—Cuidado —añadió bromeando Khardan—. Si sigues girando la cabeza de esa manera, te vas a romper el cuello.
—¡Quiero verlo todo! —protestó Achmed y, con una inhalación de sorpresa, tiró a Khardan de la manga—. ¿Quién es ése? —preguntó señalando.
Moviéndose con una calma sublime entre el caos y la confusión que bullían a su alrededor como el agua del mar en torno a un
'efreet
, había un hombre que resplandecía más que el sol. Vestido con una túnica de terciopelo amarillo subido —cada centímetro de la cual estaba cubierto de bordado dorado y piedras preciosas incrustadas—, el hombre llevaba collares de gruesa cadena de oro en torno al cuello. Brazaletes de oro y plata le cubrían los brazos; los dedos no se le veían a causa de los anillos que los adornaban; los lóbulos de las orejas se habían desfigurado por el peso del oro que colgaba de ellos. Su piel era de color oliva, sus ojos almendrados y pintados con luminosos colores y contorneados por rayas negras que discurrían desde sus párpados a sus orejas. Tras él se apresuraba un sirviente sosteniendo una enorme hoja de palmera sobre la cabeza del hombre para protegerlo del sol. Otro sirviente caminaba a su lado refrescándolo con la constante brisa de un abanico de plumas.
—Es un prestamista, un seguidor de Kharmani, dios de la Riqueza.
—Creí que todo el mundo en Kich adoraba a Quar.
—Ah, ni siquiera Quar se atreve a ofender a Kharmani. La economía de esta ciudad se desplomaría al instante si lo hiciese. Además, los seguidores de Kharmani son pocos y, probablemente, no merecen la atención de Quar. A ellos no les interesan las guerras ni la política; sólo les preocupa el dinero.
Achmed miró con curiosidad al hombre, que avanzaba a través de la multitud con gran suficiencia. Daba la impresión de que se enriquecía con las miradas de envidia que de todas partes le dirigían.
—¿No se adentran nunca solos en el desierto, estos seguidores de Kharmani? —murmuró Achmed a su hermano—. Uno de esos brazaletes proveería a un hombre de tres esposas…
—¡Ni se te ocurra pensar en algo así! —se apresuró a advertirle Khardan—. ¡Traerías la ira del dios sobre todos nosotros! ¡Nadie osaría robar a un escogido de Kharmani! La última vez que estuve en Kich vi a un seguidor de Be-nario, dios de los Ladrones, intentar robarle el monedero a un prestamista. En el momento en que tocó el dinero, su mano se quedó pegada a él, y se vio obligado a pasar el resto de sus días arrastrándose detrás de su víctima, siempre con su mano en el bolsillo del prestamista, sin poder liberarse jamás.
—¿De veras? —preguntó un escéptico Achmed.
—¡De veras! —aseguró Khardan ocultando su sonrisa.
Los ojos de Achmed seguían con pesar al prestamista cuando un sonido metálico procedente de la dirección contraria atrajo la atención del joven. Mirando por encima de su hombro, tiró de la manga de su hermano.
—¿Quiénes son esos pobres miserables?
El labio de Khardan se frunció en un rictus de repulsa.
—Esclavos, que son conducidos al mercado de esclavos —dijo, señalando a una fila de tiendas que se elevaba a pocos pasos de ellos—. Detesto esa parte de la ciudad. Ver esto me deja mal sabor de boca durante varios días. ¿Ves el palanquín blanco que van transportando detrás de ellos? El mercader de esclavos. Esos hombres que cabalgan a su alrededor son
goums
, su guardia personal.
—¿De dónde provienen los esclavos?
—Estos son de Ravenchai, muy probablemente —dijo Khardan mirando con aire sombrío la fila de hombres y muchachos encadenados unos a otros que arrastraban sus pies a lo largo de las calles, con las cabezas caídas—. Los habitantes de aquella tierra son agricultores —explicó con desdén— y viven en pequeñas tribus. Una gente pacífica, y por ello fácil presa para los traficantes y sus
goums
, quienes periódicamente caen sobre ellos, acorralan a los jóvenes fuertes y a las mujeres bonitas y los traen a vender a Kich.
—¿Mujeres? ¿Dónde están? —preguntó Achmed examinando la fila de esclavos con renovado interés.
—Supongo que en esa carreta cubierta, justo delante del palanquín. ¿Ves lo bien guardada que va? A ellas no las ves, por supuesto. Además, llevan velo. Sólo cuando lle-guen a la tarima de subasta les quitará el mercader sus velos para que los compradores puedan ver lo que adquieren.
Achmed se chupó los labios.
—Tal vez con mi parte del dinero podría…
Con un rápido y ágil movimiento, Khardan abofeteó al joven en la cara.
