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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (40 page)

Caitlin se alejó de las tiendas desordenadas de los Fethach y de sus sucios perros casi sin mirar hacia atrás. Para unos ojos extraños, la muchacha podría haber pasado por una persona sin corazón, sobre todo al ver las lágrimas de la esposa de Fethach y sus lamentos, en realidad muy poco sinceros, pero Rhiann no podía dejar de imaginar qué clase de vida habría tenido que soportar la muchacha.

Sacó a colación el tema del parentesco en cuanto estuvieron de regreso en la Casa del Rey.

Caitlin hizo un gesto displicente con la mano.

—Los guerreros pelearon en nuestro valle con los asaltantes damnones. Cuando todo terminó, la mujer de Fethach me encontró debajo del cadáver de un hombre. Yo no era más que un bebé.

—¿Eso es cuanto sabes? —dijo Rhiann, observando la gracia felina con que se movía la muchacha cuando caminaba relajada: la gracia de una cazadora, de una arquera. No, sin duda no estaba hecha para vivir aislada en las montañas. Llevaba impreso un sello muy especial, sólo que Rhiann no acertaba a saber de qué.

—La hermana tonta de Fethach me dijo una vez que yo estaba envuelta en una manta de fina lana azul y que llevaba un collar de conchas, pero lo rompí cuando era pequeña. —Caitlin sonrió—. Soy de sangre guerrera, siempre lo he sabido, y ahora por fin tengo la oportunidad de demostrarlo.

Eremon palpó la punta de la lanza con el dedo y sonrió al ver una gotita de sangre en la yema.

—Lo mejor que hemos podido hacer en el tiempo con que contábamos —masculló Bran con brusquedad mientras se limpiaba el hollín de la cara.

—Has hecho más de lo que esperaba —repuso el príncipe, supervisando los montones de lanzas con satisfacción, y los tachones, listos para el taller del carpintero, y los montones de puntas de flecha.

Cuando salía del herrero con la lanza en la mano, dispuesto a probar su equilibrio, Eremon oyó el cuerno de los soldados apostados en las puertas de la ciudad. Bajo la torre pasaba una partida de jinetes. Eremon advirtió una cabellera de plata ondeando al viento bajo un casco de acero.

Lorn desmontó y se acercó a él.

—Hemos recibido noticias de que planeáis un ataque. —El joven guerrero evitaba mirar al príncipe a los ojos—. Mi padre me pidió que viniera a prestarte ayuda con algunos de nuestros hombres.

Para vigilarme, más probablemente,
se dijo Eremon. Sabía que el Castro del Sol contaba con magníficos guerreros, pero ¿merecía la pena aumentar ligeramente sus fuerzas a riesgo de que surgiera una nueva disputa? La actitud de Lorn hacia él le convertía en un eslabón débil de la cadena cuando aquel ejército debiera actuar como un solo hombre.

—Será un honor aceptar tu ayuda —dijo, con cautela. ¿Qué otra cosa podía hacer? El padre de Lorn era uno de los nobles epídeos más importantes. Seguramente, sólo el miedo a las represalias de la familia de Eremon en Erín le habían impedido reclamar directamente el trono del rey.

—¿Cuándo partimos? —preguntó Lorn, mirando, esta vez sí, a Eremon, aunque con desdén.

—Dentro de cuatro días. He convocado a los hijos de los jefes esta noche en la llanura.

—Allí estaré —dijo Lorn y, con un movimiento de cabeza destinado a sus hombres, se dirigió camino arriba hacia las chozas de su clan.

Eremon le observó. Sabía por qué el viejo Urben había enviado a su hijo a Dunadd una segunda vez. Perdería poder si permanecía aislado en su castro, lejos del lugar donde la tribu organizaba la defensa. Además, no podía permitir que él obtuviese gloria alguna si no la compartía con su hijo.

