (o, al menos, podía suponerse que era por necesidad, ya que ambos se hallaban todavía a lomos del caballo), se apartó de un tirón de él.
—¡No me toques! —ordenó malhumorada.
—¡Khardan! —resonó la voz de Majiid por el reciente campo de batalla.
—¡Voy, padre mío! —contestó Khardan—. ¡Aprisa! —susurró con urgencia a su esposa.
Rehusando mirarlo, Zohra agarró su largo cabello y, haciendo una trenza con él, lo ocultó bajo los pliegues de su hábito negro. A punto estaba de apearse del caballo cuando Khardan la detuvo, deslizando un firme brazo alrededor de su cintura. Los negros ojos de Zohra centellearon peligrosamente a la vacilante luz de las antorchas; sus labios se separaron en un silencioso rugido.
Haciendo caso omiso de su rabia, Khardan se quitó su propio turbante y lo echó sobre el cabello negro de su esposa.
—Esa cara tan bonita que tienes jamás pasaría por la de un hombre. Cúbretela.
Zohra se quedó mirándolo con los ojos abiertos de asombro.
—¡Khardan! —vino otra vez la voz de Majiid con una nota de impaciencia.
Tapándose boca y nariz con la prenda facial, Zohra se dejó caer deslizando del caballo.
—Esposa —la llamó Khardan con voz baja y severa.
Zohra levantó los ojos hacia él, quien señaló con un gesto la herida de su pierna que sangraba profusamente.
—Debo dar una buena impresión —dijo con tono resignado.
Entendiendo su insinuación, los ojos negros —todo cuanto quedaba visible del enmascarado rostro— lo miraron con súbito enojo.
Khardan, sonriendo, se encogió de hombros.
Zohra buscó una bolsita que llevaba en alguna parte bajo sus ropas y sacó una piedra verde con rayas rojas. Colocándola contra la herida de cuchillo, repitió de mala gana el sortilegio que haría que la carne se cerrase y la sangre de la herida se purificase. Hecho esto, lanzó a su esposo una última mirada, tan afilada como los colmillos de un tigre, y se fundió con las sombras de la noche.
Khardan sonrió ampliamente y, espoleando los flancos del caballo, galopó para saludar al invitado de su padre. Al llegar a donde estaban los jeques, el califa detuvo su caballo ante ellos e hizo a éste ponerse de rodillas; animal y jinete hicieron un respetuoso saludo con la cabeza al tiempo que exhibían una agradable muestra de equitación.
—¡Ah! ¡Excelente, joven, excelente! —aplaudió Zeid con verdadero deleite.
Saltando de su caballo, Khardan fue presentado con solemnidad al jeque por su padre. Se intercambiaron los cumplidos de costumbre.
—Y he oído —dijo Zeid con un gesto de cabeza hacia Pukah, quien, benditamente ignorante de la tensión en el aire, había estado sonriendo a la compañía allí reunida como si él los hubiese creado a todos con sus propias manos— que estás recién casado y con una hermosa mujer.
El jeque saludó con la cabeza a Jaafar, quien, nervioso, le devolvió el saludo, preguntándose dónde estaba su indómita hija.
—¿Y qué haces aquí fuera en lugar de estar meciéndote en los brazos del amor? —preguntó Zeid de improviso.
Jaafar lanzó una rápida mirada a Majiid, quien, con el entrecejo fruncido, miraba a su vez a su hijo con ojos preocupados. Pero Khardan, con una risa natural, hizo un gesto de barrido con la mano.
—Vaya, jeque Zeid, has venido a tiempo para presenciar la fantasía celebrada en honor a mi casamiento.
—¿Fantasía
? —repitió Zeid atónito—. ¿Esto es lo que vosotros consideráis un juego?
Sus ojos se fueron hacia los hombres que yacían en el suelo, gimiendo, a sus atacantes, de pie sobre ellos, y a los sables teñidos de rojo. Una hora bastante rara para una contienda. Los ojos del jeque, estrechos y astutos, volvieron a Khardan y estudiaron al joven con atención.
