Algunos intentaron huir corriendo tras los
spahis
, que ya habían desaparecido. Las mantas arrastradas por el viento sobre el suelo del desierto se enredaban en torno a sus piernas, haciéndolos tropezar y caer. Parecía como si todos los objetos inanimados hubiesen cobrado vida de pronto de forma malévola. Utensilios de latón, cazuelas de hierro y vajilla se estrellaban contra sus antiguas dueñas arrojándolas al suelo sin sentido. Las alfombras se enroscaban en torno a sus tejedoras, asfixiándolas.
Entonces, de la tormenta emergieron los soldados de Quar. La tempestad de viento amainó al instante, en cuanto irrumpieron en el campamento, para permitirles llevar a cabo su trabajo. Inclinándose desde sus monturas, los soldados cogían a los llorosos niños en sus brazos y se alejaban con ellos. Otros cargaban a las desmayadas mujeres sobre sus sillas y ordenaban a sus corceles elevarse por el aire.
No toda su presa resultaba fácil de capturar. Aunque cobijadas y protegidas en los harenes, las mujeres del desierto eran tan valientes guerreras como sus maridos, padres y hermanos. Ellas no luchaban contra el acero por la gloria, pero sí libraban, sin embargo, una batalla diaria, una batalla contra los elementos, una batalla por la supervivencia.
Badia levantó un poste de tienda partido y lo hizo caer con toda su fuerza sobre la espalda de un soldado, derribándolo de su montura. Una olla de latón, lanzada con mortal eficiencia por una abuela con largos años de trifulcas conyugales a sus espaldas, acertó a un jinete en la nuca abatiéndolo al instante. Una muchacha de doce años, cuya madre yacía inconsciente en el suelo, se lanzó de un salto a coger la brida de un caballo al galope. Agarrándose a ella, utilizó su peso para hacer perder el equilibrio al animal tal como había visto hacer a su padre muchas veces durante los juegos de
baigha
. El caballo se derrumbó y su jinete cayó a tierra. El hermano menor y las hermanas de la joven muchacha se abalanzaron sobre el soldado, golpeándolo con palos y aporreándolo con sus pequeños puños.
Pero la batalla, contra aquella fuerza abrumadora, era una batalla perdida.
El viento dio con Mateo en tierra, haciéndolo caer sobre manos y rodillas. Desde allí, captó un breve vislumbre de Zohra entrando a todo correr en su tienda y, un instante después, cegado por la acribilladora arena, ya no pudo ver nada. Luchando contra la arrasadora tempestad, se esforzaba por ponerse en pie cuando vio de nuevo a Zohra emerger con la daga en la mano en el preciso instante en que la tienda se venía abajo.
—¡La tienda!
Dos cosas acudieron de pronto a la mente de Mateo: la pequeña pecera y su magia. Aterrado, se volvió justo a tiempo para ver a su tienda emprender vuelo como un enorme pájaro, con sus rollos y pergaminos volando tras ella. Esta vez el viento sin quererlo lo ayudó, pues soplaba a sus espaldas mientras él corría a salvar sus posesiones. Arrojándose sobre ellas, agarró cuantos pergaminos y rollos pudo, rebuscando frenéticamente por entre la barahúnda de objetos en busca de la bola de cristal que contenía los dos peces.
Un destello de luz atrajo su mirada. Allí estaba la bola, ¡justo debajo de los cascos de un caballo!
Mateo sintió resonar en sus oídos aquella fría voz advirtiéndole lo que le ocurriría si perdía la pecera. Con el corazón en la garganta, vio, sobrecogido de miedo, cómo las herraduras estampaban la bola contra el suelo. El jinete, con dos niños chillando y revolviéndose entre sus brazos, pasó como un rayo por delante de Mateo sin dirigirle ni una mirada. Aturdido por la confusión circundante, el joven brujo se volvía desesperado a buscar con sus ojos a Zohra cuando el mismo destello de luz llamó otra vez su atención. Bajando la mirada, vio la bola de cristal que, empujada por el viento, rodaba hacia él.
