La voluntad del dios errante (45 page)

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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

—¡Loco!

Khardan se quedó mirándola confundido por la súbita precipitación de sus pensamientos. ¿Cómo había adivinado ella su repulsa? Y, aún más extraño, ¿por qué había de preocuparse en modo alguno ella por aquel muchacho? No importa, se dijo el califa. Ahora tenía su respuesta. Ya sabía cómo empezar, si bien no tenía bien claro dónde acabaría todo aquello.

Bajando su espada, Khardan lanzó una severa mirada alrededor, a las tribus congregadas.

—He recordado que Akhran concede a todo el mundo el derecho de hablar en su propia defensa. ¿Alguien tiene algo que objetar?

Hubo algún murmullo. Saiyad dio un rugido airado y musitó algo inaudible, pero no dijo nada en voz alta.

Khardan se volvió y miró al joven con rigor.

—Puedes hablar. Dinos por qué has hecho esto.

El joven no respondió.

Khardan reprimió un suspiro. Tenía que hacerlo hablar de alguna manera.

—¿Puedes hablar? —le preguntó de improviso—. ¿Eres mudo?

Con gesto cansino, como quien está deseoso de un descanso que se le niega, el joven sacudió la cabeza.

—Por tu aspecto, no eres de esta tierra —prosiguió con paciencia Khardan, esperando obligarlo a responder—. Sin embargo, entiendes nuestra lengua. He visto tu cara. Comprendiste las palabras de Saiyad cuando amenazó con matarte.

El joven tragó saliva, y Khardan pudo ver el nudo en su garganta que señalaba la verdadera naturaleza de su sexo.

—Yo… yo entiendo —dijo el joven con una voz que era como música de flauta.

Eran las primeras palabras que había dicho desde que Khardan lo había rescatado. Sus ojos vacíos se elevaron para mirar al califa.

—¿Por qué estas preguntas? —continuó el joven con un tono apático e indiferente—. Termínalo ya…

—¡Maldito sea, muchacho! ¡No me obligues a matarte! —le contestó Khardan con un vehemente susurro, destinado sólo a los oídos del reo.

Sorprendido, el joven parpadeó, como si se despertase de algún terrible sueño, y se quedó mirando a Khardan desconcertado.

Acercándose hasta él, el califa lo cogió de la barbilla y giró su cara hacia la luz.

—No tienes barba —dijo y, con la hoja de su espada, le separó las ropas—. Ni pelo ninguno en el pecho.

—Es… así como… son los hombres de mi… tierra —dijo el joven con voz estrangulada.

—¿Los hombres de tu tierra también suelen vestirse de mujeres?

El joven bajó la cabeza, ruborizado de vergüenza, y no respondió.

—¿Qué hacías tú en tu tierra? —persistió Khardan.

—Yo… era brujo, «mago» en tu lengua.

Khardan se relajó. Detrás de él se oyeron excitados susurros de asombro.

—¿Y dónde está esa tierra? —continuó Khardan, rogando a
hazrat
Akhran que le concediese sabiduría y también un poco de suerte.

El dios escuchó sus ruegos. O, al menos, algún dios los oyó.

—Al otro lado del mar de Hurn —dijo el joven entre dientes.

—¿Qué? —Khardan cogió con fuerza al muchacho de la barbilla, levantándole la cabeza—. ¡Repite lo que has dicho, para que todos lo puedan oír!

—¡Al otro lado del mar de Hurn! —gritó el joven con desesperación.

Con una dura sonrisa, Khardan arrojó al joven lejos de sí de un empujón. Después, el califa se volvió hacia su tribu.

—Ahí tenéis, ¿habéis oído? ¡Afirma ser un mago! ¡Todo el mundo sabe que sólo las mujeres pueden practicar la magia! ¡Y no sólo eso! Dice que viene de una tierra que está al otro lado del Hurn —dijo el califa, agitando los brazos—. ¡Todo el mundo sabe que no existe tal tierra! ¡Todos sabemos que el Hurn vierte sus aguas en el abismo de Sul! Es como me había temido. El muchacho está loco. ¡Las leyes de
hazrat
Akhran nos prohiben hacerle daño!

