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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (77 page)

Ella se estremeció.

—Lo sé.

La joven le miró de soslayo cuando Eremon miró a lo lejos. Éste parecía evitar los ojos de Rhiann, que comprendió que algo le turbaba. Algo aparte de ella misma.

—¿Ha ido bien tu reunión con los reyes?

Él golpeó una concha medio enterrada con un pie.

—Creo que lo conseguiré de alguna forma, aunque no me darán respuesta hasta el día después de Beltane.

—Me alegro. Nectan cree en ti y, aunque manda pocos hombres, son buenos luchadores y los mejores arqueros de la costa. Y él goza de alta estima por su perspicacia. Ha resultado beneficioso ponerle de tu lado.

—¿Y tú? ¿Estás disfrutando de tu regreso?

—Sí. —Las palabras forzadas sonaban a falso entre ambos.

Porque… todo cuanto quería era gritan
Eremon, lo siento, ¡no quiero hacer esto! ¡No es mi voluntad la que me lleva a yacer con un hombre! ¡No la mía!
¿Pero cómo hablarle acerca del rito que comenzaría al ocaso? Nunca lo entendería. La odiaría, porque le haría daño…

Con el rabillo del ojo, vio cómo la brisa arrojaba un rizo oscuro de pelo sobre su mejilla. Ese pequeño movimiento le dolió en el corazón, ya que hubiera deseado atraparlo y retirarlo…

Apretó los labios. Tenía que asumir lo que iba a hacer, por ella misma. Conocía los ritos, lo que significaban… y lo que no, pero él no lo sabía. ¿Y si se lo contase ahora?

—Eremon —dijo. Pero podría tratar de detenerla y las Hermanas se enfadarían, y ella los habría perdido a todos.

Él se giró para encararse con ella, los ojos interrogantes.

—Yo…, esto…, tengo que estar de vuelta pronto —acabó, reteniendo las lágrimas—. He de darme prisa… hay que preparar Beltane.

—¿Participarás en el rito entonces? —Los pómulos se le encendieron.

—Sí, con las otras hermanas.

—Rhiann —dijo al tomar su mano, sin apartar la vista de los dedos entrelazados—, ¿sabes cuánto significas para mí, verdad?

—¡Oh, Eremon, no, por favor! —Abrumada por la culpa, se apresuró a liberar su mano.

No, él no lo entendería, podía encontrar bárbaro el rito…, podía incluso marcharse y no volver jamás.

Eremon dejó caer los brazos a los costados y una máscara de desesperación le cubrió los ojos.

—En tal caso, Rhiann, te veré esta noche.

Los pasos del príncipe resonaron al alejarse y ella se frotó los ojos, llenos de lágrimas ardientes. Ahí, en esa playa, brotaron todas las lágrimas. Puede que hubiesen acabado, por fin, ya que no podría llorar nunca más si perdía lo que tenía con Eremon, frágil como era.

No quedaría en su interior nada por lo que llorar.

Capítulo 76

La mano se deslizó por el brazo de Samana, ésta se zafó y se situó detrás del camastro de campaña. —¡Eres un estúpido!

—¿Cómo te atreves a hablarme de esa manera?

Samana giró sobre los talones y fijó en el hombre una mirada de odio. Entre las sombras de la tienda romana, la lámpara arrancó destellos al cabello dorado y a los centelleantes ojos de Drust, pero a ella eso ya no la encandilaba… si alguna vez lo había hecho.

—Me atrevo porque te di muchos regalos a cambio de información. ¡Y mira lo que me traes!

Drust se acercó de una zancada a la cama.

—¡No tuve opción! ¿Cómo iba a suponer que la reina de los epídeos y ese canalla de Erín sabían que había un traidor? Tuve que huir.

Samana estuvo a punto de ahogarse de rabia ante la mención de Eremon y Rhiann.

