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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (81 page)

¿Recordaría lo sucedido en el círculo, o estaba fuera de sí por obra del
saor,
bajo el poder de la diosa en su interior? ¿Le había sentido como hombre?

No creía, tras haberse abierto a ella de esa forma, que las cosas pudieran volver a como eran antes. Dejaría a los epídeos si no le quería como hombre. Ahora contaba con muchos aliados y muchos lugares donde asilarse, pero aun así, la perspectiva de verse apartado de ella le enloquecía.

Oyó un sonido de pisadas en los guijarros a sus espaldas.

Rhiann había llegado.

La muchacha sabía que Eremon debía haber escuchado las pisadas, aunque no se volvió. Su valor se tambaleó y flaqueó.

Pero no.

Había arriesgado su corazón muchas veces antes, con él. Y ahora sabía que sólo confiando había sido capaz de saltar al vacío. Su confianza en Nerida y Setana abrió la puerta para la luz de la Diosa. Ahora, debía encontrar más valor.

Estaba a un solo paso de él, lo bastante cerca como para advertir el débil temblor de sus hombros. El pelo volaba al viento, la espuma del mar le humedecía los rizos. Era todo cuanto podía ver. Aún no se había vuelto.

Lo más duro para ella sería adelantarse y tocar a un hombre. Y aun así, cuando lo pensaba, comprendía que su cuerpo decía algo distinto de su mente. Era Eremon. Los brazos le dolían del ansia por abrazarle y el cuerpo cantaba su profunda necesidad de estrecharse contra la piel de él.

La joven aspiró hondo y deslizó sus brazos alrededor de la cintura del príncipe, enterrando el rostro en la capa de lana que le cubría los hombros. Olía a sudor, a sal y a humo de leña. Cerró los ojos al sentir la tensión que vibraba a través del cuerpo del príncipe, que parecía no respirar; las manos de Rhiann sintieron el agarrotamiento de los músculos.

—Eremon-susurró—. ¿Qué pasa? Háblame.

Su pecho se tensó aún más ante esas palabras.

—No soy un dios —respondió con voz áspera.

Ella liberó su apretón y se movió para colocarse ante él, quien la contempló con la tensión reflejada en el rostro. Sus facciones parecían estar talladas en piedra, su boca era una fina línea desprovista de esa suavidad que ella tanto amaba.

¿Qué iba mal? ¿Estaba enfadado? Y entonces sus miradas se encontraron y ella vio que su cuerpo gritaba. Bajo el reflectante verdemar de sus ojos, yacía el miedo, desnudo y acerbo, y al fin comprendió las palabras que había pronunciado.

—No soy un dios —susurró de nuevo.

Ella sonrió.

—Lo sé. No es al Dios a quien amo y necesito. Es al hombre.

Eremon buscó los ojos de la joven mientras la incredulidad se debatía contra el deseo, y Rhiann pugnó por mostrarse tan al desnudo como él. Luego extendió la mano y la puso sobre una mejilla.

—Eremon, ¿crees que he venido a encontrarme con el Dios? ¿Crees que mis besos en el círculo estaban destinados a Él?

El aliento del joven silbó a través de los dientes apretados.

—No lo entiendo. Pensé que tal vez… fue eso lo que te atrajo esa noche, que era todo lo que querías de mí.

En respuesta, ella puso la otra mano sobre la otra mejilla y atrajo la boca de Eremon hacia la suya. Y el mismo fuego saltó entre ellos en el instante en que se tocaron sus labios; la misma avidez avasalladora se encendió profundamente en su estómago y en el lugar donde le había recibido con alegría. Luego Eremon hundió la mano en su cabello, apartando las horquillas, hasta que los pesados mechones corrieron por entre sus dedos.

—Creí… que no eras tú misma… esa noche. —Entre palabras, le sembraba el rostro de besos, la nariz, los párpados y los pómulos—. Creí que no… significaba nada… para ti…, nada como hombre.

Ella le apartó.

—¡Eremon, era más yo que nunca! Fui yo quien se entregó a ti. Fui yo quien te mostró el sueño, a ti que eres mi alma gemela. Fui yo quien me uní a ti en la luz.

Rhiann devoró el rostro de su amado con la mirada, recorriendo los planos de la mejilla, los labios y la mandíbula que había recorrido con su imaginación esos últimos días, ya que no con su boca. Hasta ese momento.

Ella le pasó el pulgar por los labios muy despacio, observando cómo volvía la sangre.

—Y todo porque te amo como hombre…, con tu espada y tu lanza y… ¡tu arrogancia!

Él se echó a reír, tembloroso, pero los ojos le brillaban.

Ella le dio un cachete en la mejilla.

—No eres lo que andaba buscando —reconoció Rhiann con suavidad.

—Ni tú. —Volvió el rostro y le besó la palma de la mano.

—Pero llegaste —susurró ella. Cuando la lengua de Eremon tocó su piel, el fuego saltó en su estómago una vez más, y cerró los ojos.

—Me llevaron a ti —murmuró él, y la atrajo contra su cuerpo, buscando una vez más sus labios. Ella sintió el ardor de cada toque cuando aquellas manos recorrían su cuerpo. Y cuando el aturdimiento pasó y él la soltó de nuevo, ella recordó de repente.