Paralizado de asombro, se quedó mirándola con incredulidad. Estaba completamente ilesa, ni un arañazo siquiera había sufrido.
—¡Ma-teo! —oyó gritar detrás de él.
Con gran prisa, cogió la bola y, tras una breve ojeada para asegurarse de que los peces estaban a salvo y sin daño, la escondió en el corpiño de su atuendo femenino.
—¡Ma-teo! —el grito era una alarma.
Girándose, Mateo vio un soldado a caballo estirando sus brazos para atrapar a la «mujer» y subirla a su montura. Reaccionando con una frialdad que lo sorprendió a él mismo, Mateo agarró el brazo extendido del soldado y, armándose de valor, tiró de él con toda su fuerza y lo arrancó de su silla.
El soldado cayó encima de Mateo y ambos se fueron al suelo. Forcejeando con él, Mateo luchaba por liberarse cuando oyó un grito horripilante y sintió que el cuerpo se desplomaba sobre él rígido y pesado. Los pañuelos de seda de un
chador
se agitaron arremolinadamente en torno a la cabeza del brujo como una nube de azul y dorado. El peso fue retirado de él y una mano lo ayudó a ponerse en pie. Entonces, Mateo vio a Zohra sacar su ensangrentada daga de la espalda de su atacante.
Con su largo pelo negro ondeando al viento, la mujer se volvió, daga en mano, dispuesta a enfrentarse con el siguiente enemigo.
—¡Zohra! —gritó Mateo con desesperación por encima del gran vocerío y alboroto, los relinchos de los caballos, los chillidos y las órdenes—. ¡Zohra! ¡Tenemos que encontrar a Khardan!
Si ella lo oyó, no le prestó ninguna atención.
Frenéticamente, él dio la vuelta a la mujer hasta encararla con él.
—¡Khardan! —gritó.
Viendo a otro soldado venir hacia ellos a toda velocidad con intención de atrepellarlos, Mateo se arrojó bajo el cobijo de una tienda parcialmente derruida arrastrando a una renuente Zohra consigo.
Aunque el joven brujo sabía que allí no estarían a salvo durante mucho tiempo, la tienda ofrecía alguna protección y tal vez le diera
—tenía
que darle— el tiempo suficiente para lograr que Zohra entendiera el peligro.
—¡Escúchame! —jadeó Mateo mientras, acurrucado en la oscuridad, cogía a la mujer por los hombros—. ¡Piensa en la visión! ¡Tenemos que encontrar a Khardan y convencerlo para que huya!
—¡Huir! ¡Ja! —los ojos de Zohra llameaban mientras lo miraba con desprecio—. ¡Tú quédate aquí si quieres, cobarde! ¡Estarás a salvo en tus ropas de mujer! ¡Khardan morirá luchando, lo mismo que yo!
—¡Entonces la noche caerá sobre ti y tu gente! —exclamó Mateo.
Zohra, quien ya había comenzado a arrastrarse fuera de su refugio, se detuvo de pronto. Los cascos de los caballos atronaban a su alrededor y los gritos de mujeres y niños resonaban agudamente en sus oídos.
—¡Piensa en la visión, Zohra! —repitió Mateo con urgencia arrodillándose al lado de ella—. ¡El halcón atravesado con muchas heridas! ¡La noche que cae! ¡O el halcón, con las alas atascadas en el fango, luchando por volver al combate al despuntar la mañana!
Zohra se quedó mirando a Mateo, pero él sabía, por la expresión de su pálido rostro, que sus ojos no lo veían. Estaban, una vez más, contemplando la visión. La daga cayó de sus insensibilizados dedos. Con la mano, manchada con la sangre del soldado, se comprimió el pecho.
—¡No puedo pedirle que haga tal cosa! ¡Me despreciaría toda la vida!
—No se lo pediremos —dijo Mateo con ardor buscando a su alrededor algún tipo de arma y quedándose con una cazuela de hierro.
