No pretendía comprender sus sentimientos, y se absorbía en su trabajo. Al principio, había deseado atacar sin más otro feudo de los robots, pero Serena le habría reprendido. Pensar en su desaprobación fue lo único que le detuvo.
Serena había muerto luchando contra el enemigo inhumano. Xavier necesitaba aferrarse a algo, alguna forma de estabilidad, antes de continuar adelante. Para honrar su recuerdo, la lucha debía continuar hasta la destrucción de la última máquina pensante.
Los pensamientos de Xavier derivaron hacia Octa, que tanto le recordaba a su hermana. Ya de por sí hermosa, era sensible y reservada, muy diferente de Serena. Aun así, de una manera sutil, la muchacha le recordaba a Serena por la forma de la boca y la sonrisa dulce. Era como el eco de un recuerdo agradable. Xavier estaba desgarrado entre el deseo de mirarla sin cesar y evitarla por completo.
Estaba a su lado cuando necesitaba consuelo, le dejaba solo si se sentía agobiado, le alegraba cuando así lo deseaba. Octa estaba llenando un vacío en su vida, silenciosa y mansamente. Aunque su relación era tranquila y plácida, ella le demostraba un amor atento. Si Serena había sido un huracán de emociones, su hermana era firme y predecible.
Un día, impulsado más por el dolor y el anhelo que por el sentido común, Xavier pidió a Octa que fuera su esposa. Ella le había mirado con ojos desorbitados, estupefacta.
—Tengo miedo de moverme, Xavier, de emitir un sonido, porque debo estar soñando.
Él llevaba su uniforme de la Armada, limpio y planchado, con la nueva insignia de segundo. Xavier se erguía muy tieso, con las manos enlazadas, como si se dirigiera a un oficial superior, en lugar de pedir a Octa que fuera la compañera de su vida. Siempre había sabido que la hermana de Serena estaba enamorada de él como una colegiala, y ahora confiaba en que sus sentimientos se convirtieran en verdadero amor.
—Al optar por casarme contigo, querida Octa, no se me ocurre una manera más valiente de avanzar hacia el futuro. Es la mejor manera de honrar la memoria de Serena.
Las palabras sonaron como un discurso oficial, pero Octa enrojeció como si fueran un encantamiento mágico. Consciente de que no era el motivo ideal para casarse con ella, Xavier intentó calmar sus inquietudes. Había tomado una decisión, y esperaba que pudieran curarse mutuamente las heridas.
Tanto Manion como Livia Butler aceptaron y alentaron el cambio de afectos de Xavier. Incluso apresuraron las nupcias. Creían que la unión con Octa beneficiaría a todos.
El día de la boda, Xavier buscó la paz interior, hizo lo posible por aislar la parte de su corazón que siempre pertenecería a Serena. Todavía anhelaba el campanilleo de su risa, su lenguaje descarado, el tacto eléctrico de su piel. Pasó revista a sus recuerdos favoritos, y después, entre lágrimas, los desechó.
A partir de aquel momento, la dulce Octa sería su esposa. No haría daño a la muchacha, ya frágil de por sí, con ataques de nostalgia o comparándola con su hermana. Sería injusto con ella.
Cierto número de representantes de la liga se habían congregado en la propiedad de los Butler, donde siete meses antes Xavier y Serena habían participado en la cacería. Cerca, en el patio, habían celebrado la noticia de los esponsales inminentes con música y baile, para luego recibir la terrible noticia de la caída de Giedi Prime.
A insistencia de Xavier, la boda tuvo lugar en un nuevo pabellón con vistas a los viñedos y olivares. El material era tan luminoso y trabajado que costaba más que una casa modesta. En la fachada, tres banderas ondeaban al viento, simbolizando las casas Butler y Harkonnen, además de la de Tantor, la familia adoptiva de Xavier. En el valle, los edificios blancos de Zimia brillaban a la luz del sol, con amplias avenidas y enormes complejos administrativos, remozados durante los catorce meses transcurridos desde el ataque cimek.
La ceremonia fue breve y triste, pese a la falsa alegría de los invitados y el insistente júbilo de Manion Butler. Nuevos recuerdos sustituirían a los antiguos. El virrey, sonriente como no se le veía desde hacía meses, se paseaba ufano de invitado en invitado, probaba los diversos ponches y degustaba las variedades de queso y vinos.
Los silenciosos novios esperaban junto a un pequeño altar erigido delante del pabellón, cogidos de las manos. Octa, con un vestido de novia tradicional salusano azul claro, tenía un aspecto etéreo, adorable y frágil al lado de Xavier. Llevaba el pelo rubio rojizo sujeto con alfileres.
Algunos decían que este matrimonio precipitado con la hermana de Serena era una reacción de Xavier a su dolor, pero él sabía que estaba haciendo lo que el honor le dictaba. Se recordó mil veces que Serena le hubiera dado su aprobación. Octa y él pondrían fin, juntos, a tanto dolor y tristeza.
