La Yihad Butleriana (41 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cuando Iblis y su equipo habían rodeado el aislado monasterio, Eklo había ordenado a sus subordinados humanos que expulsaran a los fugitivos de su escondite. Los esclavos habían maldecido y amenazado al pensador, pero Eklo no hizo caso. A continuación, Iblis y sus compañeros habían regresado con los esclavos, destinados a una
enérgica misión
, después de arrojar a su líder desde lo alto de un acantilado.

El robusto burcaballo ascendió el empinado sendero que se desmoronaba bajo sus cascos. Iblis distinguió al punto la alta torre del monasterio, un impresionante edificio de piedras envuelto en parte por la niebla. Sus ventanas proyectaban un brillo rojizo, que después viraba a azul, según el humor de la gran mente contemplativa.

Cuando le adiestraron para llegar a ser un humano de confianza, Iblis se enteró de la existencia de los pensadores, de los restos primitivos de religión que aún se manifestaban en los grupos más numerosos de esclavos. Omnius había cesado en sus intentos de reprimirla, aunque la supermente no comprendía las supersticiones y los rituales.

Mucho antes de la conquista del Imperio Antiguo, Eklo había abandonado su cuerpo físico y dedicado su mente al análisis y la introspección. Mientras planificaba la conquista de la humanidad, la titán Juno había adoptado a Eklo como asesor personal, a la espera de respuestas. Eklo, indiferente a las repercusiones, sin querer tomar bando en el conflicto, había contestado a las preguntas de Juno, y su consejo había redundado sin querer en la victoria de los titanes. En el milenio transcurrido desde entonces, Eklo había permanecido en la Tierra. La gran pasión de su larga vida era sintetizar una interpretación completa del universo.

Al llegar al final de la pista, en la base de la torre de piedra, Iblis se encontró rodeado de repente por una docena de hombres armados con picas arcaicas y garrotes de púas. Sus mantos eran de un tono marrón oscuro, y ostentaban alzacuellos. Uno de los subordinados agarró las riendas del burcaballo.

—Déjalo aquí. Nosotros no ofrecemos refugio.

—Ni yo lo busco. —Iblis miró a los hombres—. Solo he venido para formular una pregunta al pensador.

Desmontó y, después de seducirles con su bonhomía y sinceridad, se encaminó hacia la torre, mientras los hombres se encargaban de su montura.

—El pensador Eklo está sumido en sus pensamientos y no desea ser molestado —gritó uno de los subordinados. Iblis lanzó una risita.

—El pensador lleva meditando mil años. Seguro que podrá dedicar unos pocos minutos a escucharme; puesto que soy un humano de confianza. Y si le proporciono información que aún no posee, tendrá algo en qué pensar durante otro siglo o más.

Varios subordinados siguieron a Iblis, mientras murmuraban entre sí, confusos. De repente, cuando llegó al arco de entrada, un monje de anchos hombros le cerró el paso. Los músculos de sus brazos y pecho se habían convertido en grasa, y le miró con ojos bovinos.

Iblis infundió un tono persuasivo a su voz.

—Rindo honor a los conocimientos adquiridos por el pensador Eklo. No desperdiciaré su tiempo.

El monje miró con escepticismo a Iblis y se ajustó el alzacuellos.

—Eres muy descarado, y el pensador arde en deseos de escuchar tus preguntas. —Registró al visitante por si portaba armas—. Soy Aquim. Sígueme.

El hombrón guió a Iblis por un estrecho pasillo de piedra, y luego subieron por una escalera de caracol.

—Ya había estado aquí —dijo Iblis—, persiguiendo a esclavos fugitivos…

—Eklo se acuerda —le interrumpió Aquim.

Llegaron a la parte más alta del edificio, una habitación redonda situada en el pináculo de la torre. El contenedor de plexiplaz del pensador descansaba sobre un reborde similar a un altar, bajo una ventana. El viento ululaba en los bordes de la ventana y agitaba la niebla. Una iluminación interna dotaba de un brillo azul a las ventanas.

Aquim dejó atrás a los demás subordinados, se acercó al contenedor cerebral transparente y se detuvo un momento, al tiempo que lo observaba con reverencia. Introdujo una mano en un bolsillo, y sus dedos temblorosos emergieron con una tira de papel incrustada de polvo negro. Introdujo la tira en su boca y dejó que se disolviera. Puso los ojos en blanco, como si hubiera alcanzado el éxtasis.

—Semuta —dijo a Iblis—, un derivado de los residuos incinerados de madera elaca, que nos llega de contrabando. Me ayuda en el cumplimiento de mis deberes. —Apoyó con serenidad ambas manos sobre la tapa del contenedor—. No entiendo nada.

Dio la impresión de que el cerebro desnudo, flotando en su sopa de electrolíquido azul, latía, a la espera.

El monje respiró hondo con una sonrisa beatífica, e introdujo los dedos en el líquido. El medio gelatinoso humedeció su piel, empapó sus poros, se conectó con sus terminaciones nerviosas. La expresión de Aquim cambió.

