»Los cimeks respondieron de una forma contundente y decisiva. Ajax se encargó con gran placer de aislar Walgis y exterminar metódicamente a todos los humanos. Miles de millones fueron aniquilados.
Iblis se esforzó por reflexionar. El pensador había bajado desde la Torre para verle. La magnitud del gesto le dejaba atónito.
—¿Me estás diciendo que una revuelta contra las máquinas es posible, o que está condenada al fracaso?
El enorme monje agarró la muñeca de Iblis.
—Eklo te lo dirá.
Iblis experimentó una oleada de inquietud, pero antes de que pudiera oponer resistencia, Aquim hundió los dedos del capataz en el viscoso electrolíquido que rodeaba el cerebro del pensador. Primero, notó la solución helada, y después caliente. La piel de su mano hormigueó, como si miles de diminutas arañas corrieran sobre su carne.
De pronto, percibió pensamientos, palabras e impresiones que Eklo le transmitía a la mente.
—La revuelta fracasó, pero ¡ay, qué glorioso intento!
Iblis recibió otro mensaje, este sin palabras, pero transmitía un significado, como una manifestación divina. Era como si le hubiera sido revelada la majestuosidad del universo revelado, tantas cosas que antes no había comprendido…, tantas cosas que Omnius ocultaba a los esclavos. Poseído de una gran serenidad, hundió más la mano en el líquido. Las yemas de sus dedos acariciaron el tejido del pensador.
—No estás solo. —Las palabras de Eklo resonaron en su alma—. Yo puedo ayudar. Aquim puede ayudar.
Durante unos momentos, Iblis miró hacia el horizonte, donde el sol dorado se alzaba sobre la Tierra esclavizada. Ahora ya no consideraba esta historia de una rebelión fracasada como una advertencia, sino como una señal de esperanza. Una revuelta mejor organizada podría triunfar, contando con la guía y la planificación adecuadas. Y el líder adecuado.
Iblis, que no había tenido otro norte en su vida que disfrutar de la comodidad de su cargo como humano de confianza de las máquinas, notó que la ira empezaba a bullir en su interior. La revelación enfervorizó su corazón. El monje Aquim parecía compartir la misma pasión tras su expresión aturdida a causa de la semuta.
—Nada es imposible —repitió Eklo.
Iblis, asombrado, sacó la mano del líquido y contempló sus dedos. El monje recogió el contenedor cerebral del pensador y lo cerró. Acunó el cilindro contra el pecho y se dirigió a pie hacia las montañas, dejando a Iblis meditando en las visiones que habían inundado su alma.
Creer en una máquina «inteligente» engendra desinformación e ignorancia. Abundan las suposiciones no analizadas. No se formulan las preguntas cruciales. No comprendí mi arrogancia, o mi error, hasta que fue demasiado tarde para nosotros.
B
ARBARROJA
,
Anatomía de una rebelión
Erasmo deseaba que la sofisticada supermente hubiera dedicado más tiempo a estudiar las emociones humanas. Al fin y al cabo, los planetas Sincronizados tenían acceso a inmensos bancos de datos compilados durante milenios de estudios humanos. Si Omnius se hubiera tomado la molestia, tal vez comprendería ahora la frustración del robot independiente.
—Tu problema, Omnius —dijo el robot a la pantalla de una habitación situada en lo alto de la villa—, es que esperas respuestas específicas y precisas en un sistema fundamentalmente inseguro. Quieres grandes cantidades de sujetos experimentales, todos humanos, que se comporten de una manera predecible, tan reglamentados como tus robots centinela.
Erasmo paseó ante el visor, hasta que al fin Omnius ordenó a dos ojos espía que le enfocaran desde direcciones diferentes.
—Te he encargado desarrollar un modelo detallado y reproducible que explique y prediga con precisión el comportamiento de los humanos. ¿Cómo convertirlos en seres útiles? Confío en ti para que me expliques esto a mi entera satisfacción. —Omnius adoptó un tono agudo—. Tolero tus incesantes experimentos con la esperanza de recibir una respuesta algún día. Hace mucho que lo intentas. Eres como un niño, que juega con las mismas trivialidades una y otra vez.
—Sirvo a un propósito valioso. Sin mis esfuerzos por comprender a los hrethgir, experimentarías un estado de extrema confusión. Para utilizar la jerga humana, soy tu
abogado del diablo
.
—Algunos humanos te llaman diablo —replicó Omnius—. He meditado largo y tendido sobre el tema de tus experimentos, y debo concluir que, descubras lo que descubras sobre los humanos, no nos revelará nada nuevo. Son completamente impredecibles. Los humanos necesitan mucho mantenimiento. Crean desorden…
—Ellos nos crearon, Omnius. ¿Crees que somos perfectos?
—¿Crees que emular a los humanos nos hará más perfectos?
Aunque la supermente no extrajo ningún significado del gesto, Erasmo frunció el ceño de su cara moldeable.
