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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (80 page)

Rhiann asintió. ¡Por supuesto! Ahora, con la cabeza libre del
saor,
podía verlo todo.

—Nectan —dijo con una inclinación de cabeza—, eres muy sabio. Tenemos mucho que agradecerte si es cierto lo que dices. ¿Pero le seguirán? ¿Te han dicho algo al respecto?

—Que depende.

—¿De qué?

—De lo que diga cuando le den la oportunidad.

En el pabellón de los druidas, Eremon yacía acurrucado contra el muro, en una cama de pieles mullidas. El dolor punzante del hombro era débil, ya que lo habían limpiado y cubierto con un emplasto de hierbas, y el druida sanador le había administrado una poción de algo que había hecho desaparecer el dolor.

No eran sus heridas corporales lo que le mantenía acurrucado, tan lejos como podía de los druidas que entonaban cánticos. Era su espíritu el que estaba completamente abrumado y no precisamente por el poder que había sentido en el círculo de piedra.

No. Se debía al momento en que Rhiann le buscó y apretó los labios contra los suyos, el instante que quedaría grabado a fuego en su memoria para siempre. Nada podría estar nunca cerca de esa dulzura… ni experimentar con tal ansiedad el deseo que él había sentido. Nada.

Si hubiera muerto en esos momentos, si se hubiera podido escabullir de su cuerpo y huir con ella al Otro Mundo, abandonándolo todo, lo hubiera hecho. En ese momento, la vida se había convertido en más pura de lo que lo había sido nunca.

—Príncipe —dijo el druida de Brethan—, tengo que hablar contigo.

Eremon se dio la vuelta entre dolores y se aupó sobre la almohada.

Los ojos del joven druida eran cavernosos, ardían de excitación. A su espalda, otros druidas seguían entonando aquel canto sibilante, y a cada momento, uno lanzaba al fuego un puñado de algo que tenía el efecto de agarrarse a la garganta de Eremon.

—Sabes por qué fuiste elegido para ser el Venado.

Eremon asintió aturdido.

—Nectan me lo dijo.

Tosió y el druida le tendió una copa de agua, y aguardó a que tomase un sorbo. Se sentó al borde del camastro mientras Eremon la recogía.

—Y nuestra elección fue la correcta. El fluir de la Fuente ha sido el más poderoso que hemos conocido en muchos, muchos años. Hiciste bien.

Eremon tenía el pensamiento puesto en Rhiann.

—Lo celebro. Ahora, si me dais mi capa, me podré ir junto a mi esposa…

Pero el druida negó con la cabeza.

—No, hay más. —Se inclinó hacia delante, casi con ansia—. Cuando la mujer de la isla esgrimió el cuchillo contra ti, derramó tu sangre. En vez del sacrificio simbólico,
tu sangre corrió de verdad, desde el cuchillo sagrado a la tierra.

—No lo recuerdo.

—Príncipe, debes entenderlo. Has realizado el sacrificio de sangre, eres el primer Venado que lo hace desde hace generaciones. Eso nos ata a ti; la Diosa te ha reclamado.

Algo reptó fríamente dentro del estómago de Eremon cuando escuchó esas palabras. Recordó el primer día que pisó Crìanan, y cómo sintió entonces que le aguardaba un destino.

—Puesto que Ella ha exigido tu sangre, algo que ninguno de nosotros buscaba ni tenía en mente, has ido más allá del rito de Beltane, pero aún no eres nuestro del todo, transitas por el camino entre los mundos. Es demasiado peligroso que nadie, excepto un druida, esté cerca de ti. Ni siquiera podemos celebrar la fiesta de Beltane hasta que la puerta se cierre con seguridad una vez más.

Eremon se estremeció ante el tono del druida y, entonces, cayó en la cuenta de algo.

—¿Aún? Has dicho «aún no eres nuestro del todo». ¿A qué te refieres?

El druida agitó la cabeza.

—He venido a ofrecerte una elección. Podemos devolverte íntegro a tu cuerpo y liberarte para regresar intacto a tu mundo, pero sabes que los reyes no atenderán tu reclamo si lo haces.

—¿O?

—O te daremos a Ella y te haremos del todo nuestro…: nuestro jefe de guerra, el Consorte de nuestra Diosa, el Rey Venado por tanto tiempo como tu sangre fluya.

—Quisiera saber de qué estás hablando.

Al oír eso, el druida sonrió.

—Hemos de marcarte, príncipe, marcarte como uno de los nuestros. Me refiero a los tatuajes, ya que las líneas de poder te atarán a la Madre, y a nosotros. A unos pocos pasos de aquí, veinte reyes y jefes tribales están en disposición de caer de rodillas ante ti y ofrecerte sus aceros, pero sólo te darán su alianza si le das la tuya a Ella.

Cuando el significado de esas palabras penetró por fin en la cabeza de Eremon, el miedo de su estómago se desbordó.

—¡Por el Jabalí!…, he de hablar con mi hermano.

—Nadie puede verte.

—¡Lo exijo! Tengo responsabilidades con mi propio pueblo, son juramentos que he tomado. ¿Quieres que les falle?

El druida dudó.