—Sé más de lo que crees, príncipe; tu polla y tu orgullo son los que gobiernan tu corazón. Podrías ayudarnos de haber mantenido los pantalones subidos y la espada a punto, pero, tal y como están las cosas ahora, ¡no me sirves para nada!

Los dedos del caledonio se cerraron sobre la muñeca de Samana con ojos centelleantes.

—Puta.

¡Él
estaba furioso!

—¿Aún no lo entiendes, no? —escupió ella—. ¡Estás en mi poder! ¡Soy la puta de Agrícola y estás en mi terreno! —Tomó una gran bocanada de aire, obligándose a calmarse—. Pero no por mucho tiempo.

Drust la liberó mientras el miedo se apoderaba de su hermoso rostro.

—¿A qué te refieres?

Ella se frotó la muñeca.

—¿De qué nos sirves? Eres un exiliado, por lo que no vales como rehén, y tampoco puedes darnos información. Sellaste tu destino al escapar del príncipe de Erín.

—Agrícola… ¿va a mandarme de vuelta? —Drust apretó los puños.

Samana se sentó en la cama y cogió una copa de vino.

—¿Por qué iba a hacerlo, príncipe? —le sonrió.

El miedo se convirtió en terror y Drust cayó de rodillas ante ella.

—¡Señora! —Se llevó su mano a los labios—. Te he complacido antes y lo haré de nuevo. ¡Mantenme a tu lado y haré lo que digas!

Los ojos desesperados del caledonio no encontraron siquiera un atisbo de calidez en los de la votadina, que apartó el rostro.

—Nada puedo hacer por ti.

Agrícola miró al cielo, complacido al comprobar que haría un buen día. La línea de fuertes y torres de vigilancia del Gask
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avanzaba a buen ritmo, pero se terminaría antes si les acompañaba el buen tiempo.

El caballo del romano se agitó impaciente, y él, que también se sentía acalorado con su pesada armadura de desfile, le palmeó el cuello.

—¡Creí haber ordenado que le trajeran! —gritó al tribuno que estaba parado tras él.

—Lo hicisteis, señor, precisamente yo…

Entonces se produjo una agitación entre los soldados alrededor de la puerta abierta, y los apiñados estandartes de las cohortes se agitaron y descendieron por los terraplenes. Se alzó un murmullo que pronto cobró fuerza y se extendió entre la soldadesca conforme se apartaban para dejar pasar al hombre. Desde la situación ventajosa en la que se hallaba, Agrícola podía ver lo que los soldados más próximos trataban de atisbar estirándose, y sonrió.

Los centuriones habían hecho un buen trabajo: el bellaco caledonio cargaba con tantos despojos de guerra que apenas podía andar. Vestía una chillona túnica de cuadros y llevaba encima una capa con una banda ornada que arrastraba por el suelo, tomada del rey de los votadinos, según creía Agrícola. Ésta, a su vez, estaba atravesada por una carretada de broches, y sus brazos, atados a la espalda, iban repletos de anillos y torques de oro hasta el hombro, de forma que se mantenía su cuello desnudo. Le habían untado el pelo con liga para formar esas crestas bárbaras y le habían pintado tatuajes salvajes.

Mientras el cautivo pasaba tambaleándose entre ellos, empujado por dos soldados con jabalinas, el murmullo de los hombres creció hasta convertirse en un cántico, acompañado por el rítmico batir de espadas sobre escudos, acompasado al áspero bramido de las trompas.

—¡Galo! ¡Galo!

Agrícola sonrió abiertamente. Sí, para la legión ese guerrero no era sólo Alba, sino todos los pueblos bárbaros que habían osado enfrentarse a Roma, con su orgullo y arrogancia, su codicia y estupidez. Y sabía que la frustración y hostilidad de sus hombres se liberaría si se lograba canalizarlas en algo, tal como ocurría en esos momentos.

Así que, después de todo, el traidor caledonio iba a tener alguna utilidad.

