A partir de ahora, la leyenda se hace realidad. El universo creado por Frank Herbert en su aclamada serie Dune, seguida por millones de lectores en todo el mundo, se amplía para descubrirnos, por primera vez, el episodio que le dio origen…
Diez mil años antes del nacimiento de Paul Atreides, del derrocamiento de un imperio, los últimos humanos libres se rebelaron contra el dominio de las poderosas máquinas que los habían esclavizado. En
Dune, la Yihad Butleriana
se revela la historia de Serena Butler, la mujer que prendió la llama de esa rebelión. Se destapa la traición que convertiría en enemigos mortales a la Casa Atreides y la Casa Harkonnen. Se desvelan los orígenes de la hermandad Bene Gesserit, de los doctores Suk, de la Orden de los Mentat y la Cofradía Espacial. Y aparece un planeta olvidado, Arrakis, donde acaba de descubrirse la melange, la especia que puede cambiar el destino de miles de planetas…
Brian Herbert & Kevin J. Anderson
La Yihad Butleriana
Leyendas de Dune 1
ePUB v1.3
Perseo24.05.12
Título original:
Dune: The Butlerian Jihad
Brian Herbert & Kevin J. Anderson, 2002
Traducción: Eduardo G. Murillo
Diseño/retoque portada: Lightniir
Editor original: Perseo (v1.0 a v1.3)
Corrección de erratas: Luismi
ePub base v2.0
Para nuestros agentes, Robert Gottlieb y Matt Bialer, de Trident Media Group, quienes comprendieron las posibilidades de este proyecto desde el primer momento, y cuyo entusiasmo nos ayudó a convertirlo en un éxito.
A Penny Merritt, por su colaboración en la administración del legado literario de su padre, Frank Herbert.
Nuestros editores, Pat LoBrutto y Carolyn Caughey, ofrecieron sugerencias detalladas y valiosísimas a los múltiples borradores, con el fin de conducir este relato hasta su versión definitiva. Tom Doherty, Linda Quinton, Jennifer Marcus y Paul Stevens, de Tor Books, aportaron su apoyo y entusiasmo a este proyecto.
Como siempre, Catherine Sidor, de WordFire, Inc., trabajó sin descanso para transcribir docenas de microcasetes y mecanografiar cientos de páginas para seguir nuestro ritmo de trabajo maníaco. Su colaboración en todos los pasos de este proyecto ha contribuido a salvaguardar nuestra cordura, y hasta consigue hacer creer a los demás que estamos organizados.
Diane E. Jones y Erwin Bush hicieron las veces de lectores y conejillos de Indias, nos dieron su opinión sincera y sugirieron escenas adicionales que aportaron más solidez al libro. Rebecca Moesta contribuyó con su imaginación, su tiempo y apoyo en todas las fases de este libro, de principio a fin.
La Herbert Limited Partnership, que incluye a Jan Herbert, Ron Merritt, David Merritt, Byron Merritt, Julie Herbert, Robert Merritt, Kimberly Herbert, Margaux Herbert y Theresa Shackelford, nos prestó su apoyo más entusiasta y nos confió el respeto de la visión magnificente de Frank Herbert.
A Beverly Herbert, por casi cuatro décadas de apoyo y devoción a su marido, Frank Herbert.
Y sobre todo, gracias a Frank Herbert, cuyo genio creó el universo prodigioso que estamos explorando.
La princesa Irulan escribe:
Cualquier estudiante consciente ha de comprender que la historia no tiene principio. Con independencia de cuándo empiece la historia, siempre hay héroes y tragedias tempranas.
Antes de que alguien pueda comprender a Muad’Dib o la actual yihad que siguió al derrocamiento de mi padre, el emperador Shaddam IV, ha de comprender contra qué luchamos. Por consiguiente, ha de remontarse a más de diez mil años de antigüedad, diez milenios antes del nacimiento de Paul Atreides.
