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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (74 page)

El erinés yacía en silencio, sabiendo que lo que ella le había contado era un gran misterio y que al narrárselo demostraba una inmensa confianza en él. Al principio, tuvo miedo de romper el embrujo.

—¿Quién era el Venado, Rhiann? —susurró al cabo—. ¿Era real?

La voz de ella era soñadora.

—Era el Dios, el Gran Dios, el primero de los dioses; en su verdadero papel de consorte de la Diosa; su simiente la hace Madre a Ella; su fuerza sostiene a la Madre y gracias a eso ella puede hacer fluir la vida. —Se interrumpió para volver la cabeza—. ¿Entiendes? Durante ese momento sin tiempo, me convertí en la Diosa. El vino a mí como el Dios para unirse conmigo.

—¿Pero estaba de verdad allí?

—¿Qué es verdad? Verás algo parecido en Beltane. Una sacerdotisa hará de Diosa. Un hombre hará de Venado, el Dios. Su consorte.

—Nosotros no tenemos un rito como ése en Beltane.

—Tampoco los britanos del Sur, ni los galos del otro lado del mar. Es la marca de los Antiguos, del tiempo en que había un solo dios y una sola diosa, cuando el ciervo era libre, antes de que supiésemos cultivar grano.

Eremon sintió que comenzaba a embargarle el sueño y bostezó.

—¿Estás bien? —La atrajo más cerca, a su calidez—. ¿Te ha aliviado contármelo?

Rhiann se quedó silenciosa por un momento.

—El dolor está aún ahí, Eremon, pero parte de la oscuridad se ha desvanecido. Gracias.

—Entonces, cuéntame algo así cada vez que regrese la oscuridad. Háblame de cada tiempo feliz que has vivido. Te escucharé, siempre.

En respuesta, ella cerró los dedos sobre su muñeca y, con eso, él se durmió.

Pronto estuvo soñando que corría por el bosque, y que la cornamenta rozaba las hojas sobre su cabeza.

Capítulo 72

Rhiann se dio cuenta de que Eremon no perdía el tiempo durante el día largo que les llevó viajar a la Isla Sagrada, ya que permaneció enfrascado en una prolongada conversación con Nectan, en la proa del
curragh
del jefe.

Había espacio más que de sobra para todos en el barquito, porque, tras recuperar las fuerzas, habían enviado de vuelta a casa a los hombres del castro de Calgaco por vía terrestre, y sólo se habían quedado con ellos los erineses y Caitlin.

Eremon se mostró muy complacido cuando Rhiann se aproximó a la proa con copas de agua.

—Parece que me he ganado la aquiescencia de Nectan. Ha oído hablar de Calgaco, ¡y me ha prometido que él y sus hombres lucharán! Sus habilidades con el arco nos serán muy valiosas, y ya estoy viendo los buenos rastreadores y exploradores que nos suministrarán, porque tienen la habilidad innata de moverse sin ser vistos, ¡como bien comprobamos al principio para nuestro mal!

—Esperemos que los demás jefes lo vean tan claro como él.

A eso del atardecer arribaron a una playa empinada junto a un pueblo de casas apiñadas junto a la boca de un río poco profundo. Las laderas de césped se alzaban por todos lados, ocultando los huesos pétreos de la isla, que afloraban al Oeste. Las arenas estaban cubiertas por cientos de
curraghs,
y había buques de madera amarrados al muelle.

—Nectan asegura tener parientes cercanos aquí, en el pueblo —comentó Rhiann, sujetándose la capa mientras Eremon la ayudaba a bajar del bote—. Dormiremos en cama esta noche aquí y mañana te llevará al otro lado de la isla, al
broch
de los jefes. Y a las Piedras. —Lanzó una mirada nerviosa hacia el cabo que se alzaba al final de la bahía.

—¿Estás segura? —Eremon se cubrió los ojos para protegerlos de los últimos rayos del Sol que asomaban a través de un risco en las colinas—. Odio pensar que te quedas aquí sola.