La abadesa Livia Butler estaba dentro del pabellón. Hebras doradas resaltaban su color castaño ámbar. Había venido de la Ciudad de la Introspección para celebrar la ceremonia. Segura y orgullosa, como si hubiera purgado toda duda y pena de su mente, Livia miró a los novios, y después sonrió a su marido. Manion Butler apenas cabía en su esmoquin rojo y dorado. Piel fofa sobresalía del cuello y los extremos de las mangas.
Un grupo de músicos empezó a pulsar sus balisets. Un muchacho con voz de tenor cantó una lenta balada. Al lado de Xavier, Octa parecía refugiada en su mundo onírico particular, sin saber muy bien cómo reaccionar a las circunstancias. Apretó la mano de Xavier, y él se la llevó a los labios y la besó.
Desde la muerte de su hermano gemelo Fredo, Octa había desarrollado la capacidad de sustraerse a los problemas, de no agobiarse con grandes preocupaciones. Tal vez eso le permitiría ser feliz, y también a Xavier.
El virrey Butler, en cuyos ojos expresivos brillaban lágrimas, avanzó para rodear las manos de la pareja. Al cabo de un largo momento, se volvió con solemnidad hacia su esposa y asintió. La abadesa Livia inició la ceremonia.
—Estamos aquí para cantar una canción de amor, una canción que ha unido a hombres y mujeres desde los primeros días de la civilización.
Cuando Octa sonrió a Xavier, éste casi imaginó que era Serena, pero alejó la inquietante imagen. Octa y él se querían de una manera diferente. Su vínculo se fortalecería cada vez que la rodeara en sus brazos. Xavier solo tenía que aceptar la ternura que ella le ofrecía de buen grado.
Livia pronunció las palabras tradicionales, cuyas raíces se remontaban a los textos pancristianos y budislámicos de la antigüedad. Las melodiosas frases eran hermosas, y la mente de Xavier seguía expandiéndose, pensando en el futuro y en el pasado. Las palabras transmitían una serenidad infinita, mientras la abadesa Livia les hacía pronunciar sus votos.
Pronto, todo lo necesario estuvo dicho. Mientras compartía el ritual del amor y deslizaba un anillo en el dedo de Octa, Xavier Harkonnen le prometió eterna devoción. Ni siquiera las máquinas pensantes podrían destruir su relación.
Hablar se basa en la presunción de que puedes llegar a algún sitio si continúas colocando una palabra detrás de otra.
I
BLIS
G
INJO
, notas al margen de
un cuaderno de notas robado
Ajax entró en la plaza del Forum con su aterradora forma móvil, inspeccionó cada fase de las obras en busca de defectos. Con su despliegue de fibras ópticas, el titán examinó el coloso que reproducía su antigua forma humana. Ajax estaba frustrado por el hecho de que Iblis Ginjo hubiera supervisado hasta tal punto la ejecución de la obra, pues no podía encontrar ninguna excusa para imponer castigos divertidos…
Iblis, por su parte, también buscaba una oportunidad. Su imaginación regresaba una y otra vez a las notables cosas que había aprendido del pensador Eklo, sobre todo los detalles del glorioso fracaso de las Rebeliones Hrethgir. Ajax personificaba la brutalidad y el dolor de aquellas arcaicas batallas.
¿Podría el pensador ayudar a Iblis a propagar la llama de la revolución? Aprenderían de los errores del pasado. ¿Habría existido un rebelde con el mismo rango de Iblis? ¿Cómo podía ayudarle el subalterno Aquim?
Pese a sus sutiles investigaciones, su habilidad para manipular conversaciones y conseguir que los demás divulgaran sin querer sus secretos, Iblis aún no había encontrado pruebas de que existieran otros grupos de resistentes. Tal vez su liderazgo estaba disperso, desorganizado, debilitado. ¿Quién le había enviado los mensajes secretos, cinco en los últimos tres meses?
La falta de pruebas frustraba a Iblis, porque quería acelerar el levantamiento, ahora que había tomado la decisión. Por otra parte si los disidentes podían ser localizados con excesiva facilidad, no tendrían ninguna oportunidad contra las organizadas máquinas pensantes.
Después de exigir el máximo a sus esclavos para que terminaran las obras a tiempo, Iblis pidió permiso para otro peregrinaje a la torre de piedra de Eklo. Solo el pensador le proporcionaría las respuestas que necesitaba. Cuando habló con Dante, el cimek administrativo, exhibiendo documentos que demostraban su productividad y eficacia, el titán burócrata le dio permiso para salir de la ciudad. Sin embargo, Dante dejó claro que no entendía por qué un simple capataz estaba tan interesado en temas filosóficos improductivos. Pensaba que no era propio de los humanos de confianza.
—No te reportará el menor beneficio.
—Estoy seguro de que estáis en lo cierto, lord Dante…, pero me divierte.