Es ahí donde encontramos la fundación del Imperio, donde vemos a un emperador alzarse de las cenizas de la batalla de Corrin para unificar los restos diezmados de la humanidad. Investigaremos los documentos históricos más antiguos, los mitos de Dune, la época de la Gran Revuelta, más conocida como Yihad Butleriana.
La terrible guerra contra las máquinas pensantes fue la génesis de nuestro universo político y comercial. Escuchad la historia de los humanos libres que se rebelaron contra la dominación de robots, ordenadores y cimeks. Fijaos en los cimientos de la gran traición que convirtió en enemigos mortales a la Casa Atreides y la Casa Harkonnen, una violenta enemistad que se prolonga hasta nuestros días. Conoced las raíces de la hermandad Bene Gesserit, de la Cofradía Espacial y sus navegantes, de los Maestros Espadachines de Ginaz, de la Escuela de médicos Suk, de los mentat. Presenciad la vida de los zensunni errantes que huyeron al desierto de Arrakis, donde se convirtieron en nuestros soldados más grandes, los fremen.
Tales acontecimientos condujeron al nacimiento y vida de Muad’Dib.
Mucho antes de Muad’Dib, en los últimos días del Imperio Antiguo, la humanidad perdió su vigor. La civilización terrestre se había esparcido por las estrellas, pero llegó a un momento de estancamiento. Carente de ambiciones, la mayoría de la gente permitía que máquinas eficientes se encargaran de todas las tareas cotidianas. Poco a poco, los humanos dejaron de pensar, soñar… o vivir.
Entonces, llegó un hombre del lejano sistema de Thalim, un visionario que adoptó el nombre de Tlaloc, en honor de un antiguo dios de la lluvia. Habló a las multitudes lánguidas, intentó revivir su espíritu humano, sin logros aparentes. Pero algunos inadaptados escucharon el mensaje de Tlaloc.
Estos nuevos pensadores se reunieron en secreto y buscaron formas de cambiar el Imperio, siempre que pudieran derrocar a sus estúpidos gobernantes. Renunciaron a sus nombres de pila y asumieron los apelativos de grandes dioses y héroes. Entre ellos descollaban el general Agamenón y su amante Juno, cuyo talento para elegir la táctica adecuada no tenía parangón. Estos dos reclutaron al experto programador Barbarroja, quien diseñó un plan para transformar las ubicuas máquinas serviles del Imperio en intrépidos agresores, al dotar a la inteligencia artificial de sus cerebros de ciertas características humanas, incluyendo la ambición de conquistar. Después, varios humanos más se unieron a los audaces rebeldes. En total, veinte mentes geniales formaron el núcleo de un movimiento revolucionario que derrocó al Imperio Antiguo.
Victoriosos, se autodenominaron los titanes, en honor a los dioses griegos más antiguos. Guiados por el visionario Tlaloc, los veinte se distribuyeron la administración de planetas y pueblos, e impusieron sus dictados gracias a las agresivas máquinas pensantes de Barbarroja. Conquistaron casi toda la galaxia conocida.
Algunos grupos de resistentes reagruparon sus defensas en la periferia del Imperio Antiguo. Formaron su propia confederación (la Liga de Nobles), lucharon contra los Veinte Titanes y, después de muchas batallas sangrientas, conservaron su libertad. Detuvieron el empuje de los titanes y les repelieron.
Tlaloc juró que algún día dominaría a aquellos indeseables, pero al cabo de menos de una década en el poder, el líder visionario murió en un trágico accidente. El general Agamenón heredó el liderazgo de Tlaloc, pero la muerte de su amigo y mentor constituía un sombrío recordatorio de la mortalidad de los titanes.
Agamenón y su amante Juno, que aspiraban a gobernar durante siglos, aceptaron correr un grave riesgo. Ordenaron que les extirparan el cerebro mediante una operación quirúrgica y lo implantaran en contenedores susceptibles de ser instalados en diversos cuerpos mecánicos. Uno a uno, cuando los titanes restantes sintieron la proximidad de la vejez y la vulnerabilidad, todos se fueron convirtiendo en
cimeks
, máquinas con mentes humanas.