Khardan miró en torno a sí con expresión desafiante. Tenía la victoria al alcance de la mano, pero aún no había ganado. Todavía no. Acostumbrados a obedecer o desobedecer las leyes de su dios según su conveniencia, los nómadas no iban a desistir con tanta facilidad del espectáculo de una ejecución.

Insatisfecho su honor, Saiyad dio un paso adelante y se volvió hacia las tribus.

—¡Yo digo que no está loco! Es un pervertido y, según las leyes de Akhran, hay que acabar con él.

Khardan miró a su padre. Majiid no dijo nada, pero era evidente que el jeque estaba de acuerdo con Saiyad. Con los brazos cruzados sobre su inmenso pecho y el entrecejo fruncido, el jeque miraba a su hijo con una mezcla de enojo y preocupación.

Khardan se daba cuenta de que su liderazgo en la tribu estaba pendiente de un hilo. Entonces lanzó una rápida mirada a Zohra, todavía escondida entre las sombras. Vio sus ojos, negros y fogosos, observándolo con atención, pero no tenía idea de lo que podía estar pensando.

«Si es tu voluntad que este hombre viva, ayúdame, Akhran», imploró en silencio Khardan.

Y, de repente, bien procedente de Akhran o de sí mismo, el califa tuvo su respuesta.

Khardan se volvió de nuevo hacia el joven.

—Tú mismo decidirás si has de vivir o morir. Te doy una elección. Si estás cuerdo, elegirás morir valientemente como un hombre. Si estás loco, elegirás vivir… como una mujer.

Un murmullo de apreciación y respeto se elevó entre el auditorio. Majiid miró orgulloso a su alrededor ahora, desafiando a quien fuese a discutir tan celestial sabiduría.

—¿Estarás satisfecho con eso? —preguntó Khardan a Saiyad.

Con la cabeza ladeada, Saiyad consideró la propuesta. Si el joven estaba cuerdo, pagaría con su vida la ofensa cometida y el honor del guerrero quedaría vengado. Si el joven estaba loco —¿y qué hombre cuerdo escogería vivir como una mujer?—, entonces todos entenderían que el muchacho había visto el rostro de Akhran y ninguna vergüenza recaería sobre Saiyad. De cualquiera de los dos modos, su honor quedaría reparado. Saiyad asintió con la cabeza, alisando su entrecejo.

Khardan levantó la espada, cuya hoja lanzaba rojos destellos a la luz del sol poniente, y la sostuvo en alto cerrando con firmeza sus manos sobre la empuñadura.

—¿Bien? —apremió con aspereza.

Sus ojos se clavaron en los del joven. Por un breve instante, no existieron más que ellos dos, el uno frente al otro, solos en el mundo. Nadie más se hallaba presente, nadie en absoluto. Khardan podía oír los latidos de su propio corazón, el susurro de su respiración. El sol, hundiéndose en el horizonte, había adquirido un color rojo de sangre; hacia el este, el cielo estaba negro y ya titilaban desmayadamente las primeras estrellas. Podía oler los aromas del desierto: el tamarisco y la salvia, el dulce olor de la hierba alrededor del oasis, el olor acre de los caballos. Podía oír el susurro de las hojas de palmera y la canción del viento al deslizarse sobre el suelo del desierto.

—¡Vive! —suplicó en voz baja, casi con reverencia, al muchacho—. ¡Vive!

Este lo miró con los ojos inundados de lágrimas. Luego dejó caer la cabeza. Su pelo caía como un velo rojo en torno a sus hombros. Un sollozo estalló en su garganta y sus hombros se elevaron.

Debilitado por el alivio, Khardan descendió la espada. Su primer impulso fue un deseo de coger al joven por los hombros y consolarlo, igual que habría consolado a uno de sus hermanos menores. Pero no se atrevió. Tenía una posición que mantener. Frunciendo el entrecejo con gesto sombrío se volvió hacia las tribus.

