Y, para colmo, se hallaba cada vez más frustrada por no poder acercarse a Khardan y obtener la información que había ido a buscar. Una y otra vez enviaba sus lamentaciones a Yamina.
—No tienes idea de lo miserable que es mi vida aquí —decía Meryem con amargura.
Sola en su tienda, sostenía en sus manos lo que parecía ser un espejo con marco dorado. Si alguien entraba (cosa bastante improbable considerando lo tardío de la hora, por la noche), simplemente la verían mirándose la cara, nada más.
En realidad, el espejo era un ingenio de gran poder mágico que permitía a la maga que lo poseía invocar la imagen de otra maga sobre su superficie y comunicarse con ella.
—Vivo en una tienda tan pequeña que tengo que agacharme para entrar. El olor es increíble. Estuve enferma durante tres días a causa de él, cuando llegué aquí. Me veo obligada a servir a los hombres como una vulgar esclava doméstica. Mis hermosas ropas están hechas jirones. No hay nada para comer más que cordero y gacela, pan y arroz. Ninguna fruta fresca, ni hortalizas. No hay vino, ni nada que beber excepto té y café…
—Con seguridad tendrás algunas diversiones que compensarán estas inconveniencias —interrumpió Yamina con una manifiesta falta de compasión—. Yo vi al califa, ¿recuerdas? Un joven apuesto. A mí me impresionó agradablemente, muy agradablemente. Un hombre como él debe hacerle a una las noches bastante excitantes. La espera del placer que llegará en las horas oscuras hará que las horas del día pasen deprisa.
—La única cosa que puedo esperar para la noche es el placer de ser acribillada a picotazos por los insectos —dijo Meryem compungida.
—¿Qué? —Yamina pareció en verdad sorprendida—. ¿Todavía no has seducido a ese hombre?
—No es porque no lo haya intentado —respondió Meryem malhumorada.
No podía soportar ver a Yamina —quien ya había estado en una oportunidad celosa de su más bella y más joven interlocutora— mirándola con aquel aire de suficiencia.
—Este hombre tiene ideas especiales sobre el honor. Me prometió que se casaría conmigo antes de poseerme, ¡y me temo que piensa hacerlo de verdad! Y sólo convirtiéndome en su esposa podré realmente descubrir lo que está pasando en este campamento. Intenté espiar en las reuniones de los jeques, pero éstos dejan de hablar cada vez que yo entro. Si estuviésemos casados, sin embargo, podría persuadirlo para que me dijese lo que están planeando…
—¡Entonces, cásate con él! ¿Qué te lo impide?
Meryem hizo a Yamina una breve relación de los hechos, poniendo énfasis en la interferencia de Zohra pero dejando a un lado el detalle de que ella, Meryem, había sido reemplazada por un joven en el harén de Khardan. ¡Semejante golosina informativa se habría convertido en el chiste oficial del serrallo! Era un golpe del que el orgullo de Meryem jamás se recobraría; un golpe que ella se había prometido a sí misma vengar algún día.
—Sólo queda una cosa por hacer —dijo Yamina con resolución tras escuchar el relato—. Ya sabes qué es.
—Sí —respondió Meryem con aparente reticencia y vacilación, aunque disfrutando por dentro—. Pero una cosa así va en contra de las enseñanzas del imán. Si él llegara a descubrirlo…
—¿Y cómo va a enterarse? —preguntó Yamina—. Si lo haces bien, nadie lo sabrá, ni siquiera los familiares de la mujer.
—Aun así —persistió con obstinación Meryem—, quiero tu autorización en esto.
Yamina guardó silencio, con los labios fruncidos por el disgusto.
Meryem, abyecta y humilde, esperaba la respuesta. Ella sabía que Yamina era muy capaz de traicionarla, delatándola al imán. Al darle su aprobación, ella asumiría la responsabilidad; así estaría obligada a mantenerlo en secreto y Meryem estaría a salvo.
—Ya sabes —añadió en voz baja la joven— que el espejo es capaz de recordar los rostros y las palabras de quienes han hablado a través de él en el pasado del mismo modo en que puede transmitirlas en el presente.
—¡Soy consciente de ello! Muy bien, tienes mi aprobación —dijo Yamina con una voz tirante—. Pero sólo después de que todos los demás medios hayan fallado. Los hombres piensan con la entrepierna. El honor del califa poco significará para él cuando te tenga en sus brazos. Y el lecho nupcial no es el único lecho en que se puede hablar de esos asuntos, querida mía. O ¿no será —añadió Yamina con dulzura— que tus encantos se están marchitando…, que lo has intentado y has fracasado? ¿Tal vez esa Zohra o la otra esposa despiertan en él más deseo que tú?
—¡No he fracasado en absoluto! —respondió enojada Meryem—. Es a mí a quien ama. Él pasa las noches solo.
—Entonces, no debería serte difícil incitarle a pasarlas contigo, mi pequeña Meryem —la voz de Yamina se endureció—. La arena del reloj disminuye. El amir se impacienta. Ya ha mencionado su decepción de ti. No dejes que esta decepción se convierta en disgusto.