—Eklo desea saber por qué no formulaste tu pregunta la última vez que estuviste aquí.

Iblis ignoraba si debía hablar al subordinado o directamente al pensador, de modo que dirigió la respuesta al espacio intermedio.

—En aquel momento, no comprendí lo que era importante. Ahora, deseo saber algo de ti. Nadie más podría proporcionarme una respuesta objetiva.

—Nunca hay juicio u opinión completamente objetivos —replicó el monje con serena convicción—. Los absolutos no existen.

—Tú eres menos parcial que cualquiera a quien pudiera consultar.

El altar se movió siguiendo unos raíles invisibles, y el pensador se detuvo ante otra ventana, seguido de Aquim, que no había sacado la mano del contenedor.

—Formula tu pregunta.

—Siempre he trabajado con lealtad para mis amos cimek mecánicos —empezó Iblis, eligiendo sus palabras con suma cautela—. Hace poco, me enteré de que tal vez existan grupos de resistentes humanos en la Tierra. Deseo saber si ese informe es creíble. ¿Hay gente que desea derrocar a sus gobernantes y conseguir la libertad?

Durante un momento de vacilación, el subordinado clavó la vista en el espacio, ya fuera por efecto de la semuta o por estar conectado con el cerebro del filósofo. Iblis confió en que el pensador no se sumiera en un largo período de contemplación. Por fin con voz profunda y sonora, Aquim dijo:

—Nada es imposible.

Iblis probó diversas variaciones de la pregunta, dando rodeos con frases, puliendo su elección de palabras. No quería revelar sus intenciones, aunque al neutral pensador le daría igual que Iblis quisiera localizar a los rebeldes, ya fuera para destruirlos o para unirse a ellos. Cada vez, empero, Iblis recibió la misma respuesta enigmática.

—Si una organización secreta tan extendida existiera —dijo por fin, haciendo acopio de valor—, ¿tendría probabilidades de triunfar? ¿Podría poner fin al reinado de las máquinas pensantes?

Esta vez, el pensador meditó un rato más largo, como si analizara diferentes factores de la pregunta. Cuando llegó la misma respuesta por mediación del monje, las palabras, pronunciadas de una forma más ominosa, dieron la impresión de transmitir un profundo significado.

—Nada es imposible.

A continuación, Aquim retiró su mano goteante del contenedor cerebral de Eklo, dando a entender que la audiencia había concluido. Iblis hizo una cortés reverencia, expresó su gratitud y partió, asaltado por miles de ideas.

Mientras descendía la empinada senda, el asustado pero exultante capataz decidió que, si no podía localizar a los grupos de resistentes, tenía otra opción.

Iblis formaría una célula rebelde con sus leales trabajadores.

61

Un conflicto que se prolongue durante un dilatado período de tiempo tiende a autoperpetuarse, y es fácil perder el control.

T
LALOC
,
La Era de los Titanes

—Después de mil años, solo quedamos cinco.

Pocas veces se reunían los titanes supervivientes, sobre todo en la Tierra, donde los ojos de Omnius les vigilaban en cada momento, pero el general Agamenón estaba tan indignado por el desastre de Giedi Prime y el asesinato de su amigo y aliado, que no quería perder tiempo preocupándose por la supermente.

Tenía otras prioridades.

—Los hrethgir cuentan con una nueva arma que han utilizado contra nosotros con devastadoras consecuencias —dijo Agamenón.

Los titanes se hallaban en una cámara de mantenimiento, con sus contenedores sobre pedestales. Agamenón había ordenado con tono severo a Ajax, Juno, Jerjes y Dante que se desprendieran de sus formas móviles. Los ánimos se encresparían, y era difícil controlar los impulsos individuales cuando estaban instalados en un poderoso cuerpo de combate, en el que los mentrodos podían convertir cualquier impulso irreflexivo en destrucción inmediata. Agamenón confiaba en saber controlar su ira, pero algunos titanes, sobre todo Ajax, destruían primero y reconsideraban después.

—Tras muchas investigaciones y análisis, hemos averiguado que la asesina de Barbarroja procedía de Rossak, y los humanos salvajes la llamaban hechicera —dijo Dante, que se ocupaba de esos asuntos—. Rossak alberga más de estas hechiceras, mujeres que poseen potentes capacidades telepáticas.

—Es evidente —dijo Juno, con sarcasmo evidente en su voz sintética.

Dante continuó en su tono mesurado habitual.

—Hasta ahora, las hechiceras no habían sido utilizadas en ninguna función agresiva a gran escala. Después de su triunfo en Giedi Prime, no obstante, es probable que los hrethgir las empleen para atacar de nuevo.

—Su acción también nos ha recordado que somos muy vulnerables —dijo Agamenón—. Los robots pueden sustituirse. Nuestros cerebros no.

—Pero ¿no es cierto que esa hechicera tuvo que acabar con su vida para eliminar a Barbarroja y un puñado de neocimeks? —preguntó Jerjes—. Fue un suicidio. ¿Crees que estarán dispuestas a repetir la jugada?

