—¿Un juego? —preguntó boquiabierto Mateo—. Pero… entonces… ¿nadie resultará herido? ¿Nadie morirá?
—Oh, sí, por supuesto —dijo Zohra colocándose un chisporroteante anillo en el dedo y admirando el resplandor de la joya a la luz del sol—. Se atacarán unos a otros con sus espadas, se derribarán entre sí de sus monturas y, sin duda, alguien morirá, más por accidente que por otra cosa. Tal vez Zeid demuestre ser más fuerte. Él y sus
meharistas
harán retroceder a nuestros hombres hasta el campamento. Luego se vanagloriará de su victoria y volverá a su tierra. O tal vez nuestros hombres lo hagan retroceder a él hasta su tierra y, después, se sentarán y se refocilarán con su victoria. Los muertos serán proclamados héroes y se entonarán canciones sobre ellos. Sus hermanos acogerán a sus esposas e hijos en sus hogares y eso será todo.
Mateo sólo estaba oyendo a medias. Tenía la mirada fija en la nada, mientras veía de nuevo en su mente la descripción que Zohra había hecho de su visión.
—¡Eso es! —exclamó.
—¿Qué?
Preocupada por el timbre de su voz, ella levantó la mirada de sus joyas.
—¡Los gavilanes estaban luchando entre sí! ¡Las águilas vinieron hacia ellos, descendiendo desde las alturas del cielo!
—Ahí está, ¿ves? —dijo Zohra lanzándole una mirada triunfante—. Cuando nos caigan ejércitos del cielo, entonces sí podemos preocuparnos. Hasta ese momento —concluyó volviendo su atención a la prueba de joyas—, todo lo que esta estúpida batalla significa es que nos perderemos nuestra cabalgada esta mañana.
La tormenta avanzaba resueltamente desde las estribaciones. Separando la solapa de la tienda, Meryem observaba con atención, viéndola acercarse cada vez más. Tan preocupada y absorta estaba que no reparó en la proximidad de Khardan hasta que la mano de éste acarició la suya.
Sobresaltada, ella dejó escapar un pequeño grito. Khardan se deslizó dentro de la tienda y, en un respiro, Meryem estaba en sus brazos.
—¡Oh, amor mío! —susurró ella alzando sus brillantes ojos azules hacia el rostro del califa—. ¡No quiero que te vayas!
¿Qué podía hacer él sino besar aquellos labios temblorosos y enjugar la lágrima que se deslizaba por su delicada mejilla?
—No te aflijas —dijo él con acento ligero—. ¡Esto es lo que hemos estado pidiendo a Akhran en nuestras oraciones!
Ella se quedó mirándolo perpleja.
—Pero vosotros queríais paz con el jeque Zeid…
—Y la tendremos… después de haber aligerado en unos cuantos kilos su gorda barriga —dijo Khardan dando unas palmaditas en la empuñadura de su espada—. En cuanto él nos reconozca vencedores, tengo intención de ofrecerle la oportunidad de luchar junto a nosotros. ¡La oportunidad de saquear Kich! ¿Qué te ocurre? Creí que esto te alegraría.
Los ojos de Meryem se habían desviado hacia la nube tormentosa. Rápidamente, se volvieron para mirar de nuevo a Khardan.
—Te…, tengo miedo —balbuceó—. ¡Miedo de perderte!
Y escondió el rostro en su pecho. Khardan acarició su pelo dorado, pero hubo una nota de irritación en su voz cuando respondió.
—¿Tan poca fe tienes en mi habilidad como guerrero?
—¡Oh, no! —dijo Meryem secándose con presteza las lágrimas—. Estoy portándome como una mujer tonta. ¡Perdóname!
—¿Perdonarte por ser una mujer? ¡Jamás! Te castigaré por ello toda tu vida —bromeó Khardan, besando las suplicantes manos que ella sostenía con candor alzadas delante de sí.