Llevándose la mano a su escocido rostro, cuya piel ardía de vergüenza y dolor, Achmed miró a su hermano mayor con resentimiento.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó, deteniéndose en medio de la calle donde al instante fueron rodeados por un grupo de niños medio desnudos que les pedían monedas—. Padre tiene esclavos. Y tú también…
—¡Sirvientes contratados! —lo reprendió Khardan con severidad—. Hombres que se han vendido ellos mismos para pagar una deuda. Esa esclavitud es honorable, pues trabajan para comprar su libertad. Este hombre —dijo con un enojado gesto hacia el palanquín— comercia con seres humanos para su propio provecho. Él los captura contra su voluntad. Tal cosa está prohibida por Akhran. Además —sonrió Khardan dando otro cachete a su hermano en la mejilla, esta vez en broma—, las mujeres que podrías comprar no te gustarían, y las que te gusten no las podrías comprar.
Reanudaron su camino en medio del clamor de protesta levantado por los niños mendigos.
—Aquí están los bazares —dijo Khardan girando por una calle a su derecha.
Boquiabierto de asombro, Achmed olvidó en un instante su dolor. Jamás se había imaginado tanta riqueza y esplendor, semejante despliegue de artículos para vender, tamaños confusión y bullicio. Mientras caminaba, miraba una tras otra aquellas calles con barracas cubiertas rodeadas de gesticulantes compradores.
Algunas secciones de los bazares y, a veces, calles enteras de Kich estaban dedicadas a vender determinados tipos de mercancía. Directamente perpendicular a la muralla del palacio, en el lado sur, estaba la Calle del Cobre y el Latón, deslumbrante para los ojos al reflejarse la luz del sol en sus mercancías. Después de ésta, estaba el Bazar de los Horneros, cuyos olores hicieron gruñir el estómago de Achmed. Oblicuamente desde esta hilera de barracas arrancaba el Bazar de las Alfombras, una orgía de fantásticos colores y diseños cuya visión mareaba los ojos.
—Por esa calle —dijo Khardan, indicando una ramificación que conducía más hacia el sur—, está el Bazar de la Seda y el Calzado. Ahí compraremos regalos para nuestras madres.
—¿Y algo para tu mujer? —preguntó Achmed con guasa para resarcirse del golpe.
—Tal vez. —Khardan se ruborizó y calló.
No siendo ésta la respuesta que Achmed esperaba, el joven miró a su hermano con cierto asombro. Khardan vio seda de color rosado con los ojos de la mente. Oliendo de nuevo la fragancia de jazmín, continuó mostrando las curiosidades que los rodeaban.
—Más allá están los vendedores de la Madera y la Paja, después la Calle de los Tintoreros y los Tejedores, la Calle de los Cordeleros, el Bazar de los Alfareros, el de los Orfebres y Joyeros, los Prestamistas, los comerciantes de Tabaco y Pipas y las Casas de Té y las
arwat
(casas de reposo). Por allí están las calles donde se pueden adquirir amuletos y artilugios mágicos, sal, dulces, cueros, objetos de hierro y armas.
—¡Armas!
Los ojos de Achmed brillaron. Su padre le había prometido una espada con una parte del dinero ganado. Echó una escrutadora mirada a lo largo de la multitudinaria calle en un vano esfuerzo por captar el brillo del acero.
—Iremos allí primero —dijo.
—Desde luego. ¡Cuidado! —Khardan sujetó a su hermano justo cuando éste estaba a punto de tropezar y caer en un enorme estanque de agua que había entre la calle por donde bajaban y el muro de la Kasbah.
—¿Qué es eso?
—Un
bauz
. Hay muchas de estas charcas artificiales en la ciudad. El agua viene de las montañas, conducida por
ariqs
. Tiene muchos usos… —dijo Khardan dando un codazo a Achmed mientras señalaba a un hombre que se lavaba en el estanque las manos manchadas de boñiga de camello y a una mujer que llevaba un jarro a menos de medio metro de distancia—. ¿Tienes sed?
—¡Ahora no!
—La gente de ciudad —dijo Khardan con el mismo tono con que podría haber dicho «chacales».
Achmed asintió con el rostro solemne por la recién adquirida sabiduría.
Consciente de la importancia de su misión y sabiendo que el amir sólo concedía audiencias durante las horas frescas de la mañana, Khardan apremió a su hermano al tiempo que lo mantenía a salvo de las garras de los vendedores, quienes no habrían tardado nada en librarlo de los diez
tumans
de plata que llevaba consigo. Al ver que el sol se estaba aproximando a su cénit, los dos hermanos abandonaron los bazares y se encaminaron hacia la gran entrada de la Kasbah.
Dos sólidas torres de piedra flanqueaban las inmensas puertas de madera que permanecían abiertas bajo un pasaje arqueado. Por encima de las puertas, en el segundo piso y entre las torres, discurría una galería con columnas. Encima de ésta había un tercer piso abierto al aire libre por el frente. Desde el tejado de este tercer piso colgaba, directamente sobre la puerta, una gigantesca espada.