Iblis partió antes de la aurora y espoleó a su burcaballo en dirección a las pendientes del monasterio. Aquim le esperaba en la escalinata circular que conducía a la torre, con aspecto desastrado una vez más y algo aturdido por la semuta. Desde la primera vez que Iblis había hundido la mano en el electrolíquido y tocado los pensamientos del pensador, no conseguía entender por qué Aquim quería embotar sus percepciones. Tal vez los complicados pensamientos de Eklo eran tan inmensos y abrumadores que el subordinado necesitaba moderar el flujo de revelaciones confusas.
—Veo que me miras con desaprobación —dijo Aquim con los ojos entornados.
—Oh, no —dijo Iblis, y añadió, porque sabía que la mentira era demasiado evidente—: Solo me estaba fijando en que te gusta mucho la semuta.
El hombretón sonrió y habló, arrastrando un poco las palabras.
—Un forastero quizá crea que he puesto trabas a mis sentidos, pero la semuta me permite olvidar mi pasado destructivo, antes de que recibiera la inspiración de unirme al pensador Eklo. También permite que me concentre en lo más importante, haciendo caso omiso de las distracciones sensuales de la carne.
—No puedo imaginarte como un hombre destructivo.
—Pues lo era. Mi padre luchó contra el esclavismo y murió en el intento. Después, busqué vengarme de las máquinas, y lo logré con bastante éxito. Estaba al frente de un pequeño grupo de hombres y… destruimos algunos robots. Lamento decir que también matamos a cierto número de esclavos de confianza que se interpusieron en nuestro camino, hombres como tú. Más tarde, Eklo se encargó de facilitarme el rescate y la rehabilitación. Nunca explicó por qué me había elegido, o cómo llevó a cabo los trámites. Hay muchas cosas que el pensador no revela a nadie, ni siquiera a mí.
El monje dio media vuelta con brusquedad y subió con paso inseguro la escalera, guiando a Iblis hasta la cámara donde el pensador vivía en un estado de contemplación sempiterna.
—Eklo ha meditado largo y tendido sobre tu situación —dijo Aquim—. Hace mucho tiempo presenció los cambios ocurridos en la humanidad, después de que los titanes aplastaran el Imperio Antiguo, pero no hizo nada. Eklo pensó que el reto y la adversidad mejorarían la raza humana mediante la potenciación de su mente, les obligaría a abandonar su existencia de sonámbulos.
El monje se secó una mancha de la comisura de la boca.
—Al separar la mente del cuerpo, los titanes cimek habrían podido acceder al esclarecimiento, como los pensadores. Esa era la esperanza de Eklo cuando ayudó a Juno. Pero los titanes nunca superaron sus defectos animales. Esta debilidad permitió a Omnius conquistarles, y con ellos a la humanidad. —Aquim avanzó hacia el contenedor cerebral que descansaba sobre el antepecho de una ventana—. Eklo cree que tal vez tú puedas instigar un cambio.
El corazón de Iblis saltó en su pecho.
—Nada es imposible.
Pero sabía que no podía luchar solo contra las máquinas, tendría que encontrar a otros que le ayudaran. Muchos otros.
El contenedor de plexiplaz brillaba ante la ventana transparente, bañado por el sol dorado de la mañana. A lo lejos, divisó la interminable línea del cielo de megalitos y monumentos diseñados por los cimeks y construidos por los humanos con sudor y sangre.
¿De veras quiero verlos convertidos en polvo?
El supervisor vaciló cuando pensó en las consecuencias, y recordó los miles de millones de víctimas de las Rebeliones Hrethgir, en Walgis y otros planetas. Entonces, sintió una intrusión en sus pensamientos.
Aquim quitó la tapa protectora del contenedor y dejó al descubierto el líquido nutritivo que alimentaba la anciana mente.
—Ven, Eklo desea establecer contacto directo contigo.
La solución nutritiva era como líquido amniótico, cargado de una energía mental inconmensurable. Iblis hundió los dedos en el electrolíquido poco a poco, reprimiendo su ansiedad por saber y aprender, tocó la superficie resbaladiza del cerebro de Eklo y liberó todos los pensamientos que el pensador deseaba transmitirle.
Aquim se apartó a un lado con una expresión extraña en el rostro, en parte complacencia beatífica, en parte envidia.
—La neutralidad es un acto de equilibrio delicadísimo —dijo Eklo en la mente de Iblis, mediante el contacto neuroeléctrico facilitado por el circuito orgánico—. Hace mucho tiempo, contesté muchas preguntas de Juno acerca de cómo derrocar al Imperio Antiguo. Mis respuestas y consejos objetivos permitieron a los titanes trazar planes definitivos, y el futuro de la raza humana cambió para siempre. Durante muchos siglos reflexioné sobre lo que había hecho. —Daba la impresión de que el cerebro se apretujaba contra las yemas de los dedos de Iblis—. Es esencial que los pensadores observen una escrupulosa neutralidad. Hemos de ser objetivos.
—En ese caso —preguntó Iblis, perplejo—, ¿por qué estás hablando conmigo? ¿Por qué has mencionado la posibilidad de que las máquinas pueden ser derrotadas?