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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (9 page)

Los supervivientes de Zimia, abrumados por la pena, buscaron a sus muertos y les dieron sepultura. A medida que se retiraban los escombros, el número de víctimas aumentaba. Se recuperaron cadáveres y se confeccionó la lista de desaparecidos. Pese al dolor y la aflicción, el ataque fortaleció a la humanidad libre.

El virrey Manion Butler había insistido en que la gente solo mostrara determinación después del desastre. En las calles se estaban ultimando los preparativos para la celebración de acción de gracias. Las banderas con el símbolo de la mano abierta, emblema de la libertad humana, ondeaban al viento. Hombres de aspecto rudo, vestidos con chaquetones sucios, se esforzaban por controlar a los magníficos corceles blancos salusanos, nerviosos debido al alboroto. Las crines de los caballos estaban adornadas con borlas y campanillas, y agitaban las colas como cascadas de pelo finísimo. Los animales, festoneados con cintas y flores, hacían cabriolas, preparados para desfilar por la amplia avenida principal, que había sido limpiada de cascotes, hollín y manchas de sangre.

Xavier lanzó una mirada vacilante al cielo. ¿Cómo podría volver a contemplar las nubes, sin el temor de ver más blindados piramidales atravesar los escudos descodificadores? Ya se estaban instalando misiles y nuevas baterías para proteger al planeta de un ataque espacial. Patrullas en estado de alerta máxima vigilaban la periferia del sistema.

En lugar de asistir a un desfile, tendría que estar preparando a la milicia salusana para otro ataque, aumentando el número de naves de vigilancia y reconocimiento en el límite del sistema, elaborando un plan de salvamento y respuesta más eficaz. El regreso de las máquinas pensantes era solo cuestión de tiempo.

El siguiente pleno del Parlamento de la liga estaría dedicado a medidas y reparaciones de emergencia. Los representantes esbozarían un plan de reconstrucción de Zimia. Las formas de combate cimeks capturadas serían desmontadas y analizadas para descubrir sus puntos débiles.

Xavier esperaba que la liga mandaría llamar de inmediato a Tio Holtzman, instalado en Poritrin, para que inspeccionara sus escudos descodificadores recién instalados. Solo el gran inventor en persona podía encontrar el remedio a los defectos técnicos que los cimeks habían descubierto.

Cuando Xavier habló de sus preocupaciones al virrey Butler, el líder había asentido, pero se negó a continuar la conversación.

—Antes que nada, hemos de celebrar nuestro día de afirmación nacional, el hecho de que estamos vivos. —Xavier adivinó una profunda tristeza tras la máscara de confianza del virrey—. Nosotros no somos máquinas, Xavier. En nuestras vidas hay cosas más importantes que la guerra y la venganza.

Cuando oyó pasos en la terraza, Xavier se volvió y vio a Serena Butler, sonriente, con un destello secreto en los ojos que podía compartir con él, ahora que nadie podía verles.

—Aquí está mi heroico tercero.

—No puedes llamar héroe al hombre responsable de la destrucción de media ciudad, Serena.

—No, pero el término es correcto para el hombre que salvó al resto del planeta. Como sabes muy bien, si no hubieras tomado una decisión tan dolorosa, toda Zimia, todo Salusa, habrían sido destruidos. —Apoyó una mano en su hombro, muy cerca de él—. No permitiré que te abismes en la culpa durante el desfile de la victoria. Por un día no pasará nada.

—Por un día pueden pasar muchas cosas —insistió Xavier—. Conseguimos a duras penas rechazar a los atacantes, porque confiábamos demasiado en los escudos descodificadores, y porque fuimos tan cretinos como para pensar que Omnius había decidido dejarnos en paz después de tantas décadas. Sería el momento perfecto para volver a atacarnos. ¿Y si lanzan una segunda oleada?

—Omnius aún se está lamiendo las heridas. Dudo que sus fuerzas hayan regresado ya a los Planetas Sincronizados.

—Las máquinas no se lamen las heridas.

—Eres un joven muy serio. ¿No puedes relajarte un poco, al menos mientras dure el desfile? Nuestro pueblo necesita un poco de alegría.

—Tu padre me endosó el mismo discurso.

—Ya sabes que, si dos Butler dicen lo mismo, tiene que ser verdad.

Dio un fuerte abrazo a Serena, y después la siguió hasta la tribuna de honor, donde se sentaría al lado del virrey.

Desde niños, Xavier siempre se había sentido atraído hacia Serena. Cuando crecieron, se dieron cuenta de la profundidad del sentimiento mutuo. Tanto Serena como él daban por sentado que se casarían, una combinación perfecta de política, linajes aceptables y romance.

No obstante, debido al súbito incremento de las hostilidades, Xavier se recordó sus prioridades. Gracias al desastre que había acabado con la vida del primero Meach, Xavier Harkonnen era comandante en jefe provisional de la milicia salusana, lo cual le obligaba a afrontar retos más importantes. Lo deseaba, pero solo era un hombre.

