El camello de Mateo se puso de pie con una sacudida y refunfuños de protesta. Mirando por entre los pliegues de su
bassourab
, el joven brujo contempló el cuerpo de la pobre muchacha que yacía olvidado en la arena del desierto.
Delante de él, elevándose en medio de la llanura, estaban las murallas de la ciudad, una prisión de sufrimiento y desventura. El hedor de la ciudad agredió las ventanas de su nariz. El camello se desvió hacia un lado para evitar el cuerpo de la esclava; ya se veían buitres aleteando cerca del suelo.
Torciéndose en su montura, Mateo volvió a contemplar el cuerpo con envidia.
Kaug, el
'efreet
, no habitaba en un suntuoso palacio en el plano de los djinn. Por razones que nadie debía conocer, vivía en una cueva muy por debajo del mar de Kurdin. Los rumores sostenían que, muchos siglos atrás, había sido desterrado a dicha cueva por el dios Zhakrin durante uno de los Ciclos de la Fe, cuando este oscuro dios reinaba y Quar, el dios de Kaug, no era sino un humilde besapiés.
Pukah meditaba sobre esta historia mientras nadaba a través de la tenebrosa agua salada de aquel mar interior. Se preguntaba si sería verdad y, de serlo, qué terrible acción habría cometido Kaug para merecer dicho castigo. También se preguntaba por qué, si Kaug era ahora tan poderoso, no se mudaba a mejor vecindad.
Pese al hecho de que él podía respirar agua con la misma facilidad con que respiraba aire, Pukah se sentía asfixiado. Echaba en falta el sol abrasador, la libertad de la vasta y abierta tierra. Mientras cortaba el agua con sus brazos, el djinn se sentía disgustado por tener que soportar el frío y la humedad y, lo que era peor, las miradas de aquellos peces con ojos saltones. Desagradables criaturas, los peces. Tan viscosos y escamosos. Ningún nómada del desierto los comía, considerándolos alimento apropiado sólo para la gente de la ciudad, que no podía conseguir nada mejor. Pukah sintió un escalofrío en la piel cuando una de aquellas estúpidas criaturas se topó con él. Empujando al pez hacia un lado, y teniendo buen cuidado de limpiarse la baba de su mano con una esponja que había por allí, Pukah escrutó a través del agua en busca de la entrada de la cueva.
Allí estaba; una luz irradiaba de su interior. Estupendo, Kaug estaba en casa.
La cueva de Kaug se encontraba en lo más profundo del fondo marino, excavada en un risco de roca negra. La luz de su interior iluminaba largas melenas de musgo marrón verdoso que colgaban de dicho risco, flotando en el agua como el cabello de una mujer ahogada. El coral se elevaba en grotescas formas desde el fondo del mar, culebreando y contorsionándose entre las sombras constantemente móviles. Gigantescos peces con ojos pequeños y sanguinarios, gordos cuerpos e hileras de dientes como cuchillas resplandecían al pasar, examinando primero a Pukah con ferocidad y, después, maldiciendo al djinn por su carne etérea.
Pukah a su vez también los maldecía a ellos con pasión, entre otras cosas por ser tan feos. El joven djinn no se sentía en lo más mínimo impresionado por cuanto lo rodeaba, aparte de una cierta repugnancia y un deseo de tomar una buena bocanada de aire fresco. Confiando en sí mismo y en su propia inteligencia, así como en la supuesta estupidez de su oponente, Pukah estaba deseando arrojar su andanada verbal sobre la cabeza de éste.
Si Pukah hubiese hablado antes con Sond o Fedj, habría venido en guardia. Estaría, de hecho, temblando dentro de sus zapatillas de seda, ya que lo más probable era que, en un encuentro con el malvado
'efreet
, fuese Pukah quien terminara recibiendo una andanada y
no
precisamente verbal. Pero Pukah no había contado su plan ni a Sond ni a Fedj. Decidido todavía a superar a los otros djinn y ganarse la admiración de Akhran para sí, Pukah había urdido una segunda estratagema para enmendar la primera. Como muchos otros, tanto djinn como humanos, Pukah pensaba que un cuerpo pesado era indicación de una mente torpe, y se creía capaz de torear la espesa inteligencia del viejo
'efreet
igual que un pájaro juguetón revolotea en torno a la cabeza de un oso.
Poniendo pie en el fondo a la entrada de la cueva, Pukah echó una mirada al interior. Apenas pudo ver la gran mole del
'efreet
al acecho, cuya figura oscura y con los hombros caídos se recortaba contra la luz que arrojaban una especie de erizos de mar encantados que flotaban o se posaban en triste servidumbre en torno a la morada de aquél.
—
Salaam aleikum
, oh Poderoso Kaug —saludó Pukah con respeto—. ¿Puedo entrar en tu empapado hogar?
La negra figura interrumpió lo que quiera que estuviese haciendo y se volvió para mirar con aire feroz hacia la entrada.
—¿Quién llama? —preguntó huraño.
—Soy yo, Pukah —respondió el joven djinn con humildad y muy complacido con su propia actuación—. He venido a ver a Su Magnificencia para un asunto de extrema importancia.
