La voluntad del dios errante (30 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Zohra no sólo había considerado la posibilidad del divorcio cuando había comenzado a planear la loca aventura de robar los caballos, sino que la había acariciado, deseosa de recuperar su preciosa libertad. Tres días de considerar lo que podría costarle la libertad, sin embargo, habían hecho que ésta resultase cada vez menos atractiva.

Mordiéndose el labio de frustración, Zohra se acurrucó en su cama y pensó qué podría hacer. Podía rehusarse a ir; ¡dejar que viniesen ellos y la sacasen a rastras de la tienda! Enseguida se dio cuenta de que eso sería humillante y de que era probable que fuera justo lo que Khardan esperaba que hiciera. Era mucho mejor ir y enfrentarse a él con dignidad, decidió. Después de todo, ella tenía tantas razones para divorciarse de él como él para divorciarse de ella. «Deja que declare que yo me negué a dormir con él», pensó Zohra. «Todos los hombres de la tribu saben que él nunca se acerca a mi tienda.» Después de todo, recordó en ese momento Zohra, estaba el asunto de la sábana nupcial. ¡Si se revelaba la verdad de que ella todavía era virgen, Khardan quedaría en desgracia ante todo el mundo!

En cuanto al episodio de los caballos, ningún daño se había llegado a hacer al fin y al cabo. Bueno, no mucho. ¡No tanto como ella habría deseado! Tomada su decisión, Zohra se levantó de la cama. Se lavó tranquilamente, se vistió con sus mejores ropas, se cepilló y arregló el pelo y se adornó con sus alhajas favoritas. Después se relajó un momento. «Que esperen», se dijo. «Eso es: al menos me daré el gusto de hacerlos esperar.»

Cuando por fin Zohra se encaminó hacia la tienda de su padre, los primeros y tenues rayos del sol naciente habían teñido la arena de tonos rosados y púrpuras. Ya había actividad en el campamento; casi todos se apresuraban a terminar su trabajo diario antes de que el intenso calor del mediodía los empujara a buscar la fresca sombra de sus tiendas. Sin prestar atención a las numerosas miradas curiosas y hostiles lanzadas en su dirección, Zohra abandonó el campamento de los jinetes y entró en el de su propia gente, donde se le deparó casi la misma frialdad de recepción. Ahogando un pequeño suspiro, entró en la tienda de su padre con la barbilla erguida.

Cuando quería, Zohra podía estar verdaderamente bella. Por lo general no quería, prefiriendo la libertad de los atuendos masculinos. Aquella mañana, sin embargo, movida por el deseo de irritar todavía más a aquellos hombres realzando su femineidad, se había tomado un cuidado extraordinario con su apariencia. Iba vestida con un fino caftán de seda de un color fucsia intenso que favorecía su oscura piel. Un velo del mismo color, ribeteado de oro, le cubría el lustroso pelo negro. Brazaletes y pulseras de plata brillaban en sus muñecas y tobillos. Llevaba los pies desnudos, y se había pintado con
henna
dedos y talones. Sus negros ojos iban contorneados de
kohl
, lo que les daba un aspecto más grande y acuoso. Su porte era orgulloso y real, su rostro impasible y frío.

Todavía estaba lo bastante oscuro dentro de la tienda para tener ardiendo los candiles. Dentro de ella se sentaban, en severo silencio, los jeques Majiid y Jaafar, el califa y sus tres respectivos djinn. La resolución de Zohra se tambaleó un poco, su mirada orgullosa vaciló. Al bajar los ojos, no pudo ver cómo las duras y severas expresiones en los rostros de hombres y djinn cambiaban en el momento en que ella hizo su entrada. No vio la cara de Khardan, pálida de fatiga, ablandarse de admiración. No vio la tristeza perenne de su padre disiparse por un instante ni vio a Fedj cabecear de satisfacción. Incluso podría haber visto los ojos de Majiid resplandecer. Pero Zohra no vio nada, excepto en su mente, y allí todos la estaban mirando con desprecio y recriminación.

