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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (76 page)

—Tengo que hablar con nuestra chica, Rhiann —declaró Setana.

Nerida la miró, parpadeando.

—¿Por qué?

Setana sonrió y palmoteo.

—Porque Ella la quiere, hermana.

Nerida agitó la cabeza y descansó la copa de fresno en la piedra del hogar.

—Mucho es lo que Ella nos exige, hermana, a nosotras y a Rhiann. Aún es frágil.

—¡Sí! —susurró Setana—. ¡Oh, sí! Pero un hombre ha ablandado su corazón.

Nerida dejó escapar sin querer una bocanada de aire.

—Aún le acompaña la pena, puedo sentirla.

Nerida suspiró y miró a sus manos agarrotadas por la edad mientras rememoraba la amargura en los ojos de Rhiann tras la incursión.

Setana sonrió, como si no hablasen de asuntos de igual seriedad.

—¡Tonta! ¿No confías en la Madre? El dolor es la fuerza si ella se entrega.

—Su voluntad es fuerte, hermana. Una vez intenté que entendiera, y sólo conseguí perderla.

Setana rió, despertando ecos entre los muros desnudos, y acarició el rostro de Nerida con la mano.

—Te preocupas demasiado, anciana.

—¡Anciana! ¡Somos casi de la misma edad las dos!

Setana se echó el chal sobre los hombros y se fue de la habitación.

—Aún te preocupas demasiado. ¡De veras!

En el salón, Eremon ensayó otra estrategia contra la ceguera de aquellos hombres.

—¿Por qué tendríamos que preocuparnos de los invasores romanos? —gruñó un jefe, los ojos puestos en una cesta de pan recién horneado que acababan de llevarles—. Estamos a salvo en nuestras islas.

—Ninguna isla estará a salvo si Agrícola conquista Alba y Erín. Tiene una flota; puede estar a vuestras puertas en cuestión de días.

—Entonces nos refugiaremos en las montañas —repuso otro rey.

Eremon se echó atrás en su banco, sosteniendo la mirada de aquellos ojos oscuros.

—Britania occidental, Agrícola ha conquistado las montañas, que son casi tan agrestes como las vuestras, y ha cazado a cada hombre, mujer y niño de los ordovices. En la larga oscuridad. Vuestras montañas no os mantendrán a salvo. Ni vuestros mares. ¿Queréis saber por qué?

—¿Por qué? —preguntó Brethan frunciendo el ceño, las manos agarradas a las rodillas.

—Porque en el Concilio un hombre habla contra Calgaco y contra mí a la menor oportunidad. ¿Es por simpatía hacia el gobierno romano? ¿Quiere gobernar él mismo sobre todos? Porque ha tratado de matarnos a la Ban Cré y a mí hundiendo nuestro bote. Conocéis a ese hombre, tiene poder en los mares del Norte.

—¿Qué hombre es ése?

—Maelchon de las Orcadas.

—Queremos hablar contigo, niña.

Rhiann se sobresaltó, tan absorta había estado en el juego de una nutria en el ocaso broncíneo de la ría que se abría paso entre ondulaciones contra la marea.

Nerida se apoyaba en un báculo de fresno y Setana le aferraba la mano; habían trepado al cabo, sito al norte de las Piedras, sólo para verla. Los reflejos desde la ría rozaban las muchas arrugas que surcaban sus rostros.

—¿Estás bien, hija? —inquirió Nerida.

Rhiann dudó, antes de inclinar la cabeza y asentir.

—Pensé que nunca volvería, que nunca podría, porque no me queríais. Ahora me siento… como una niña de nuevo.

—Pero ya no eres una niña.

Rhiann sacudió la cabeza.

