La voluntad del dios errante (32 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Su voz se fue apagando poco a poco. No se le había ocurrido al joven buscar con deliberación la muerte por hambre y, de pronto, se daba cuenta de que eso era precisamente lo que había estado haciendo, lenta y seguramente, sin saberlo. Tal vez su subconsciente había estado llevando a cabo lo que su mente consciente era demasiado cobarde para emprender. Todo lo que Mateo sabía era que, cada vez que intentaba probar un bocado, su garganta se cerraba y le habría sido tan imposible tragarse la comida como le habría sido tragar arena.

¿Cómo podía él explicar esto a aquellos encapuchados ojos? No podía. Era imposible. Sacudiendo la cabeza, Mateo intentó decir algo más, hacer alguna vaga promesa de que comería, aun sabiendo que no podría. Al menos, ellos no podían meterle la comida a la fuerza. Quizás estaba muriendo con dignidad, después de todo. Sin embargo, antes de que pudiese pronunciar una palabra, el mercader hizo un gesto. La mujer que había arrodillada en la parte trasera de la tienda se adelantó y se arrodilló junto a él. Poniendo la mano —la esbelta y blanca mano— en su barbilla, el mercader levantó el rostro descubierto de la mujer para que ésta mirase a Mateo.

¡Mujer!, pensó espantado Mateo. ¡Era una niña, de no más de catorce años como máximo! Ella lo miró con ojos asustados, y el mago se dio cuenta de que todo su cuerpo temblaba de miedo.

—Es evidente que tu propia vida significa poco para ti —dijo con suavidad el mercader—, pero ¿qué me dices de las vidas de los demás? —Su mano se cerró en torno a las mandíbulas de la muchacha—. Cuando tú no comas, ésta tampoco comerá. Ni se le dará nada de beber.

Poniéndole la mano en el hombro, el mercader empujó con brusquedad a la chica hacia adelante, haciéndola caer de bruces a los pies de Mateo.

—Con el calor del desierto que nos espera, no durará más de dos o tres días —dijo el mercader arrellanándose en sus cojines—. Cuando ella muera, empezaremos con otra.

Mateo se quedó mirando al hombre con ojos incrédulos. Después miró a la muchacha, acurrucada ante él con sus delgadas manos unidas en un gesto de súplica.

—¡No puedo creer que hagas eso! —dijo Mateo con una voz cascada.

—¿Ah, no? —el mercader se encogió de hombros—. Esta muchacha —dijo empujándola con la punta de la babucha— no tiene ningún valor. No es bonita, y ya no es virgen. Sólo me dará unas monedas, nada más, como esclava doméstica de alguien. Pero tú, hermosa flor del otro lado del océano, ¡vales por cincuenta como ella! ¿Ves? No estoy haciendo esto por consideración hacia ti, mi bella flor, sino por avaricia. ¿Te convence eso de que sí lo haría?

Sí lo convenció. Mateo tenía que admitirlo. Y también tenía que admitir, de una vez por todas, que él no era en realidad otra cosa que un artículo de comercio, una mercancía, un objeto que se compraba y vendía. ¿Qué sucedería cuando aquel hombre descubriese que había sido engañado, cuando el ignorante comprador encontrase que había adquirido algo muy distinto de lo que esperaba? Mateo no se atrevía siquiera a pensar en ello, por miedo a volverse loco. Así las cosas, sólo podía prometer, con labios temblorosos, que se tomaría la comida que le diesen. Sin cambiar para nada la fría e impasible expresión de sus ojos, el mercader asintió con la cabeza y, con un gesto de la mano, indicó que Mateo, el
goum
y la infeliz muchacha abandonasen su tienda.

Kiber escoltó a Mateo y a la muchacha hasta la tienda. Enseguida trajeron más comida. Esta vez, Kiber se sentó dentro vigilando a Mateo con expectación. La muchacha hizo lo mismo, con la diferencia de que sus ojos estaban sobre la comida y no sobre Mateo.