—Pues… sí —dijo por fin el robot—. Podemos llegar a ser lo mejor de ambos.
Los ojos espía le siguieron cuando cruzó la habitación hasta llegar al balcón, varios pisos por encima de la plaza embaldosada que se abría al centro de la ciudad. Las fuentes y gárgolas eran magníficas, imitaciones de la Edad de Oro del arte y la escultura de la Tierra. Ningún robot apreciaba la belleza tanto como él. En esta tarde soleada, los artesanos decoraban con volutas los marcos de las ventanas, y se estaban abriendo nuevos huecos en la fachada para instalar más estatuas y maceteros, pues a Serena Butler le gustaba mucho cuidarlos.
Desde la altura vigilaba a los dóciles humanos. Algunos obreros alzaron la vista para mirarle, y al instante se dedicaron con más diligencia a sus tareas, como temerosos de que les castigara, o peor aún, les eligiera para alguno de sus horrísonos experimentos de laboratorio.
Erasmo continuó la conversación con la supermente.
—Estoy seguro de que algunos de mis experimentos te intrigan. Omnius, al menos un poco.
—Ya sabes la respuesta.
—Sí, el experimento para poner a prueba la lealtad de tus súbditos humanos sigue su rumbo. He enviado mensajes crípticos a un puñado de candidatos elegidos entre los humanos de confianza (prefiero no revelar el número), sugiriendo que se unan a la incipiente rebelión contra ti.
—No hay ninguna rebelión incipiente contra mí.
—Claro que no. Y si los humanos de confianza te son absolutamente leales, nunca pensarán en tal posibilidad. Por otra parte, si fueran leales a tu autoridad, habrían venido a denunciar ante mí tales mensajes incendiarios. Por consiguiente, supongo que habrás recibido informes de mis sujetos, ¿no?
Omnius vaciló durante un largo momento.
—Volveré a comprobar mis registros.
Erasmo observó el trabajo de los artesanos en la plaza, y luego se encaminó al otro lado de la mansión. Echó un vistazo a los miserables recintos vallados de los que extraía sus sujetos experimentales.
Mucho tiempo antes, había criado un subgrupo de cautivos bajo estas condiciones. Les había tratado como animales para ver como afectaba a su tan cacareado
espíritu humano
. Al cabo de una o dos generaciones, habían perdido todo vestigio de comportamiento civilizado, valores morales, noción de familia y dignidad.
—Cuando impusimos un sistema de castas a los humanos en los Planetas Sincronizados —dijo Erasmo—, tú intentaste convertirles en seres más reglamentados, como máquinas. —Escudriñó las sucias y ruidosas masas que se hacinaban en los establos—. Al tiempo que el sistema de castas les compartimentaba en ciertas categorías, perpetuamos un modelo de comportamiento humano que les permitiera apreciar las diferencias con otros miembros de su raza. Es propio de la naturaleza humana luchar por lo que no se posee, apoderarse de las recompensas que podrían ir a parar a otra persona. Envidiar las circunstancias ajenas.
Enfocó sus fibras ópticas hacia el mar, que rielaba al otro lado de los recintos de esclavos, las olas blancoazuladas que rompían al pie de la pendiente. Alzó el rostro para poder ver las gaviotas que volaban. Tales imágenes satisfacían su sentido de la estética programado, mucho más que el recinto vallado.
—Tus seres humanos más privilegiados —continuó Erasmo—, como el hijo actual de Agamenón, gozan de la posición más elevada— entre los de su raza. Son nuestros animalitos domésticos de confianza, y ocupan un peldaño intermedio entre los seres biológicos conscientes y las máquinas pensantes. De este grupo extraemos candidatos a neocimeks.
El ojo espía se acercó con un zumbido a la pulida cabeza del robot.
—Todo esto ya lo sé —dijo Omnius por mediación del objeto volador.
Erasmo prosiguió como si no le hubiera oído.
—La casta inferior a la de los humanos de confianza incluye humanos civilizados y educados, creadores y pensadores consumados, como los arquitectos que diseñan los interminables monumentos de los titanes. Les adscribimos tareas sofisticadas, como las que llevan a cabo los artesanos y orfebres de mi villa. Luego viene el personal de mi mansión, mis cocineros, mis jardineros.
El robot echó un vistazo a los recintos de esclavos, y se dio cuenta de que su monstruosa fealdad le impelía a volver a sus jardines botánicos para pasear entre las especies cultivadas. Serena Butler ya había hecho maravillas con las plantas. Tenía intuición para la jardinería.
—La verdad, esa bazofia de mis establos sirve para poco más que procrear nuevos sujetos o ser diseccionados en experimentos médicos.
En un aspecto, Erasmo era como Serena: necesitaba con frecuencia podar y escarbar la raza humana en su propio jardín.
—Me apresuro a añadir —dijo el robot— que la humanidad en su conjunto es de supremo valor para nosotros. Irremplazable.
