La vuelta al mundo en 80 días (16 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

con algún melindre, es verdad; pero al fin comió.

Con todo, después de terminada la comida, creyó que debía llamar a míster Fogg aparte, y le dijo:

—Caballero...

Esta palabra "caballero" le escocía algo, y aun se contenía para no echar mano al pescuezo de aquel "caballero".

—Caballero, habéis estado muy obsequioso ofreciéndome pasaje; pero, aunque mis recuerdos no me permiten obrar con tanta holgura como vos, entiendo pagar mi escote...

—No hablemos de eso, caballero.

—Pero si me empeño...

—No, señor —repitió Fogg con voz que no admitía réplica—. Eso entra en los gastos generales.

Fix se inclinó; se ahogaba, y, yendo a recostarse a proa, no volvió a hablar palabra en todo el día.

Entretanto, se andaba rápidamente. John Bunsby tenía buena esperanza. Varias veces dijo a míster Fogg que llegarían a tiempo a Shangai. Míster Fogg respondía simplemente que contaba con ello. Por lo demás, toda la tripulación desplegaba su celo ante la recompensa, que engolosinaba a la gente. No había, por consiguiente, escota que no se hallase bien tendida, ni vela que no estuviese bien reclamada, ni podía imputarse al timonel ningún falso borneo. No se hubiera maniobrado con más maestría en una regata del "Royal Yacht Club".

Por la tarde, el piloto reconocía como recorridas doscientas veinte millas desde Hong-Kong, y Phileas Fogg podía esperar que al llegar a Yokohama no tendría tardanza ninguna que apuntar en su programa. Por consiguiente, el primer contratiempo serio que experimentaba desde su salida de Londres, no le causaría, probablemente, perjuicio alguno.

Durante la noche, hacia las primeras horas de la mañana, la
"Tankadera"
entraba francamente en el estrecho de Fo-Kien, que separa la costa china de la gran isla de Formosa, y cortaba el trópico de Cáncer. El mar estaba muy duro en dicho estrecho, lleno de remolinos, formados por las contracorrientes. La goleta iba muy trabajada. La marejada quebrantaba su marcha, y era muy difícil tenerse de pie sobre cubierta.

Con el alba, el viento arreció más. Había en el cielo apariencias de un cercano chubasco. Además, el barómetro anunciaba un próximo cambio en la atmósfera; su marcha diurna era irregular, y el mercurio oscilaba caprichosamente. La marejada hacia el Sureste se presentaba ampollada, como indicio precursor de la tempestad. La víspera se había puesto el sol entre una bruma roja, en medio de los destellos forforescentes del Océano.

El piloto examinó, durante mucho tiempo, aquel mal aspecto del cielo, y murmuró, entre dientes, algunas palabras poco inteligibles. En cierto momento, dijo en voz baja a su pasajero:

—¿Puede decirse todo a Vuestro Honor?

—Todo —respondió Phileas Fogg.

—Pues bien; vamos a tener chubasco.

—¿Del Norte o del Sur? —preguntó sencillamente míster Fogg.

—Del Sur. Vedio. Se está preparando un tifón.

—Vaya por el tifón del Sur, puesto que nos empujará hacia el buen lado —respondió Fogg.

—Si así lo tomáis —replicó el piloto—, nada tengo que decir.

Los presentimientos de John Bunsby no lo engañaban. En una época menos avanzada del año, el tifón según expresiones de un célebre meteorólogo, se hubiera desvanecido en cascada luminosa de llamarada eléctrica; pero en el equinoccio de invierno era de temer que se desencadenase con violencia.

El piloto tomó sus precauciones de antemano. Arrió todas las velas sobre cubierta. Los botadores fueron despasados. Las escotillas se condenaron cuidadosamente. Ni una gota de agua podía penetrar en el casco de la embarcación. Sólo se izó en trinquetilla una sola vela triangular, para conservar a la goleta con viento en popa, y, así las cosas, se esperó.

John Bunsby había recomendado a sus pasajeros que bajasen a la cámara; pero, en tan estrecho espacio, casi privado de aire, y con los sacudimientos de la marejada, no podía tener nada de agradable aquel encierro.

Ni míster Fogg, ni mistress Aouda, ni el mismo Fix, consintieron en abandonar la cubierta.

A las ocho la borrasca de agua y de ráfagas cayó a bordo. Sólo con su trinquetilla, la
"Tankadera"
fue despedida como una pluma por aquel viento, del cual no se puede formar exacta idea sino cuando sopla en tempestad. Comparar su velocidad a la cuádruple de una locomotora lanzada a todo vapor, sería quedar por debajo de la verdad.

Durante toda la jornada, corrió así hacia el Norte, arrastrada por olas monstruosas, y conservando, felizmente, una velocidad igual a la de ellas. Veinte veces estuvo a pique de quedar anegada por una de esas montañas de agua que se levantan por popa, pero la catástrofe se evitaba por un diestro golpe de timón dado por el piloto. Los pasajeros quedaban, algunas veces, mojados en grande por los rocíos que recibían con toda filosofía. Fix gruñía, indudablemente; pero la intrépida Aouda, con la vista fija en su compañero, cuya sangre fría admiraba, se manifestaba digna de él, y hacía frente a su lado la tormenta. En cuanto a Phileas Fogg, parecía que el tifón formaba parte de su programa.