Suspendida por medio de fuertes cadenas de hierro, esta magnífica espada era el símbolo del amir, un poderoso símbolo que recordaba a todo aquel que la miraba que se hallaba bajo su ley de hierro. Tan grande y pesada era la espada que había requerido un verdadero ejército de hombres y siete elefantes para transportarla a través de las montañas desde la ciudad de Khandar, capital del imperio.
El día en que la espada llegó a Kich había sido un día de ceremonia en la ciudad, pues marcaba la ascensión del amir al trono. El propio Kaug, el
'efreet
, había colgado la espada de aquel lugar, levantando sin esfuerzo la pesada arma de la enorme carreta sobre la que viajaba. El imán la había bendecido después, decretando que aquella espada permanecería allí colgada para glorificar el nuevo orden de Quar, cuyo reinado duraría hasta que el sol, la luna y las estrellas cayeran de los cielos. Esto, huelga decir, había impresionado a la población de Kich.
Pero no a Khardan. Mirando con disgusto la espada que pendía sobre su cabeza, el califa recordó con pena cómo habían sido las cosas en el pasado.
Una media luna de plata maciza colgaba allí en los días del sultán, un hombre sencillo, amante del placer, que pagaba su tributo anual al emperador, en Khandar, y enseguida hacía lo que podía por olvidar todo cuanto tuviera que ver con política por el resto del año. No se hacían preguntas a nadie en la puerta de la ciudad bajo el mandato del sultán, ni se cometían disparates tales como llevar a los djinn al templo del imán. Los guardias de la torre que se elevaba a la derecha de la gran puerta solían quedarse medio dormidos con el sol de la tarde. No había toque de queda. Cada noche, los hombres de la ciudad se congregaban en torno al
hauz
que había delante de la puerta principal del palacio, a donde iban a relajarse, compartir el cotilleo del día entre susurros o escuchar a los narradores de cuentos que evocaban días pasados. Los soldados del cuartel, situado en el patio interior a la izquierda de la puerta, se solazaban por ahí, jugando a los naipes y contemplando a las mujeres que venían al
hauz
, o entregándose al deporte de la esgrima.
Ahora, los guardias de la torre estaban alertas, haciendo un riguroso escrutinio de todo aquel que entraba. La gente venía todavía al
hauz
en busca de agua, pero nadie perdía un segundo más de lo necesario allí, bajo la siniestra mirada de los guardias.
Las grandes puertas de madera estaban abiertas, pero también en ese lugar había guardias, que interrogaron con insolencia a Khardan acerca de todo, desde el linaje de sus caballos hasta el suyo propio, momento en que Khardan estuvo casi a punto de perder la calma. Sólo la mano reprobadora de su hermano menor en su brazo hizo que Khardan se mordiese la lengua para reprimir sus enojadas palabras.
Por fin los guardias, sin la menor cortesía, los dejaron pasar.
Los hermanos entraron en la fresca sombra de la Kas-bah. Achmed, estirando el cuello dolorosamente para mirar desde abajo la gigantesca espada, tropezó en las piedras del pavimento. Khardan caminó por debajo de ella sin mirar; su rostro aparecía severo y congestionado de ira contenida.
El precio de los caballos estaba subiendo.
—El nómada y sus hombres han llegado a la ciudad, oh rey.
—Muy bien. Informad al imán.
Haciendo una pronunciada reverencia y con las manos entrelazadas, el sirviente se retiró de la sala de audiencias retrocediendo con paso silencioso. El amir echó una mirada al capitán de la Guardia, que esperaba junto al trono y que no sólo era el segundo en el mando sino también el wazir jefe. Esta elevada posición había sido ocupada por ministros civiles en el pasado, pero ahora la ciudad de Kich se hallaba bajo régimen militar; el amir se consideraba a sí mismo un general, primero, y después, con cierta reticencia, un rey.
El amir Abul Qasim Qannadi desconfiaba de los civiles. El último wazir había encontrado el mismo destino que su sultán, con el distinguido privilegio de ser arrojado por el precipicio mientras todavía podían oírse los gritos de su gobernante resonar entre las quebradas rocas allá abajo. Cuando Qannadi se hizo con el control de la ciudad, reemplazó a todo el personal civil por sus propios hombres de armas. Con mentalidad práctica de soldado, el amir habría matado también a los funcionarios menores o, al menos, los habría encerrado en las mazmorras. Pero Fei-sal, el imán, como líder espiritual, se opuso a aquel innecesario derramamiento de sangre.Ante la insistencia de Feisal, se les dio a los funcionarios menores la oportunidad de elegir entre servir a Quar en vida o servir a su antiguo dios, muertos. Huelga decir que todos y cada uno experimentaron una súbita transformación religiosa que les permitió vivir, aunque fueron depuestos de sus cargos. Algunos de ellos, que habían sido renombradamente leales al sultán, sufrieron después desafortunados accidentes, en los que, según la versión oficial, fueron asaltados y golpeados a muerte por seguidores de Benario. Ciertos informes de testigos que aseguraban haber visto los uniformes del amir bajo las negras capas de los seguidores de Benario enseguida fueron desechados.