La idea de semejante castigo hizo que el corazón de Meryem latiese con tanta rapidez que temió que él pudiera notarlo y considerarlo poco virginal. Esperando que el rubor que teñía sus mejillas fuese tomado por confusión y no por el impúdico deseo que abrasaba su cuerpo, Me-ryem bajó enseguida la cabeza ante la intensa mirada del califa. Quitándose una medalla que llevaba en torno a su fino cuello, se la ofreció a él con timidez.
—¿Qué es esto? —preguntó él, tomando el objeto en su mano.
—Un escudo de plata —dijo ella—. Quiero que lo lleves encima. Era… de mi padre, el sultán. Mi madre lo hizo para él, para protegerlo en el combate. Su poder no es muy grande. Pero lleva consigo mi amor.
—¡Ése es todo el poder que necesito! —susurró Khardan, apretando su mano en torno al escudo.
Casi estrujándola entre sus brazos, volvió a besarla.
Meryem cogió aire con dificultad.
—¿Me prometes que lo llevarás? —preguntó ella con insistencia.
—¡Quiero que me lo pongas tú con tus propias manos! —dijo Khardan poniéndolo otra vez en sus manos.
Entonces ella vio los cuatro largos arañazos en su cara y dio un grito ahogado.
—¿Qué es eso? —preguntó, estirando con vacilación la mano para tocarlos—. ¡Estás herido!
—¡No es nada! —dijo Khardan con rudeza, retirando la cara e inclinando la cabeza para que ella pudiera deslizar la cinta de seda sobre su rizado pelo negro—. Un enredo con un gato salvaje, eso es todo.
Adivinando de qué clase de gato se trataba, Meryem sonrió con placer para sus adentros. Sabiamente, no dijo nada más y pasó la cinta sobre su cabeza acariciando los rizos con sus dedos. Al contacto con su pelo, sintió su cuerpo temblar y dio rápidamente un paso atrás mientras su preocupada mirada se dirigía, una vez más, hacia la lejana tormenta.
El cuerno de carnero sonó fuerte reclamando la atención de Khardan.
—¡Adiós, ojos de gacela! —dijo con el rostro encendido de pasión y agitación—. ¡No llores! ¡Todo irá bien!
Su mano se cerró de nuevo en torno al escudo de plata.
—¡Estoy segura de que sí! —dijo Meryem con una valiente y plañidera sonrisa secreta.
Sentado a horcajadas sobre el mágico caballo de ébano, el amir miró a lo lejos desde su predominante posición sobre la espalda de un
'efreet
en forma de nube, observando cómo los
meharistas
del jeque Zeid se precipitaban a través de las dunas con sus veloces camellos que parecían dejar atrás al viento. Debajo de él podía ver la actividad reinante en el campamento a los pies del Tel: los hombres corriendo en busca de sus caballos, las mujeres con sus niños congregadas fuera de sus tiendas, agitando sus extendidas manos en el aire y elevando sus voces chillonas en un misterioso canto de guerra.
Reunido en torno al amir iba un inmenso ejército de soldados montados, todos y cada uno, en un caballo tan mágico como el suyo. Deshabituados a la altura y la extrañeza de ser transportados por el cielo sobre la espalda de un
'efreet
, muchos de los hombres de Qannadi lanzaban nerviosas miradas hacia abajo. No pocos rostros aparecían pálidos y sudorosos, y algunos, para su eterna vergüenza, se inclinaban sobre sus monturas y vomitaban en silencio. Pero aquéllas eran unas tropas bien disciplinadas y aguerridas. No se oía ni una palabra. Con los ojos en sus capitanes, que flanqueaban al amir, esperaban la señal que los enviaría desde aquella nube negra y cercada de relámpagos hasta el suelo, allá abajo, donde harían lo que mejor sabían hacer: luchar y conquistar.
