Todo se le hizo claro, de pronto. ¡Ellos no eran los únicos interesados en rescatar a Khardan!
—¡Zohra! —gritó hasta hacerse oír por encima del ruido de la batalla—. ¡Zohra!
Ella volvió la cabeza, agarrándose por detrás el pelo que volaba hacia sus ojos. Mateo señaló con el dedo, voceando como un loco.
Era Meryem. Montada en uno de los caballos mágicos, se alejaba del campo de batalla en dirección al devastado campamento. Cruzado sobre la parte delantera de la silla iba el cuerpo de un hombre, un
spahi
a juzgar por sus ropas. La cabeza y los brazos del hombre colgaban inertes. Mateo no tenía duda de que se trataba de Khardan y, por la pose repentinamente rígida y la intensa mirada de Zohra, vio que ella también lo había reconocido.
No ocurriéndosele qué otra cosa hacer, Mateo empezó a correr a pie detrás de ellos, más movido por la desesperación que con esperanza real de alcanzarlos. Su cuerpo ligero, sin embargo, fortalecido por las durezas y el ejercicio, dio de sí más de lo que él habría esperado. Una obstinada excitación, doblemente bienvenida tras el miedo debilitador, lo empujaba con fuerza hacia adelante y parecía que volaba sobre el duro suelo, sin que sus pies apenas lo tocaran.
Poco a poco, con un sentimiento de enardecida exaltación, se dio cuenta de que estaba ganando terreno.
Una vez lo bastante alejada de la batalla, Meryem aminoró el paso ya a las puertas del campamento. Tras echar una mirada comprobadora a su caballo, elevó los ojos hacia la nube. Levantando una varita que sostenía en la mano, pronunció unas palabras arcanas, lo que hizo que la varita resplandeciera intensamente, envolviéndolos en un círculo de radiante luminosidad blanca.
—¡Kaug! —llamó ella—. ¡Extiende tu mano! ¡Elévanos sobre las nubes!
El hombre que llevaba a través de su montura se movió ligeramente y lanzó un quejido.
—Pronto el terrible sueño habrá terminado, querido mío —murmuró ella recorriendo con su mano el cuerpo de Khardan y deleitándose con el tacto de la fuerte y musculosa espalda bajo sus dedos—. ¡Sólo unos momentos y estaremos lejos de este horrible lugar! Te llevaré al imán, amor mío, y llevaré también conmigo la muy interesante historia de cómo el amir ordenó a Gasim que te asesinara, en contra de su orden expresa.
»El amir lo negará, por supuesto —siguió murmurando la joven, acariciando con los dedos una bolsa que llevaba atada a la cintura, oculta bajo la seda rosada—. Pero yo tengo capturada en mi espejo la imagen de Gasim al morir. Tengo sus últimas palabras que revelan la traición de Qannadi.
El caballo se movió nervioso; un relámpago atronador estalló demasiado cerca.
—¡Ven, Kaug! ¡Sácame de aquí! —gritó Meryem, mirando con impaciencia la nube mientras agitaba su varita hacia ella.
Nadie apareció, sin embargo; el
'efreet
estaba ocupado con la batalla. Mordiéndose el labio inferior, Meryem suspiró. Susojos se volvieron una vez más hacia Khardan.
—Y aún llevaré algo más, desde luego, para echar abajo al amir —le dijo—. Pero eso será el comienzo. Mientras tanto, amor mío —añadió acariciando los hombros de Khardan—, cuando despiertes, te contaré cómo me salvaste de las garras asesinas de Gasim. Te contaré cómo intercedí ante los soldados para que no te matasen y nos trajeran a salvo a Kich. Es cierto que te harán prisionero, ¡pero un prisionero cuya cautividad será la más agradable de la historia! Pues yo iré a verte cada noche, amor mío. Te llevaré el conocimiento de Quar y —agregó con un profundo suspiro mientras sus dedos se apretaban convulsivamente— ¡te haré conocer placeres más mundanos también! ¡Tu cuerpo será mío, Khardan! Tú entregarás tu alma a Quar y, juntos, gobernaremos…
Meryem oyó demasiado tarde la jadeante respiración y los pasos ligeros cerca de ella. Girando a medias la cabeza, captó una vislumbre del pálido rostro y el pelo rojo del loco justo detrás de ella. Al instante levantó su varita, pero las manos del loco la arrastraron de la silla y la arrojaron al suelo antes de que tuviera tiempo de recitar el conjuro.