El djinn de Zeid del momento, Raja, había acudido a él con la noticia de que Majiid y Jaafar habían unido sus fuerzas, y Zeid resolvió ir y ver por sí mismo si esta in-tranquilizadora noticia era verdad. Al principio, el jeque la había desechado. No creía que Akhran pudiera extraer el veneno de la mala sangre que corría entre las dos tribus. Según viajaba hacia el norte en su veloz camello, había visto, desde la distancia, el altercado que estaba teniendo lugar debajo del Tel y había sonreído al confirmarse su incredulidad.
—Estás equivocado, Raja —había dicho a su djinn, que viajaba oculto en un joyero de oro en una de las
khurjin
del jeque—. Se han encontrado aquí para luchar y, según parece, vamos a tener la suerte de presenciar una buena batalla.
Le había parecido extraño, sin embargo, que las dos tribus hubiesen escogido aquel remoto rincón, lejos de sus acostumbrados lugares de asentamiento. Al acercarse más todavía, Zeid se había sentido aún más desconcertado al ver las tiendas de ambas tribus montadas alrededor del Tel, con todas las apariencias de llevar allí algún tiempo.
—Parece que, después de todo, vas a estar en lo cierto, Raja —había murmurado Zeid mientras seguía avanzando con su camello.
Mirando la gran mancha de sangre que había en los pantalones del califa y las amoratadas marcas de dientes en su mano, el jeque, ahora impresionado, dijo:
—Jugáis duro, ¿eh, joven?
—Los muchachos siempre serán muchachos, amigo mío —dijo Majiid con una sonrisa de disculpa.
Poniendo un brazo en torno a sus hombros, Majiid se llevó a Zeid fuera de la vista de aquel terreno revuelto y ensangrentado, utilizando un poquito más de fuerza de lo que dictaba la cortesía.
—¡Se acabó la diversión, jóvenes! —gritó Jaafar.
De espaldas a Zeid, lanzó una severa mirada a los combatientes, indicando con gestos que aclarasen el área lo más rápido posible.
—¡Ayudad a levantarse a los otros! ¡Buenos chicos, sí, señor! —continuó con un animado tono hueco.
De mala gana, y con los ojos en sus respectivos jeques, los akares y los hranas se tendieron mutuamente las manos y asistieron a aquellos a quienes hacía un momento estaban intentado matar.
—¡Mira a ver si hay algún muerto! —dijo Jaafar a Fedj en voz baja.
—¿Muerto? —repitió Zeid deteniéndose con los ojos desorbitados y liberándose del efusivo asimiento de Majiid.
—¡Muerto! ¡Ja, ja, ja! —se rió en voz alta Majiid, intentando agarrar de nuevo a Zeid.
—¡Ja, ja! ¡Muerto! ¡Mi suegro siempre tan bromista! —dijo Khardan poniendo un brazo alrededor de Jaafar y dándole un apretujon que casi lo estrangula—. ¿Habéis oído eso, muchachos? ¡Muerto!
Resonaron algunas risas entre los hombres de ambas tribus mientras apagaban con presteza sus antorchas y se agachaban subrepticiamente a comprobar los pulsos en el cuello de los que yacían quietos y silenciosos en el suelo.
—Vamos, Zeid, debes de estar hambriento después de tan larga cabalgada. Permíteme ofrecerte de comer y beber. ¡Sond! ¡Sond!
El djinn apareció con un aspecto desolado y aturdido y unos ojos enloquecidos. Si Majiid lo notó, sin duda lo atribuyó a la brusca interrupción de la lucha y de inmediato lo olvidó bajo la presión de otras preocupaciones.
—Sond, tú y Fedj, el djinn de mi querido amigo Jaafar, id por delante de nosotros y preparad un suntuoso banquete para nuestro invitado.
Sond se inclinó vacilante, llevándose unas manos temblorosas a la frente y con una sonrisa enfermiza en sus labios.
—En seguida, sidi —dijo, y desapareció.
Majiid oyó unos quejidos ahogados a su espalda y aceleró el paso, apremiando a Zeid de tal modo que éste iba casi dando tropezones.
—¿Se unirá tu hijo a la cena? —preguntó Zeid volviéndose, en un nuevo intento de ver lo que estaba sucediendo.