Sopesó todos los riesgos mientras volvía a la Casa del Rey. Lorn era impulsivo y fogoso, y sin duda, odiaba tener que actuar bajo su mando. Por el contrario, entre sus hombres había magníficos guerreros. Además, ¿y los hombres y el poder de su padre?

Eremon suspiró. Sólo había una respuesta a sus dudas: no podía rechazar la ayuda de Lorn, hacerlo suponía enemistarse con el Consejo y avergonzar al clan entero de Urben, y la disputa que la negativa provocaría entre éste y él pronto habría degenerado en conflicto tribal.

De pronto, Eremon se acordó de Agrícola, de su inalterable expresión de desprecio. Al gobernador romano le complacería enormemente ese conflicto, porque gracias a las luchas intestinas entre las tribus era como adquirían poder los romanos.

—Pero tú no vas a darle esa satisfacción —dijo Eremon entre dientes y, enarbolando la lanza, la clavó en el suelo a la entrada del edificio.

Desde la empalizada, Rhiann observaba el espectáculo llena de prevenciones. Una enorme multitud vitoreaba porque, aunque la feria equina había terminado, todos los visitantes habían retrasado su regreso para asistir a la marcha de la partida de guerreros.

Eremon se llevaba a doscientos de sus hombres mejor entrenados y aunque las nubes cubrían el cielo, las cotas brillaban y los cascos y las lanzas destellaban mientras los hombres salían en filas por las puertas de la ciudad y enfilaban el camino del Sur entonando himnos de guerra.

El miedo a los romanos se había concentrado en aquel día y emergía en aquellos momentos transformado en espíritu de lucha. La multitud se arremolinaba tras los guerreros como si fuera el brazo que impulsa la espada.

Linnet oyó suspirar a su sobrina.

—Todo irá bien, hija —murmuró sin apartar los ojos de los guerreros que desfilaban a los pies del castro.

Rhiann estaba cruzada de brazos.

—Sigo sin entender por qué ha de emprender una expedición tan peligrosa-dijo. En la lejanía, al frente de los hombres, divisaba la melena morena de Eremon, que ondeaba al viento bajo el casco adornado con una cabeza de jabalí.

—Algo le impulsa —repuso Linnet—. Quiere labrarse un nombre, y pronto. Eso seguro que lo comprendes.

Rhiann bajó los brazos.

—¿Y desde cuándo eres la defensora de mi marido, tía? —preguntó medio en broma, apretando los labios—. ¿Acaso no puedo aprovechar que estés aquí para quejarme de él? ¿No es eso lo que hacen todas las esposas?

Linnet sonrió con serenidad.

—Creo que te resulta muy duro quedarte aquí, lejos de la acción. Es posible que tus viajes hayan hecho del tuyo un corazón inquieto —dijo y, con uno de sus gestos más característicos, acarició el pelo de su sobrina.

—Es lo mismo que me dijo él —gruño Rhiann y, al instante, sintió que la mano de Linnet se quedaba petrificada.

—¿Quién es esa mujer?

Rhiann siguió el curso de la mirada de Linnet. Entre los últimos guerreros, una mujer vestida con pieles de ciervo la saludaba con entusiasmo. Rhiann había conseguido que, antes de la partida, Caitlin se diera un baño con agua caliente y lanaria, para sacarse de la piel una mugre de años. Con gran disgusto de Brica, hubo que vaciar dos veces el barreño de madera que Rhiann guardaba tras la mampara de su cama antes de que, a la tercera, el agua se quedase casi clara.

Ahora, con el casco bajo el brazo, la melena limpia y suelta, los rasgos de la muchacha resplandecían.

—Es Caitlin —dijo Rhiann, respondiendo al saludo—. Una arquera de las tierras del Sur. Vino aquí para unirse al ejército de Eremon. He oído que tiene una destreza excepcional.

Linnet se había quedado pálida.

—¿De dónde es exactamente?

Rhiann trató de recordar.