—¡Yo me quedaré contigo, Rhiann! —saltó Caitlin, que llegaba chapoteando por las aguas someras, con las botas en la mano.

La epídea se obligó a sonreír.

—No, prima. No puedo privarte de ver las Piedras ni el rito de Beltane. Nunca vas a presenciar una reunión como ésta.

Pero Conaire, que se había detenido muy cerca, no se mostraba feliz con nada de eso.

—¿Es buena idea ponernos completamente a su merced, aquí o en el
broch
? No conocemos a esta gente. —Observó un fardo que subían a la orilla; eran las lanzas de Nectan con las agudas puntas envueltas en trapos.

—No usamos armas aquí —dijo Nectan, que apareció de repente detrás de ellos—. Es la Isla Sagrada, la isla de la Madre. Las lanzas son sólo para cazar. Nadie te hará daño: te doy mi palabra.

El recelo de Conaire era visible en su rostro, pero más tarde, en casa del primo de Nectan, un plato de pescado fresco y cerveza en abundancia le ayudaron a disipar sus temores.

La presencia de Rhiann provocó una gran expectación, pero ésta se excusó tan pronto como hubo cenado para retirarse al dormitorio de invitados, una plataforma tras una colgadura de piel de ciervo. No quería participar en el ritual de beber y contar historias en torno al fuego. Tan sólo hubiera querido estar lejos de allí.

Pero el sueño la rehuía. En algún lugar, a sólo a unas leguas de distancia, había casas colmadas con el aroma puro de las hierbas y la música suave de las voces femeninas. Allí, en las Piedras, la Fuente surgía tan cerca de la tierra que el mismo suelo vibraba con ella.

Pero ella había renunciado a todo eso con unas pocas palabras de dolor y rabia.
¿Por qué no me las ahorré? ¿Por qué no me contuve?

¿Pensaban en ella? ¿La echaban de menos tanto como Rhiann a ellas? No había tenido noticias de las hermanas en los últimos años, y posiblemente la habían olvidado. No había vuelta atrás de las palabras que había pronunciado. Sin duda, no la había.

Rhiann yacía sobre su camastro, dormitando, mientras las bromas y risas de los que estaban sentados en torno al fuego formaban una sarta brillante que se agitaba a través de sus sueños. De repente se despertó al oír que llamaban a la puerta. Se sentó, sintiendo que se le aceleraba el corazón.

Un golpe de viento se coló cuando abrieron y cerraron la puerta, y las voces en torno al fuego se apagaron. Rhiann trató de ponerse de rodillas sobre las pieles para atisbar a través de una rendija en la cortina de cuero.

En el umbral, perfilada contra la menguante luz de la Luna, había una mujer. No se podía distinguir nada de ella excepto el brillo de un rostro pálido, ya que estaba envuelta en una capa azul y tenía la capucha echada sobre el rostro.

La esposa del primo de Nectan se puso en pie.

—Bienvenida a nuestra casa, hermana —dijo—. Ven y únete a nosotros si tal es tu deseo.

La sacerdotisa negó con la cabeza, aunque dio un paso hacia el interior de la habitación.

—No he venido en busca de vuestra comida o vuestra cerveza —respondió con voz melodiosa—, aunque bendigo ambas cosas. ¿Dónde está mi hermana? Ella sabe que he venido.

Mientras se miraban unos a otros sin saber qué decir, Rhiann salió de la alcoba, con la capa encima de la túnica y los ojos fijos en la figura que había a la puerta. Mientras miraba a la sacerdotisa, sintió una gran sensación de familiaridad, aunque todo cuanto logró ver fue el resplandor de unos ojos oscuros.

—¿Fola? —Su voz sonó agitada a sus propios oídos, carente por completo del poder que le habían entrenado a proyectar.