—Ya he oído tus razonamientos en otras ocasiones —musitó Omnius, mientras el ojo espía se elevaba, para disfrutar de una vista más amplia—. Pese a que las máquinas podrían realizar todas las tareas que has enumerado, he aceptado la lealtad de mis súbditos humanos, y les he concedido algunos privilegios.
—Tus razonamientos no parecen…
Erasmo vaciló, porque la palabra que le había venido a la mente significaría un tremendo insulto para un ordenador.
Lógicos.
—Todos los humanos —dijo Omnius—, con su extraña inclinación hacia las creencias religiosas y la fe en cosas incomprensibles, deberían rezar para que tus experimentos me den la razón sobre la naturaleza humana, y no a ti. Porque si estás en lo cierto, Erasmo, se producirán consecuencias inevitables y violentas para toda su raza.
La religión, a menudo considerada una fuerza que divide a la gente, también es capaz de unir lo que de otra manera podría separarse.
L
IVIA
B
UTLER
, diarios privados
Las marismas de Isana se extendían en un amplio abanico, donde el río se transformaba en una masa de agua y estiércol. Ishmael, sin camisa, se erguía en el lodo, apenas incapaz de mantener el equilibrio. Cada noche se lavaba sus palmas doloridas y les aplicaba emplastos de hierbas.
Los capataces no mostraban la menor compasión por los padecimientos de los esclavos. Uno de ellos agarró la mano de Ishmael y le dio la vuelta para examinar las llagas, y luego la apartó.
—Sigue trabajando. Así te endurecerás.
Ishmael volvió al trabajo, no sin antes observar en silencio que las manos del hombre estaban en mucho mejor estado que las suyas. En cuanto terminara la temporada de plantar moluscos, los propietarios de los esclavos les buscarían otro trabajo. Quizá les enviarían al norte a cortar caña de azúcar.
Algunos zensunni murmuraban que, si eran trasladados a terrenos agrícolas, escaparían de noche a las tierras despobladas. Pero Ishmael no tenía ni idea de cómo sobrevivir en Poritrin, no conocía la parte comestible de las plantas ni los depredadores nativos, al contrario que en Harmonthep. Cualquier fugitivo se vería privado de herramientas o armas, y si lo capturaran se enfrentaría sin duda a un violento castigo.
Algunos esclavos se pusieron a cantar, pero las canciones folclóricas variaban de planeta en planeta, y los versos cambiaban entre las sectas budislámicas. Ishmael trabajó hasta que le dolieron los músculos y los huesos, y sus ojos solo veían el reflejo del sol en el agua. En los interminables viajes de ida y vuelta a las cuencas de abastecimiento, debía de haber plantado un millón de crías de molusco. Sin duda, le pedirían que plantara otro millón.
Cuando oyó tres silbatos seguidos, alzó la vista y vio al supervisor de labios de rana subido a su plataforma, seco y cómodo. Ishmael sabía que aún no era la hora del breve descanso matutino de los esclavos.
El supervisor paseó la vista sobre la cuadrilla con los ojos entornados, como si estuviera eligiendo. Señaló a un puñado de los plantadores más jóvenes, entre ellos Ishmael, y les ordenó que se encaminaran a una zona de espera situada en terreno seco.
—Lavaos. Se os ha asignado a otro lugar.
Ishmael sintió que una mano fría estrujaba su corazón. Si bien odiaba el barro maloliente, estos refugiados de Harmonthep eran su única conexión con su planeta natal y su abuelo.
Algunos
voluntarios
gimieron. Dos que no habían sido seleccionados se aferraron a sus compañeros más afortunados, negándose a que se fueran. El supervisor ladró unas palabras y movió las manos con gestos amenazadores. Un par de dragones armados llegaron para hacer cumplir la orden. Su uniforme dorado se manchó de barro cuando separaron a los esclavos. Aunque triste y aterrorizado, Ishmael no ofreció resistencia. Si plantaba cara, nunca ganaría.
El supervisor estiró los labios en una sonrisa.
—Tenéis suerte. Se ha producido un accidente en los laboratorios del sabio Holtzman, y necesita esclavos de refresco que se encarguen de los cálculos. Chicos listos. Trabajo fácil, comparado con esto.
Ishmael, escéptico, echó un vistazo al grupo de muchachos.
Desarraigado de nuevo, apartado de una existencia espantosa que apenas estaba empezando a parecerle normal, Ishmael caminó con los demás, sin comprender qué esperaban de él. Encontraría alguna forma de sobrevivir. Su abuelo le había enseñado que la supervivencia era la clave del éxito, y que la violencia era el último refugio de un fracasado. Era la tradición zensunni.
Limpio y restregado, con el pelo cortado, Ishmael se removía inquieto con su ropa nueva. Esperaba en una sala grande con una docena de reclutas llegados de todo Starda. Había dragones apostados en las puertas. Sus armaduras de escamas doradas y los trabajados cascos les daban aspecto de aves de presa.