—¡Hija, hija, tienes que entendernos! —Nerida sonrió, aunque la tristeza asomaba al borde de su boca—. No te vamos a expulsar ni puedes alejarte para siempre, pero ahora tienes responsabilidades que una chica no tiene. Aunque yo te hubiera dado más tiempo para manejar esos sentimientos… infantiles…, la Diosa no nos concede ese plazo. Juré seguir a la Madre y eso es lo que debo hacer. Y lo que tú debes hacer.

¿Por qué no puedo hundirme en la alegría, luego de tanta pena?,
pensó Rhiann con una punzada de rabia.

Al oírla, Nerida miró en lo más hondo de los ojos de Rhiann.

—Escúchame y confía en mí, aunque luego no vuelvas a hacerlo nunca más. Hemos venido a encomendarte tu misión. Una niña no puede ser el receptáculo para la Diosa. Sólo una mujer puede hacerlo.

La sorpresa estremeció de miedo a Rhiann.
El receptáculo para la Diosa.

—Entendemos tu dolor, así como entendemos el regocijo sentido la última noche. Pero la vida no es regocijo o dolor, Rhiann. Es ambas cosas.

Rhiann alzó el mentón.

—¿Queréis devolverme al dolor entonces, después de todo lo que he pasado?

—Parte de esa pena la elegiste tú —le respondió Setana, su mirada intentaba ser amable—. No lo olvides, niña. Elegiste irte, elegiste quedarte fuera.

—¡Pero ahora he elegido otra cosa! —gritó Rhiann, sintiendo remontar su miedo—. ¡Quiero quedarme aquí con vosotras! ¡Dejadme, por favor!

Setana puso una mano sobre la de Rhiann. El apretón era fuerte, aunque no dañaba.

—No —dijo con calma—. El mundo te necesita. Lo he sentido. Todas servimos a la Madre de formas diferentes. Estas orillas no son tu hogar.

Las mujeres se miraron entre ellas y Rhiann supo que lo peor estaba por llegar.

Setana liberó su mano y Nerida estiró la espalda.

—La Diosa te ha elegido para que realices el rito de Beltane.


¿Qué?

—La Diosa te ha elegido para que lo hagas para su pueblo.

Rhiann miró primero a una y luego a otra de una forma salvaje.

—¡No!

—Te prometo,
te lo prometo,
Rhiann, que habrá regocijo de nuevo en la unión con la tierra, con el rito del Dios y la Diosa.

Rhiann escudó su corazón con las manos, como para protegerlo de un dolor agudo. Justo cuando encontraba alguna paz, se la arrebataban de nuevo. No podía encontrar refugio ni siquiera allí, entre las que se suponía que la amaban. La desesperación se alzó con frialdad en su garganta.

Y entonces sintió el toque de Setana en su cabeza.
¡No, hija, no es así!
Se adelantó y tomó las muñecas de Rhiann antes de levantar su cabeza gacha con el dedo. Los ojos grises de Setana ya no brillaban con la videncia, sino que resplandecían con las lágrimas.

Nerida se acercó para colocarse a su lado.

—El mundo está cambiando, niña, y la Hermandad debe cambiar con él. El pueblo va a necesitar una sacerdotisa diferente en los tiempos venideros, una que no viva en reclusión, como lo hace Linnet, como nosotras, ya que el mensaje que hemos escuchado es éste: «Muestra a las mujeres que la Madre vive en ellas, trabajando codo con codo, compartiendo alegrías, penas y sus dolores del parto. Enséñales que son la Diosa, que vive entre ellas».

Setana cabeceó.

—Para hacer esto necesitas vivir, Rhiann. Experimentar por completo dolor, miedo, amor. Muestra a la gente que la diosa no es algo ajeno, sino que está unida a sus propios hilos tramados, tan atada con sus almas que no pueden separarse.

Setana se detuvo, respirando con pesadez, y Nerida puso una mano amable sobre el hombro de Rhiann.

—Tienes que comenzar ahora por confiar en nosotras, y rendirte al amor, ya que éste será las raíces que te unan a la tierra. El rito de Beltane será una puerta de acceso. Debes saltar, la fe será tus únicas alas, pero nosotras estamos aquí para decirte cómo aterrizar con seguridad.