Zohra sintió que todo su desdén rezumaba de ella como la sangre de una herida de cuchillo. Sin duda alguna, consideraban su acción como un crimen atroz. Le impondrían algún castigo terrible. Una repentina debilidad se apoderó de ella. Sintió flaquear sus piernas y se dejó caer en un cojín junto a la entrada. Todo apareció borroso ante sus ojos. Fijando su mirada con firmeza en un punto determinado por encima de las cabezas de los hombres, concentró cada fibra de su ser en no dar a éstos la satisfacción de verla llorar. Le hicieran lo que le hiciesen, ella lo afrontaría con dignidad y orgullo.

—¿Para qué se me ha convocado en la tienda de mi padre? —preguntó en voz baja.

Los hombres miraron a Khardan, quien, como esposo suyo, tenía el derecho de responder. Este se vio obligado a aclarar su garganta antes de poder hablar, pero, cuando lo hubo hecho, su voz sonó fría y serena.

—Puesto que tú has querido, esposa, entrometerte en los asuntos de los hombres, hemos decidido que se te incluya en esta discusión que concierne al futuro y bienestar tanto de los hranas como de los akares. Se considera responsabilidad de los hombres el manejar los asuntos de política. Las mujeres deben ser protegidas contra los problemas de este mundo. Tú preferiste involucrarte, sin embargo, y, por consiguiente, es justo y apropiado que seas obligada a aceptar la responsabilidad de tus acciones y participar a la hora de llevar la carga de sus consecuencias.

Mentalmente preparada para defenderse contra cualquier terrible arma que tuvieran intención de lanzarle, Zohra oía a Khardan sin comprender por completo lo que decía. Cuando éste hubo terminado de hablar, la observó con atención, obviamente esperando alguna respuesta. Pero sus palabras no acababan de cobrar sentido en la mente de Zohra. Aquello no era lo que ella se había esperado. Levantando los ojos, se quedó mirándolo perpleja.

—¿Qué estás diciendo, esposo?

La fatiga empezó a vencer a Khardan. Dejando a un lado las ceremonias, habló con llaneza.

—Estoy diciendo, esposa, que te comportaste como una maldita estúpida. Por tu culpa, nuestros hombres estuvieron a punto de matarse unos a otros. Fuimos salvados por la intervención de Akhran, quien envió a nuestro enemigo ante nosotros para servirnos de espejo en el que poder vernos reflejados. Ahora ese enemigo ha partido, después de haber mostrado su respeto por nosotros y habernos asegurado su amistad…

—¡Uggh! —vino un sonido estrangulado de la garganta de Pukah.

Sobresaltado, Khardan lanzó a su djinn una mirada de asombro.

—¿Qué? ¿Tienes algo que decir?

—N…, no, amo —dijo Pukah sacudiendo la cabeza.

—¡Entonces guarda silencio! —ordenó Khardan con un papirotazo de los dedos.

—Sí, amo.

El djinn se perdió entre las sombras de la tienda. Frunciendo el entrecejo ante la interrupción, Khardan prosiguió, esta vez dirigiéndose a todos los presentes.

—Hazrat
Akhran es tan sabio como siempre. Esta alianza de los pueblos akar y hrana trajo la luz de un olvidado respeto a los ojos de Zeid al Saban, ojos que antes nos miraban con desprecio. Ahora podemos hacer uso de ese respeto para comerciar con el criador de camellos de igual a igual, en lugar de tener que ir a él como mendigos (o ladrones, podría haber añadido el califa con más sinceridad, ya que éste era el método tradicional por el que los akares adquirían los pocos camellos que poseían). Sin embargo, Zeid es un viejo zorro astuto y receloso. Nos estará vigilando, como advirtió; y, si ve la menor grieta en la roca, nos golpeará con un mazo de acero.