—¡Tus tatuajes! —Sus dedos buscaron bajo la túnica, recorriendo los que podía ver en el vientre y el pecho. Él boqueó, pero sus ojos ardieron con algo que no era dolor.

Tenía la piel roja y deforme con la hinchazón, pero aun así ella pudo ver el trabajo, las líneas del jabalí, el venado y el águila.

—Son hermosos —le miró—. ¿Por qué no te han tatuado el rostro, la garganta o los brazos?

—En Erín, un rey debe ser inmaculado. He tomado juramentos en ambas tierras, debo conservar el rostro para mi propia gente. Los druidas lo aceptaron para que pudiese guiar a ambos pueblos.

Ante esas palabras, un estremecimiento de miedo atenazó el corazón de Rhiann. ¿Era por eso por lo que había asumido tal responsabilidad?

—Tomaste esta decisión sin consultarme.

—Lo hubiera necesitado. —Sus ojos le suplicaban que le entendiese—. Este juramento era sagrado, y deseaba hablarlo contigo también. No quería tomar la decisión… debido a mis ataduras.

A Rhiann le dio un vuelco el corazón.

—¿Ataduras?

—¡La cabeza de mi dama va demasiado deprisa! —Él sonrió torciendo la boca, aunque no había acritud alguna en las comisuras de sus labios—. Mi amor por ti creó un lazo con esta tierra antes de que yo lo supiese. No tienes nada que ver con los juramentos que le hice a esta gente…, ya que te di el mío hace mucho tiempo, en mi corazón.

El alivio la inundó, y se dio cuenta de que el pecho le latía con miedo y… algo más.

La piel de Eremon era tan suave como las sedas de Oriente, y bajo las manos de la joven los músculos del venado y del jabalí se agitaban. Ésta se inclinó hacia delante y deslizó los dedos por su espalda, bajo su túnica, amando la calidez y la dureza. En respuesta, las manos de él recorrieron las vértebras de Rhiann, delimitando el talle de su cintura, moviéndose por sus costillas… y luego acariciando al fin su seno.

Y ella se tensó. La reacción fue instintiva, como un golpe de dolor en su pecho.

Pero cuando vio aparecer la confusión en sus ojos, el dolor…, se dijo a sí misma…
No.

—Eremon —se inclinó hacia atrás para mirarle a los ojos—. Hay algo que debes saber acerca de mí.

El miedo había vuelto al rostro del joven y con una punzada ella comprendió que estaba a punto de hundirse en la pena.

—Nada importa —dijo él con desesperación—. Sólo nosotros…

—No.

Rhiann se zafó del abrazo y se giró hacia el mar, ya que le resultaba duro lo que tenía que decir. Y, de repente, le acometió su propio miedo a que la rechazara.

Aun así, debía decírselo.

—El día de la incursión acudí a la playa y… vi a aquellos hombres matar a mi familia. Cuando… cuando murieron…, eché a correr hacia aquellas rocas. —Las señaló con mano temblorosa—. Pero no te conté lo que ocurrió después. Tres hombres me persiguieron…, me dieron caza. Me violaron, Eremon.

Hubo un silencio, un silencio que se hizo tan largo que ella agachó la cabeza, incapaz de encarar lo que vería en él.

Hubo una maldición sofocada, tal vez un sollozo, no hubiera sabido decirlo, y Eremon apretó contra su pecho el rostro de Rhiann, con fiereza.

—¡No! —exclamó con voz quebrada—. No a ti. ¡Dioses! Los buscaré y matare. ¡Los mataré a todos!

Ella le sintió estremecerse entre sus brazos y supo que Eremon quería golpear a alguien, a algo, cualquier cosa. Pero no había nada que golpear y ningún lugar adonde huir. Se quedó en silencio, abrazándole con la misma fiereza con la que él lo hacía con ella.

Tas largo rato, su abrazo duro y doloroso se suavizó y su respiración se estremeció.

—Todo el tiempo con esta carga… y nunca lo supe. La llevaste en solitario.

Ella percibió una nueva inflexión en su voz. ¡Estaba herido, pero por ella! ¡No la rechazaba! Estaba asfixiándose bajo la capa, por lo que Rhiann volvió la cabeza hasta poder escuchar los latidos del corazón contra su oído.

—Amor mío… —murmuró él ahora, con un asomo de inexperiencia en sus palabras—, nunca más lo llevarás a solas.

Ella cerró los ojos, turbada de repente por sus palabras. Pero, con la liberación del pesado secreto y su vergüenza, un nuevo conocimiento se abría paso en su corazón. Puede que se lo mandase Nerida, puede que la luz de la Diosa, aún ligada a ella, iluminara algo que había estado demasiado ciega para ver.

No se había enviado a Eremon para salvarla.

Él, sin embargo, me ofreció el presente. Y nunca he tenido otra cosa que hacer que tender la mano y cogerlo.

Tomó una bocanada de aire profunda, estremecida, y alzó el rostro:

—Eremon, a veces necesitaré estar a solas con eso, y así es como debe ser. Pero será más fácil contigo a mi lado.