Agrícola observó a Samana, sentada bajo su parasol a un lado del campo. Fingía aburrimiento, pero advirtió el resplandor de sus ojos negros, fijos en el soldado que aguardaba ante el bloque de madera.

El cautivo cayó de rodillas ante el verdugo. El oro y bronce refulgieron al Sol, y el cántico de los hombres se hizo más alto mientras las trompetas se unían a la cacofonía de los cuernos que resonaban en el aire claro.

El gobernador romano levantó la mano y observó cómo se alzaba la espada. El soldado observó de reojo a su comandante con el arma dispuesta. Agrícola dejó pasar un momento, hasta que el cántico se convirtió en un gran griterío, el batir de las espadas fue como el resonar del trueno y los cuernos como gritos de bestias.

St, este hombre es Alba. Y, al igual que él, caerá.

Bajó la mano y la espada descendió.

Rhiann se detuvo a la puerta de la casa y observó cómo se levantaba la Luna. Los sonidos del tranquilo crepúsculo —el griterío infantil, el entrechocar de ollas en los cobertizos de las cocinas, la débil vibración del cántico de las hermanas— le llegaban de forma apagada.

¿Cuántas veces había estado ahí, una tarde como ésa, colmada por la excitación del rito que se aproximaba?

En aquel entonces, tales festivales tenían un significado distinto para ella, que había lanzado sus propios gritos mientras las novicias tejían flores en las trenzas unas a otras, al tiempo que una sacerdotisa las regañaba para que mantuviesen el debido decoro. Luego, llegaba el solemne batir de los tambores y el vuelco del corazón al ver cómo sus hermanas, encapuchadas de azul, se dirigían hacia las Piedras en largas filas, marchando al compás.

Recordó haberse sentido tan cerca de la Diosa que, sin duda, podría haber alzado una mano hacia los cielos y tocar Su Rostro cuando las divinas palabras de amor parecían formar parte del aire nocturno que exhalaba el viento. Sobre todo, recordaba formar parte de algo más grande que ella misma.

Y ahora llegaba esa noche, y nunca se había sentido tan sola.

Todo su ser la impelía a correr lejos, muy lejos, para no tener que ver jamás el rechazo en las facciones de Eremon ni sentir la decepción de aquellos a quienes amaba cuando la vieran fracasar. Fola la sobresaltó al decir de repente:

—Querida, es hora del
saor.

Su amiga estaba detrás de ella con una copa de barro en las manos, y a su lado se encontraban las cuatro doncellas, vestidas de blanco y con pálidas flores de mayo en el cabello, que habían atendido a Rhiann toda la tarde.

Todo el tiempo, mientras la bañaban y ungían con aceites suaves, Rhiann había mantenido sus pensamientos celosamente guardados. Permaneció en silencio mientas cantaban, al tiempo que le pintaban con añil las palmas y los pies y con zumo de moras las uñas, y le arreglaban el cabello con un peine de plata. Rhiann no se unió a los cánticos a la Diosa ni a los ruegos para que bendijera a Su Doncella, mientras le colocaban la túnica de hilo suave y blanco sobre sus hombros y la ceñían con una faja de algas.

Quizás habían creído que su silencio era un signo de nerviosismo, pero ahora Fola apretó su mano.

—Confía —dijo, con una sonrisa—. Confía en Nerida y Setana, confía en la Madre.

Rhiann se asomó a lo más hondo de los ojos oscuros de Fola y advirtió en ellos un destello de compasión. Tal vez Fola lo supiese, después de todo.

Beltane era tiempo de vida, cuando la tierra crecía, lista para fructificar y florecer, para otorgar sus poderes, de forma que pudieran vivir las criaturas de Este Mundo.

En tal caso, ¿por qué Rhiann se sentía como si esa noche recorriera la senda de la muerte?