Rhiann tembló, atrapada por sus palabras, porque caían en su corazón como verdades, como lluvia en un suelo reseco.

Pero aún se debatía, ya que había luchado contra esas cosas durante muchos años. No quería ser parte de la urdimbre de hombres, mujeres y niños; no quería asumir riesgos. No podía ser una verdadera sacerdotisa, y no era, desde luego, una verdadera esposa. ¿Cómo podría ser madre, tía, abuela?

Se detuvo ahora en el borde de un abismo y comprendió que Nerida y Setana le pedían que se adentrase no en una vida, sino en un vacío. Podía dar el paso entonces, movida por el deber, ya que de sobra sabía cuál era su obligación. ¿Pero confiar de nuevo? Eso nunca lo haría.

Más tarde, cuando Nerida y Setana se hubieron marchado, cuando la oscuridad hubo devorado la ría y las colinas y la noche se metió en sus huesos, permaneció en el cabo, incapaz de volver a los fuegos. La calidez de la compañía de abajo la reclamaba, pero en realidad no pertenecía a ese lugar, ya que nadie sabía lo que la orden de Nerida significaba para ella.

Un hombre, un receptáculo para el Dios, se uniría a ella, el receptáculo de la Diosa. Llegaría en forma de Venado, el Gran Consorte, y en la unión de las dos valvas de la concha, macho y hembra, se encontraría el equilibro perfecto y la Fuente fluiría. La energía florecería y se expandiría a la gente, las criaturas y la tierra, empapándolo todo de vida.

Era el más prodigioso acto que podía ejecutar; el mayor de los honores. Pero, a pesar de su entrenamiento, una parte profunda de ella gritaba «¡Eremon!».

Apenas había pensado en él, tan embargada como estaba con las imágenes y sonidos de su regreso. Pero ahora imaginaba cómo la miraría mientras retozaba con otro hombre en el círculo, con la melena cayendo sobre el rostro como fuego oscuro, sus ojos verdes relucientes de dolor. No lo entendería, estaba segura.

¿Y como podría ella soportarlo?

Nadie excepto Linnet sabía de verdad qué le había ocurrido en la incursión. Nadie sabía que sus poderes le habían fallado muchas veces desde entonces. ¿Qué ocurriría si la Diosa no acudía a ella durante el rito? Entonces sería consciente, podría sentir cada embestida, cada toque de los dedos del hombre.

Y las hermanas sabrían… al fin sabrían todas que ya no era una sacerdotisa.

Capítulo 75

¡Ug! —Conaire metió la cabeza en un barril de agua fría que había en su alojamiento—. La cabeza se me va a partir en dos.

Eremon se lavó el rostro con las manos mientras parpadeaba ante el Sol matutino que asomaba entre las casas del pueblo.

El festín se había prolongado hasta altas horas de la noche. Cuando acabó, más de un jefe, ebrio, había echado el brazo alrededor de Eremon para regalarle con historias de una espada semejante a la suya y que una vez tuviera, o para relatarle de nuevo los viajes realizados mucho tiempo atrás a Erín, en su juventud. Los albanos y erineses disputaban jactanciosos, a grito pelado, sobre quienes hacían la mejor cerveza, quién contaba con los mejores luchadores y más tarde —después que Caitlin se hubiera ido a acostar— quién tenía las mujeres más hermosas.

Eremon pensó que podría reconocer una por una a las mujeres cerenias a primera vista, gracias a las lascivas descripciones que le habían gritado en el oído.

—El dolor bien vale la pena, hermano. Creo que me las arreglé para hacerles cambiar por fin de opinión.

Conaire se echó el pelo atrás, salpicando a Eremon.

—¡Bueno, esto marcha bastante bien! Creí que los habíamos perdido cuando ignoraron todas tus advertencias sobre el avance romano.

