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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (66 page)

—Por supuesto —añadió Eremon—, soy consciente de tu posición
especial,
príncipe. Si no te sientes capaz, quizá tu padre pueda llamar después de todo a su paladín.

Aquello rayaba en la insolencia, y se produjo otro chaparrón de susurros. Algunos de los presentes debían saber, sin duda, que la esposa del príncipe de Erín había tenido algo que ver con el hijo del rey.

Las mejillas de Drust enrojecieron.

—Acepto.

En el terreno de duelo habían extendido dos pieles de toro, una al lado de la otra, sujetas por estacas, sobre las cuales se vigilaban Eremon y Drust. Sus espadas y escudos pintados destellaban al sol. Se proclamaría ganador aquel que echase a su rival del pellejo.

Al igual que Eremon, Drust se había despojado de sus elegantes ropas y llevaba ahora el pecho desnudo, con los
bracae
de cuadros anudados a los tobillos. Al compararlos, Rhiann apreció que, aunque Drust era más pesado, los brazos y el pecho de Eremon mostraban los músculos firmes de un espadachín entrenado, y que su postura era más segura. El colmillo de jabalí de su brazo relucía con fiereza.

Trató con todas sus fuerzas de apartar de su mente la lucha, pero era difícil al verlos allí de esa guisa: había acariciado la piel suave de uno de ellos; el otro dormía a su lado todas las noches, y a él sólo le había tocado los moretones. Pero ahora comprendía por cuál de ellos sentía inclinación y apartó la mirada, retorciéndose el borde de su manga.

Conaire se dio cuenta.

—No te preocupes. —Contuvo un bostezo—. No durará mucho.

—Nadie es rival para Eremon —añadió con gravedad Caitlin—, excepto Conaire.

Rhiann contuvo una sonrisa de respuesta.

—Sí. Lo sé.

Para entonces, la noticia había corrido por el campamento y los hombres abandonaban sus juegos para agolparse alrededor de ambos príncipes. Los combatientes se situaron en el centro de los cueros y alzaron las espadas cuando al fin Calgaco levantó la mano.

Bajo el yelmo, Drust entrecerró los ojos.

—Sé por qué me desafías, príncipe —murmuró.

—¿De veras? —Eremon cambió el peso de un pie a otro para comprobar su equilibrio.

Drust sonrió.

—Y quiero que sepas que ella no lo merece; una mujer tan escuálida y pálida como ella no puede satisfacer a un hombre de verdad.

Eremon apretó los labios y aflojó el puño que oprimía la espada. No debía permitir que le provocasen. Uno de los primos de Calgaco se acercó y comenzó a recitar las reglas en atención de la multitud, que no dejaba de crecer.

Protegido por la voz del hombre, Eremon murmuró:

—Como gustes, príncipe. Pero la verdad es que te desafío por ser un espía romano.

Drust se puso lívido, como si una ola de espuma le hubiese cubierto el rostro.

—¡Mentiroso!

—Tengo la prueba: alguien que te vio con Agrícola.

—¡Haré que te tragues ese insulto!

Eremon ignoró esa respuesta.

—Ahora, tienes dos opciones. Si me vences, se lo confesarás a tu padre y te someterás a su justicia. Si gano, se lo diré yo mismo.

Drust no respondió nada, pero su respiración se aceleró y alzó la espada. Luego oyeron la proclama.

—¡Por Taramis!

Era la señal para comenzar.

Rápida como la acometida de un halcón, la espada de Drust saltó hacia delante y Eremon la bloqueó con un golpe furioso de escudo, en un ángulo tal que atrapó la muñeca de Drust. Era un movimiento agresivo que había ensayado con Conaire y que dejaba expuesto el costado del rival. Y, por supuesto, con un estremecimiento de satisfacción, Eremon vio cómo Drust retrocedía y giraba sobre sí mismo para protegerse. Al hacerlo, Eremon lanzó un golpe de espada que Drust tuvo que bloquear con un ángulo muy forzado.