Absorto en su miedo, no se percató del ominoso silencio que se había instaurado ahora en el campamento y que hacía posible hablar sin tener que gritar.
—Pero ¿cómo vamos a encontrarlo?
—Sin duda vuestros hombres regresarán, una vez que se enteren de lo que está pasando, ¿no?
—¡Sí! —dijo Zohra con excitación—. ¡Vendrán hasta nosotros, y lo mismo hará Zeid! ¡Combatirán juntos para derrotar a esos sucios hijos de Quar!
—No si la visión es verdad. Algo sucederá que los separará. Pero tienes razón. Khardan regresará al campamento… si puede. ¡Vamos!
Con cautela, salió de la tienda. Zohra se deslizó tras él. Ambos se detuvieron de pronto, mirando sobrecogidos a su alrededor. La batalla había terminado. El campamento estaba destruido por completo. Las tiendas yacían desparramadas por el suelo cual pájaros muertos; sus lonas aparecían rasgadas y ajironadas por el viento, la espada y los cascos de los caballos. El ganado había sido despiadadamente sacrificado y los pellejos de agua yacían abiertos mientras su precioso líquido era absorbido por la arena del desierto. No quedaba un solo objeto, parecía, que no hubiese sido roto, despedazado o hecho jirones.
Aquellos que habían ofrecido resistencia habían sido al fin reducidos y llevados por los soldados hasta los brazos receptores del
'efreet
, cuyo inmenso cuerpo cubría el cielo de oscuridad. Ahora que los cautivos estaban seguros, la tormenta de viento comenzó a levantarse otra vez.
En el límite del campamento, apenas visible a través de la arremolinada arena, Mateo captó una vislumbre de seda de color rosado. Fijando la mirada, vio una extraña escena. Una mujer de pelo dorado, cuyo velo había sido arrebatado por el viento o arrancado de su cabeza, hablaba con un soldado montado a caballo. Ella estaba hablando con aire grave y, al parecer, enojado, ya que golpeaba el suelo con el pie y señalaba con insistencia hacia el sur.
¡Meryem! «Qué extraño», pensó Mateo. «¡Qué está haciendo? ¿Por qué no ha intentado escapar?» Al volver su mirada en la dirección que ella indicaba, Mateo lanzó un grito sofocado.
—¡Mira! —gritó, escrutando a través de la espesa oscuridad y con los ojos llenos de arena—. ¡Ahí están! ¡Ahí está Khardan! ¡Puedo ver su caballo negro! ¡Démonos prisa! —dijo echando a correr—. ¡O será demasiado tarde!
Una mano le agarró el brazo, hincando dolorosamente las uñas en su carne. Al volverse, vio a Zohra, mirando con desesperación hacia el cielo. Otra espiral de caballos descendía desde la nube: fuerzas de repuesto salían al encuentro de los nómadas.
—¡Creo, Ma-teo, que ya es demasiado tarde! —dijo ella en voz baja.
Ignorantes de lo que estaba ocurriendo en su campamento, los jeques Majiid y Jaafar dirigían la carga a través del desierto al encuentro de Zeid. No habituado a montar, Jaafar se sacudía sin control sobre su silla. Todas las apariencias hacían temer que el jeque se cayera de su montura y se rompiera el cuello antes de poder alcanzar el campo de batalla. Majiid había intentado persuadirlo para que se quedara atrás, pero Jaafar, casi convencido de que se trataba de algún sucio ardid de Majiid, había insistido en cabalgar con los líderes, rehusándose a perder de vista a su «aliado». Y así los hranas y los akares avanzaron hacia el combate: con un ojo en el enemigo que tenían delante y el otro en aquellos que cabalgaban a su lado.
Tan ocupados estaban en vigilarse con recelo unos a otros que nunca se les ocurrió mirar arriba, hacia el cielo, que estaba oscureciéndose por momentos. Y, de hecho, tal vez no se hubiesen percatado jamás si Jaafar, para sorpresa de nadie, no hubiera salido volando de su caballo para aterrizar pesadamente de espaldas sobre la arena.