—¡No voy a matar a una mujer! —y se metió la espada en el cinturón.

—Todo eso está muy bien —dijo de pronto Jaafar, adelantándose unos pasos y señalando a la desgraciada figura acurrucada sobre la arena—. Y yo admito que el muchacho, sin duda alguna, está loco, tocado por el dios. Pero ¿qué va a ser de él? ¿Quién cuidará de él?

—¡Yo te lo diré! —gritó una voz clara.

De entre las sombras de su tienda, emergió Zohra, con su caftán de seda agitándose con la incipiente brisa del anochecer y sus joyas destellando a la última luz del ocaso.

—El dice que posee el poder de la magia. Por lo tanto, ¡entrará en el harén… como esposa de Khardan!

Capítulo 11

El sol desapareció tras las lejanas colinas del oeste. Su postumo resplandor iluminaba el cielo y se reflejaba en los cristales de la arena del desierto.

Hubo unos cuantos gritos sofocados de asombro por parte de algunas mujeres, una oleada de cuchicheos y el susurro de la seda mientras las esposas se agrupaban como bandadas de aves, y aquí y allá se oyeron órdenes de callar dadas en voz baja por los maridos.

Un silencio de pasmo, denso y pesado, se hizo entre las dos tribus. Todos miraban a Khardan, esperando su reacción.

El califa parecía, y se sentía de hecho, como si hubiese estado cabalgando a todo galope y el animal, de pronto, se hubiese caído muerto debajo de él. El aliento abandonó su cuerpo; su piel se puso de un rojo encendido y, luego, de un blanco espectral; toda su estructura tembló.

—¡Vas demasiado lejos, esposa! —dijo en un ahogo.

—En absoluto —respondió con calma Zohra—. Tú has secuestrado a dos, digamos, «mujeres» y las has llevado lejos de sus hogares. La ley de Akhran requiere que las mantengas, bien instalándolas en tu tienda o haciéndolas instalar en otra…

—¡Por Sul, esposa! —juró Khardan lleno de ira y adelantándose un paso hacia ella—. ¡Yo salvé sus vidas! ¡No me las llevé secuestradas!

Zohra hizo un breve revoloteo con la mano. Llevaba la cara descubierta y aparecía serena, grave y solemne. Sólo Khardan, mirándola a los ojos, vio en ellos tizones ardiendo que inocentemente ya había dado por apagados. Qué podía haber reanimado ese fuego, era algo que el califa ni se imaginaba. En otra mujer, podría haber dicho que eran celos, pero los celos implican una cierta cantidad de cariño, y Zohra le había dejado claro en incontables ocasiones que antes entregaría su amor a la más miserable criatura que dárselo a él.

Él la creía cambiada, pero era evidente que no era así. No, aquello no era más que otro intento de humillarlo, de avergonzarlo delante de su gente y elevarse ella a los ojos de los suyos. Y, una vez más, como en el asunto de la sábana nupcial, él estaba indefenso ante ella, ya que ella se erguía sólidamente en su propio terreno, la magia, un dominio de mujer, inviolable para los hombres.

—Yo haré a cada una de estas «muchachas» las pruebas rituales, por supuesto —dijo Zohra.

Su orgullosa mirada dio un repaso a todos los presentes para terminar posándose en Meryem, quien se encogió entre los brazos de la madre de Khardan.

—¿Qué me dices tú de ello, pequeña? —le preguntó Zohra con una dulzura burlona—. ¿Eres tú, una hija del sultán, diestra en el arte de la magia?

—Yo… yo no soy… muy buena —admitió la muchacha con timidez lanzando una mirada de reojo a Khardan desde debajo de sus largas pestañas.

Parecía confundida, aunque segura de sí. Todavía no había comprendido el peligro que corría.