Mirando con severidad a Khardan por encima de la cabeza de Zeid, Majiid indicó con varios cabeceos de urgencia al califa que se quedara en el campo e impidiera que la lucha estallara de nuevo.
—Si me perdonas, jeque Zeid —dijo Khardan con una reverencia—, yo me quedaré atrás para hacerme cargo de este magnífico camello y asegurarme de que todo el mundo encuentra su tienda. Algunos —dijo con una mirada hacia un hrana lisiado al que arrastraban dos akares por la arena— han estado celebrando en demasía, me temo.
—Sí —dijo Zeid, jurando para sí que había visto un rastro de sangre en la arena pero incapaz de obtener una visión más clara a causa del corpachón de Majiid que le tapaba el ángulo de mira.
—Mi querido primo Jaafar se unirá a nosotros, sin embargo. ¿No es así, querido primo? —dijo Majiid apretando los dientes.
Jaafar retiró su mirada del cuerpo que se llevaban arrastrando hacia el desierto y se las arregló para decir algo educado, al tiempo que se ponía al paso de los otros dos.
—Pero, sin duda, no vendrá a cenar vestido con su ropa de cama… —dijo Zeid, echando a Jaafar una ojeada llena de perplejidad.
Bajando la cabeza para mirarse a sí mismo, Jaafar se dio cuenta de que había olvidado por completo su aspecto y, sonrojándose de vergüenza, se retiró deprisa a su tienda para cambiarse, agradeciendo la oportunidad para recobrar su compostura. Pero, mientras se alejaba, oyó cómo Majiid informaba en voz alta a su invitado:
—… nueva esposa. Quería ver la diversión sin tener que perder tiempo para ir a la cama después…
Soltando un quejido, Jaafar se cogió con ambas manos la dolorida cabeza.
—¡Maldito! ¡Maldito! —gimoteó mientras se sumergía a toda prisa en su tienda y sacaba sus mejores atavíos.
Mientras estaba allí de pie en medio de los caballos, vigilando para asegurarse de que sus órdenes se llevaban a cabo, Khardan oyó unos pasos tras él y captó un destello de acero con el rabillo del ojo.
—¡Esta fantasía
aún no ha terminado, akar! —dijo una voz junto a su oído.
Girando con presteza, Khardan asestó a su atacante un severo codazo en el estómago, y oyó que el aliento abandonaba el cuerpo del hombre con un satisfactorio «¡Ugggh!». Un derechazo bien dirigido a la barbilla terminó de persuadir a Sayah de que, para él también, la diversión había terminado.
Khardan ayudó al atontado joven a alcanzar su tienda y, una vez allí, lo echó dentro sin mayores miramientos. Luego volvió a toda prisa a ocuparse de los muertos. Después de haber planeado envolver los cuerpos y enterrarlos en tumbas rápidamente improvisadas, descubrió para su gran alivio que, aunque varios guerreros se hallaban heridos de gravedad, en realidad nadie había resultado muerto en ninguno de los bandos. Viendo que los heridos eran entregados a los seguros cuidados de sus esposas, y oyendo risas y altas voces procedentes de la tienda de su padre, Khardan dirigió su mirada a la tienda de Zohra. Estaba oscura y silenciosa.
El califa contempló las marcas de los dientes en su mano y, sacudiendo la cabeza, sonrió. Luego dirigió sus pasos cansados hacia su propia tienda y cayó exhausto sobre la cama.
Cuando ya se estaba balanceando al borde del sueño, el califa oyó, semiinconsciente, la voz de Pukah en su oído.
—¡Todo esto es obra mía, amo! ¡Todo obra mía!
Las setenta y dos horas de hospitalidad discurrían con el paso lento y arrastrado de un mendigo cojo y ciego. Pasada la tormenta, el Tel volvía a abrasarse bajo un fiero sol que parecía decidido a recordarles que el insufrible calor del verano ya no estaba lejos. Las tribus, por su parte, sudaban con el calor de una ira sin resolver. Conservaban el sabor de la sangre en sus bocas y, sin embargo, les habían prohibido revelar el menor signo, mirada, palabra o hecho que hiciese creer que no eran los mejores amigos, los hermanos más unidos.