—¡Errrp! —Pukah, acurrucado en un rincón, se tapó la boca con una mano.

Khardan le lanzó una mirada fulminante.

—No…, no me siento bien, amo. Si no me necesitas…

—¡Vete! ¡Vete! —dijo Khardan con un gesto de la mano.

Pukah se desvaneció en medio de una delgada columna de humo, ofreciendo un aspecto tan indispuesto como era posible para un inmortal, y Khardan, lanzando un exasperado suspiro, continuó.

La aturdida Zohra se fue dando cuenta poco a poco de que aquella loca intriga del robo de los caballos, lejos de encolerizar a su marido, se había ganado de hecho, bien que de mala gana fuese, su respeto.

«Ah, vaya», reflexionó ella, «¿qué podía uno esperar de un ladrón?»

—Es mi consejo, por tanto —estaba diciendo Khardan—, que pongamos oficialmente fin a la lucha entre nuestros dos pueblos. Sugiero además —añadió el califa clavando una penetrante mirada en su padre— que negociemos los caballos de los hranas…

—¡No! —gritó Majiid apretando el puño—. Juro que…

—Antes de hacer ninguna promesa estúpida o improcedente, escucha lo que propongo —dijo Khardan con firmeza.

Con una mirada feroz, Majiid cerró la boca y su hijo prosiguió.

—Negociemos esos caballos con los hranas a cambio de un pago mensual de veinte ovejas. Los hranas utilizarán los caballos para cruzar el desierto y alcanzar sus rebaños en las colinas. No para pastorear —aquí, el califa fijó su penetrante mirada en Jaafar—. ¿De acuerdo con eso?

—¡Sí, sí! ¡Ten la seguridad! —dijo Jaafar, mirando a Khardan con una mezcla de asombro y profundo alivio.

Desde la noche de la incursión, el jeque se había resignado a acoger de nuevo a su hija en su tienda y vivir en la vergüenza el resto de sus días. Ahora, de pronto, ¡en lugar de una hija díscola, le estaban ofreciendo caballos!

—Alabado sea Akhran —añadió el jeque con humildad.

El rostro de Majiid, en contraste, llameaba de rojo y sus ojos se hinchaban de cólera. Lanzó a su hijo una mirada que habría hecho a muchos otros salir huyendo de terror. Khardan le respondió con una mirada tranquila, firme y resuelta, y un gesto firme e inquebrantable en su barbuda mandíbula.

Observándolo desde debajo de sus caídos párpados, Zohra sintió un repentino calor de admiración por su esposo. Alarmada y asustada por este inesperado sentimiento, se dijo a sí misma que no era sino el mero regocijo de su victoria sobre él.

—¡Nada de… pastorear… con ellos! —las palabras estallaron de la garganta de Majiid silbando a través de sus dientes.

—¡No, no! —prometió Jaafar.

Majiid sostuvo todavía una última y angustiada batalla interna; la saliva burbujeaba en sus labios como si hubiera sido envenenado.

—¡Bah! —dijo poniéndose de pie—. ¡Está bien!

Y, echando a un lado de un manotazo la solapa de la tienda, se dispuso a salir.

—Quiero que me escuches todavía un momento, padre —dijo Khardan con respeto.

—¿Para qué? ¿Qué es lo que le vas a dar ahora? —rugió Majiid—. ¿A tu madre? —Y, volviéndose hacia Jaafar, con gestos exagerados de sus brazos dijo—: ¡Tómala! ¡Toma todas mis esposas!

Entonces sacó su daga del cinturón y se la tendió al jeque.

—¡Toma mi estómago! ¡Mi hígado! ¡Sácame el corazón! ¡Arráncame los pulmones! ¡Mi hijo, según parece, quiere que te lleves todo cuanto es de valor!

Khardan reprimió una sonrisa.