Nerida caminaba delante de ella, grácil a pesar de la edad, y tan erguida como la floreciente rama de espino que llevaba tendida ante ella. Una guirnalda de madreselva coronaba la cabeza de Rhiann; conforme el calor del sol liberaba el efluvio de las flores de madreselva, aquél se volvía embriagador y la mareaba al combinarse con el
saor.

Las hermanas flanqueaban a Rhiann alineadas detrás de ella, que ya veía con claridad las ataduras de luz que las unían, tal y como las había visto en Dunadd durante el último Beltane. ¿La tocaría la luz dorada a
ella
cuando se agitara a su alrededor? No sabría decirlo. No quería pensar en ello. Se tambaleó, los pies le fallaban por culpa del miedo y el efecto de las hierbas, y varios brazos se estiraron para sujetarla sin interrumpir el canto. Miró a un lado y atisbo los ojos de Fola bajo la capucha azul.

El cántico creció y se hizo más intenso cuando la guía llegó al final del camino, mientras las hermanas cantaban a la Diosa como joven doncella, fresca, fértil. Pero Nerida la había elegido a ella…, había algo que quería de ella, algo que creía que podía atraer a su plenitud a la Fuente esa noche. ¿Pero el qué? Se sentía tan seca, tan marchita por la pérdida. ¿Quedaba algo en ella que pudiera florecer?

Fue entonces cuando vio las Piedras negras recortadas contra una hoguera y las oscuras figuras que danzaban delante de la misma, y perdió la compostura en una marea avasalladora que hizo que le flaquearan las rodillas, ya que todos los bailarines del fuego eran hombres, altos delante de las llamas, de pechos anchos y con el cabello suelto sobre los hombros. Las mujeres del
broch
y las esposas de los jefes, por el contrario, habían formado un círculo con las manos unidas alrededor del anillo de piedra. Los hombres gobernaban el fuego de la vida; las mujeres custodiaban el umbral.

¿Pero qué hombre sería? ¿Quién era el Elegido?

Nerida se detuvo cuando estuvo más cerca del fuego y el gran río de sacerdotisas también se detuvo al unísono; el cántico murió. Nerida avanzó con el florido báculo en alto.

—Las hijas de la Diosa están aquí con su presente: una Doncella que dé Su luz a la tierra. ¿Quién es merecedor de tal presente?

Ante esas palabras, un druida de túnica blanca salió de la multitud de hombres. Empuñaba una antorcha cuyas centellas subían hacia las estrellas.

—Los hijos del Dios están aquí, con un consorte para la Doncella: un Venado que atraiga Su luz al mundo. Le proclamamos digno de tal presente.

Nerida se volvió para tender una mano a Rhiann, que la tomó.
Valor, niña,
le dijo la vieja sacerdotisa en su mente.
Te amamos. Y Rila también te ama.

Mientras Nerida la guiaba por la avenida de piedras hasta el círculo interior, Rhiann flotaba tan lejos de su cuerpo que apenas se percató de que otra hermana les acompañaba: Setana. Ahora todo el mundo guardaba silencio, sólo se oía el crepitar y chisporrotear del gran fuego, así como las amortiguadas pisadas sobre el césped. Los ojos del círculo de mujeres relampagueaban a la luz de las llamas, pero, más allá de aquél, las Piedras mismas parecían oscilar ante la mirada turbia de Rhiann, como si ellas hubieran sido una vez verdaderos suplicantes, inclinándose y girando en una danza sin fin… Luego, vio otras figuras entre ellos, allí donde no caminaban los hombres.

Relámpagos de luz, como veloces golondrinas de fuego…, espectros que planeaban con alas de humo…, rostros nudosos que parecían alzarse de la resplandeciente superficie de las Piedras, cantando sobre tiempos pretéritos, cuando la gente sabía sólo de ciervo y pez, de piedra y madera, cuando la Vieja Mujer gobernaba sobre toda la Tierra, y ningún hombre caía abatido por espada o lanza…

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