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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (42 page)

—He estado muy ocupada, eso es todo.

Rhiann se sentó al borde del pequeño estanque, formado por lisas piedras de río.

—¿Qué ocurre?

—¿Tienes alguna noticia de los guerreros? —Linnet recogió una hoja de la superficie del agua con mano temblorosa.

—Todavía nada. ¿Has visto tú algo?

—Ay, no.

Linnet rodeó el estanque, recogiendo las flores que había esparcido durante el rito.

—¿Es cuanto tienes que decir? —Rhiann se levantó también y se acercó a su tía para cogerle la mano—. ¡Estás temblando! ¿Qué ha pasado?

Por fin, Rhiann vio algo en el rostro de su tía. Un destello muy sutil.

Era miedo.

—Tía, me preocupas. Te lo preguntaré otra vez, ¿qué ha pasado?

La mujer suspiró y apartó la mano.

—Rhiann, esa chica tuya… Caitlin. Cuando la encontraron…, ¿llevaba algo que pudiera identificarla?

—Bueno, iba envuelta en una manta azul, me parece que dijo, y llevaba un collar de conchas, pero lo ha perdido.

A Linnet se le demudó la cara y la tristeza repentina que invadió su mirada fue para Rhiann como una punzada en el vientre.

—Sabes quién es, ¿verdad, tía? Lo dice su cara. Le he estado dando vueltas y creo que tiene algo de nuestra familia. ¿Es una pariente lejana?

Con un suspiro, Linnet se dio la vuelta y se cogió los brazos. Era un gesto que Rhiann hacía a menudo.

A la joven empezaba a hervirle la sangre. Había en aquel lugar demasiado dolor; vibraba en el aire y colmaba el claro como el agua llenaba el estanque. Evidentemente, el misterio de Caitlin ocultaba mucho más que la curiosidad de un lejano parentesco. Linnet estaba conmovida, descompuesta, temerosa.

¿Por qué?

Sólo podía haber una razón. Por un instante, Rhiann pensó en marcharse y dejar sola a Linnet con sus secretos. Conocer el misterio de Caitlin no era necesario para nadie. ¿Qué importaba?

Me importa a mí.

—Tía —dijo, con su voz de sacerdotisa, ese tono exigente que jamás había empleado con Linnet—, dime quién es esa chica.

Los hombros de la interpelada vibraron con un espasmo de emoción y las flores se le cayeron al suelo. Irguió la cabeza y dio media vuelta. Se había rendido.

—Es mía.

El mundo entero se sacudió. Rhiann tuvo que agarrarse el borde del estanque.

—¡No!

Linnet sostuvo su mirada, pero no dijo nada. Y Rhiann supo que era cierto.

—¡Creí que había muerto! —gritó Linnet.

Rhiann negó con la cabeza.

—¿Tienes una hija? Tuviste un
bebé,
¿y no me lo dijiste? ¿Me lo has ocultado todo este tiempo?

—Creí que había muerto —repitió Linnet con un susurro, y se tapó la boca con la mano.

Rhiann no dejaba de sacudir la cabeza.

—¡Claro! Se parece a mí, ¿cómo no me he dado cuenta antes?

Linnet se sobresaltó, como si la hubieran golpeado.

—¡Diosa querida! ¡Es de linaje real!

Rhiann no pudo reprimir una oleada de dolor.
En ese caso, podría haber sido ella la que se hubiera casado y no yo. ¡Al final yo no era la única!

Linnet ocultó la cara entre las manos. Temblaba. Por fin, Rhiann pudo reparar en la inquietud de su tía, que parecía estremecida.

—¡Tía! —se le ocurrió de pronto—. Hay algo más, ¿verdad?

Linnet levantó la cabeza muy despacio. Estaba bañada en lágrimas y el miedo que Rhiann había visto ya, seguía allí. Ya no sutil, sino crudo y desnudo.

—Rhiann, es más próxima a ti de lo que crees… —dijo Linnet, con el rostro demacrado por el dolor, deseando que Rhiann comprendiera.