Una hora después, los congregados tomaron asiento en la tribuna principal de la plaza central. Andamios y vigas provisionales cubrían las fachadas destrozadas de los edificios gubernamentales. Las fuentes decorativas ya no funcionaban, pero los ciudadanos de Zimia sabían que no existía un lugar más adecuado para tal celebración.

Aún incendiados y dañados, el aspecto de los altos edificios era magnífico, construidos en estilo gótico salusano con tejados a diversas alturas, chapiteles y columnas talladas. Salusa Secundus era la sede del gobierno de la liga, pero también albergaba los principales museos culturales y antropológicos. Las viviendas de los barrios circundantes eran de una construcción más sencilla pero agradable a la vista, enjalbegados con cal extraída de los acantilados de pizarra. Los salusanos se enorgullecían de contar con los mejores artesanos de la liga. La mayor parte de su producción era manual, en lugar de utilizar máquinas automáticas.

A lo largo de la ruta del desfile, los ciudadanos esperaban vestidos en tonos magenta, azul y amarillo. La gente charlaba y señalaba con admiración los magníficos corceles, seguidos por músicos y bailarines. Un monstruoso toro salusano, drogado hasta las cejas, se arrastraba por la calle.

Aunque Xavier procuraba tranquilizarse, no paraba de mirar el suelo, las cicatrices de la ciudad herida…

Al concluir el desfile, Manion Butler pronunció un discurso en el que celebró la triunfal defensa, pero reconoció el alto coste de la batalla, decenas de miles de personas heridas o muertas.

—La recuperación será lenta y larga, pero nuestro espíritu es indomable, pese a lo que puedan intentar las máquinas pensantes.

El virrey indicó a Xavier que se acercara a la plataforma central.

—Os presento a vuestro mayor héroe, un hombre que no retrocedió ante los cimeks y tomó las decisiones necesarias para salvarnos a todos. Muy pocos habrían sido capaces de hacer lo mismo.

Xavier, que se sentía fuera de lugar, avanzó para recibir una medalla militar que colgaba de una cinta a rayas azules, rojas y doradas. Mientras resonaban los vítores, Serena le besó en la mejilla. Confió en que nadie le hubiera visto ruborizarse.

—Acompaña a esta distinción un ascenso al rango de tercero, primer grado. Xavier Harkonnen, te ordeno estudiar tácticas defensivas y preparar instalaciones para toda la Armada de la Liga. Tus obligaciones incluirán a la milicia salusana, además de la responsabilidad de mejorar la seguridad militar de toda la Liga de Nobles.

El joven se sentía un poco violento, pero aceptó el homenaje.

—Ardo en deseos de empezar a luchar por nuestra supervivencia… y progreso. —Dedicó a Serena una sonrisa indulgente—. Después de las festividades de hoy, por supuesto.

12

Dune es el planeta natal del gusano.

De
La leyenda de Selim Montagusanos
,
poesía de acampada zensunni

Durante todo un día, hasta bien entrada la noche, el monstruoso gusano de arena atravesó a toda velocidad el desierto, obligado a traspasar el límite de sus territorios.

Cuando las dos lunas se alzaron e iluminaron con su luz peculiar a Selim, este se aferró al bastón metálico, agotado. Aunque había logrado no ser devorado por el salvaje y confuso animal, no tardaría en perecer a causa del interminable viaje. Budalá le había salvado, pero ahora daba la impresión de que estaba jugando con él.

Al tiempo que hundía el oxidado bastón, el joven se había encajado en el hueco situado entre los segmentos del gusano, con la esperanza de que no quedaría sepultado vivo si el demonio se zambullía bajo las dunas. Se acurrucó contra la carne, que olía a podrido con un toque de canela. No sabía qué hacer, pero rezó y meditó, en busca de una explicación.

Tal vez sea una especie de prueba.

El gusano continuaba cruzando el desierto, como si su pequeño cerebro se hubiera resignado a no volver a encontrar paz o seguridad. La bestia deseaba sumergirse en las dunas y esconderse de aquel bribonzuelo, pero Selim movía el bastón como si fuera una palanca, ahondando en la herida.

El gusano solo podía continuar adelante. Hora tras hora. Selim tenía la garganta seca, los ojos incrustados de polvo. Ya debía de haber atravesado la mitad del desierto, y no reconocía el menor accidente geográfico en la monótona aridez. Nunca había estado tan lejos de la cueva comunal, ni él ni nadie, por lo que sabía. Aunque lograra escapar del gigantesco monstruo, estaría condenado en el implacable desierto de Arrakis por culpa de una sentencia injusta.

Estaba seguro de que su traidor amigo Ebrahim se delataría un día, y la verdad saldría a la luz. El infame violaría alguna otra norma de la tribu, y descubrirían que era un ladrón y un mentiroso. Si Selim volvía a verle algún día, retaría a Ebrahim a un duelo a muerte, y el honor se impondría.