Los hranas se congregaron enseguida en torno a él, dispuestos a detenerse y asistir a su líder caído. Jaafar no podía hablar, pues el golpe lo había dejado sin aliento, pero consiguió hacerles un gesto con la mano para que continuaran, señalando con furia a Majiid, advirtiéndoles que no dejaran a los
spahis
ir por delante de ellos. Tendido en la arena, respirando con dificultad, Jaafar tuvo tiempo de contemplar el cielo mientras Fedj, su djinn, iba al rescate del caballo.
—¡Espero que esa condenada tormenta rompa antes de que comience la lucha! —gruñó el jeque cuando Fedj estuvo de vuelta tirando del caballo y apresurándose a atender a su amo.
Fedj cogió la mano de su señor para ayudarlo a levantarse y miró hacia arriba cuando ya Jaafar estaba a punto de ponerse en pie. Los ojos del djinn casi se salieron de sus órbitas. Con un grito sobresaltado, soltó la mano del jeque, quien de nuevo fue a dar con la espalda en tierra.
—¡¿Tormenta?! —gritó el djinn—. ¡Eso no es una tormenta, sidi! ¡Es Kaug, el
'efreet
de Quar!
—¡Bah! ¿Qué va a hacer aquí un
'efreet
? —dijo Jaafar levantando los ojos al cielo con aire escéptico.
De pronto, Fedj jadeó horrorizado.
—¡Ejércitos! —chilló, señalando detrás de ellos—. ¡Ejércitos de hombres a caballo, atacando nuestro campamento!
Torciéndose hacia un lado, Jaafar vio a los soldados, montados en sus mágicos corceles, lanzarse al vuelo desde la nube tormentosa y dirigirse hacia las tiendas.
—¡Avisa a Majiid! —ordenó Jaafar al djinn—. ¡Corre a avisar a Majiid!
En un parpadeo, Fedj había desaparecido; y, en otro, se materializaba enfrente del caballo de Majiid, obligando al sobresaltado jeque a frenar con tanta rapidez que casi hace volcar al animal.
—¿Qué quieres? —rugió Majiid encolerizado—. ¡Aparta de mi camino! ¡Vuelve con ese zoquete de tu amo y dile que, la próxima vez, coja un burro para ir a la batalla!
—¡Efendi! —exclamó Fedj—. ¡Están atacando nuestro campamento!
—¿Por qué clase de idiotas nos toma Jaafar para creer que va a engañarnos con semejante truco? —preguntó furioso Khardan, que galopaba al lado de su padre—. ¡El enemigo está delante de nosotros, no detrás! —dijo señalando una enorme nube de arena a través de la cual podían verse ahora las hordas de
meharistas
.
Por toda respuesta, Fedj se limitó a apuntar hacia el Tel con expresión sombría. Khardan y Majiid se volvieron a mirar atrás con desgana.
—¡Hazrat
Akhran sea con nosotros! —jadeó Khardan.
Majiid, con los ojos desorbitados de asombro, sólo pudo farfullar:
—¿Qué…? ¿Quién…?
—¡Los soldados del amir! —exclamó Khardan.
Agarrando con fuerza las riendas, éste hizo girar la cabeza a su caballo. Tambaleándose sobre la arena, el negro corcel de guerra casi perdió el equilibrio. Pero la destreza de Khardan lo mantuvo derecho hasta que pudo afirmar bien sus patas traseras bajo su musculoso cuerpo. Arrancando de un salto, se lanzó a galope tendido con su amo en dirección al campamento.
Los demás
spahis
se quedaron revolviéndose en confusión durante unos momentos, gritando y señalando con sus manos, y transmitiendo la noticia a los que cabalgaban atrás a medida que iban llegando a la cabeza. Uno por uno, hicieron girar todos a sus caballos y salieron disparados de vuelta al campamento. Varios jinetes inexpertos, de entre los hranas, cayeron de sus monturas o hicieron volcar a sus caballos en su precipitación.