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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (79 page)

—¡Corre rápido por nosotros, Dios de los hombres!

Eremon voló sobre las piedras y el resbaladizo césped, sintiendo cómo se abultaban los costados y los músculos en las pantorrillas, el profundo fluir de la sangre del bosque, el poder en sus sorprendentes cascos. Atravesó un lecho de guijarros sobre los que discurría una corriente, para luego subir, subir hasta al cabo, hacia el sendero que la Luna rielaba sobre el mar. Y en ese lugar, en el mismo borde del acantilado se detuvo, jadeando, ya que allí estaba Rhiann, rodeada por un grupo de sacerdotisas. No se paró a preguntarse cómo habían llegado tan rápido, ya que el
saor
hacía que el tiempo se moviese y cambiara, y él se había retrasado más de lo que creía.

Boqueando, cayó sobre una rodilla.

Rhiann tuvo una sensación distinta a la experimentada en el círculo cuando sintió que la Madre entraba en ella de nuevo, como si su alma se hubiera apartado sencillamente, y, sin embargo, estuviese confinada dentro de los confines de su cuerpo. Podía ver el resplandor alrededor de sus manos, y sentir esa presencia superior dentro de ella, pero cuando miró a Eremon, todo lo que pudo ver fue la llama de su alma. No había signo del Dios. ¿Iba algo mal?

La incertidumbre se agitó en su interior y las sombras se agolparon, mas luego escuchó un susurro en su corazón que parecía decir: «Paz, pequeña, pero estate lista, ¡lista para él!».

Aunque Eremon le viera el rostro en sombras, ahora la Luna brillaba sobre Rhiann.

Mientras Eremon buscaba desesperadamente los ojos de Rhiann e intentaba hablarle, unas manos le aferraron por detrás y le obligaron a bajar de cara al suelo.

Sintió un momento de pánico cuando le ataron las muñecas con una cuerda, pero luego se obligó a relajarse. Era parte del rito; Nectan se lo había explicado. Las manos le tumbaron boca arriba, obligándole a arrodillarse.

Cuando Rhiann habló, no lo hizo con su propia voz.

—¿Eres tú el que es digno de convertirse en mi consorte? —preguntó. Su voz era profunda, antigua, resonante de poder.

—Lo soy, señora —respondió, lleno de miedo ante la luz de la Diosa que la auroleaba.

Rhiann tendió una mano para apoyarla sobre su cabeza, entre los cuernos.

—Y, como mi consorte, ¿juras sostener las Leyes de la Madre? ¿Reverenciar lo que Ella ha hecho?

—Lo haré, señora.

—¿Usarás la espada por la justicia y no para satisfacer la codicia?

—Lo haré.

—¿Serás el primero en tener frío, el primero en pasar hambre, el primero en tomar las armas para defender a mi gente?

—Lo seré.

—¿Y, como Rey Venado, te sacrificarás por la tierra? ¿Darás tu sangre para mantenerla a salvo?

Respiró hondo mientras cerraba los ojos.

—Así lo haré.

Entonces sintió otro toque en su cabeza, le agarraron por el pelo y llevaron la cabeza hacia atrás hasta dejar expuesta la garganta. Eremon sintió el frío roce de un cuchillo de piedra en su piel.

Flotando, distante, Rhiann observó la dispersión de la multitud de sacerdotisas, y la pequeña figura que se acercaba para coger el pelo de Eremon. A través de los últimos vestigios del
saor,
se debatió tratando de ver quién era, porque, de repente, eso parecía importante.

Entonces su alma a la deriva sintió desconcierto. ¡Era Brica! ¿Qué hacía ahí? ¿Por qué no había acudido a saludar a Rhiann?

La sacudida del desasosiego hizo que despertara del todo.

Vio la garganta de Eremon, alargada y nívea a la luz de la Luna, que se recortaba contra el tosco vestido de Brica cuando ésta empujó hacia atrás la cabeza, atrayéndole contra su pecho. Vio a Brica alzar la hoja negra de piedra empleada en ese sacrificio simbólico, y de repente, mientras la mano se alzaba y el cuchillo relampagueaba al bajar, lo comprendió todo.