A modo de respuesta, la sacerdotisa apartó la capucha para mostrar trenzas oscuras y rizadas que coronaban un rostro sólido, ancho y afable, dulce como la miel. Aun así, los ojos negros como endrinas relampagueaban de excitación contenida, como si la compostura requerida en presencia de gente la sometiese a una dura prueba. Se trataba de Fola, la mejor amiga de Rhiann durante su formación como sacerdotisa en la isla.

—Estoy hoy aquí para llevarte a casa, hermana —dijo en voz alta, mientras otro sentido fluía en la mente de Rhiann.
¿De verdad creías que te íbamos a dejar marchar, ahora que sabemos que has vuelto?

La boca de Rhiann estaba seca. ¡Claro que tenían que saber que estaba allí! ¡Qué tonta había sido al pensar que podía ocultarlo!

—Si quieres hablar conmigo…, hermana…, podemos ir fuera.

Fola ladeó la cabeza y cruzó de nuevo la puerta. Rhiann captó un atisbo del ceño de Eremon mientras cruzaba la habitación y luego se vio en mitad de la noche, a la luz de una Luna que se movía y saltaba entre el correteo de las altas nubes.

—Estos últimos años te han tratado bien, Rhiann —dijo Fola, sin esconder ahora su sonrisa—. Eres una mujer regia, una reina.

Rhiann agitó la cabeza sin saber qué decir, mientras el viento le lanzaba el pelo sobre el rostro. Fola siempre había sabido qué pensaba exactamente y habían hablado de mente a mente desde la infancia, sin palabras, mediante imágenes y sentimientos, pero ni uno de éstos había cruzado ese umbral desde su partida.

—Pedí venir —añadió Fola—. Quise ser la primera en verte.

Unas lágrimas traicioneras hicieron que a Rhiann le escocieran los ojos; se cogió los cabellos y los apartó, apretando los nudillos contra la garganta.

—Me obligaron a venir en barco. Me quedaré en el pueblo hasta que podamos irnos.

Fola se movió para quedar frente a ella.

—Eso no es posible, Rhiann. Ven conmigo. Ven a casa conmigo.

—¡Pero os di la espalda y me marché! —gritó Rhiann—. ¿Cómo puedes actuar como si nada hubiera sucedido? Mi vida, tal como fue, acabó aquí hace tres años. Soy diferente ahora. No quieren ver a esta Rhiann. No soy digna de caminar de nuevo entre las Piedras.

La compasión brilló en los ojos de Fola.

—Te equivocas. Eres nuestra hermana. Debes saber que nada puede cambiar eso. No puedes cambiar eso…, por mucho que lo intentes.

Rhiann no respondió.

—La Madre te trajo aquí —dijo Fola—. ¿Por qué lo hizo? ¿Para causarte dolor? ¿Para herirte?

—Ella hiere si así lo desea. Reparte dolor y muerte. Tú, de entre todas, conoces la razón por la que me fui.

Fola agitó la cabeza.

—Y hubieses aprendido más que eso de haberte quedado, —Su voz suave dejó entrever algo de impaciencia—. Te trajo porque era hora de que volvieses a casa. Ya lo sabes.

Rhiann hizo una inspiración profunda.

—Parece que todos estéis convencidos de eso, excepto yo. ¿No tengo opción?

—¡Por supuesto! Me iré y te dejaré aquí esta noche si me lo pides, pero, antes de hacerlo, tengo para ti un mensaje de Nerida. ¿Quieres escucharlo?

Al oír ese nombre, Rhiann se sintió inundada de vergüenza… y anhelo.

—Dice esto: «Dile a nuestra hermana que sé que su corazón está dolorido, que siente que nos ha fallado y que le hemos fallado. Puede que sea verdad, pero también hay otros hechos ciertos; más profundos que la traición, más profundos que la vergüenza. El amor, el perdón, la fe. Dile que haga caso de la llamada, aunque sólo sea por última vez».