El joven brujo se preguntaba cómo podría ser capaz de tragar aquel arroz mezclado con verduras y carne grasienta. Intentó concentrarse en la muchacha, esperando que su lástima por ella lo ayudaría a atravesar semejante prueba. Pero, sin poder evitarlo, se puso a imaginar la terrible vida que la pobre debía de llevar, el cruel trato al que se había visto sometida, el oscuro y desesperanzado futuro que le esperaba. Llevándose la mano a la boca, vomitó el primer bocado. Kiber dio un rugido de cólera. La muchacha comenzó a gemir, estrujándose las manos.

Con resolución, Mateo tomó otro bocado. Esta vez se negó a pensar en nada en absoluto y comenzó a contar el número de veces que masticaba. Cuando llegó a diez, tragó. Manteniendo su mente en blanco, tomó otro poco de comida y la empujó dentro de la boca. Masticó otras diez veces, pensando sólo en los números. De este modo consiguió comer lo bastante, al parecer, para satisfacer a Kiber, quien dio el resto a la muchacha. Agarrando la escudilla con las dos manos, ésta se la llevó hasta la boca y devoró su contenido como un lobo hambriento. Después lamió la escudilla, sin dejar ni el menor vestigio de comida y, postrándose ante Mateo, comenzó a llorar y a verter incoherentes bendiciones sobre él.

Considerando que su tarea estaba terminada, Kiber puso a la muchacha en pie de un tirón y se la llevó de la tienda. Mateo espió a través de la rendija de su entrada y vio cómo el
goum
llevaba de nuevo a la chica a la tienda del mercader y la arrojaba a su interior.

Ya ni siquiera es virgen…

Aquella voz cruel resonaba en su mente acompañada de dos fríos ojos. Sintiendo náuseas, Mateo se acostó sobre sus cojines esperando perder la mayor parte de lo que había comido. Pero, para su sorpresa, su cuerpo aceptó la comida. No había estado sin comer el tiempo suficiente para rechazar lo que por dentro ansiaba, como a veces sucedía, según había oído, a monjes que ayunaban demasiado tiempo. Entonces cerró los ojos con un sentimiento de decepción por haber sido, una vez más, arrebatado a la muerte.

Capítulo 15

Las moscas zumbaban y el sudor goteaba abundantemente por su cara, cuando de pronto sintió con cierta sorpresa el frescor de una gota contra su calurosa piel. Mateo se agarraba a la silla del bamboleante animal en el que viajaba, medio dormido por el asfixiante calor. Su cuerpo sufría, pero él no se daba cuenta. No estaba en realidad allí. Una vez más, como solía hacer ahora, se había ausentado de la realidad refugiándose en los recuerdos del pasado.

Mentalmente se hallaba muy lejos, en la tierra que lo había visto nacer. Caminaba por la exuberante hierba de los campos de la antigua escuela donde estudiaba. Almorzaba bajo enormes robles que eran más viejos que la escuela. Él y sus compañeros de estudio discutían con voces solemnes y juveniles sobre los misterios de la vida, los masticaban junto con carne de vaca fría y pan y los tenían todos resueltos antes del postre.

O bien se hallaba en el aula, sentado en su alto pupitre copiando laboriosamente su primer conjuro de importancia en el pergamino hecho con la piel de un cordero recién nacido. A menudo se detenía para limpiarse con una tela los dedos manchados con la sangre del cordero empleada para escribir el sortilegio, con el fin de evitar que cayese alguna gota sobre el pergamino. El más ligero error anularía la magia. Podía ver con toda claridad la pluma de cuervo con que escribía, brillando con la luz que entraba a través de los cristales de la ventana. Días y días había estado trabajando en aquel conjuro, asegurándose de que cada trazo que daba era tan perfecto como él podía conseguir hacerlo. Los dedos se le agarrotaban por la tensión, y la espalda le dolía de tanto inclinarse sobre su pupitre. Jamás había sido tan feliz en su vida.