Supo que amaba a Eremon y que éste podía morir.

Era el momento de efectuar la elección que había visto Linnet.

¡Sálvale!,
el grito resonó en su alma, en su mente, devolviéndola de forma brutal a su cuerpo. El
saor
cayó como cae una capa al suelo y, sin pensar lo que hacía, se lanzó contra Brica y el cuchillo.

Impacto contra la mano fría que sujetaba la hoja, pero no lo bastante rápido, aunque el cuchillo se hundió en el hombro de Eremon y no en la garganta indefensa. Él gritó de dolor y cayó de lado; su sangre salpicó la capa de Rhiann.

Brica había caído de espaldas, con Rhiann encima de ella, quien se encontró mirando en sus ojos negros, relucientes a la luz de la Luna. Hubo un gruñido en los labios de Brica y Rhiann reparó en el fanático resplandor, en el odio ardiente de sus ojos.

—¡Es lo que querías, señora! —susurró con fiereza la mujer, y eso fue como si la hoja helada se hubiese hundido en el propio corazón de Rhiann—. ¡Lo hago por ti!

—¡No! —gritó horrorizada Rhiann—. ¡Oh, no! ¡Yo no quería esto!

De forma abrupta, el resplandor desapareció y el miedo se adueñó del rostro de Brica cuando las sacerdotisas, gritando de rabia y confusión, se pusieron en movimiento a su alrededor para sujetarlas a las dos. Pero cuando pusieron a Brica de pie, Rhiann vio cómo ésta miraba de forma salvaje a uno y otro lado, y, cuando la mujer se libró de los brazos que la sujetaban, Rhiann se escuchó gritar de nuevo.

—¡No!

Era demasiado tarde. Brica profirió un grito terrible, se zafó y corrió hacia el borde del cabo para arrojarse a la negrura.

Y Rhiann ya no supo más.

Cuando despertó, fue para ver el rostro de Nerida inclinada sobre ella. Detrás, el cielo nocturno estaba sembrado de estrellas. La gente murmuraba alrededor.

—¡Eremon! ¿Dónde está Eremon?

—Está bien —Nerida habló con dulzura—. Aunque la herida es profunda, no ha sido en una zona peligrosa. Pero está débil y los druidas se lo han llevado a su refugio, en el
broch.

—¡¿Su refugio?! No… ¡No! Tiene que estar aquí, conmigo… ¡Yo le cuidaré!

—Silencio. —Nerida tomó a Rhiann entre sus brazos—. Ha derramado sangre sagrada. Los druidas cuidarán de él.

Rhiann intentó sentarse, pero el vértigo nublaba su cabeza.

—¡Ahí está! —murmuró Nerida—. El golpe ha sido demasiado fuerte para ti. El ayuno, el
saor…
espera y descansa un momento. Vamos a traer una litera.

Rhiann volvió a dejarse caer de espaldas mientras recordaba todo lo ocurrido de forma tan inesperada durante la noche, y comenzó a temblar de forma incontrolada.

—¿B-Brica?

Nerida se detuvo.

—Está muerta, en las rocas —agitó con tristeza la cabeza—. No lo entiendo. Pidió empuñar el cuchillo y se lo permití en la creencia de que había un lazo entre vosotras.

—Ella… quería matarlo.

—No hemos tenido sacrificios reales desde hace generaciones. Setana habló con su familia… Hace dos días, Brica comenzó a decir que el peligro de los romanos es grande, que el sacrificio debía ser real. No la tomaron en serio. Me temo que perdió la cabeza.

—No. —Una oleada de estremecimientos sacudió a Rhiann—. Fui yo. Alimenté el odio cuando me obligaron a casarme con Eremon. Ella bebió de ese odio y creció en su mente retorcida. Debió descubrir que el Venado sería él. ¡Mi odio ha estado a punto de matarlo!

Nerida le apartó el cabello.

—No, niña. ¿No fue tu amor lo que le salvó? Tu vínculo con él te dio fuerza, de otra forma hubieras llegado tarde.