Impactada, Rhiann contempló sobre el hombro de Fola la fragmentada Luna sobre las olas agitadas por el viento, las oscuras sombras de los botes en la arena y los mástiles que crujían.

—Ése es el mensaje —dijo Fola—, pero tengo uno mío propio.

Rhiann devolvió la mirada al rostro de Fola y vio la súplica en él.

—Por favor, vuelve conmigo, Rhiann. Te hemos echado de menos. Vuelve sólo por una noche, eso es todo. Nadie te detendrá si luego quieres irte.

—Pero allí me espera un gran dolor —susurró Rhiann.

—¿Y cómo sanarlo? Ya conoces lo que dice la tradición: «Huyendo no sanarás tu pena; afrontándola, sí». Junto con los que quieres. Y junto a quienes te quieren.

Rhiann se sintió vacilar, había soñado tantas noches con el canto de las Piedras y con compartir pastelillos de cebada junto a un fuego matutino… Y, en cada ocasión, se había despertado con lágrimas en el rostro.

Foquita,
le dijo Fola en su mente.
No te exilies más. Queremos que vuelvas. Quieres volver. ¿Quién está castigando a quién?

Rhiann dudó. Aunque estaba tan cerca, ¿tendría fuerzas suficientes para regresar al lugar donde había sufrido tanto? Por otra parte, intuía que, tras la confesión que le había hecho a Eremon, la elección era inapelable. Se adelantó para coger la mano de Fola y, con sus cálidos dedos entre los suyos, ya no hubo vuelta atrás, aunque un gran miedo se albergaba en su corazón.

—Iré.

—Entonces no te habías alejado tanto como temía —respondió Fola, con una sonrisa.

A Eremon, no obstante, no le convenció mucho la perspectiva de que Rhiann se marchase sola en mitad de la noche.

—Como puedes ver, sólo hay dos caballos —le dijo Rhiann mientras ataba las correas de su saco a una de las sillas. Tras abrazar a Rhiann con fuerza suficiente como para expulsarle el aire de sus pulmones, Caitlin volvió al interior con Conaire. Ella, al menos, no cuestionaba los actos de Rhiann.

—¿Por qué no esperas hasta el alba? —Eremon le tendió la brida con el rostro en sombras.

—El tiempo es bueno y no está lejos. —Rhiann le miró—. Sé que no lo he explicado muy bien, Eremon, pero esto es… algo difícil de hacer. Me llaman y he de ir. Debo ir ahora, antes de que mis temores me lo impidan.

A la sombra lunar de los muros, Eremon se inclinó y oprimió sus labios contra los suyos por un momento, con suavidad.

—Estaremos en el
broch
pronto. Regresa junto a mí cuando puedas. Te necesito.

—Lo haré. —Se sentía sorprendida por el beso—. Volveré pronto, pero primero hay cosas que debo hacer.

La ayudó a subir al caballo y se quedó atrás, mientras ella seguía a Fola por el camino que llevaba a la oscuridad de las colinas de detrás. Al fin, ella miró atrás pero las sombras de las casas ya lo habían engullido, y sólo pudo apretar los dedos contra sus labios, bajo el gélido aire nocturno.

Capítulo 73

A Rhiann le resultó fácil cruzar la isla en la oscuridad; conocía cada uno de los pequeños lagos que salpicaban la llanura de turba y cada cresta y afloramiento de rocas, desde las colinas gastadas del Norte hasta las montañas que bordeaban el Sur. Fola no pudo evitar preguntarle sobre su vida, su matrimonio y su inesperada llegada; Rhiann le respondió, y sin embargo, su corazón estaba puesto en los aromas y visiones que otrora le fuesen tan familiares como ahora extraños.

La Luna estaba hinchada y próxima al horizonte para cuando percibieron de nuevo el olor del mar.
La Luna llena de Beltane,
pensó Rhiann, y tuvo un estremecimiento repentino, antes de poder sacudirse esa sensación.
Tenemos que acudir al rito, hablar con los jefes y después nos iremos…

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