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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (78 page)

Rhiann sintió todo aquello gracias al
saor,
hasta que la cuenta de los años se volvió vertiginosa y se vio arrastrada para volver a su tiempo y entrar por último en el espacio sagrado, en el corazón de las Piedras.

Al hacerlo, el latido de la Fuente —un profundo retumbo, un rasgueo de poder— la alcanzó como una ola. Era como el zumbido entrecortado de una gaita de hueso, aunque la vibración no procedía de un solo agujerito, sino del mismísimo éter que la rodeaba, a través del que ella caminaba como si fuera blanda y espesa miel que fluyese en el espacio detrás de cada paso.

El vórtice de poder giraba alrededor del centro del círculo, allí donde se alzaba en solitario la mayor de las grandes Piedras, irguiéndose por encima de su cabeza. En ese punto, Nerida y Setana retiraron la túnica a Rhiann de sus hombros y la hicieron yacer a la sombra de la gran Piedra sobre una capa de blandas pieles.

Luego, con las manos sobre el corazón y el estómago de Rhiann, comenzaron a cantar y sus voces fluyeron hacia el mismo pozo vibrante, por lo que Rhiann sintió cómo las dos mujeres comenzaban a unirse con el giro, con el zumbido, y, canalizada a través de sus manos, la Fuente entró en ella.

El impulso recorrió su cuerpo como la marea primaveral inundaba las arenas. Se inflaba, flotando, hundiéndose en la tierra al tiempo que se alzaba hacia los cielos.

A lo lejos se escuchó un redoble de tambores y un grito de gargantas masculinas.

—¡Ya viene! ¡Ya viene!

Notó que Nerida y Setana se ponían en pie. La noche era fresca, pero la piel desnuda de la joven resplandecía ahora de calor allí donde las sacerdotisas habían posado sus manos. Habían efectuado la invocación y el receptáculo se había llenado. Sólo después se habían marchado.

Y entonces hubo tiempo para una última preocupación desde el fondo de su corazón.
Eremon, perdóname.

Cegado por la luz del fuego, mirando a través del humo, Eremon no logró ver dónde estaba Rhiann. Todas las sacerdotisas de capuchas azules parecían idénticas y caminaban igual. Al otro lado del fuego atisbo, como un borrón, a una mujer de blanco a la que se llevaban, pero no supo, o no le importó, quién era.

¡Rhiann!
Su corazón gritaba por ella. ¿Dónde estaba?

Sabía cuan importante era esa ceremonia. Entendía que todos debían desempeñar su papel, que el Otro Mundo debía mantenerse en equilibrio para que la vida de Este Mundo no se sumiese en el caos.

Pero, a pesar de todo el poder que ya surgía a través de todos ellos, un poder que se podía blandir para mantenerles a todos a salvo…, sólo quería a Rhiann. Quería tomarla en sus brazos y abandonar ese lugar, y estar solos en algún lugar cálido y seguro, donde pudiera contarle todo cuanto albergaba su corazón, sin importarle si ella quería oírle o no. En algún lugar donde todo pudiera ir bien entre los dos.

Allí se detuvo, y los destinos de millares de personas, de esa tierra llamada Alba, de su propia tierra llamada Erín, giraron en el aire cargado, con sus futuros en el filo de la balanza. Pero a través de la bruma de su mente, efecto de la bebida que le habían dado los hombres, aún tuvo tiempo de preguntarse dónde estaría ella, y su corazón se oprimió al pensar en qué forma se verían separados.

Sus ojos…, su pelo…, sus labios.

Cosas pequeñas, cosas concretas, lejos del gran mundo de la guerra y la conquista.

Su respiración…, su aroma…, su sonrisa.

Conocía el significado del rito y la clase de fuerzas que se liberarían esa noche, y que en el frenesí muchos hombres y mujeres serían arrastrados a yacer juntos. El pensamiento le hizo enfermar. ¿La tomaría algún tosco norteño sobre el suelo? ¿La llegaría a ver él de lejos, unida a otro? ¿Llegaría a ella antes de que eso sucediese?
¡No!
La pena de aquel pensamiento le alanceó.

Entonces resonó el primer toque de tambor.

Otro, y otro, y los acordes primarios latieron a través de sus pensamientos dispersos y pulsaron una cuerda profunda en sus riñones de cuya existencia no había sabido nada hasta ese momento, una cuerda que vibró con el aire, con el poder de las viejas necesidades y de los profundos deseos que no se podían formular. Nectan le había avisado de que la bebida provocaría ese efecto: un reclamo al que no podría resistirse.

—¡Ya llega! ¡Ya llega! —escuchó gritar a los hombres que le rodeaban, a pleno pulmón.

Y Eremon avanzó, lentamente, y, con el movimiento, los cuernos unidos a su cabeza oscilaban de un lado a otro.

Capítulo 77

Rhiann cerró con fuerza los ojos cuando sintió que los pasos del macho rebasaban el círculo. No importaría quién fuese el hombre mientras no le viera. Podía abandonar su cuerpo y perderse en las estrellas sin saber siquiera qué ocurría.