—Puede hablar contigo si no se acerca demasiado.

—¿Me dejarás levantarme entonces y salir? Apenas puedo respirar aquí dentro.

El druida frunció el ceño.

—No. Es peligroso para mi gente. Debes efectuar tu elección aquí, solo. Seguir o retroceder. Es una elección que has de hacer a conciencia.

Eremon se las arregló para que salieran los druidas, excepto el de Brethan, que insistió en que debía guardar la puerta, pero se mantuvo lo bastante alejado de Conaire y Eremon como para que éstos pudieran hablar sin ser oídos.

Conaire se sentó en un taburete a pocos pasos de la cama a escuchar todo lo que Eremon tenía que decir. Tras oírle, guardó silencio, con el mentón apoyado en las manos y los ojos azules errantes.

—¿Qué significa eso para nosotros? —preguntó Eremon con voz ronca—. Soy el heredero de mi padre. Mi hogar está en Erín; presté el juramento de servir a mi pueblo.

—¿Pronunciar otro aquí rompe tu compromiso hacia ellos?

—¡No lo sé!

—Pero juraste con los epídeos.

—Lo sé…, pero eso era distinto. Los epídeos afirmaban que era una boda con la tierra, con la Diosa, pero en esa ocasión no lo sentí de esa forma. Esto parece real.

Conaire suspiró.

—Eremon, la única forma de recuperar tu trono pasa por establecer alianzas aquí. Sólo entonces podremos devolverte a tu verdadero lugar.

—No contábamos con que los romanos interviniesen en ese plan.

—No, pero lo han hecho. Y también… muchas otras cosas.

Ante la nostalgia que rezumaban aquellas palabras, Eremon le miró.

—¿A qué te refieres?

Sólo cuando Conaire alzó los ojos, Eremon vio la excitación contenida, un resplandor nunca visto.

—Caitlin va a tener un niño.

Eremon se quedó sin habla.

—¡Hermano! —La excitación de Conaire se encendió—. ¡Podría ser un rey, el próximo rey de los epídeos!

Eremon le miró largo tiempo.

—Entonces —dijo—, ambos tenemos ahora nuestras propias ataduras; has tomado tus propios juramentos.

Quizá Conaire imaginó haber detectado cierto desagrado en la voz de Eremon, pues alzó el mentón.

—Sí. No vine en busca de Caitlin pero, en todo caso, la encontré. Mi camino me lleva a algo que no esperaba.

—Como el mío.

—Como el tuyo.

Guardaron silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos.

—¿Sabes? —ofreció Conaire, con su sonrisa encantadora—, Erín no está lejos. ¡Puede que fundemos un clan a ambos lados del mar! Mi hijo reinará aquí y el tuyo en Erín. Aedan te dijo algo parecido cuando te casaste con Rhiann.

—Sí, lo hizo.

—Eremon —Conaire se inclinó hacia delante, las manos en las rodillas—. Se nos ha enviado aquí y yo digo que hemos de tomar lo que se nos ofrece. ¡Que dirijas a los albanos no significa que dejes de liderarnos a nosotros! Al hacerlo vas a proteger a los erineses, ya que compartimos un enemigo común.

Ante esas palabras, el corazón de Eremon se aligeró.

—Ahora sé por qué te he tenido a mi lado todos estos años.

Conaire sonrió de nuevo, y le miró de reojo.

—Rhiann ha venido a verte.

Eremon se puso tenso.

—¿Dónde está?

—Habló con Nectan y luego se marchó. Debe conocer la propuesta de los druidas, pero no le permitieron verte.

Extrañamente, aunque la ansiaba, saber eso inundó a Eremon de alivio.

Había ocurrido mucho entre ellos en el círculo de piedra. ¿Qué pasaba si ella no sentía lo mismo que él?

Capítulo 80

Rhiann no podía ni comer ni dormir, ni moler ni cocinar. Sus dedos no obedecían el dictado del cerebro, ya que sus pensamientos bullían y se agitaban como los ingredientes de uno de los estofados de Fola.

Sólo sabía que Eremon había aceptado tatuarse, por lo que ya había elegido.

¿Y ella? ¿Había elegido ella?

Por último, Caitlin acudió a verla al alba gris.

—¡Ha salido! —gritó desde el umbral de la lechería, cogiendo a Rhiann por la cintura—. Y los reyes están listos para prestar juramento. ¡La fiesta de Beltane va a proseguir!

Rhiann se soltó.

—¿Qué aspecto tiene? ¿Está bien? ¿Ha hablado?

Caitlin agitó la cabeza, sonriendo.

—Podrás responderte a esas preguntas tú misma. Está en la playa de debajo del
broch.
Y quiere hablar contigo.

A Rhiann se le secó la boca.

—¿Ahora?

—¡Sí, ahora! En serio, Rhiann, cualquiera pensaría que no os conocéis. Él está nervioso y tú también… ¿Qué os pasa? ¡Corre!

Desde la puerta de la casa de la Hermana Mayor, Nerida y Setana observaron cómo Rhiann galopaba bajo un cielo pesado. El viento le azotaba el pelo bajo la capucha. Ambas vieron el rostro resplandeciente, aunque la aprehensión la ensombrecía los ojos.