El espejo se oscureció en las manos de Meryem; casi tanto se oscureció como el rostro fruncido de la muchacha. Bajo su enojo y su indignación fluía una corriente de miedo. A diferencia de una esposa, una concubina estaba a merced de su señor. El amir nunca la maltrataría —era hija del emperador, después de todo—, pero tenía plena libertad para regalarla como quien regala un pájaro cantor. Y había un capitán tuerto y gordo, amigo del general, que más de una vez había clavado su único ojo en ella… No, tenía que conseguir a Khardan. Jamás había dudado antes de sus propios encantos; habían funcionado con muchos hombres, no sólo con el amir. Pero aquel hombre, aquel califa, era diferente. Podría constituir la rara excepción a la regla de Yamina. No sería fácil de seducir. Con todo, siempre que fuese con cuidado y no actuase como una ramera sino como una victima tierna e inocente, Meryem pensó que funcionaría…
Guardando su espejo mágico, la concubina del amir se fue a la cama y pronto se quedó dormida con una dulce y no del todo inocente sonrisa en el rostro.
El otro recién llegado al harén estaba llevando una vida casi tan fácil como la de Meryem, aunque no por las mismas razones.
La vida de un loco no era desagradable entre los nómadas. Mateo ya no vivía con el miedo de una muerte inminente y terrible (salvo por la picadura de una
qarakurt
; porque, aunque él no había visto aún ninguna, la descripción que Pukah le había hecho de la mortífera araña negra rondaba a menudo su cabeza). No lo rehuían, como él había temido, ni lo mantenían apartado del resto de la gente. En esto tenía que admitir que aquellos bárbaros eran más humanos en su trato a los dementes que la gente de su tierra, que encerraba a los enfermos mentales en sucios lugares que eran poco mejores (y muchas veces peores) que prisiones.
Los hombres de la tribu se preocupaban por ser amables con él; siempre con cierta precaución y reserva, pero amables al fin y al cabo, hablándole y saludándolo cuando pasaban ante él, y hasta llevándole pequeños obsequios de comida como bolas de arroz o
shish kabab
. Algunas mujeres, viendo que él no poseía joyas, le habían dado alguna de las suyas (Zohra lo habría adornado de la cabeza a los pies, si él se lo hubiese permitido). Mateo se las habría devuelto de no ser porque Zohra le había dicho que, de esta manera, las mujeres se aseguraban de que él tuviese algún dinero propio para el caso de que algún día se quedase «viuda».
Los niños lo miraban con ojos desorbitados, y a menudo algunas madres jóvenes se acercaban hasta él para pedirle que sostuviera a sus niños recién nacidos, aunque sólo fuese por unos momentos. Al principio, Mateo se sintió conmovido por todas estas atenciones y estaba empezando a considerar que había juzgado mal a aquella gente tachándolos de groseros e incultos salvajes. Un día, sin embargo, Zohra le abrió los ojos a la verdad.
—Me complace mucho ver que tu gente me aprecia —dijo Mateo con timidez una mañana mientras caminaban hacia el oasis en busca de agua para las necesidades del día.
—No te aprecian —dijo ella con una mirada socarrona— más de lo que me aprecian a mí. Tienen miedo.
—¿De mí? —preguntó Mateo con ojos de asombro.
—¡No, no! Desde luego que no. ¿Quién podría tener miedo de ti? —dijo Zohra lanzando una despectiva mirada a la endeble figura de Mateo—. Temen a la ira de
hazrat
Akhran. Las almas de los niños que están esperando nacer duermen en los cielos, en una hermosa tierra donde son atendidas por djinniyeh. El dios Errante visita a cada niño y le da su bendición. Bien, pues la mayoría de los niños duermen durante esta visita, pero, algunas veces, hay uno que se despierta, abre los ojos y mira el rostro del dios. Su luminosidad lo deslumbra y el niño pierde el sentido, y así nace en este mundo.
—Eso es lo que Khardan quiso decir, pues, cuando les dijo a los otros que yo había visto la cara del dios —murmuró Mateo.
—Sí, y por eso, también, nadie se atreve a hacerte ningún daño. Por eso tantos regalos y atenciones. Tú has visto la cara del dios y, por tanto, lo reconocerás cuando regreses a Él. Los demás no lo reconoceremos. La gente espera que, cuando mueran y lleguen al cielo, tú los presentes a Él.
—¿Y suponen que yo llegaré allí antes que ellos?
Zohra asintió con expresión grave.
—Lo consideran probable. Después de todo, eres una criatura de aspecto más bien enfermizo.
—Y lo de sostener los niños, ¿es quizá algún tipo de bendición?
—Tú los proteges del mal de ojo.
Mateo se quedó mirándola incrédulo.
—¿El qué?
—El mal de ojo, el ojo envidioso que, según creemos, puede matar a un ser vivo. Para que las otras madres no estén envidiosas de su niño recién nacido, la mujer pone al niño en tus brazos; porque ¿quién puede envidiar a un niño que ha sido sostenido por un loco?