Y lo hizo.

Y entre ellas pareció cruzar un rayo tan cegador como el mediodía. Si antes Rhiann había sentido un golpe, ahora sintió que le hundían una lanza en el corazón.

Su padre.
Linnet y el padre de Rhiann.

—¡No! —La joven dio media vuelta con un gemido, ciega. Linnet la cogió por los hombros.

—¡Tienes que comprender!

—¿Comprender? —Rhiann se dio la vuelta para mirar a su tía. Toda su conmoción y dolor se transformaron en llamas de cólera—. ¡Me dijiste que querías a mi madre! ¿La querías? ¡La traicionaste!

Linnet retrocedió.

—¡No, no! Escúchame.

—No pienso hacerlo. ¡Todo lo que me has dicho es mentira! ¡Mentira! —dijo Rhiann. El corazón le salía por la boca, ahogándola—. ¿Y cuándo ocurrió? ¿Cuándo te acostaste con él? ¿Es mayor que yo? ¿Más pequeña?

—Te lleva seis lunas.

—¡Así que se lo arrebataste a mi madre!

—¡No! —dijo Linnet con un suspiro profundo y estremecido—. Ella no le quería, Rhiann, tuvo que casarse con él por conveniencia, por salvar la alianza. No traicioné a tu madre, nunca lo habría hecho. No tienes ni idea del cariño que tu madre y yo sentíamos la una por la otra…

—¡No! ¡No tengo idea! No puedo tenerla porque nunca he tenido una hermana. Pero ahora, al parecer, ¡la tengo! —exclamó Rhiann, con la voz rota y con lágrimas en los ojos, que se limpió con impaciencia—. ¿Cómo pudiste? ¡Tú! ¿Cómo pudiste?

Linnet tenía la mandíbula tensa por el dolor. Aferró a Rhiann por ambos brazos.

—¡Hija, por favor! Me enamoré de tu padre en cuanto llegó aquí desde las tierras de los votadinos. Reprimí mis sentimientos durante mucho tiempo, me revolví contra ellos…, y entonces, una sola vez, fui débil. Fue una tontería, pero no habría ocurrido si ella le hubiera querido. ¿No te das cuenta? Ella tenía todo cuanto yo deseaba: un hombre, un hogar…

Rhiann se soltó de las manos de Linnet.

—¡Pero rechazaste todo eso…, las cadenas del hogar…, por tu fe!

Linnet sonrió con amargura.

—No, Rhiann. Recurrí a la fe cuando lo perdí todo. A mi hija, a mi hombre y a tu madre.

—¡Pero tú odiabas la idea de ser esposa y madre!
¡Diosa!
Yo te envidiaba. Envidiaba este lugar, la falta de ataduras y de obligaciones. Me has traicionado, ¡has conseguido que odie lo que tú deseabas!

—Nunca dije que tuvieras que odiar ese mundo, Rhiann. Y si no traicioné a tu madre, tampoco te he traicionado a ti.

—¡Palabras! ¡Eso no son más que palabras! ¡No te conozco! ¡No sé quién eres!

—Soy la misma de siempre, Rhiann —dijo Linnet y quiso suavizar la voz. Volvió a llorar—. Era mi pérdida y mi dolor. Me hería profundamente, nunca sabrás cuánto. No olvides eso, por favor. ¿Qué has perdido tú en realidad?

¿Qué he perdido?
Las palabras resonaron dentro de su cráneo.

—Todo —susurró, frotándose las manos—. Tengo que irme.

—Se está haciendo de noche. ¡Quédate aquí!

—No, no puedo —dijo Rhiann. Recogió su manto del borde del estanque y se alejó hacia el borde del claro.

—Rhiann.

Se detuvo y, al cabo de unos instantes, se volvió. La silueta de Linnet estaba perfilada por una luz de oro, sus lágrimas brillaban con los últimos rayos del Sol.

—Cuando vuelva, envíamela. Dile quién es y envíamela.

Rhiann asintió.

—Tiene derecho a saber quién es.