—¡Oh, Diosa… casi le pierdo! ¿Cuánta gente ha de morir por mi culpa?

De repente, se dio cuenta de que se sentía enferma. Nerida la sujetó por los hombros mientras rodaba sobre un costado y vomitó, y entonces alguien llegó con un lienzo frío, empapado de agua marina, y le lavaron la cara.

—Calla, niña. —Nerida la acunó—. Pronuncias palabras de dolor, pero no son reales, no son verdad. Me siento orgullosa de ti, no avergonzada.

Pero Rhiann se desvanecía con rapidez en una negrura que llegó sobre ella a la zaga del escalofrío, del vómito.

Antes de desmayarse, oyó decir a Nerida:

—Elegiste bien, hija. Sabíamos que lo harías.

Capítulo 79

Rhiann durmió hasta el día siguiente tan profundamente que no soñó. Se despertó al escuchar un canto suave junto a su cama.

Era Fola.

Rhiann abrió un ojo, parpadeó y, por la luz reflejada en la pared, dedujo que el día estaba muy avanzado. Sentía un dolor entre las piernas. Cerró los ojos de nuevo con fuerza para que Fola no supiera que estaba despierta.

Querida Diosa.
Se había unido a él. Un hombre la había invadido de nuevo.

No…, no, no invadido. No lo sentía de ese modo. Rhiann recordó la forma en que atrajo a Eremon a su interior, la avidez que consumía sus miembros. ¿Cómo podía ser el mismo cuerpo que una vez amenazase con matar a Eremon si la tocaba? ¿Cómo podía coexistir ese sentimiento de degradación junto con el ansia?

Quizá porque Eremon era su alma gemela, el que empuñaba la espada.

El sueño no había muerto después de todo. Vivía en ellos.

Antes de que pudiese contenerlo, un sollozo se abrió camino por su garganta, y luego le siguió otro. En un latido, Fola estaba allí, tomando a Rhiann entre sus brazos.

—Vamos, vamos —murmuró—. Llora, hermana. Te ayudará.

No supo cuánto tiempo la sostuvo Fola mientras liberaba las lágrimas que exigía su cuerpo ni cuánto tiempo, después, permanecieron sentadas en silencio, como habían hecho tan a menudo en ese cuarto.

Las sombras ya se habían alejado del muro y el calor del Sol se había desvanecido en el frío del ocaso cuando se produjo un vacilante golpeteo en la jamba y Caitlin llenó la estancia con su sonrisa.

Llevaba plumas blancas de gaviota en el pelo y se había colocado un collar de conchas púrpuras debajo de su torques. Sus pantalones de gamuza y su túnica escarlata resultaban impactantes en contraste con los ropajes de sacerdotisa que habían rodeado a Rhiann durante días.

Caitlin corrió a abrazarla con fuerza.

—¡Prima, hemos estado tan preocupados! Cada vez que preguntaba por ti, respondían que estabas durmiendo.

Con una débil sonrisa, Fola se desplazó a la silla para retomar su hilado.

Rhiann volvió a recostarse sobre la almohada.

—El cuerpo necesita dormir después de estos ritos. No te preocupes, parece que estoy peor de lo que realmente me encuentro.

El alivio inundó el rostro de Caitlin, y tomó la mano de Rhiann.

—Traté de acercarme a ti la otra noche, pero al verte rodeada por las hermanas pensé que querrías que siguiese a Eremon.

Los dedos de Rhiann se crisparon a la mención de ese nombre.

—¿Cómo está? Nadie me dice nada, excepto que se encuentra bien.

Caitlin frunció el ceño.

—Tampoco puedo contarte mucho. Seguí su litera de vuelta al
broch,
junto con Conaire y los hombres, pero los druidas se lo llevaron a su pabellón y Nectan y sus hombres montaron guardia a la puerta, impidiendo que entrase nadie. Los reyes han llegado, pero ni siquiera a ellos se les admite. Conaire estuvo a punto de entrar por la fuerza, pero no hubiera podido sin llegar a las manos con Nectan.

—¿Por qué no permiten que nadie le vea?