—Yo sólo quería sugerir, padre, que, con el fin de dejar que los ánimos se apacigüen, saldré para la ciudad de Kich algo más temprano de lo que en un principio había planeado. Esto dará a los más exaltados de ambos bandos algo que hacer que no sea incubar y lamer sus heridas. Podemos ofrecer escolta a la gente de Jaafar hasta las colinas y, después, continuar desde allí hacia la ciudad.

—¡Escóltalos hasta Sul, por lo que a mí concierne! —bramó Majiid y salió como una furia de la tienda.

Suspirando, Khardan lo siguió con su mirada y después se volvió hacia el jeque Jaafar.

—Mi padre mantendrá su palabra y yo me encargaré de que nuestra gente mantenga la suya —dijo con frialdad el califa—. Pero, habéis de saber que todavía somos enemigos. Sin embargo, nosotros prometemos al Sagrado Akhran que,
por el momento
—enfatizó bien esto—, no habrá más reyertas, ni más insultos ni los akares levantarán una sola mano contra los hranas.

—Yo prometo lo mismo. ¿Cuándo tendremos los caballos? —preguntó ansioso Jaafar.

Khardan se puso en pie.

—Sin duda mi padre se está ocupando de eso ahora. Selecciona a aquellos de entre tus hombres que desees para cabalgar con nosotros y tenlos preparados. Salimos al ponerse el sol.

Saludando fríamente, Khardan abandonó la tienda de su enemigo, indicando con su solemne porte que aquello no era más que un arreglo temporal de su eterna disputa. Zohra se rezagó un poco hasta que él hubo salido para lanzar una mirada de triunfo a su padre y, después, se apresuró a seguir al califa.

La noticia del acuerdo se estaba extendiendo a gran velocidad por ambos campamentos, provocando reacciones de recelosa desconfianza entre los hranas, y de ultrajada incredulidad entre los akares. Pero, tal como Khardan había proyectado, no había tiempo para que uno y otro lado discutieran el asunto. De igual modo se extendió la noticia de que el califa se proponía partir hacia la ciudad aquella inisma noche, y ambos campamentos estallaron de pronto en un mar de confusión: los hombres engrasaban sus sillas de montar y afilaban sus armas, las mujeres remendaban aprisa sus ropas, cosían amuletos en las
khurjin
de sus maridos, preparaban comida para el viaje, todo ello sin dejar de charlar al mismo tiempo con excitación de los finos regalos que sus esposos les traerían a su regreso.

Zohra ignoraba toda aquella actividad mientras corría a través de los campamentos con el único empeño de alcanzar a Khardan, que caminaba con paso cansino hacia su tienda.

Estirando la mano, ella lo tocó en un brazo.

Khardan se volvió. La sonrisa se heló en sus labios y su rostro se oscureció. Zohra fue a hablar, pero él se adelantó.

—Bien, esposa, tú has ganado. Ya tienes lo que querías, si me has detenido sólo para frotar sal en mis heridas, sugiero que lo pienses dos veces. Estoy cansado y no voy a tener oportunidad de descansar tampoco esta noche. Además, tengo mucho que hacer con los preparativos del viaje. Si me excusas…

Precisamente, Zohra
tenía
intención de regodearse con su victoria. Las crueles palabras se hallaban en sus labios, listas para salir disparadas y desinflar su orgullo. Tal vez fue la perversidad de su naturaleza que la inclinaba a hacer siempre lo contrario de lo que se esperaba de ella, tal vez fue el calor de admiración que había sentido por el califa en la tienda… Cualquiera que fuese la razón, los dardos que tenía listos para arrojar a su enemigo de pronto se convirtieron en flores.

—Esposo mío —dijo Zohra con dulzura—, sólo he venido a… a darte las gracias.

Su mano permaneció en el brazo de Khardan. Podía ver, por la desconcertada expresión de su cara, que lo había sorprendido, e intentó reírse de él. Sin embargo, la mano de él se cerró con fuerza sobre la suya y tiró de ella hacia sí. La risa tembló en su garganta sofocada por el rápido latir de su corazón.

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