Eremon, a quien le bullía la sangre, saltó para aprovechar la ventaja. No había dispuesto de tiempo para ensayar tácticas para su duelo con Lorn y, tal y como le había apuntado Conaire, tuvo que combatir el fuego con el fuego. Aunque Drust no era rival para él, Eremon ansiaba una victoria rápida y decisiva que fuese reflejo de sus habilidades, y no dejase lugar para errores estúpidos.

Por tanto, con Drust desequilibrado, comenzó a lanzar golpes de espada contra su escudo de forma tan rápida y fuerte que el príncipe caledonio no tuvo ocasión de usar de nuevo su espada. Con cada golpe retumbante, Eremon avanzaba implacable, y Drust no tuvo otra opción que retroceder hasta el borde del cuero.

Eremon había practicado esa clase de golpes con Conaire. La tremenda fuerza del brazo de su hermano había desarrollado una equivalente en el suyo, pero era en el ritmo en donde residía la clave. Todo su torso giraba a uno y otro lado con tanta firmeza que imprimía rapidez y potencia a su brazo. Su espada se convirtió en un borrón difícil de ver mientras rebotaba contra el escudo de Drust, una y otra vez, un golpe sucedía a otro con tal rapidez que Drust no conseguía encontrar un hueco por donde colocar los suyos.

No iba a haber siquiera réplica. Eremon le empujo deliberadamente hacia atrás, hacia una de las estacas que sujetaban el cuero y, entre una bocanada de aire y otra, Drust se vio forzado a esquivar la estaca y, al hacerlo, se salió de los límites del cuero y terminó sobre la hierba húmeda.

La multitud prorrumpió en aclamaciones, aunque teñidas de desaprobación, porque todo había resultado demasiado fácil.

—He ganado, pues —jadeó Eremon, que apuntaba al pecho de Drust con la punta de su espada.

—¡Espera! —siseó el príncipe caledonio, con ojos ardientes—. No puedes infamar a mi padre aquí, delante de estos hombres. Estás equivocado: puedo explicarlo.

Eremon dudó, pero, al alzar la mirada, vio el sombrío semblante del rey y el corazón le dio un vuelco.

—Tienes de plazo hasta el término de los juegos.

El príncipe retrocedió con lentitud y se perdió entre la multitud sin mirar a su padre.

Rhiann comprendió que Eremon había concedido a Drust ese tiempo por deferencia a Calgaco, aunque no estaba segura de que fuese sensato dejar al príncipe que volviese al castro a solas. Ya que nadie iba a echarla de menos, decidió seguirle ella misma, escabullándose mientras Conaire llevaba agua a Eremon y Caitlin le acercaba un lienzo con el que enjugar el sudor de su rostro.

Pero, mientras Rhiann se aproximaba al castro, un gran grupo de guerreros a caballo la obligó a ceder el paso. Y fue entonces cuando lo sintió: un oscuro resplandor en el aire y una presión, como si se estuviera fraguando una tormenta.

Notó que se le revolvía el estómago y miró a su alrededor. Hordas humanas entraban y salían por la puerta, muchos maldecían ahora, mientras los caballos de los guerreros relinchaban y resoplaban. En la zona más alejada de la multitud, vio desmontar a un hombre de pelo negro, así como el pálido brillo de la piel de oso blanco sobre los fuertes hombros. Pero luego la apretada masa de gente lo devoró y Rhiann se vio arrastrada puertas adentro.

Se apresuró a llegar hasta el alojamiento de Drust en cuanto pudo liberarse de la presión de los cuerpos, pero no estaba allí. Esperó a que el criado encargado de la Casa del Rey volviese de los almacenes y le preguntó si había regresado Drust. No lo había hecho. Ante su insistencia, la condujo hasta el dormitorio vacío del príncipe caledonio. La joven le buscó por los establos y otros alojamientos sin hallar rastro de él.