La Era de los Titanes duró un siglo. Los usurpadores cimeks gobernaban sus diversos planetas, y utilizaban ordenadores y robots cada vez más sofisticados para imponer el orden. Pero un desdichado día, el hedonista titán Jerjes, ansioso por disponer de más tiempo para sus placeres, permitió un acceso excesivo a su extensa red de inteligencia artificial.
La red informática consciente se apoderó de todo un planeta, al que siguieron otros. La avería se propagó como un virus de un planeta a otro, y la
mente
informática creció en poder y alcance. La inteligente y adaptable red, que se autodenominó Omnius, conquistó todos los planetas gobernados por titanes antes de que los cimeks tuvieran tiempo de alertarse mutuamente del peligro.
A continuación, Omnius se dispuso a establecer y mantener el orden a su manera, muy estructurada, y a oprimir a los humillados cimeks. Dueños del Imperio hasta aquel momento, Agamenón y sus compañeros se convirtieron en servidores reticentes de la ubicua mente.
En la época de la Yihad Butleriana, hacía mil años que Omnius y sus máquinas pensantes gobernaban con mano de hierro los Planetas Sincronizados.
Pese a ello, grupos de humanos libres resistían en los confines del Imperio, unidos para asegurar su mutua protección, como espinas clavadas en los costados de las máquinas pensantes. Siempre que eran atacados, la Liga de Nobles se defendía con eficacia.
Pero las máquinas pensantes siempre estaban desarrollando nuevos planes.
Cuando los humanos crearon un ordenador capaz de almacenar información y aprender de ella, firmaron la sentencia de muerte de la humanidad.
H
ERMANA
B
ECCA LA
F
INITA
Salusa Secundus pendía como un pendiente tachonado de joyas en el desierto del espacio, un oasis de riquezas y campos fértiles, plácido y agradable para los sensores ópticos. Por desgracia, estaba infestado de humanos en estado salvaje.
La flota robótica se aproximó al planeta capital de la Liga de Nobles. Las naves de guerra blindadas estaban erizadas de armas, objetos enormes de una extraña belleza con sus capas protectoras de aleación reflectante, sus adornos de antenas y sensores. Los motores de popa arrojaban fuego puro, y propulsaban las naves hasta aceleraciones que habrían aplastado a simples pasajeros biológicos. Las máquinas pensantes no necesitaban sistemas de mantenimiento vital ni comodidades físicas. En este momento, estaban concentradas en destruir a los restos de la resistencia humana agazapados en los límites exteriores de los Planetas Sincronizados.
En el interior de su nave en forma de pirámide, el general cimek Agamenón dirigía el ataque. La gloria o la venganza eran ajenas a la lógica de las máquinas pensantes, pero no a la de Agamenón. Su cerebro humano, en alerta máxima dentro de su contenedor, seguía segundo a segundo el desarrollo de los planes.
La flota principal de naves de guerra se adentró en el sistema infestado de humanos, arrolló a las tripulaciones de las sorprendidas naves de vigilancia como una avalancha surgida del espacio. Cinco de ellas abrieron fuego para detener a los atacantes, pero casi todos sus proyectiles fueron demasiado lentos para alcanzar a los invasores. Disparos afortunados destruyeron o averiaron a un puñado de naves robot, y el mismo número de naves humanas resultaron desintegradas, no porque constituyeran una amenaza concreta, sino porque se interpusieron en el camino de los proyectiles.
Solo unas cuantas naves de reconocimiento alejadas de la refriega lograron transmitir la advertencia al vulnerable Salusa Secundus. Las naves de guerra robóticas desintegraron el difuso perímetro interior de las defensas humanas, sin reducir ni un momento su velocidad, en pos del verdadero objetivo. La flota de máquinas pensantes, que se estremecían debido a la extrema deceleración, llegaría poco después de que la capital recibiera la información.