—Me dijo que su casa está al pie de la colina de la Doncella, cerca del Lago de la Almenara —respondió. Caitlin se alejaba alegremente entre los guerreros que marchaban a pie—. ¿La conoces? Es la sensación que tengo yo, sobre todo ahora que la hemos bañado, pero nunca había estado aquí. Además, su parentesco es un misterio.

—¿Un misterio?

Rhiann intentó sonreír sin conseguirlo, preocupada por la palidez de Linnet.

—En realidad, todo en ella es un misterio. Te gustará, es…

Se interrumpió, porque Linnet se había dado la vuelta bruscamente y, pese a que hacía calor, se había cubierto con el capuchón de su manto.

—He de irme.

Rhiann se dio cuenta de que Linnet se esforzaba con denuedo por controlar el temblor de la voz.

—¿Qué ocurre, tía? —le preguntó, apoyando una mano en su hombro.

Linnet se apartó, ocultando la cara con el capuchón.

—Deja, tengo que irme.

Rhiann frunció el ceño. Linnet se abrió paso entre la gente que se aglomeraba en la empalizada y desapareció escaleras abajo. Atónita, Rhiann volvió a mirar hacia el ejército, pero la pequeña figura de Caitlin no se divisaba ya entre los fornidos guerreros y sólo los clarines de batalla flotaban en el viento.

Capítulo 37

La piedra llevaba horas clavándose en las costillas de Eremon, pero tenía otras cosas en que pensar, de modo que se limitó a moverse un poco para que le molestara en otro lado.

—Allí, ¿lo ves? —preguntó, entre susurros.

Estaban tendidos en la cima de una colina baja. Junto a un río que desembocaba en el Clutha se elevaba un collado con bancales de olmos y robles. Coronando la cresta pelada, la empalizada a medio construir del fuerte se alzaba contra el cielo como los dientes de un peine de cuerno. Los hombres y los bueyes recorrían arriba y abajo un sendero estrecho por el que arrastraban los troncos cortados en los bosques que se extendían al pie del collado.

—Todos los días lo mismo —dijo Conaire—. Bajan al río a buscar madera en cuanto se hace de día. Terminarán la empalizada mañana o pasado.

Eremon dirigió una sonrisa al jefe damnone.

—Tengo que darte las gracias por habernos traído aquí, Kelan, antes de que los romanos hayan completado sus defensas.

El anciano se limpió el sudor del labio.

—Ya os dije cuando nos vimos que mi pueblo buscaba venganza. Cuando los hombres del águila empezaron ese fuerte, que está tan cerca de nuestras aldeas, ya no pudimos soportarlo más. —Kelan sacudió su greñuda cabeza—. Pero el pueblo necesitaba la llamada a las armas de un príncipe, una llamada que nuestros propios príncipes, comprados por la plata romana, no iban a dar.

—¡Cobardes! —dijo apretando los dientes un guerrero joven que se encontraba al lado del jefe. Llevaba un casco abollado y tan calado que apenas se le veían los ojos.

—Tranquilo, sobrino —replicó el jefe—. Ahorra tu cólera para cuando encabeces a los hombres en mi nombre. Haz que me sienta orgulloso.

—Todos nos sentiremos orgullosos —le aseguró Eremon—. La bota de Agrícola quiere aplastarnos, pero le vamos a morder en el tobillo una y otra vez hasta que se canse y se vaya.

Se alejaron de la cima deslizándose sobre el vientre sin levantarse hasta perder de vista el fuerte. Para evitar que los detectaran, la partida se había dividido en varios destacamentos que esperaban ocultos entre los árboles.

—Bueno —dijo Eremon a los jefes de cada grupo, a los que había reunido frente a un plano trazado en el barro—, he observado todo el tiempo posible, pero debemos actuar ahora, antes de que terminen la empalizada.

—¿Sabemos cuántos son? —preguntó Finan, apoyándose en su espada.

Eremon asintió.