Hasta entonces, la
"Tankadera"
había hecho siempre rumbo hacia el Norte; mas por la tarde, como era de temer, el viento se llamó a tres cuartos al Noroeste. La goleta, dando entonces el costado a la marejada, fue espantosamente sacudida. El mar la hería con violencia suficiente para espantar, cuando no se sabe con qué solidez están enlazadas entre sí todas las partes de un buque.

Con la noche, la tempestad se acentuó más, y, viendo llegar la oscuridad y con la oscuridad crecer la tormenta, John Bunsby tuvo serios temores. Preguntó si sería tiempo de escalar la costa, y consultó a la tripulación, después de lo cual se acercó a Fogg y le dijo:

—Creo, Vuestro Honor, que haríamos bien en arribar a un puerto de la costa.

—Yo también lo creo —respondió Phileas Fogg.

—¡Ah! —dijo el piloto—, pero ¿en cuál?

—Sólo conozco uno —respondió tranquilamente míster Fogg.

—¿Y es?

—Shangai...

El piloto estuvo algunos momentos sin comprender lo que significaba esta respuesta, y lo que encerraba de obstinación y de tenacidad. Después exclamó:

—¡Pues bien, sí! Vuestro Honor tiene razón. ¡A Shangai!

Y la dirección de la
"Tankadera"
se mantuvo denodadamente hacia el Norte.

¡Noche ciertamente terrible! Fue un milagro que la goleta no volcase. Dos veces se vio comprometida, y todo hubiera desaparecido de cubierta, a no mantenerse firmes las trincas. Aouda estaba destrozada, pero no exhaló queja alguna. Más de una vez tuvo míster Fogg que acudir a ella para protegerla contra la violencia de las olas.

Al asomar el día, la tempestad se desencadenaba todavía con extraordinario furor. Sin embargo, el viento volvió al Sureste. Era una modificación favorable, y la
"Tankadera"
hizo rumbo de nuevo en aquel mar bravío, cuyas olas se estrellaban entonces con las producidas por la nueva dirección del viento. De aquí el choque de marejadas encontradas, que hubiera desmantelado una embarcación construida con menos solidez.

De vez en cuando, se divisaba la costa, por entre las rasgadas brumas, pero ni un solo buque a la vista. La
"Tankadera"
era la única que se aguantaba a la mar.

A mediodía, hubo algunos síntomas de calma, que, con el descenso del sol en el horizonte, se pronunciaron con más decisión.

La corta duración de la tempestad se debió a su misma violencia. Los pasajeros, completamente quebrantados, pudieron comer algo y tomarse algún descanso.

La noche fue relativamente apacible. El piloto hizo restablecer sus velas en bajos rizos. La velocidad de la embarcación era considerable. Al amanecer del 11, reconocida la costa, aseguró John Bunsby que Shangai no distaba cien millas.

No quedaba más que aquella jornada para andar esas cien millas. Aquella misma tarde debía llegar míster Fogg a Shangai, si no quería faltar a la salida del vapor de Yokohama. A no estallar la tempestad, durante la cual perdió muchas horas, hubiera estado en aquel momento a treinta millas del puerto.

La brisa amainaba sensiblemente, y la mar se calmaba al propio tiempo. La goleta se cubrió de trapo. Cuchillos, velas de estay, contrafoque, en todo hacía presa el viento, levantando espuma en el mar la roda.

A mediodía, la
"Tankadera"
no estaba a más de cuarenta y cinco millas de Shangai. Le faltaban seis horas para llegar al puerto, antes de la salida del vapor de Yokohama.

Los temores se despertaron con viveza. Se quería llegar a toda costa. Todos, excepto Phileas Fogg, sentían latir su corazón de impaciencia. ¡Era necesario que la goleta se mantuviese en un promedio de nueve millas por hora, y el viento seguía calmándose! Era una brisa irregular que soplaba de la costa a rachas, después de cuyo paso desaparecía el oleaje.

Sin embargo, la embarcación era tan ligera, sus velas, de tejido fino, recogían tan bien los movimientos sueltos de la brisa que, con ayuda de la corriente, a las seis, John Bunsby no contaba ya más que diez millas hasta la ría de Shangai, porque esta ciudad esta situada a doce millas de la embocadura.

A las siete todavía faltaban tres millas hasta Shangai. De los labios del piloto se escapó una formidable imprecación. La prima de doscientas libras iba a escapársele. Miró a míster Fogg, quien estaba impasible, a pesar de que se jugaba en aquel momento la fortuna entera.

Entonces apareció sobre el agua un largo huso negro, coronado por un penacho de humo. Era el vapor americano, que salía a la hora reglamentaria.

—¡Maldición! —exclamó John Bunshy, que rechazó la barca con desesperado brazo.

—¡Señales! —dijo simplemente Phileas Fogg.