—Yo también. —Eremon buscó la sombra del muro de la casa, ya que el Sol era demasiado fuerte para sus ojos doloridos. Y lo que les hizo cambiar de idea fue Maelchon.

Conaire sonrió.

—Por supuesto, tú no sabes si Maelchon es de veras un aliado de los romanos.

Eremon le dirigió una sombría sonrisa.

—No, pero trató de matarnos y no me importa con tal de detenerle. Es una amenaza para la paz de Alba, lo sé, y si esos reyes se me unen a pesar del miedo que tienen a Maelchon, entonces yo habré unido los dos objetivos en uno. Navega a menudo al Oeste, según Nectan. Me parece que le dispensarán una diferente recepción esta vez.

Volvieron al albergue, donde Caitlin estaba aún envuelta en las pieles, durmiendo profundamente. Conaire la observó por un momento —una sonrisa le curvaba los labios— antes de echar con un cucharón algo de gachas de cebada del caldero en un cuenco.

—Sigue pareciéndome curioso que encontraran lo más ofensivo de todo el ataque a Rhiann.

Eremon se sentó en el banco para ponerse las botas.

—Es lo que Rhiann dijo: aquí se reverencia a la Diosa por encima de los otros dioses. Y a mí no me importa la forma de soliviantarlos, con tal de hacerlo. Fui capaz de calcular su número con algunas preguntas bien urdidas, y esta gente, aunque diseminada, es numerosa. Debemos conseguir que se unan a nosotros.

Conaire tomó una cucharada de gachas.

—¿Qué te dijo Nectan cuando te retiraste?

Eremon se encogió de hombros.

—Que tienen mucho miedo a una unión entre Maelchon y los romanos, y por tanto están abiertos a mi petición; pero que no confían en el liderazgo de un hombre de Erín.

—¡No me extraña que Fergus pareciera a punto de estallar! ¿En qué posición nos deja eso?

—Aún no lo sé —suspiró Eremon—. Nectan desapareció después y más tarde le vi con el druida de Brethan.

Lanzó una ojeada al Sol brillante. Esperar lo que tuviese que decirle Nectan no era la única cosa que tenía en la cabeza.

No sé nada de Rhiann. Puede que, ahora que está aquí, no quiera irse nunca más.

Un día más y Beltane había llegado por fin. Desafiando los fríos miedos de Rhiann, un Sol brillante volaba libre de las nubes matutinas, calentando las rocas de las colinas de turba según pasaba sobre ellas al alba, tocando los pequeños lagos de bronce, rozando cada junco con matices de oro.

Se detuvo en la playa bajo el
broch
de Kell, escuchando cómo los pasos de Eremon hacían crujir los guijarros a su espalda y, a cada paso, la belleza del día parecía retirarse.

—Te hubiera reconocido de lejos aun sin necesidad de tu mensaje —dijo él a espaldas de Rhiann—. ¿Por qué has cabalgado hasta aquí, y no has venido a buscarme al
broch
?

Ella se volvió hacia él, separando los dedos.

—Yo… quería verlo de nuevo. El lugar donde todo sucedió.

Contempló la estrecha banda de arena y luego la cañada que llevaba al pueblo, donde las gaviotas giraban gritando y el humo acogedor —el de cocinar— se rizaba perezoso en el aire diáfano. Estaba todo tan sereno y, sin embargo, no podía mirar sin ver otra clase de humareda ante sus ojos, la furiosa nube negra que anunciaba peligro y muerte.

Allí donde las olas siseaban sobre conchas que iban y venían, vararon los botes rojos y la sangre de Kell corrió por las aguas claras. Y tras ella, donde las laderas se empinaban, la mano de un hombre se había cerrado sobre su tobillo…

Eremon se acercó a su lado.

—Lo siento, Rhiann. Quisiera poder alejar esos recuerdos de ti.

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