—Estamos igualados, puesto que, gracias a Kelan, aquí presente, contamos con muchos damnones. Y ahora, ¿todos tenéis claro el plan? Es vuestra última oportunidad para hablar.

Dijo esto mirando a Lorn, a quien traicionaba el rubor de sus mejillas. Eremon no le había dado el mando de ningún ala, pero asistía a las reuniones de los comandantes como si así fuera.

—No comprendo por qué necesitamos ningún ardid —declaró Lorn—. Si les igualamos en número, bastaría con cargar sobre ellos.

—No pienso discutir eso de nuevo —repuso el príncipe—. O sigues mi plan hasta el más mínimo detalle o no participas en el asalto.

Lorn lo miró con altivez.

—Estoy al mando de mis hombres y no puedes impedir que intervenga en la batalla.

—Yo estoy al mando del ejército, así que has de obedecer mis órdenes. Tus hombres y tú tenéis que proteger al sobrino de Kelan, ¿entendido?

Lorn se caló el casco por respuesta.

—Nos vemos en las puertas.

Mas tarde, Conaire y Eremon permanecían escondidos en un macizo de espinos a una distancia prudencial del fuerte.

—Te estás arriesgando mucho con ese cachorro epídeo —comentó Conaire, comprobando una vez más las puntas de sus lanzas.

Eremon se puso el casco, tratando de ver entre las ramas.

—Lo sé, hermano. Sólo trato de que haya paz después de este ataque, y he procurado darle el papel más inocuo.

Conaire resopló.

—¿Inocuo ése? Igual de inocuo que un lobo en una trampa. Esas mandíbulas aún pueden morder.

Eremon observaba las figuras distantes que cavaban el foso del fuerte.

—Mientras muerdan carne romana…

—¡Mi señora! —llamó Brica, entrando apresuradamente en el establo, con las manos envueltas en su manto. Se detuvo ante Rhiann. El continuo movimiento de sus pies traicionaba su impaciencia.

—¿Qué ocurre, Brica? —dijo Rhiann, pasando por debajo del cuello de Liath y cruzando hasta la puerta del establo a través de la paja.

La sirvienta respiró hondo.

—Señora, sé que no debería hablar con vos aquí, pero tengo que hacerlo.

—Sí, Brica, tranquilízate. ¿De qué se trata?

Brica sacudió la cabeza. Unos mechones de pelo oscuro escaparon de la bufanda que llevaba atada a la cabeza.

—Cuando se vio obligada a aceptarle, callé, claro que callé. Juré servirla y vos sois Ella. Pero todos esos hombres… ¡tantos hombres! Guerreros sanguinarios…, ¡apestan!

En las últimas lunas, aquella mujer casi no había hablado de otra cosa que de su matrimonio, pero Rhiann no tenía idea de que estuviera tan afectada.

—Sí, lo sé —dijo con suavidad, apoyando el cepillo de los caballos en las estacas del corral—. Pero tenemos que aceptar la situación, y…

—¡No! —dijo Brica, temblando. De pronto, Rhiann se dio cuenta de que no era la angustia lo que la dominaba, sino la furia—. ¡No puedo! Y ahora el príncipe de Erín ha traído a ese asesino…, a ese infanticida…, ¡aquí! ¡A un romano! ¡Y está en mi casa!

Ah.
Rhiann asintió.

—Entiendo tu preocupación, Brica, pero, créeme, es inofensivo. Ni siquiera es un soldado.

—¡No! —exclamó Brica, bajando los ojos—. Ya no soporto estar cerca de esos hombres. Ese príncipe… La he servido durante casi dos años, pero la Madre no puede pedirme algo así, ¡no puede, lo sé!

—Entonces, ¿qué propones?

Brica pareció tranquilizarse.

—Tengo que volver a la Isla Sagrada, señora. Llevo un tiempo pensándolo y ahora yo…, sé… que ya no puedo servirla por más tiempo.

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