En la proa de la "
Tankadera
" había un cañoncito de bronce, que servía para señales en tiempo de bruma.

El cañón se cargó hasta la boca; pero, en el momento en que el piloto iba a aplicar la mecha, dijo míster Fogg:

—¡La bandera!

La bandera se arrió a medio mástil, en demanda de auxilio, esperando que, al verla, el vapor americano modificaría su rumbo para acudir a la embarcación.

— ¡Fuego! — dijo míster Fogg.

Y la detonación estalló por los aires.

Capítulo XXII

El
"Carnatic"
, salido de Hong-Kong el 7 de noviembre, a las seis y media de la tarde, se dirigía a todo vapor hacia las tierras del Japón. Llevaba cargamento completo de mercancías y pasajeros. Dos cámaras de popa estaban desocupadas; eran las que se habían tomado para Phileas Fogg.

Al día siguiente por la mañana, los hombres de proa pudieron ver, no sin sorpresa, a un pasajero que, con la vista medio embobada, el andar vacilante, la cabeza espantada, salía de la carroza de segundas y venía a sentarse, vacilante, sobre una pieza de respeto.

Ese pasajero era Picaporte en persona. He aquí lo acontecido:

Algunos instantes después que Fix salió del fumadero, dos mozos habían recogido a Picaporte, profundamente dormido, y lo habían acostado sobre la tarima reservada a los fumadores. Pero, tres horas más tarde, Picaporte, perseguido hasta en sus pesadillas por una idea fija, se despertaba y luchaba contra la acción enervante del narcótico. El pensamiento de su deber no cumplido sacudía su entorpecimiento. Bajaba de aquella tarima de ebrios, y apoyándose, vacilante, en las paredes, cayendo y levantándose, pero siempre impelido por una especie de instinto, salía del fumadero gritando como en sueños: ¡el
"Carnatic",
el
"Carnatic"!

El vapor estaba ya humeando y dispuesto a marchar. Picaporte no tenía más que dar algunos pasos. Se lanzó sobre el puente volante, salvó el espacio y cayó sin aliento a proa, en el momento en que el
"Carnatic"
largaba sus amarras.

Algunos marineros, como gente acostumbrada a esta clase de escenas, descendieron al pobre mozo a una cámara de segunda, y Picaporte no se despertó hasta la mañana siguiente, a ciento cincuenta millas de las tierras de China.

Por eso, pues, se hallaba Picaporte aquel día sobre la cubierta del
"Carnatic",
viniendo a aspirar, a todo pulmón las brisas del mar. Este aire puro lo serenó. Comenzó a reunir sus ideas, y no lo consiguió sin esfuerzos. Pero, al fin, recordó las escenas de la víspera, las confidencias de Fix, el fumadero, etc.

—¡Es evidente —decía para sí—, que he estado abominablemente ebrio! ¿Qué dirá míster Fogg? En todo caso, no he faltado a la salida del buque, que es lo principal.

Y después, acordándose de Fix, añadía:

—En cuanto a ése, espero que ya nos habremos desembarazado de él, y que después de lo que me ha propuesto, no se atreverá a seguirnos sobre el
"Carnatic".
¡Un inspector de policía, un "detective", en seguimiento de mi amo, acusado del robo cometido en el Banco de Inglaterra! ¡Quite allá! ¡Míster Fogg es ladrón como yo asesino!

¿Debía Picaporte referir todo eso a su amo? ¿Convenía enterarlo del papel que desempeñaba Fix en este asunto? ¿No sería mejor aguardar su llegada a Londres, para decirle que un agente de policía metropolitana le había seguido alrededor del mundo, y para reírse juntos? Indudablemente que sí, y en todo caso, había tiempo de resolver esta cuestión. Lo mas urgente era presentarse a míster Fogg, y darle excusas por lo sucedido.

Sobre cubierta no vio a nadie que se pareciese a míster Fogg, ni a mistress Aouda.

—Bueno —dijo para sí—, mistress Aouda estará todavía acostada, y en cuanto a míster Fogg, habrá tropezado con algún jugador de
whist,
y, según su costumbre...

Diciendo esto, Picaporte bajó al salón. Allí no estaba su amo. Picaporte preguntó al "purser" cuál era el camarote que ocupaba míster Fogg. El "purser" le contestó que no conocía a nadie que se llamara así.

—Dispensad —dijo Picaporte, insistiendo—. Se trata de un caballero alto, frío, poco comunicativo, acompañado de una joven señora...

—No tenemos señoras jóvenes a bordo — respondió el "purser"—. Por lo demás, he aquí la lista de los pasajeros, y podéis consultarla.

Picaporte la leyó, y allí no figuraba el nombre de su amo.

Tuvo una especie de desvanecimiento. Ni una sola idea cruzó por su cerebro.

—Pero, ¿estoy en el
"Carnatic"?
— preguntó.

—Sí —respondió el "purser".

—¿En rumbo para Yokohama?

—Perfectamente.

Picaporte había tenido, de pronto, el temor de haberse equivocado de buque. Pero, si él estaba en el
"Carnatic",
era bien seguro que su amo no.

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