El regreso a casa transcurrió entre las borrosas sombras de los árboles y el resplandor de la Luna en sus manos, agarradas con fuerza a las crines de Liath. La oscuridad y la luz, cambiantes, confusas.

La frágil paz que había conseguido en los últimos días se había hecho añicos. Ya no tenía madre, porque esa madre, en quien había confiado con todo su corazón, le había mentido. La mujer a quien adoraba, la mujer a quien había seguido como si fuera una niña era una persona distinta a la que creía. Había traicionado a su verdadera madre, seducido a su padre…, y algo peor, lo peor de todo, le había ocultado todo, a ella, a quien supuestamente quería como a una hija. El dolor la enfermaba, la quemaba.

Y sin embargo, al fondo de todo, algo latía. Ahora, tenía una hermana, una auténtica hermana. Y no sólo una hermana, sino alguien que llevaba en sus venas la sangre del rey y que, por tanto, podría dar al clan el heredero que necesitaba.

Sombra y luna, oscuridad y luz, traición y verdad.

La Luna se había ocultado ya detrás de los montes cuando llegó a las puertas de Dunadd. Subió a duras penas hasta su cabaña. Tenía el corazón negro como la oscuridad de las tinieblas que la rodeaban, quebrada tan sólo por la fría luz de las estrellas.

Capítulo 39

Eremon envió un emisario para informar de su éxito al Consejo y también le pidió que buscara a Rhiann para darle las nuevas. Ésta sintió un gran alivio al saber que había tenido tan pocas bajas y que sus amigos estaban a salvo, pero de forma soterrada volvieron a surgir el miedo y el dolor, ya que Caitlin volvería a casa.

No se sabía nada de Linnet y nadie en Dunadd era consciente de que algo había cambiado. Y aun así, todo era diferente para Rhiann. Pasó los días siguientes al enfrentamiento en una gélida bruma de la que no podía despertar.

Hasta que un día de sol suave Eithne llegó con sus pertenencias en una bolsa y Rhiann tuvo que salir de su oscuridad para tomar de la mano a la joven.

Rhiann ya le había avisado acerca de Didio, y le complació ver que la joven manifestaba más curiosidad que miedo cuando lo vio por vez primera. Y después de todo, Didio estaba tan desalentado que se limitaba a sentarse y contemplar con fijeza las paredes de la casa de Rhiann, por lo que no parecía capaz de asustar a nadie.

—Eithne, tengo una tarea importante para ti —le dijo una vez que ésta hubo colocado sus exiguas posesiones en un anaquel. Condujo a la chica hasta el camastro de Didio junto al fuego. Rhiann sonrió al romano y recibió una cauta mirada por respuesta. —Eithne —dijo, mientras señalaba a la joven. El romano apenas asintió—, Ahora, Eithne, necesito que empieces a enseñar a Didio nuestro idioma. Ignoro cuánto tiempo va a permanecer aquí, pero nunca nos va a resultar útil a menos que pueda hablar… y asimismo, creo, sus días entre nosotros le serán más llevaderos.

Eithne abrió sus negros ojos y los clavó en el rostro del cautivo. Rhiann sonrió.

—La otra regla de esta casa es que has de decir lo que piensas. ¿Te molesta la tarea que te he encomendado?

—No, señora. Me sentiré honrada si eso va a ayudar a la tribu. —Alzó el mentón con orgullo.

—Perfecto. Es un cometido muy importante y, como dije, todos debemos cumplir con nuestra parte.

—Pero, señora, ¿por qué quieres que sus días sean llevaderos? ¡Él es el enemigo!

—Su pueblo es nuestro enemigo, eso es cierto. —Rhiann eligió sus palabras con cuidado—. Pero la compasión forma parte del camino de la Diosa, Eithne, y así es como se vive en esta casa. Todos son Sus hijos…, incluso los romanos, aunque ellos parezcan no saberlo. Me defendería de cualquier romano que intentase hacerme daño a mí o a quienes amo, pero Didio no nos lo hará. Estoy totalmente segura. Y la Fuente se parece más o menos a una balanza, tal vez obtengamos algo, algo bueno, de nuestra compasión por él. ¿Comprendes?