—Muy bien, puedes entrar —dijo Kaug con rudeza, volviendo la espalda a su invitado que, después de todo, no era más que un djinn inferior de muy poco monta.
Molesto por tamaña grosería, Pukah se sintió doblemente complacido de poder pinchar la burbuja del bienestar del
'efreet
.Mirando con desagrado las rocas cubiertas de musgo que al parecer hacían las veces de sillas, Pukah avanzó hasta la parte trasera de aquella cueva llena de agua. Según pasaba, observó que Kaug había adquirido algunos objetos muy bonitos en el mundo de los humanos. Un huevo de oro incrustado con piedras preciosas, que descansaba en el centro de una mesa hecha con una gigantesca concha, atrajo de un modo especial la atención del djinn. Jamás había visto nada tan precioso.
Pukah volvió a concentrarse en el asunto que traía entre manos, tomando nota en su mente para volver a aquel lugar medio siglo más tarde o así, cuando el
'efreet
no estuviese en casa, y aligerarlo de algunos de aquellos maravillosos y delicados objetos que, como era evidente, no eran apropiados al gusto de aquel bruto.
—Te deseo alegría, oh Grande —dijo Pukah inclinándose y haciendo un gesto aleteante con la mano desde su turbante hasta su cara.
—¿Qué quieres? —preguntó Kaug volviéndose por fin de lo que estuviese haciendo para dar la cara al djinn.
Olfateando, Pukah vio que el
'efreet
había estado inclinado sobre una olla, cocinando algo de un olor indescriptiblemente desagradable. Temiendo que lo invitase a quedarse para la cena, Pukah resolvió ir directo al asunto sin ninguna charla preliminar.
—He venido, oh Magnífico, para traer una advertencia a tu amo, el Reverendo y Sagrado Quar.
—¿Ah, sí? —dijo el
'efreet
ocultando su astuto recelo tras el estrechamiento de sus párpados—. ¿Y por qué esa preocupación por mi Señor, pequeño Pukah?
«¡Pequeño Pukah!» El pecho del joven djinn se encendió de indignación. Todo cuanto podía hacer era recordarse a sí mismo que él era el más sabio, el más elegante de los dos, y que, por tanto, podía permitirse el lujo de ser magnánimo y pasar por alto este insulto.
«¡Pero esta masa de alga marina pagará por su comentario antes de que haya terminado con él!»
—He venido porque no me gusta ver a ninguno de los dioses humillado y arrojado de sus altos lugares a los ojos de los humanos, oh Gran
'efreet
. Esto provoca en los insignificantes humanos delirios de grandeza y hace difícil la vida para todos nosotros, ¿no estás de acuerdo?
«¿Lo has entendido, Cabeza de Besugo, o tengo que dele-treártelo?»
—Oh, sí, estoy de acuerdo. Con toda seguridad —respondió Kaug descendiendo para colocar su gran masa en una silla hecha con una enorme esponja. Millares de peces diminutos salieron disparados de ella cuando él se sentó. Cómodamente arrellanado, escrutó al djinn sin invitarlo a tomar asiento—. ¿Debo entender que prevés algún riesgo de humillación para mi señor?
—Así es —afirmó Pukah.
—Quar estará en deuda contigo por tan oportuna advertencia, entonces —dijo Kaug con aire grave—. ¿Serías tan amable de describir la naturaleza de este amenazante desastre, para que yo pueda transmitírselo a mi Señor y podamos prepararnos para impedirlo?
—Te lo diré, pero no hay modo alguno de impedirlo. Estoy haciendo esto sólo para ahorrar a tu señor el vergonzoso final que irremediablemente encontrará si intenta luchar contra su destino en lugar de aceptarlo.
«¡Toma! ¡Ahí sí que se lo he puesto bien!»
—Si lo que dices es verdad, mi Señor y yo ensalzaremos tu nombre, oh Sabio Pukah. ¿No deseas sentarte? ¿Algún refrigerio?
«¡Antes comería en el Reino de los Muertos!»
—No, gracias, oh Gran Kaug, aunque huele divino en verdad. Dispongo de muy poco tiempo. Debo regresar con mi amo mortal, el califa, que no puede arreglárselas sin mí, como ya sabrás.
—Mmmmm —murmuró el
'efreet—
. Continúa, pues, tu interesantísima conversación.
—Seamos sinceros entre nosotros, oh Gran Kaug. No es ningún secreto que tu Sagrado Señor, Quar, se propone hacerse con el control de los cielos, y que mi Sagrado Señor, Akhran, está asimismo empeñado en que él, Quar, no alcance su propósito. Estamos de acuerdo en eso, ¿verdad?
—Estamos de acuerdo en lo que quieras, mi encantador amigo —dijo Kaug con tono amistoso—. ¿Estás seguro de que no quieres sentarte? ¿Probar un poco de pulpo hervido?
«¡Pulpo hervido! Es evidente que la sal se ha comido una buena parte del cerebro de este tipo.»
Rechazando educadamente la invitación del
'efreet
, el joven djinn prosiguió.