La maga cayó pesadamente.
El dolor taladró su cabeza…
—¡Zohra! ¡No hay tiempo para eso ahora! —susurró con enojo Mateo mientras detenía la mano que empuñaba la daga cuando estaba justo encima del pecho de Meryem—. ¡Mírala! ¡Está inconsciente! ¿Serías capaz de matarla así?
—No —dijo Zohra tras un momento de reflexión—. Tienes razón, Ma-teo. Sería una muerte demasiado rápida y fácil. No obtendría ninguna satisfacción de ello.
Horrorizado, Mateo se volvió hacia Khardan.
—Ayúdame a tenderlo en el suelo —ordenó fríamente a Zohra.
Con el viento embistiendo contra ellos, lucharon para coger a Khardan entre los dos y bajarlo del lomo del caballo. Mateo volvió una mirada inquieta hacia la batalla para comprobar si alguien se estaba tomando indebido interés por ellos. Pero los soldados se hallaban inmersos en su lucha, y los
spahis
batallaban por sus vidas. No obstante, Mateo pensó que era mejor no llamar la atención de nadie hacia ellos. Estirando el brazo, tocó la brida del caballo y, tal como se había esperado, el animal al instante desapareció.
—¡Agáchate! —ordenó a Zohra, tirando de ella hacia abajo, al lado de él.
—¿Qué le ocurre a Khardan? —preguntó ella, examinándolo a la desvaneciente luz de la varita que Meryem había dejado caer al suelo y, con sus habilidosas manos, retiró las empapadas ropas del pecho de su esposo con inusitada suavidad—. Está herido, pero no seriamente. ¡Lo he visto hacerse heridas peores en el
baigha
! ¡Sin embargo, parece estar al borde de la muerte!
—Está bajo los efectos de un conjuro. Pero ¿qué es lo que lo está causando?… ¡Ah! Creo que ahí está la respuesta.
Echando a un lado los pliegues del
haik
de Khardan, Mateo deslizó con cautela su mano bajo una pequeña pieza de joyería que el califa llevaba alrededor del cuello.
—¡Mira, Zohra!
El escudo de plata brillaba con una intensa luminosidad mágica, como una pequeña luna.
Tomando aliento, Zohra se quedó mirándolo sobrecogida.
—Un regalo de despedida de nuestra maga —dijo con serenidad Mateo con una mirada a Meryem—. Bastante ingenioso. Ella puede activar el escudo con una palabra. Probablemente, él cayó al suelo como si estuviese muerto. Esto no sólo lo hechizaba, sino que lo protegía de todo daño hasta que ella pudiera alcanzarlo.
—¿Cómo podemos romper el conjuro?
Mateo guardó silencio un momento y, luego, miró a Zohra a la cara.
—No estoy seguro de que nos convenga hacerlo, Zohra. Si Khardan recobra el sentido, volverá a la lucha y morirá, tal como predijo la visión. Ésta es nuestra oportunidad de salvarlo.
Zohra clavó los ojos en Mateo; después los volvió hacia Khardan, que yacía en medio de todo el destrozo del campamento de su gente. Sus ropas estaban cubiertas de sangre, su propia sangre y la de sus enemigos. Luego levantó la cabeza y se quedó mirando al Tel.
El viento de tormenta estaba cesando. La batalla también estaba tocando a su fin. El resultado había sido evidente desde el principio. Cogidos por sorpresa y enormemente superados en número, los
spahis
habían luchado con bravura, inflamados ante la visión de sus destrozados hogares y el miedo por sus familias hechas cautivas. Muchos de los soldados de Qannadi habían encontrado definitivo reposo a los pies del Tel, donde sus huesos serían limpiados de carne por los babeantes chacales y hienas que andaban rondando ya por las inmediaciones del campo de batalla.