—Tenéis vuestras órdenes. Ya sabéis qué hacer —dijo con viveza el amir—. El imán me pide que os recuerde que lucháis para traer la luz de Quar a la oscuridad de las almas de estos
kafir
. Combatiremos a estos hombres sólo el tiempo necesario para mostrarles la fuerza y el poder de nuestro ejército. Quiero dividirlos, desmoralizarlos. ¡No quiero exterminarlos!
Los capitanes respondieron afirmativamente aunque con una evidente falta de entusiasmo.
—Destrozad su campamento tal como hemos hecho con el de los pastores hace un rato. Dejad atrás a los viejos y los enfermos, ilesos. No los queremos. No nos son de ninguna utilidad. Las mujeres en edad de tener hijos han de ser capturadas y llevadas a la ciudad. No se las molestará. Aquel a quien se sorprenda violentando a una mujer ocupará de inmediato un lugar entre los eunucos de palacio.
Los capitanes hicieron un nuevo gesto de asentimiento. El amir era siempre muy estricto en lo relativo a este punto, como bien sabían varios eunucos para su amarga desdicha. El propio amir había llevado a cabo la operación, en el sitio, con su espada. No se podía decir que fuese un hombre benévolo. Era simplemente un buen general que había visto en las guerras de su juventud la rapidez con que un ejército bien disciplinado podía degenerar en una turba incontrolada si se le daba rienda suelta.
El amir repasó con una vehemente mirada a sus tropas, dejando que la amenaza calase bien en ellas. Luego, fijando los ojos en dos de sus capitanes, continuó hablando sólo para ellos.
—Las mismas órdenes se aplican a aquellos que cabalgáis hacia el sur a encontraros con los aranes. Todos los cautivos serán traídos a Kich. ¿Alguna pregunta?
—No nos gusta eso de dejar a los hombres por ahí, sin más, señor. Hemos oído hablar de estos nómadas. Luchan como diez mil demonios y se sacarían el corazón antes que rendirse. Ruego al amir me perdone, pero ésos nunca se convertirán a Quar. Acabemos con ellos y enviémosle a Él sus almas ahora en vez de más tarde.
Hubo murmullos de aprobación
;
En privado, Qannadi se llevó a un lado a los capitanes. Él sabía que los nómadas tarde o temprano tendrían que ser aniquilados, y el imán tendría que acabar viéndolo también. Por desgracia, lo único que aquellos ojos almendrados ciegos de santo celo veían ahora era la gloria de convertir a un pueblo entero al conocimiento del Único y Verdadero Dios.
—Habéis escuchado las órdenes —dijo Qannadi con severidad—. Aseguraos de que sean obedecidas. Cuando los hombres hayan sido abatidos en el campo de batalla y abandonados al azote del hambre, recibirán noticia de que sus familias están siendo bien tratadas en Kich y han encontrado verdadero solaz espiritual en Quar.
Qannadi se limitaba a repetir las palabras del imán. Pero aquellos que lo conocían bien apreciaron el ligero rictus de su labio.
—Claro está que, si sois atacados —dijo el amir con lentitud y precisión—, no podéis hacer otra cosa que matar para defenderos.
Los hombres asintieron relajados con una amplia sonrisa en la boca.
—Pero cuando yo dé órdenes de retirarse, ha de cesar toda lucha. Coged a algunos prisioneros entre los hombres, en especial los que sean fuertes y jóvenes. ¿Todo entendido? ¿Alguna otra pregunta?… Muy bien. Que la bendición de Quar sea con vosotros.
En este punto, los capitanes habrían respondido con un poderoso grito, pero se les había recomendado guardar absoluto silencio, así que se separaron sin abrir la boca y volvieron a sus puestos de mando.
—Gasim, una última palabra contigo —dijo el amir con un gesto a su favorito, el capitán tuerto que había estado poniendo su único ojo en la adorable Meryem.
Gasim dio la vuelta a su caballo y acudió a la llamada del amir.
—Gasim —dijo el general en voz baja—, tú sabes que si soporto toda esta tontería de tomar prisioneros y demás es para contentar al imán. Hay un hombre, sin embargo, cuya alma debe estar en las manos de Quar esta misma noche.