Maldiciendo, echó a correr hacia el prado en busca de Eremon. Drust se había esfumado.

Eremon, después de que anocheciera ese mismo día, le dio las malas noticias a Calgaco y sintió el deseo de que el rey dispusiera de tiempo para llorar en paz. Pero ya habían llegado todos los líderes tribales y la fiesta de bienvenida debía continuar.

Calgaco y Eremon estaban solos en la sala de reuniones del monarca, una estancia cubierta en la galería del segundo piso. El soberano se sentaba con pesadez en su silla tallada; por una vez, la línea enhiesta de sus hombros estaba quebrada.

—Se marchó directamente al puerto desde el terreno de duelo —explicó Eremon—. Debió de planearlo hace lunas, confiando ropas y joyas a alguien del pueblo, que le tendría preparado también un bote. Debió de hacerlo en previsión de que llegara este día.

Calgaco agitó la cabeza, aún aturdido.

—Lo siento, mi señor-añadió Eremon por tercera vez—. Le desafié para forzar la mano, para darle la oportunidad de contártelo él mismo. Eso le hubiera redimido.

—Habría dudado de tu información si no hubiera huido, príncipe. Pero ¡dioses! —Calgaco golpeó el brazo de la silla—. Ha confirmado con sus actos su culpa. Mi hijo…, ¡un esbirro de Roma!

Eremon se dolió por dentro, pero guardó silencio.

Tras largo rato, Calgaco suspiró.

—Era siempre el primero en acudir a los muelles cuando llegaban los mercaderes romanos. El primero en adquirir las joyas, o la copa, o el cuenco con las formas más recientes… —Paseó la mirada por el cuarto, desesperado; entre los tejidos colgantes de las paredes y las lanzas y escudos de bronce, resplandecía el rojo brillo de los potes romanos sobre mesas con patas de garra, el reflejo de las copas de cristal y las jarras plateadas de vino—. Me pedía siempre que le dejase viajar al Sur para aprender la talla de la piedra. ¡Tendría que haberme dado cuenta!

—Un hombre no debe dudar de su propio hijo —repuso con calma Eremon.

Calgaco se enderezó, antes de ponerse en pie con lentitud.

—¿Hijo? —Tenía los ojos sombríos—. Yo no tengo ningún hijo. Nunca le mencionaré más, y nunca se hablará de lo que aquí ocurrió este día.

Calgaco puso una mano sobre el hombro de Eremon cuando llegaron a la cortina entretejida de la salida.

—A pesar de que esto me duele en el alma y aunque, por un momento, haya odiado a quien me ha traído estas nuevas, has hecho lo que debías. Si mi hijo verdadero hubiera tenido alguna vez un ápice de tu honor en su alma, príncipe, esto nunca hubiera ocurrido.

Las palabras «mi hijo verdadero» resonaron en la cabeza de Eremon. Miró a los ojos al rey.

—No es un papel que me haya gustado desempeñar.

—Sin embargo, hubiera tenido información interesante que suministrar de haber permanecido aquí. Ahora puede que la recepción que le dispensen los romanos sea más fría de lo que espera, porque ¿qué puede contarles? Que nos hemos reunido en asamblea, eso es todo. Si eso despierta los temores de Agrícola, mejor. Un día de éstos encontrará la verdad en la punta de nuestras espadas.

Eso hizo detenerse a Eremon.

—¿Debo entender que hablarás mañana a favor de una alianza?

Calgaco dejó escapar una sonrisa áspera.

—Bastante he apaciguado ya a mis nobles. La traición de mi hijo es una señal de que debo purgar a Alba del veneno romano. Me impondré a mis jefes tribales y me arriesgaré a sus recelos. Aunque temo que nuestro amigo Agrícola no tardará en moverse y entonces se verá que tenemos razón.