Eithne sonrió con timidez.

—Un poco, señora.

—Entonces, déjame decírtelo más claramente. Su información puede ayudarnos, pero no voy a permitir que lo torturen. Obtendremos lo que deseamos sin crueldad si nosotras, tú y yo, nos ganamos su confianza. ¿Lo comprendes ahora?

La sonrisa de Eithne se ensanchó.

—¡Sí, señora! Haré todo lo que pueda.

—Estoy segura de ello. Limítate a señalar las cosas e indicarle los nombres. Es un hombre de cierta pericia entre los suyos…, aprenderá con rapidez. —La epídea miró a Didio con amabilidad—. Eithne te va a ayudar a hablar —le dijo en latín.

Cuando el romano frunció el ceño, ella se acuclilló.

—Debes aprender las palabras para poder hablar. —Le dedicó su sonrisa más encantadora. ¿Vería las indudables ventajas de comunicarse con ella correctamente? Al fin, él asintió con la cabeza.

Rhiann se irguió dando un suspiro.

Ahora —le dijo a Eithne—, ve al pozo y tráenos un poco de agua. Luego puedes empezar a enseñarle.

La joven recogió del fuego la olla de barro, pero entró corriendo al poco de haber salido.

—¡Señora, señora! —gritó—. ¡La partida de guerreros ha vuelto!

Tras tomar su capa, se apresuró a descender hasta las puertas del poblado junto a Eithne. Sólo pudieron ver pasar por el camino a los jinetes de vanguardia y un destello bermejo en los flancos de sus monturas.

Mientras ambas se abrían paso escalones arriba hacia la torre de la entrada, Eremon, imponente con su yelmo de jabalí y su escudo, pasaba a caballo por debajo. También el sol arrancaba un destello acerado sobre sus muslos, ya que delante de él sostenía un casco romano, con su amplia cubrenuca y sus carrilleras de bronce. Atado de su silla pendía un escudo romano rectangular pintado de rojo con el emblema del águila perfilado en amarillo.

La gente estallaba en enardecidos vítores al verlo, sólo superados cuando le siguió Conaire, que avanzó despacio bajo las sombras de las torres de la puerta para salir de nuevo a la solana.

Junto a Conaire, sorprendentemente, cabalgaba Caitlin, cansada de tanto levantar uno de los estandartes usados por los romanos, un estandarte sobre un asta ornada con borlas. Incluso desde su posición, Rhiann se percató de que los ojos de Conaire no se emborrachaban ni una sola vez con la adulación de la muchedumbre, sino que estaban fijos en su prima, no, su hermana: el destello de su cabello, el fiero brillo de sus ojos, la delicada línea de sus hombros.

Pero cuando Conaire vio a Rhiann en lo alto, se detuvo a guiñarle un ojo y sonrió abiertamente.

Cuando el crepúsculo se deslizaba poco a poco sobre los marjales, Eremon, asistido por los druidas, ofrendó los despojos romanos a las aguas tranquilas de un estanque profundo junto al río. Bajo el toque de las trompetas de guerra, consagró los cascos relucientes y las espadas a Manannán en agradecimiento al éxito de los guerreros.

Al caer la noche, en la planicie entre el asador y el malecón dio comienzo uno de los festines más grandes del año. El cielo estrellado era tan intenso y claro que trajo consigo el toque de la escarcha, pero nadie notó el frío.

Sólo Rhiann era incapaz de no sucumbir ante el alivio del triunfo que corría por las venas del resto de hombres, mujeres y niños. Durante generaciones, los romanos se habían erigido como una oscura amenaza en el horizonte, los monstruos con que las madres amenazaban a los niños descarriados, la esencia de las pesadillas. Ahora los epídeos habían conseguido una victoria contra ese pueblo. No eran monstruos después de todo, sólo hombres, y se les podía matar.

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