El capitán elevó su única ceja visible, ya que la otra estaba oculta tras el parche que cubría la cuenca vacía donde había estado su otro ojo hasta el fatal golpe de espada que se lo cercenó.
—Dime su nombre, mi general.
—Khardan, su califa. Lo conoces de vista. Lo viste en palacio.
—Sí, amir —asintió Gasim, aunque a Qannadi le pareció ver cierta inquietud en su rostro.
—¿Qué ocurre? —preguntó con voz crispada el amir.
—Es sólo que… el imán dijo que había que dejar vivos a los jeques y al califa para que ellos condujesen a su gente al conocimiento de la verdad del dios… —vaciló Gasim.
El amir se movió en su silla y se inclinó hacia adelante, acercando su cara a la del capitán.
—¿Qué ira temes más? ¿La mía sobre este mundo o la de Quar en el siguiente?
Sólo podía haber una respuesta a esta pregunta. Gasim conocía bien las legendarias cámaras de tortura del amir Qannadi.
—¡Khardan morirá! —dijo en voz baja, inclinando la cabeza.
—Eso pensé —respondió el amir con ironía, volviendo a sentarse en su silla—. Tráeme su cabeza para que pueda estar seguro de que mis órdenes se han ejecutado. Puedes retirarte.
El capitán saludó y se alejó al galope; los cascos de su caballo sonaban extrañamente silenciosos al golpear contra la nebulosa espalda del
'efreet
.
—¿Sabes ya lo que tienes que hacer, Kaug? —preguntó el amir mirando los dos enormes ojos que había fijos en él en medio de la niebla.
—Si, efendi.
La mirada del amir volvió entonces al desierto, debajo de él. Los
spahis
, montados en sus caballos, salían a todo galope al encuentro de los camellistas; sus espadas destellaban en el aire y sus voces se elevaban en gritos enloquecidos.
«Una extraña manera de dar la bienvenida a sus amistosos aliados», pensó Qannadi. «Pero ¿qué puedes esperar de estos salvajes?»
Levantando la mano, dio la señal.
Mientras abandonaba la tienda de Zohra, Mateo levantó la mirada hacia una nube oscura que se desplazaba con rapidez y vio un ejército descendiendo del cielo.
Al principio, no pudo hablar ni reaccionar. Paralizado de asombro, miraba boquiabierto. Cientos de soldados montados en caballos alados despegaban en estricta formación de encima de la encumbrada nube, descendían en espiral cual si fuera un ciclón humano y se dirigían hacia la tierra, hacia el campamento del Tel. La cabeza de carnero dorada, cosida en sus uniformes, llevaba ahora las alas del águila brotando de su cráneo.
Mateo dejó escapar un grito sofocado. Al oírlo, Zohra salió corriendo de su tienda. Varias mujeres que había cerca de él con sus ojos puestos en los hombres que se alejaban a caballo, perdiéndose gradualmente de vista, se volvieron hacia él alarmadas. Mudo, incapaz de pronunciar una palabra, Mateo señaló con el dedo. Los primeros jinetes estaban ya poniendo pie en tierra y sus mágicos corceles batiendo al galope la arena del desierto.
Zohra se agarró el pecho con la mano; un miedo frío y entumecedor heló de pronto su corazón.
—¡La visión! —exclamó—. ¡Soldados de Quar!
Un viento feroz descendió desde la nube levantando un enorme remolino de arena que envolvió por completo el campamento. El viento agarró los palos de las tiendas, como una gigantesca mano, los arrancó y los envió volando por los aires mientras la lona se desplomaba con gran estruendo sobre los ocupantes de la tienda. Gritos y aullidos de terror se elevaban desde el interior. Los vientos adquirieron la fuerza de una tempestad y la oscuridad se hizo más densa, aunque de vez en cuando era rasgada por relámpagos y ensordecedores redobles de trueno.