—Solo porque tú eres un cobarde, Jerjes, no significa que los humanos salvajes tengan miedo a autosacrificarse —replicó Agamenón—. Una hechicera nos ha costado siete neocimeks y un titán. Una pérdida escandalosa.

Después de mil años de vida, durante los cuales se habían perdido miles de millones de vidas humanas (muchas a manos de Agamenón o en su presencia), se creía inmune a la contemplación de la muerte. De los primeros titanes, Barbarroja, Juno y Tlaloc habían sido sus amigos más íntimos. Los cuatro habían sembrado la semilla de la rebelión. Los demás titanes habían aparecido más tarde.

Pese al hecho de que sus imágenes mentales eran muy antiguas, el titán todavía recordaba a Barbarroja en su forma humana. Vilhelm Jayther era un hombre de brazos y piernas delgados, hombros anchos y pecho hundido. Algunos decían que su aspecto era desagradable, pero sus ojos poseían la intensidad que gustaba a Agamenón. Además, era un genio programador sin parangón.

Jayther había aceptado el desafío de acabar con el Imperio antiguo, había pasado semanas sin dormir hasta descubrir la manera de solucionar el problema. Se entregó por entero a la tarea, hasta averiguar cómo manipular la sofisticada programación y ponerla al servicio de los rebeldes. Al implantar ambiciones y objetivos humanos en la red informática, logró que las máquinas desearan participar en el derrocamiento.

Sin embargo, Omnius había desarrollado más adelante ambiciones propias.

Jayther, un hombre de tremenda prudencia, había incluido instrucciones que prohibían a las máquinas pensantes hacer daño a cualquier titán. Agamenón y todos sus compañeros estaban vivos gracias a Vilhelm Jayther,
Barbarroja
.

Pero las hechiceras le habían matado. Un hecho que no dejaba de atizar su cólera.

—No podemos permitir que este ultraje quede sin castigo —dijo Ajax—. Yo digo que vayamos a Rossak, matemos a todas las mujeres y convirtamos su planeta en una bola carbonizada.

—Querido Ajax —dijo Juno con dulzura—, ¿debo recordarte que una sola de esas hechiceras destruyó a Barbarroja y a todos los neocimeks que le acompañaban?

—¿Y qué? —contestó con orgullo Ajax—. Yo solo exterminé a la plaga humana de Walgis. Juntos, podemos ocuparnos de unas pocas hechiceras.

—Los rebeldes de Walgis ya estaban derrotados cuando tú empezaste la carnicería, Ajax —dijo Agamenón—. Estas hechiceras son diferentes.

—Omnius nunca autorizará un ataque a gran escala —dijo Dante con voz monótona—. Los gastos serían excesivos. Ya he llevado a cabo un análisis preliminar.

—No obstante —contestó Agamenón—, sería un gran error táctico dejar de vengar esta derrota.

—Como quedamos tan pocos —dijo Jerjes, tras unos segundos de molesto silencio—, los titanes nunca deberían atacar juntos. Pensad en el riesgo.

—Pero si vamos juntos a Rossak y aplastamos a las hechiceras, la amenaza habrá desaparecido —dijo Ajax. Juno emitió un siseo.

—Veo tu cerebro en el contenedor, Ajax —dijo—, pero parece que no lo uses. Quizá deberías cambiar tu electrolíquido. Las hechiceras han demostrado que pueden destruirnos, y tú quieres lanzarte contra la mayor amenaza que han afrontado jamás los titanes como ovejas que van al matadero.

—Podríamos utilizar naves robot que atacaran desde la órbita —propuso Dante—. No hace falta que nos pongamos en peligro.

—Se trata de algo personal —gruñó Ajax—. Uno de los titanes ha sido asesinado. No vamos a lanzar misiles desde el otro extremo del sistema planetario. Es un método de cobardes, aunque las máquinas pensantes lo llamen eficacia.

—Hay espacio para el compromiso —dijo Agamenón—. Juno, Jerjes y yo podemos reunir voluntarios neocimek y atacar con una flota robot. Sería suficiente para infligir daños inmensos a Rossak.

—Pero yo no puedo ir, Agamenón —dijo Jerjes—. Estoy trabajando con Dante. Nuestros mayores monumentos de la plaza del Foro están a punto de concluirse. Hemos empezado a trabajar en una nueva estatua para Barbarroja.

—En el momento preciso —dijo Juno—. Estoy seguro de que se alegrará, ahora que ha muerto.

Jerjes tiene razón —dijo Dante—. También hemos de pensar en el inmenso friso de la victoria de los titanes, que se está construyendo en la colina cercana al centro metropolitano. Hay capataces de cuadrillas, pero necesitan vigilancia constante. De lo contrario, los gastos se dispararían, y los plazos no…

—Debido al reciente desastre de su estatua, Ajax está familiarizado con tales problemas —dijo Juno—. ¿Por qué no se queda él, en lugar de Jerjes?

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