—Así pues, como esperábamos, el rito ha traído salud —murmuró Nerida mientras juntaba sus manos doloridas debajo de la túnica.

Setana ladeó la cabeza como si escuchase.

—Es… parte… de la curación. El tiempo para que aprenda el resto ha llegado.

—¿Pero cuándo?

Setana cerró los ojos.

—Me vino en un sueño. No nos corresponde a nosotras elegir el momento para sanarla de verdad, sólo podemos ayudar. Se la va a probar con dureza, y entonces ella misma elegirá el momento y el lugar, pues es ella quien debe volver a la Diosa por voluntad propia. Veo guerra…, espadas y lanzas, y el griterío de los hombres. Veo un niño…, y una tumba…, y una piedra extraña. —Abrió los ojos—. Eso es todo.

Nerida se volvió hacia el fuego.

—Tus avisos son sombríos, hermana, pero estaré contenta sea cual sea el camino que tome de vuelta —dijo con un suspiro—. Aunque imagino que ya no me encontraré aquí para verlo.

—No en Este Mundo, hermana —convino Setana, extendiendo las manos hacia las llamas—, pero lo sabremos. Lo veremos.

Cuando Rhiann vio el
broch
recortándose sobre el borde contra las nubes frías, y olió el humo de los fuegos del festín, recorrió el camino rauda como el viento, con el corazón cada vez más angustiado.

Estaba bien que ella se hubiese abierto en el círculo y se hubiese entregado. ¿Pero qué pasaba con Eremon? La había amado una vez, lo sabía, ¿pero lo haría aún, después de que ella le hubiese rechazado tan de plano? Lo que vio durante el rito, ¿era sólo fruto del
saor,
los tambores, la noche? Sobre todo ahora que le habían ofrecido dos poderosas alianzas: la de Calgaco y la de los cerenios. Puede que ya no la necesitase más.

Le dio vueltas y vueltas; cuanto más cerca estaba, más confusa se sentía.

Tras desmontar, ella y Caitlin bordearon los muros del
broch,
para bajar por la cañada a la ría.

—Ahí. —Su compañera se detuvo y le oprimió el brazo, señalando. Justo al final de la estrecha banda de playa, Rhiann vio su figura que observaba las olas, mientras batían sobre la piel de un escualo—. Dijo que tenía ya muros, humo y cantos para una vida entera, y que quería marcharse lo más lejos posible.

—Bueno, es verdad que lo hizo —admitió Rhiann—. Hasta que le alcance, tendré tiempo más que suficiente para decidir qué digo.

Caitlin la miró de forma enigmática.

—¿Sabes? Si yo fuese tú, le besaría… ¡Tiene pinta de necesitarlo!

Luego, con un revuelo de las plumas en sus trenzas, se fue.

Rhiann se quedó sola allí donde el césped se unía con la arena. Se entretuvo en ese punto algún tiempo, pese al frío del viento salino y el cielo amenazador. Pero, tras ella, arriba en el valle, el fragor del
broch
crecía. Había música, gritos y tambores. Pronto querrían que él volviese. Pronto estaría en el salón y sería un príncipe de nuevo. Todos querrían hablar con él.

Tenía poco tiempo.

Cogió aire, cuadró los hombros y avanzó. Después de todo, sólo había una cosa que decir.

Capítulo 81

Eremon observaba el batir de la marea contra las rocas con aire ausente. La espuma se alzaba como una nube salada para agolparse sobre el lugar donde él se encontraba.

Ahora pertenezco a esta tierra.

Al otro lado del estuario se alzaban suaves riscos de césped, resplandecientes con las armerías en flor, surcados por gaviotas que volaban en alas del viento. Mientras sus ojos seguían el vuelo de los pájaros, se maravillaba de que la primera vez que vio Alba hubiera podido pensar que era árida, fría y poco acogedora.

Igual que Rhiann.

No había pensado en aquello desde hacía mucho tiempo. A lo largo de su periplo, había llegado a amar la vasta extensión de las cañadas guardadas por las hoscas montañas y los páramos con sus franjas de broncíneas juncias. Era una tierra severa, pero tocaba alguna fibra profunda en él, una parte salvaje que no deseaba ser amansada. No era un lugar suave y acogedor, pero por eso resultaba aún más estimulante.

Una dama digna del hijo de un rey.

Se desplazó un poco hacia un lado, luego hacia el otro. El hombro vendado aún le dolía, sentía punzadas en el estómago y el pecho por culpa de las agujas de hueso de los artistas druidas. Tenía la piel inflamada y no podría ver bien el dibujo durante algunos días, pero Nectan le había hablado acerca del venado, el águila, y el jabalí grabados en su piel; de las curvas líneas que llevaban el poder de la Madre a su cuerpo, tal y como Su poder corría por las líneas de la tierra.

Rhiann tenía esas mismas curvas en el estómago y los pechos, aunque no las había podido ver con claridad en la oscuridad del círculo. Ante ese pensamiento, su cuerpo gimió.

Rhiann.
Pronto acudiría. ¿Y qué diría?

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