Pero la mera fuerza del número de las tropas del amir hizo imposible que venciesen los nómadas. Los cuerpos de muchos
spahis
yacían esparcidos en torno al oasis. Algunos de ellos estaban ya muertos. La mayoría, sin embargo, sólo estaban heridos o inconscientes. Los soldados de Qannadi habían actuado según sus órdenes, combatiendo a su enemigo con el plano de sus espadas, abatiéndolos a golpes en lugar de a tajazos o estocadas. Aquellos que se habían vuelto a levantar para continuar luchando habían sido golpeados una y otra vez, hasta que no pudieron volver a levantarse.
Mateo observaba a Zohra con el corazón transido de dolor. Sabía lo que ella debía de estar pensando. Khardan volvería a la refriega y seguiría luchando. Obligaría a los soldados del amir a luchar hasta hacerlo caer atravesado por numerosas espadas…
Con una palidez mortal en el rostro, Zohra se volvió hacia Mateo.
—¿Adonde iremos?
¿Para qué ir a ninguna parte? ¿Por qué no quedarse aquí, sencillamente? Las palabras estaban ya en los labios de Mateo cuando vio a un grupo de soldados a caballo dirigirse de nuevo hacia el arruinado campamento con antorchas en la mano. Inclinándose, prendieron fuego a las tiendas. Al parecer, no pensaban dejar nada aprovechable para los supervivientes. Otros comenzaban a moverse entre los heridos, levantando el cuerpo inconsciente de un
spahi
y colocándolo a lomos de un caballo; estaban cogiendo prisioneros. Mateo creyó reconocer a Achmed, el hermano de Khardan, mientras lo arrastraban hasta una montura. La cara del joven estaba cubierta de sangre.
Mientras su mirada iba de un peligro a otro, Mateo vio de pronto, recortado contra el sol poniente sobre el borde de una duna, ¡un palanquín blanco!
«¡Está aquí! ¡Ha venido a buscarme!» El terror se agarró a la garganta del joven brujo, ahogándolo. La bola de cristal se apretaba contra su piel haciéndolo temblar con un frío de hielo.
—¡Ma-teo! ¿No ves? ¡Los soldados están quemando las tiendas! ¿Qué podemos hacer?
—¿Por qué me miras a mí? —dijo Mateo esforzándose por respirar y lanzándole una mirada—. ¡Yo no sé nada sobre esta tierra! ¡Todo lo que sé es que debemos huir! ¡Debemos escapar!
Sus ojos volvieron a irse involuntariamente hacia la duna. Mateo parpadeó perplejo. ¡El palanquín se había ido! ¿Había estado alguna vez allí? ¿Era su imaginación? ¿O estaba trastornado por todo el horror que había presenciado? Volvió deprisa su mirada a donde estaba. Lo que quedaba de las tiendas, los astillados mástiles, las mantas y cojines, y todas las demás posesiones de una y otra tribu estaban ardiendo. Unas pocas ancianas abandonadas, con los puños levantados, lamentaban sus pérdidas y gritaban maldiciones. Los soldados las ignoraban y continuaban con su trabajo.
Mateo comenzó a despojar a Khardan de su prenda de cabeza.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Zohra asombrada.
—¡Pásame las ropas de ella y su velo! —ordenó, mientras tiraba de los negros hábitos de Khardan con manos temblorosas.
Sin interrumpir su tarea y con un ojo puesto en los soldados, indicó con la cabeza a la inconsciente Meryem.
Para gran sorpresa suya, oyó la risa de Zohra, un profundo sonido gutural más parecido al ronroneo de un gato gigante que a una risa, en realidad. Al parecer, ella aprobaba su plan.