De repente, las mujeres rompieron a cantar a coro. Las voces se alzaron alrededor de la Doncella mientras el tamborileo del círculo del fuego masculino aceleraba el
tempo.
La canción no era la dulce y elevada melodía de la sacerdotisa que rendía homenaje a la Diosa.

Era un cántico de los Antiguos, del Viejo Tiempo, cuando, según se decía, la gente corría por el bosque junto al gamo y vivía sólo de la caza. En aquel tiempo, la Madre de la Tribu llamaba al Venado para que él mismo se sacrificara y de ese modo pudiera vivir la gente. Y se debía llamar al Venado para que tomase a la Madre y la hiciera fructificar.

El cántico era una llamada, baja y sibilante, que vibraba al unísono con el primitivo y galopante tamborileo. Resollaba, alzándose y menguando al ritmo del corazón en el momento del nacimiento, en la culminación del deseo. Rhiann, con el cuerpo a la deriva a causa del
saor,
no podía hacer otra cosa que responder, ya que la música alcanzaba la parte de ella que, en algún lugar, todavía correteaba por el bosque.

Las pisadas se hicieron más cercanas ahora, más suaves y amortiguadas. Un festón de piel de ciervo rozó los dedos de Rhiann, que sintió el olor primigenio de la capa de cuero cuando el hombre se inclinó sobre ella, y sintió el calor de aquella piel desnuda cerca de la suya.

El salto de la fe.

Setana me dijo que saltara.

Que le entregase el receptáculo a Él, con todo mi corazón.

Lo haré.

Lo haré.

¡Entrégate! Déjate llevar, Rhiann…

Pero no pudo. De súbito, una marea de gélido pavor devoró el latido de su cuerpo. La congeló hasta inmovilizarla y supo que fallaría de nuevo, que el fuego de sus entrañas no era sino cenizas…

Escuchó el susurro de la capa que él dejaba caer a su lado, y luego, ¡oh, Diosa!, la calidez del cuerpo desnudo, suave y duro, de un hombre cubrió el suyo, los músculos de la espalda del Venado resbalaron bajo sus dedos. Era gentil…, de alguna manera parecía reacio, a juzgar por la forma en que tocó sus muslos y los apartó. Alejó la cabeza de su hombro, ya que Rhiann sintió cómo el pelo rozaba su piel.

Pero el corazón del hombre, quisiera o no, latía sobre el de ella con la cadencia del tamborileo, la respiración se aceleraba y Rhiann supo que el poder del Dios Venado lo había tomado y lo llevaba a la rendición a la que ella misma debería entregarse.

Debía, pero no podía.

En cuanto sintió en la puerta de su cuerpo la dureza del Venado, que buscaba y empujaba, su alma, colmada de pánico, intentó irse lo más lejos posible para encontrar refugio en lo más recóndito de su cerebro, tal y como había hecho el día de la razia.

—¿Señora?

La voz era baja y profunda. La joven abrió los ojos en contra de su voluntad y vio encima de ella el despliegue de cuernos recortándose contra la Piedra bajo los cuales había unos ojos verdes que parpadeaban a la luz de la hoguera, como si hubiesen estado cerrados.

Y cuando la sumió la impresión, vio la misma sorpresa reflejada en el rostro del hombre.

Eremon.

Eremon era el Venado.

El momento en que se encontraron sus miradas algo saltó entre ellos, desterrando el miedo y el dolor hasta un lugar oscuro y olvidado.

Rhiann lo atrajo hacia ella sin pensar ni temer, ansiando esos labios más de lo que había anhelado nada en su vida. Cada sonrisa que había pasado delante de ellos, cada gentil palabra de amor, amistad, honor o risa… las probó todas. Era más dulce que la miel. El cuerpo de Eremon se deslizó dentro del suyo cuando sus labios se encontraron, flanqueó la puerta abierta con la facilidad de un suspiro.

Mareada con los sentimientos, el aroma y el sabor de Eremon, y el
saor
que le corría por las venas, Rhiann sintió que sus cuerpos se movían juntos al ritmo que venía de fuera, que los rodeaba, que los poseía. Esa canción lo fue todo, y la entrega llegó al fin en medio del regocijo.

Rhiann sintió que la energía la colmaba cuando el fulgor se alzó, se expandió, se desbordó.

Era la Presencia. La Diosa había llegado.

Las almas de Rhiann y Eremon flotaron juntas a la deriva en los espacios entre las estrellas mientras debajo observaban sus cuerpos dentro el círculo. Para el ojo del espíritu de Rhiann, los propios cuerpos parecían hechos de estrellas, y en su interior subyacía la energía divina del Dios y la Diosa, tan vasta como todo el cielo.

Luego Rhiann miró a Eremon, cuya alma se le mostró como una llama que ardía sin consumirse, y supo quién era pese a no tener un rostro de hombre. Ella reconocería esa llama en cualquier lugar: siempre la había conocido.

En ese momento, su sueño cobró vida a su alrededor con un estallido, era una imagen viviente hecha de fuego y estrellas.