Por fin el conjuro estuvo terminado. Él se apoyó en el respaldo de su asiento y se quedó mirando el pergamino durante una hora, buscando la más diminuta mancha, el más minúsculo error. No había ninguno. Enrollándolo con cuidado, lo metió en el estuche para conjuros de marfil labrado que sus padres le habían regalado el último Día Sagrado. Luego cerró la tapa de plata, la selló con cera de abeja y, con cuidado, llevó el conjuro a la mesa de su maestro, el archimago, y lo depositó ante él. El archimago, embebido en la lectura de algún mohoso y polvoriento texto que hasta olía a conocimiento arcano, no dijo nada, sino que aceptó con calma el estuche.

Quince días más tarde —el plazo más largo de días y noches que Mateo había experimentado en su vida— el archimago llamó al joven a su estudio privado. Allí se hallaban reunidos algunos otros brujos, profesores de Mateo. Todos ellos, de pie ante él, lo miraban con gravedad, con sus largas barbas grises colgando sobre sus pechos. El archimago devolvió a Mateo el estuche con el conjuro. Mateo contuvo el aliento. El archimago sonrió; los demás maestros sonrieron. El conjuro había funcionado a la perfección, dijeron. Mateo había aprobado. Por fin era aprendiz de brujo. Su recompensa: ser incluido en un viaje por mar a la tierra de Sardish Jardan.

Antes de emprender el viaje, regresó a casa de vacaciones y pasó su tiempo en continuo y silencioso estudio y meditación en compañía de sus padres, a la luz de las velas en la biblioteca de su casa. Los hombres de la tierra del oeste vivían en lo que mucha gente de Tirish Aranth consideraban una región dura. Según un mito popular, era tan montañosa que uno dormía siempre inclinado. Aquel montañoso país estaba densamente poblado de bosques, cubierto de altas espesuras de pino y álamo temblón. Su suelo era rocoso, adecuado sólo para una agricultura de subsistencia. Sin embargo, no había escasez de comida. Aunque un pueblo de tierras salvajes, los hombres del oeste habían aprendido ya hacía mucho tiempo a vivir de la tierra. Cazaban ciervos y alces en el bosque, y conejos y ardillas en los valles por medio de trampas, y pescaban coloreadas y brillantes truchas en los arroyos.

Amantes del estudio y la naturaleza, los hombres del oeste eran gente solitaria y construían sus casas de piedra en la cima de traicioneros senderos que sólo los amigos más aventureros o leales se atrevían a trepar. Allí, entre libros, aquellos hombres pasaban sus tranquilas vidas educando a sus hijos con la ligera preocupación de aquellos para quienes lo primero es la búsqueda de conocimiento y después todo lo demás.

A causa de su esbelta constitución, sus voces aflautadas y la belleza física tanto de hombres como de mujeres, resultaba difícil distinguir entre ambos sexos. Los hombres del oeste, por su parte, no veían por qué razón había que hacerlo. Hombres y mujeres eran siempre uno en todo lo que hacían, desde asistir a escuelas hasta cazar. Según el desdeñoso mundo en general, era esta indiferenciación de los sexos lo que, con los años, había hecho que a los hombres dejara de crecerles vello facial. Teniendo muy poco que ver con el resto del mundo, los hombres del oeste nacían caso omiso de sus detractores. Casi nunca se casaban fuera de su propia raza, ya que encontraban a las otras gentes de Tirish Aranth groseras y estúpidas, más apegadas al cuerpo que a la mente como rezaba el axioma de los hombres del oeste.