—Como sin duda tu Señor y tú habréis oído, las tribus del jeque Jaafar al Widjar y el jeque Majiid al Fakhar se han unido a través del matrimonio del califa, Khardan, y Zohra, la flor de su tribu. —Pukah extendió sus manos con un arrebatado suspiro—. ¡Y en verdad se trata de un matrimonio de designio celestial! Ahora, nuestras bendiciones se han visto colmadas también (que Sul no envidie nuestra buena fortuna) por la adhesión de una tercera tribu del desierto.
El pecho de Pukah se infló de importancia al notar cómo la grave expresión del
'efreet
se volvía considerablemente más grave.
—¿Una tercera tribu? —inquirió Kaug—. ¿Y de quién puede tratarse?
—¡Del acaudalado y poderoso jeque Zeid al Saban!
Aunque Pukah no se enteró, consiguió en verdad dejar atónito a Kaug. Cuando uno cree que alguien está comiendo con mansedumbre de su mano, es muy violenta la sorpresa al sentir unos dientes clavarse en sus dedos. ¡Sond lo había traicionado! Los ojos de Kaug se abrieron desmesuradamente, no de miedo como pensó el presuntuoso Pukah, sino de indignada furia. Y después se estrecharon, estudiando con perspicacia al joven djinn.
—¿Por qué nos cuentas todo esto?
—Ay —Pukah elevó un suspiro—. Tengo un punto blando en mi corazón por la gente de la ciudad. Las tres tribus planean unir sus fuerzas y arremeter contra Kich, donde piensan deponer al imán y decapitarlo, tomar el palacio y liberar al amir de la onerosa carga de sus numerosas esposas y concubinas. Es probable que, si se sienten inclinados a ello, saqueen y quemen la ciudad. Tal vez no. Depende de lo que a mi señor se le antoja en cada momento. Yo no tengo estómago para soportar la idea de tanta violencia y derramamiento de sangre. Y, como ya he dicho antes, sería una humillante derrota para Quar.
—Por cierto que sí —dijo muy despacio Kaug—. Tienes razón, Pukah. Se está forjando una gran tragedia aquí.
Y así era, pero no exactamente la que Pukah tenía en su mente.
—¿Qué sugieres que hagamos? ¿Qué haría falta para apaciguar a este exaltado califa tuyo de manera que nos deje en paz?
Sonriendo con elegancia, Pukah aparentó considerar el asunto.
—En este mismo momento, Khardan se halla de camino a la ciudad de Kich, supuestamente para vender sus caballos al amir; pero, en realidad, para ver cómo lo tratan. Si es bien tratado, dejará la ciudad intacta, conformándose quizá con exigir varios centenares de camellos, unos cuantos sacos de oro y joyas y cien rollos de seda como tributo. Si se siente insultado u ofendido en algún modo, ¡arrasará la ciudad!
El tono de Pukah se volvió casi feroz al expresar esto último, haciendo con su mano un movimiento cortante como de una espada cayendo inexorable sobre un cuello desnudo.
Kaug mantuvo el rostro impasible, aunque por dentro ardía con tal intensidad que era casi un milagro que el agua que lo rodeaba no comenzase a hervir. Entonces, miró a Pukah con pensativa atención.
—Si tratamos a tu amo como él, sin duda, merece —dijo el
'efreet
con aparente serenidad—, ¿qué hará él a cambio?
—El califa distribuirá las riquezas entre las tres tribus y luego las dispersará para que cada una vuelva a la tierra de sus antepasados. Quar podrá conservar intacta su ciudad y proseguir la guerra hacia el sur, en Bas, cuya gente no despierta nuestro interés.
—Magnánimo —dijo Kaug asintiendo con la cabeza.
—Ése es el califa —dijo Pukah—. ¡Magnánimo hasta la exageración!
El joven djinn dedujo, por la cara de Kaug, que éste estaba impresionado, incluso pasmado. Su plan estaba dando resultado. El
'efreet
llevaría estas noticias a Quar, quien se acobardaría y dejaría de amenazar a Akhran, quien a su vez permitiría a las tribus de Jaafar y Majiid volver a sus viejas rencillas mutuas, lo que convencería a Zeid de que no tenían intención de luchar con él, y así Zeid se volvería a su tierra del sur…, todo lo cual sería modestamente presentado por Pukah como obra suya y le valdría un palacio en las nubes con djinniyeh en el baño.
Ansioso por librarse de su visitante y poder llevar a toda prisa el mensaje a Quar, Kaug insistió en que Pukah se quedase a cenar, reforzando su invitación con una muestra del menú que sacó de la olla tirando de los tentáculos.
Llegado a este punto, Pukah oyó la súbita llamada de su amo y se retiró del domicilio de Kaug con descortés premura.
Apenas un segundo después, el
'efreet
se elevó por encima de las aguas. Libre por fin para expresar su rabia, sobrevoló el mar interior con la fuerza de un huracán, mientras las olas espumeaban y saltaban alrededor de él y los vientos agitaban enloquecidamente su cabello.
En una mano sostenía relámpagos que lanzaba con furia aquí y allá. En la otra llevaba un huevo de oro.