Capítulo 64

La fiesta de esa noche en el salón resultó apagada. Los caledonios ignoraban aún la fuga de su príncipe, pero siempre adoptaban el estado de ánimo de su resplandeciente monarca, y esa noche éste se hallaba hundido y silencioso, carente de brillo. Rhiann se mantuvo al lado de Eremon. Hablaron poco, ya que se sentían apesadumbrados por Calgaco, pero ella se sintió confortada al sentir la pierna de Eremon apretada contra la suya en el banco, mientras compartían comida de la misma bandeja e hidromiel de la misma copa, y bromeó con Conaire y Caitlin. Cuando Eremon se inclinaba hacia ella, sentía su olor a almizcle y, por primera vez, lo encontró acogedor.

El curso de los acontecimientos había aliviado a Rhiann, pese a lo traumático que había resultado para el monarca caledonio. La traición de Drust había cercenado cualquier sentimiento que aún pudiera albergar hacia él y era mejor para todos haberle descubierto en ese momento, antes de que pudiese enviar información valiosa a los romanos. Suspiró y observó los rostros que la rodeaban, a la luz del fuego del hogar, apretujados para protegerse del frío de la noche despejada. Los hombres hablaban en susurros desde detrás de sus copas sin quitarse la vista de encima unos a otros, con ojos tan penetrantes como los de los cuervos; la luz del fuego relucía en sus pesados anillos. ¿Cómo podía Calgaco asegurarse una alianza de esos hombres?

Los romanos habían sido un poder comercial en el Sur durante generaciones. La gente de Alba estaba acostumbrada a obtener ganancia de ellos antes que a combatirlos. ¿Cómo podría Eremon convencer a los reyes de Este Mundo para que se uniesen?

Y entonces Rhiann sintió un escalofrío al notar que entre los rostros que se arrebolaban con la bebida y el calor, envueltos en humo, un par de ojos oscuros se habían fijado en los suyos. Relucían y, sin embargo, de alguna forma, absorbían la luz cercana en vacíos gemelos de negrura.

Los ojos pertenecían a un hombretón con una barba negra y tosca, y una revuelta mata de cabellos. Sus mejillas pesadas y fláccidas eran rubicundas, como si hubieran sufrido el azote del viento, y su nariz prominente estaba surcada por venillas, fruto del abuso de cerveza.

Entre aquella incansable concurrencia humana, era el único que guardaba silencio.

De nuevo, tal como ocurriera en la puerta, sintió que la presión de la tormenta batía en el ojo del espíritu de su frente y, por un momento, gracias a tal visión, atrajo algo desde el fondo de su memoria. Eremon sintió la tensión en el muslo y la respiración profunda de Rhiann, por lo que puso una mano sobre las de ella.

—Te has puesto pálida, mi dama. ¿Qué te turba?

Rhiann agachó la cabeza.

—No mires ahora, pero hay un hombre allí, con pelo y ojos negros, que me observa. ¿Sabes quién es?

Eremon paseó una mirada ociosa por la sala, y luego la puso de nuevo en ella.

—Calgaco me lo presentó antes. Es Maelchon, rey de las islas Orcadas.

Maelchon.
Rhiann vocalizó el nombre, sin poder ubicarlo.

—Eres muy hermosa —murmuró Eremon—, pero maldito sea si dejo que algún rey te mire así, no importa lo poderoso que pueda ser.

Le pasó el brazo por la cintura mientras devolvía la mirada intensa del hombre, y Rhiann se vio estrujada contra su costado, tan cerca que sintió el latido del corazón de Eremon contra su brazo. Y la desazón que sentía aminoró un poco.

Sólo se atrevió a mirar de nuevo cuando Eremon le dijo: «Se marcha». Y, al hacerlo, captó la nuca de la cabeza de cabellera negra de Maelchon que se desplazaba por entre el gentío seguido por una muchacha liviana y encorvada de pelo castaño que lanzó una mirada a Rhiann de igual intensidad, antes de seguir al rey.

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