La familia de Mateo era una familia antigua y había acumulado, con los años, una fortuna suficiente para poder concentrarse en sus estudios excluyendo todo lo demás. Su madre era filósofa; sus escritos sobre las enseñanzas de Promenthas habían recibido una alta consideración tanto por parte del círculo religioso como del seglar. Le habían ofrecido cátedras en varias universidades, pero ella siempre había rehusado. Nada había que pudiera inducirla a abandonar las colinas donde había nacido ni al marido a quien amaba con devoción. El padre de Mateo era alquimista, un hombre soñador cuya mayor felicidad estaba en sumergirse entre sus tubos de cristal y las azules llamas que ardían, provocando horrendos olores y esporádicas explosiones que hacían temblar la casa. El primer recuerdo de su padre que tenía Mateo era el de verlo emerger de su laboratorio subterráneo en medio de una nube de ondulante humo, con las cejas socarradas y su ennegrecido rostro en éxtasis.

Los padres de Mateo habían enviado al muchacho a la mejor escuela de brujos abierta a hombres jóvenes. Abandonó el hogar a los seis años y volvía a él una vez al año, con ocasión del Día Sagrado. Y, aparte de que su padre estaba cada vez un poco más canoso y su madre presentaba un poco más pronunciadas las arrugas en torno a los ojos, siempre que Mateo volvía encontraba a sus padres igual. Una vez al año, éstos levantaban la cabeza de sus libros y sus tubos de ensayo para dar la bienvenida a casa a su hijo, sonriéndole como si no hubiese estado fuera más de una hora, y volvían luego tranquilamente a su trabajo con una silenciosa invitación al joven para que se les uniera. Apenas llegado, Mateo se hallaba sentado en su propia mesa de estudio con la cálida sensación de que nunca se había ausentado.

Allí se veía sentado ahora, en su silla de madera con alto respaldo, escuchando el arañar de la pluma de su madre sobre la página que estaba escribiendo y el murmullo de ella para sí, pues solía hablar en voz alta mientras escribía. Una fresca brisa, perfumada con el penetrante aroma del pino, soplaba a través de la ventana abierta. De pronto se oyeron, procedentes del laboratorio que había debajo de la casa, un golpe sordo y un grito. Su padre… Extraño, nunca había gritado así. Mateo levantó la cabeza del libro que estaba examinando. ¿Qué sucedía? ¿Por qué todo ese escándalo?

Un violento tirón despertó al joven brujo, que tuvo que agarrarse para no caer de su montura. El dolor de la terrible y amarga conciencia de que sólo había estado soñando se retorció dentro de él. Despertar era siempre una tortura, el precio que pagaba. Pero valía la pena escapar a aquella vida miserable, aunque sólo fuese por breves momentos. A punto estaba de dejarse zambullir de nuevo en aquel maravilloso refugio cuando se dio cuenta de que los gritos no habían sido parte de su imaginación. Mirando a través de los pliegues de su
bassourab
, Mateo indagó la causa de aquella conmoción. El corazón le dio un vuelco.

Habían llegado a las murallas de la ciudad.

Acostumbrado a los techados de paja de dos aguas de las viviendas de su propia tierra, los edificios que podía ver elevarse por encima de aquellas murallas le resultaron a Mateo tan extraños e impresionantes como la tierra que habían atravesado. Retorciéndose hacia arriba en fantásticos diseños, con pináculos, torres y minaretes inflados como cebollas, parecían haber sido construidos por algún niño lunático.

Mateo podía incluso oler la ciudad desde aquella distancia: miles de cuerpos sin lavar sudando, comiendo y defecando bajo aquel despiadado sol. Podía oír el ruido: un leve murmullo de cientos de voces regateando, orando, discutiendo… Y a esa ciudad lo llevaban. Lo arrastrarían hasta el mercado de esclavos y lo harían permanecer allí de pie, soportando la escrutadora mirada de incontables ojos impíos… Enfermo de miedo, dejó colgar su cabeza hacia abajo para disipar el mareo que lo había asaltado y esperó así la orden que lo enviaría al infierno.

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