Actuando con rapidez, y ocultos de la vista de los demás por las ondulantes nubes de humo que flotaban por el campamento, Mateo y Zohra disimularon la ensangrentada túnica y pantalones de Khardan entre pliegues de seda rosada. Evitando tocar el resplandeciente escudo de plata que colgaba del cuello del califa, Zohra colocó el velo de Meryem en la cabeza de éste, pasándoselo por encima de nariz y boca y arreglándolo de tal manera que le cubriese la barba. Mientras Zohra hacia esto, Mateo registró a toda prisa el inconsciente y medio desnudo cuerpo de Meryem, tomando cuanto de mágico pudo encontrar en él y guardándoselo aprisa entre sus vestiduras. Por último, cogió la ahora oscura varita de su mano, tratándola con el mayor respeto, y la envolvió con cuidado en un retazo de tela antes de meterla en una de sus bolsas y colgársela de la cintura.
El cuerpo de Khardan era un peso muerto cuando lo levantaron, pasándose un brazo cada uno por encima de sus hombros. Mateo se tambaleaba bajo la carga.
—¡No podremos llevarlo muy lejos! —gruñó con el esfuerzo.
—¡No tendremos que hacerlo! —respondió Zohra, tosiendo a causa del denso humo—. Nos esconderemos en el oasis hasta que los soldados se hayan marchado. Entonces, regresaremos al campamento.
Mateo no estaba seguro de que quisiera volver, no hasta que supiese si el palanquín blanco había sido real o sólo una visión. Pero carecía del suficiente aliento para discutir. Manteniéndose entre las sombras, él y Zohra avanzaron a través del campamento, evitando la luz de las antorchas y con los velos bien ajustados en torno a sus cabezas.
De pronto, al rodear una tienda en llamas, se encontraron con un soldado que se quedó mirándolos en aquella luz mortecina.
—¡Eh, vosotras, mujeres! ¡Deteneos!
—¡Finge que no lo oyes! —susurró Zohra.
Con las cabezas dobladas, siguieron caminando arrastrando a Khardan entre los dos. El soldado comenzó a ir en pos de ellas.
—¡Eh, zángano! ¿Adonde crees que vas? —se oyó otra voz con dureza—. ¿Intentando escabullirte del trabajo?
—¡Capitán! ¡Mira, aquí hay unas mujeres que se alejan!
«¡Se acabó!», pensó Mateo. Un dolor punzante atravesaba sus hombros, encorvado bajo el peso de Khardan. El humo y el velo lo estaban sofocando, y se encontraba al borde del agotamiento; tuvo que hacer un concienzudo esfuerzo para obligar a sus pies a seguir su dificultosa marcha. Pero no, éste sería el fin para ellos. Con el ánimo terriblemente apesadumbrado, esperó la orden…
Pero el capitán, ocupado en prender fuego a un montón de cojines de seda, miró en dirección a las mujeres que se alejaban y, luego, lanzó al soldado una mirada de repugnancia.
—¡Míralas! No son más que unas viejas encorvadas. Si quieres arriesgarte a verte convertido en un eunuco, ¡hazlo con las muchachas jóvenes y bonitas que hemos secuestrado! ¡Anda, vuelve a tu puesto!
Mateo intercambió una mirada de alivio con Zohra y vio los negros ojos de ésta, que reflejaban las llamas del poblado incendiado, sonriéndole con cansado triunfo.
—¡Lo conseguimos, Ma-teo! —susurró.
El joven brujo no pudo responder; no le alcanzaban las fuerzas.
Estaban ya cerca del límite del campamento. Unos pocos metros más y se hallaron en medio de la alta hierba, que crecía tupida alrededor del agua. Depositando el cuerpo inconsciente de Khardan sobre el suelo mojado, Mateo y Zohra se dejaron caer junto a él, demasiado cansados para dar un paso más.
Agachados entre la hierba, ocultos a cualquier mirada escrutadora desde el campamento, no se atrevían a moverse, ni a hablar, casi ni a respirar. Los soldados siguieron merodeando por la zona durante lo que a ellos les parecieron horas. El humo procedente del campamento flotaba sobre ellos y podían oír los quejidos y gritos de los heridos resonando en la oscuridad.