Él se quedó quieto un momento.

—Por eso blandías el puñal la noche de bodas. Y yo me impuse a ti… ¡dioses!

Ella se limpió las lágrimas de las mejillas.

—No te impusiste a mí, Eremon. Me trataste con honor.

—No…, te agarré… y luego traté de besarte cuando, todo ese tiempo, el roce de un hombre te resultaba odioso. Perdóname.

—Eremon.

Los ojos de éste ardían de dolor.

—Eremon, tú no me hiciste eso, fueron ellos. No puedes ser responsable de las acciones de todos los hombres, sólo de las tuyas propias. Y actuaste como lo haría un esposo, como cualquier hombre. —Puso sus manos en sus hombros y le dio una pequeña sacudida—. Tu roce fue…, es… no me resulta odioso. ¿Recuerdas cuando intentaste besarme después de que te rescatamos?

Él cabeceó.

—Traté de responder, Eremon. Si me aparté fue por lo que me sucedió, no porque no te quisiera. Estaba tan herida que si te hubiese dejado tocarme y no lo hubiera resistido… podrías haberme rechazado. No quería dejarte caer… no a ti. Nunca a ti.

A esas palabras, el dolor en los ojos de él resplandeció con más fuerza.

—Así que ya ves —añadió, sonriendo con añoranza—. Tampoco soy la Diosa. Sólo un receptáculo inadecuado; un receptáculo roto.

Al oír eso, él la estrechó entre sus brazos de nuevo, esta vez con suavidad.

—Inadecuado quizá… como yo. Pero aún eres mi salvaje, amorosa, enloquecedora Rhiann. Es cuanto necesito.

Rhiann cerró los ojos y dejó que el calor de Eremon mantuviera a raya el dolor. Porque ahora era el preciso momento en que podía saborearlo: el aroma en lo más profundo de su cuello, el latir de su corazón y la suavidad de su aliento en la oreja. Apretados, sintió debajo de las respectivas túnicas las líneas de poder en su estómago y sus dibujos aún más cerca.

En ese momento, un
carnyx
[16]
sonó sobre el muro que rodeaba el
broch,
rasgando el aire con una estridente llamada.

—¡Dioses! —Eremon la soltó—. ¿Nunca podré disfrutar de una tregua? Me llaman.

Rhiann sonrió.

—¡Muchos reyes te aguardan! Esto es por lo que has estado trabajando. Ve.

Según volvían por la cañada, juntos de la mano, y se acercaban a la sombra del
broch,
Eremon se detuvo de nuevo.

—¿Estarás a mi lado esta noche? Te necesitaré allí.

Ella sonrió y se puso de puntillas para besarle.

—El sueño está vivo, Eremon. Ambos lo vimos la noche del rito. Tú y yo hemos venido juntos por nuestra gente, por todos. Mi lugar está a tu lado, esta noche y todas las que vengan.

La trompeta con cabeza de jabalí resonó una vez más y se le unió otra y luego otra hasta que todo el aire resonó con su clamor.

Acudieron juntos a su reclamo.

Epílogo

Lejos, al Este, había una estancia de oro en una ciudad de siete colinas.

Los brazos tallados de la silla situada en el centro eran dorados, las colgaduras de los muros eran de tela de oro, y había un aguamanil dorado con buen vino galo sobre una pequeña mesa de ébano.

La luz del Sol entraba en la estancia a través de la marmórea terraza exterior, y el cielo azul situado más allá era pálido y caluroso. El aire era dorado también, pesado gracias a la mirra y al aroma del cedro, goteante con la humedad del río Tíber en las postrimerías del verano.

Un lejano reflejo del Sol quedó atrapado en los anillos del hombre sentado en la silla, resplandeciendo sobre una joya tachonada de rubíes, tallada con la cabeza del divino Júpiter. El hombre era joven, con los cabellos muy cortos y unos ojos pequeños y penetrantes. Se iba a dirigir al Senado en breve y por tal razón vestía el púrpura sobre la toga.

Un escriba sentado en un banco, junto a una mesa, con un pliego de vitela desplegado frente a él, mojaba una pluma en un tintero enjoyado. El rasguñar de la misma era el único sonido en la habitación silenciosa, excepción hecha del zumbido de una abeja que, procedente de los jardines del Palatino, se había aventurado a través de las puertas de la terraza.

El escriba remató el paríalo de apertura, con su larga y formal dedicatoria, y el hombre del anillo de rubí siguió su dictado. Mientras hablaba, la pluma reanudó su vuelo a través de la vitela, con una perfecta escritura cursiva:


Cneo Julio Agrícola, junto con mis saludos, te envío la confirmación de mi reciente e inesperado ascenso, debido a la muerte de mi querido hermano Tito, anterior Emperador de Roma.

He sabido que la gloria del Imperio descansa en el destino de tus fuerzas en los territorios del norte de la provincia de Britania.

Por la presente se te ordena avanzar desde la frontera actual, trazada por Tito, mi predecesor, y conquistar todos los territorios de esa tierra conocida como Alba, de Norte a Sur, de un mar a otro.

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