Tal vez la tribu le aplaudiría, pues nadie, ni siquiera en los poemas más heroicos, había domado a un gusano de arena y vivido para contarlo. Tal vez las desvergonzadas jóvenes zensunni de ojos oscuros le mirarían con una sonrisa brillante. Cubierto de polvo, pero con la cabeza bien alta, se plantaría ante el severo naib Dhartha y exigiría que le readmitiera en la comunidad. ¡Haber cabalgado en un demonio del desierto y sobrevivido!

Pero, aunque Selim había conseguido sobrevivir más de lo que esperaba, el desenlace era incierto. ¿Qué iba a hacer ahora?

Bajo su cuerpo, el gusano emitía ruidos peculiares, un sonido débil que se imponía al susurro de la arena. El cansado animal se estremeció, y un temblor recorrió su cuerpo sinuoso. Selim percibió el olor a pedernal y el poderoso aroma de la especia. Hornos inducidos por la fricción ardían en la garganta del gusano, como las profundidades de Sheol.

Cuando una aurora amarillenta tiñó el cielo, el gusano dio muestras de mayor desesperación. Intentó hundirse en la arena, pero Selim no lo permitió. El monstruo golpeó una duna con la cabeza, y un chorro de arena saltó por los aires. El joven tuvo que apoyar todo su peso contra el bastón, hundiéndolo en el segmento expuesto del gusano.

—Estás tan dolorido y exhausto como yo, ¿verdad, Shaitan? —preguntó con una voz tan fina y seca como papel.
Casi muerto de cansancio.

Selim no osaba soltarse. En cuanto saltara a las dunas, el gusano daría media vuelta y le devoraría. No tenía otra alternativa que seguir azuzando al animal. La odisea parecía interminable.

Cuando la luz se intensificó, distinguió una leve neblina en el horizonte, una tormenta que arrastraba granos de arena y polvo. Pero estaba muy lejos, y otras preocupaciones turbaban a Selim.

Por fin, el demonio se detuvo no lejos de un promontorio rocoso, y se negó a continuar. Con una convulsión final, su cabeza de reptil se desplomó sobre una duna, se agitó unos segundos… y quedó inmóvil.

Selim temblaba de cansancio, temeroso de que fuera un truco. Tal vez el monstruo estaba esperando a que bajara la guardia para devorarle. ¿Podía ser tan astuto un gusano? ¿Era en verdad Shaitan?
¿O le he montado hasta acabar con su vida?

Selim sacó fuerzas de flaqueza y se enderezó. Sus músculos entumecidos temblaron. Apenas podía moverse. Sintió un hormigueo cuando sus miembros recuperaron la circulación. Por fin, arrancó el bastón metálico de la piel rosada.

El gusano ni siquiera se movió.

Selim se deslizó por el lomo y empezó a correr en cuanto sus pies tocaron la arena. Sus botas levantaron pequeñas nubes de polvo cuando atravesó el paisaje ondulado. Las rocas lejanas eran como montículos de salvación negros que sobresalían de las dunas doradas.

Se negó a mirar atrás y continuó corriendo. Cada aliento era como fuego seco en su garganta. Sus oídos hormigueaban, como si anticipara el siseo de la arena, la proximidad del vengativo animal. Pero el gusano de arena seguía inmóvil.

Selim corrió medio kilómetro a toda la velocidad de sus piernas, impelido por una energía desesperada. Cuando llegó a la barrera rocosa, trepó a la cima y se derrumbó por fin. Apoyó las rodillas contra el pecho y observó al gusano.

No se movía.
¿Me estará engañando Shaitan? ¿Me está poniendo aprueba Budalá?

Selim tenía un hambre feroz.

—Si me has salvado por algún motivo —gritó al cielo—, ¿por qué no me ofreces un poco de comida?

Muerto de agotamiento, se puso a reír.

A Dios no se le exige nada.

Entonces, cayó en la cuenta de que había comida a su alcance, en cierto modo. Mientras huía hacia el refugio de roca, Selim había cruzado una gruesa capa ocre de especia, venas de melange como las que los zensunni encontraban a veces cuando se aventuraban en la arena. Recogían la sustancia, que utilizaban como aditivo alimentario y estimulante. El naib Dhartha guardaba una pequeña reserva en la cueva, y de vez en cuando destilaban con ella una potente cerveza, que los miembros de la tribu consumían en ocasiones especiales y trocaban en el espaciopuerto de Arrakis City.

Estuvo sentado a la sombra durante casi una hora, al acecho de cualquier movimiento del gusano. Nada. El calor aumentó, y el desierto se sumió en un perezoso silencio. Daba la impresión de que la tormenta lejana no se acercaba. Selim tenía la sensación de que el planeta estaba conteniendo el aliento.

Después, osado de nuevo (¡al fin y al cabo, había montado a Shaitan!), Selim bajó de las rocas y corrió hacia la mancha de melange. Lanzó una mirada temerosa al ominoso bulto del gusano.

Arañó la arena y recogió el polvillo rojo. Lo engulló, escupió unos granos de arena y experimentó de inmediato el estímulo de la especia, una cantidad excesiva para tomarla de una vez. Le aturdió, pero también le provocó una explosión de energía.

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