—Pero haría lo que pudiese para complacer a mi esposo…

—Estoy segura de que lo harías —murmuró Zohra con el sonido ronroneante que emite una leona antes de rasgarle la garganta a su víctima—. Y también estoy segura de que hay aquí muchos hombres que se dirigirán a «tu padre» —Zohra sonrió plácidamente a un ceñudo Majiid— y se ofrecerán para tomarte como esposa a pesar de tu falta de habilidad en la magia. Ya que no dudo de que posees talento en otros terrenos…

—Pero, yo voy a ser esposa de Khardan… —comenzó Meryem con inocencia y, entonces, se detuvo, dándose cuenta de que algo iba mal.

—Ah, me temo que no, pobrecita mía —suspiró con dulzura Zohra—. No si él acoge a esta otra «mujer» en su tienda. ¿Eres tú diestro en el arte de la magia? —dijo volviéndose al joven extranjero.

Éste no tenía idea de qué era lo que se traían entre manos y sólo sabía que, una vez más, su destino pendía de un hilo. Todavía arrodillado en el suelo, sus sollozos habían cesado. Su mirada se fue de Khardan a Zohra en inexpresiva confusión.

—Sí, soy… diestro —balbuceó, sin saber qué otra cosa decir.

«¡Verdaderamente loco!», pensó Zohra. «Pero, loco o cuerdo, sirve a mi propósito.»

Zohra había arriesgado su suerte en el curso de su batalla. Armada con el conocimiento de su marido y el conocimiento que, como mujer, tenía de las otras mujeres, se había lanzado a la carga segura de su victoria, y acababa de conseguirla. Como todos los hombres, Khardan desconfiaba de la magia por tratarse de algo que él no podía controlar.

Por eficiente que Meryem pudiera ser en el arte —y Zohra, pensando en la vida fácil que llevaban en la Corte del sultán, no creía que pudiera serlo en absoluto—, la muchacha sin duda minimizaría su talento en dicho campo en favor de otros que estaba segura de que Khardan encontraría más de su gusto. En cuanto al hombre loco, no importaba si era diestro en magia o no. Después de todo, era Zohra quien llevaba a cabo las pruebas y éstas se guardaban siempre en secreto…

—Mira, mi pequeña —continuó Zohra volviendo unos ojos límpidos hacia Meryem—, Khardan tiene ya una esposa. Ésta será la segunda. La ley dice que un hombre no puede tomar más esposas de las que pueda mantener y, puesto que la venta de caballos ha fracasado, mi esposo tendrá que hacer cuanto pueda para mantenernos a nosotras dos. No puede hacerse cargo de una tercera.

Si Zohra hubiese estado mirando de cerca a Meryem, habría visto cómo sus ojos azules se tornaban de improviso fríos como acero azul, habría sentido su cortante filo y habría sabido que acababa de ganarse un enemigo, un enemigo mortal que podía combatirla a su mismo nivel. Entusiasmada por su victoria, y saboreando los dulces frutos de su venganza contra su esposo, Zohra no vio la daga en la mirada de Meryem.

Otra persona la vio, sin embargo: el joven extranjero. Pero él estaba tan perdido y confuso que, si bien es cierto que captó el dardo envenenado en los ojos de la muchacha, pronto se perdió su recuerdo en el torbellino de su mente.

—¡Padre! —dijo Khardan volviéndose hacia el jeque—. ¡Someto esto a tu juicio! Dame tu veredicto y obraré según él.

Por el gesto de Majiid, con una ceja bajada y el mostacho temblón, era obvio que él habría querido ponerse del lado de su hijo. Pero tenía que defender la ley, por encima de todo, e impartir justicia.

El jeque sacudió la cabeza y dijo con gran seriedad:

—No podemos dejar al loco morirse de hambre; eso enojaría a
hazrat
Akhran. Tú has aceptado responsabilizarte de él. Si no hubieses intervenido, él estaría muerto ahora… por puro accidente —dijo el jeque levantando una mirada de lamentación hacia los cielos—, ya que no habríamos tenido oportunidad de saber que está loco, en cuyo caso no nos habría preocupado su muerte a causa de nuestra ignorancia, y tú, Khardan —Majiid lanzó una mirada ceñuda a su hijo—, estarías haciendo tus planes de boda. ¡Que esto sirva de lección!

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