Caitlin se encogió de hombros.

—Conaire y yo nos quedamos a dormir fuera… ¡Los druidas no nos hacen ni caso! Dicen que está descansando, que la herida es limpia y poco profunda. Nos han pedido que respetemos sus deseos. ¿Qué podemos hacer sin ofender a los guerreros del
broch
?

Rhiann sacó las piernas de la cama y se incorporó.

—Entonces iré yo.

Caitlin miró a Fola, que apartó con rapidez su hilandera.

—¡Oh, no, niña! Tienes que guardar cama. Nerida lo ha ordenado.

Rhiann se estaba pasando el vestido sobre la cabeza.

—Nadie puede darme órdenes en este asunto. —Liberó el rostro y sopló guedejas de pelo de su boca, antes de mirar a Fola—:. ¡Le amo! Ha esperado dos años para oírmelo decir, y no le voy a hacer esperar más. Después de todo lo que hemos hablado y soñado en esta misma habitación, ¿vas a interponerte en mi camino?

Fola estaba sonriendo a Rhiann.

—Si lo pones así, ¿cómo podría interponerme en el camino de nadie? —Se encogió de hombros—. Nerida ya sabe lo tozuda que eres. No me castigará por tu rebelión.

Fola ensilló tranquilamente la más placida de las yeguas de la Hermandad, y la guió al borde del asentamiento, donde el camino abandonaba la hondonada a través de los espinos. Caitlin y Rhiann se las arreglaron para escabullirse de la casa sin que Nerida o cualquier otra vieja sacerdotisa las viera, y nadie corrió a detenerla cuando Caitlin se llevó a Rhiann a lomos de la yegua.

O puede que, después de todo, esperasen que hiciese precisamente eso.

En cuanto Caitlin ató a la yegua en el exterior del alojamiento de los druidas, Conaire se apresuró a ayudar a Rhiann a bajar.

—¡Rhiann! ¡Hemos estado muy preocupados por ti!

Rhiann le apretó el talle, sonriendo por encima del hombro a Colum y Fergus.

—Estoy bastante bien, como puedes ver…, sólo un poco mareada. Quiero hablar con Eremon.

Conaire frunció el ceño y agitó la cabeza.

—Lo guardan como una manada de lobos. —Lanzó una mirada por encima del hombro, hacia donde Nectan se situaba ante la puerta con una lanza, flanqueado por dos de sus hombres—. Sabía que no debíamos confiar en ése.

—Paz, Conaire. Hablaré ahora con Nectan.

Cuando Rhiann se aproximó a la puerta del albergue, Nectan la miró desafiante, apretando su lanza.

—¿Tampoco se me permite a mí entrar? —le habló en su propio dialecto, con una sonrisa.

—Ninguna mujer puede entrar, señora.

—¡Pero necesito verlo! Si no, dime por qué.

Nectan agitó la cabeza en dirección a sus hombres, que relajaron su rígida pose y se apartaron, para no oír.

—Señora-dijo Nectan con gran respeto—. Éste es un asunto de los druidas, del Dios y de todos nosotros. Tu hombre vino en busca de una alianza, y la tendrá si la quiere, pero todo pende de la balanza. ¡No hay que perturbar el equilibrio!

Rhiann le miró; una sospecha germinaba en su mente.

—Nectan, ¿sabes por qué se eligió a Eremon, un extranjero, un forastero, como Venado?

La sonrisa de Nectan era de orgullo.

—Fue cosa mía. Los reyes estaban comenzando a convencerse, pero no querían atender al llamado de un
gael.
Nosotros sólo seguimos a los nuestros, por lo que hablé con el druida de Brethan. Los druidas han visto los signos y saben de la perturbación de la Fuente y de la inminencia del peligro. Han visto que en el año dieciocho la diosa trajo a tu hombre a nuestras orillas, que ha derramado sangre romana y que los romanos han derramado la de él, la del hombre ligado a una Ban Cré. ¿Quien mejor para ser el Venado? La Diosa le había reclamado, tal vez los reyes le atendiesen si se convertía en nuestro Dios por esa noche.

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