Mateo no tenía respuesta para esto y empezó a arrepentirse de haber preguntado. Aquellos obsequios y amabilidades cobraron de pronto un aspecto nuevo y siniestro para él. ¡Toda aquella gente estaba esperando con ansia que él muriese!
—Oh, no, con ansia no —dijo Zohra sin miramiento ninguno—. A ellos les da lo mismo. Sólo quieren asegurarse de que los recordarás ante el dios, y…, desde luego, en esta tierra dura en que vivimos, es mejor no tentar a la suerte.
Una tierra dura, una gente dura. No cruel ni salvaje, empezó a darse cuenta Mateo esforzándose por adaptar su naturaleza al modo de pensar de ellos, sino resignada con su destino; ni siquiera orgullosa de ello. La muerte era un hecho; formaba parte de la vida tanto como el nacimiento y se la atendía con mucha menos ceremonia.
En la tierra natal de Mateo se acompañaba siempre a la muerte de una solemne ceremonia: la congregación de los sacerdotes y la afligida familia en torno a la persona moribunda, las oraciones para encaminar su alma hacia el cielo, un elaborado funeral en los sagrados recintos de la catedral y un estricto período de luto observado por amigos y familiares.
Entre los nómadas del desierto, los muertos se depositaban en unas tumbas poco profundas y, por lo general, sin señalizar, esparcidas a lo largo de las rutas que recorrían los nómadas. Sólo el lugar de reposo de un
batir
particularmente heroico o de un jeque se conmemoraba cubriendo la tumba de pequeñas piedras. Estas tumbas se convertían casi en santuarios; cada tribu que pasaba por delante de ellas rendía tributo añadiendo una piedra al túmulo.
Y eso era todo. La muerte en el desierto era igual que la vida en el desierto: rígida, incómoda y desoladora. Mateo había tomado su decisión. Había escogido vivir. ¿Porqué? Por pura cobardía, suponía. Pero, en lo profundo de sí, él sabía que ésa no era la razón.
Era Khardan.
Khardan había visto que él estaba muriendo por dentro. Mateo recordaba las palabras del califa, pronunciadas durante aquel salvaje, sublime y aterrador momento de su rescate. «¡Despierta, condenada! ¡Vuelve a la vida!» Los brazos de Khardan lo habían arrebatado de las garras de sus secuestradores. La mano de Khardan había detenido la mano de quien iba a ejecutarlo. La voluntad de Khardan lo había empujado a hacer su elección. Mateo no amaba a Khardan, como había sugerido Zohra. El corazón del joven había sido desgarrado y la herida estaba fresca, abierta y sangrante. Hasta que no sanase, él no podría sentir nada con fuerza por nada ni nadie.
—Pero, gracias a Khardan, estoy vivo —se dijo Mateo en la oscuridad de su tienda—. Todavía no sé lo que esto quiere decir. Únicamente sé que la muerte habría sido preferible. Sólo sé que Khardan me devolvió mi vida y, a cambio, esta vida mía, por pobre e inmerecedora que sea, está comprometida a él.
Una vez más, se creaba una intranquila alianza entre las tribus del Tel. Los jeques y el califa convocaron una reunión de los
aksakal
, los ancianos de las tribus hrana y akar, y les presentaron las propuesta de saquear Kich. Una antorcha arrojada a una tienda empapada de aceite no habría causado mayor conflagración.
Nadie se fiaba de nadie. Nadie podía ponerse de acuerdo en nada, desde los méritos del propio plan hasta la distribución de las riquezas que todavía no se habían conseguido. Nadie podía tomar una decisión. Uno u otro bando estallaba de pronto en un griterío de rabia. Cada uno cambiaba constantemente de opinión. Primero, los akares estaban a favor y los hranas se oponían. Después, los hranas se mostraban partidarios y los akares decidían que era un disparate. Los jeques cambiaban de parecer según quién presentaba el mejor argumento en cada momento y, lo mismo que un caballo que ha comido hierba lunar, todos galopaban en círculo sin llegar a ninguna parte.
La vida en los campamentos al pie del Tel continuaba igual. La Rosa del Profeta no se moría, pero tampoco florecía. Nadie prestaba demasiada atención a nada, preocupados como estaban por los rumores de guerra contra Zeid, el amir, que volaban alrededor del campamento como buitres al acecho.
En el reino de los inmortales, Sond estuvo mucho tiempo alicaído por su lámpara en un acceso de melancolía. Usti, aterrado ante la idea de abandonar su brasero y que Zohra lo viese, permanecía escondido perdiendo considerable cantidad de peso. Pukah hacía su viaje diario al sur y observaba cómo las huestes de Zeid aumentaban día a día mientras trataba con desesperación de idear alguna manera de escabullirse de todo aquel lío.
En el reino mortal, Meryem vigilaba y esperaba una oportunidad para poder ejercer sus encantos sobre Khardan, y Zohra enseñaba a Mateo a montar a caballo.