Vio el valle y las almas congregadas de la gente. Se vio a sí misma con el caldero, el resplandor del poder de su interior se manifestaba ahora desnudo, tan brillante que no podía mirarlo ni siquiera con el ojo del espíritu. Escuchó el grito de las águilas y vio al hombre desafiarlas, empuñando en alto la Espada de la Verdad.


Vuelve conmigo
—gritó, como siempre hacía—.
¡Te necesito!

Y al cabo, el hombre volvió en respuesta a la llamada, la llamada de la vida, y su rostro era el de Eremon, que les miraba desde la visión. Entonces la Rhiann onírica agarró el caldero y vertió la gracia de la Madre sobre él, que agitó la cabeza y se rió como si eso fuera una ducha de agua.

Después de esto, regresaron a sus cuerpos en el suelo, mientras el clímax se acercaba, próximo a su culminación. Aunque habían reasumido sus formas de carne y hueso, Rhiann y Eremon sabían tan sólo que sus llamas gemelas ardían y se hinchaban, y que a su alrededor estaba el resplandor de las formas aún mayores que todavía adornaban a sus cuerpos. Se tensaban para unirse, más profundo, más rápido, hambrientos de vida.

Y luego sucedió; las llamas se fundieron y ardieron en una oleada de luz blanca y perfecta y, en mitad de la llama, Rhiann sintió el regocijo de Eremon derramándose sobre ella.

—¡Tú! —gritó—. ¡Eres tú!

Luego, la ola se rompió, y se vieron sujetos mientras irrumpía una espiral giratoria de luz procedente de la tierra, de debajo de sus cuerpos. Era la Fuente en estado puro que se alzaba desde el centro del círculo hasta los cielos, empapando a la gente de vida.

Y Rhiann y Eremon profirieron gritos como nunca antes lo habían hecho en su vida… con pureza, con los corazones abiertos.

Regresaron de forma gradual a la piel de ciervo, la hierba húmeda y los cánticos mientras yacían juntos con los corazones palpitando de forma atronadora.

Pero todo lo que sentían eran las estrellas como un manto, aún cercano, y comprendieron que todo iba bien.

Capítulo 78

Aún apretados el uno contra el otro, Eremon y Rhiann volvieron en sí eones más tarde. Temblando, la muchacha abrió los ojos a tiempo de ver por encima del hombro de su compañero cómo la nube blanca de estrellas surcaba el cielo oscuro. Los corazones de ambos palpitaban uno sobre el otro y ella sentía la respiración de Eremon en la oreja.

Pero, por encima de todos esos sonidos humanos, Rhiann aún percibía el aura de luz en torno a los cuerpos de los dos. Recibió una suave caricia postrera de la Diosa cuando ésta la dejó.

Contempló los ojos de Eremon, que le devolvió la mirada.

—Tú —consiguió decir; y él, en respuesta, rozó los labios de Rhiann con los suyos y hubo ternura al despertar de la urgencia y el hambre.

El momento no duró. El gentío entró en el círculo para alzarlos y cubrir su desnudez con túnicas y capas mientras se tambaleaban, aún aturdidos por el
saor.
Desorientados por el barullo, el batir de tambores, el chirrido de las gaitas y el cúmulo de voces que gritaban y vociferaban, los separaron y eso, tras su ansiada unión, les supuso una agonía.

Rhiann chilló sin que nadie la escuchara.

Eremon buscó a tientas a Rhiann para hablarle de lo ocurrido entre ellos, para tocarla por un momento, pero los guerreros le empujaban y zarandeaban por todas partes.

Luego le sacaron con rudeza del círculo y una voz —¿la de Nectan?— le habló al oído a voz en grito.

—Esto no ha concluido, Venado. Haz el sacrificio ahora, demuestra que eres el Consorte sobre todos los demás. ¡Corre y atrápala! ¡A los acantilados!

Volvieron a empujarle y cayó, pero se incorporó enseguida. Los cuernos eran difíciles de manejar —chocaban con las piedras— y muchos dedos femeninos le aferraban brazos y piernas, ansiando un toque de la fertilidad que había brotado de él esa noche. Alguna le agarró por las piernas y los pies en un intento de retenerle. A su alrededor surgieron rostros risueños y desenfrenados en medio de la noche que empezaron a dar vueltas conforme el
saor
le enturbiaba los sentidos.

Se debatió para librarse de aquellas manos que le atosigaban y luego escuchó la clara risa de Nectan.

—¡Soltad, soltad al Venado! —La presión en torno a él remitió y entrevió a Conaire, Fergus y Colum, riendo mientras apartaban a sus captoras. Olvidó que era el Dios, que tenía un papel que desempeñar. Sólo quería a Rhiann. Gritó su nombre, pero el sonido se desvaneció en el barullo de voces.

Entonces lejos, muy lejos, le pareció ver el brillo de su pelo cuando las nubes ocultaron la Luna que pendía sobre el mar. Tenía que alcanzarla. Ese pensamiento le insufló energía, aspiró otra bocanada de aire y se encontró libre y lejos, con los pulmones llenos por el frío del aire nocturno.

A sus espaldas, Nectan gritó de nuevo:

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