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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (36 page)

Si bien los ordenadores conscientes estaban prohibidos en los planetas de la liga, sobre todo en el bucólico Poritrin, Norma dedicaba gran parte de su tiempo a comprender el funcionamiento de los complicados circuitos gelificados.
Con el fin de destruirlo, primero hay que comprender al objetivo.

Holtzman y ella cenaban de vez en cuando juntos, comentaban ideas mientras bebían vinos importados y saboreaban platos exóticos. Norma, que apenas probaba la comida, hablaba con apasionamiento, movía sus pequeñas manos, echando de menos un punzón y una tablilla para poder esbozar sus ideas. Terminaba los ágapes a toda prisa con el deseo de regresar cuanto antes a sus aposentos, mientras el gran inventor disfrutaba de un espléndido postre y escuchaba música.
Recargar ideas
, lo llamaba.

A Holtzman le gustaba hablar de sus éxitos y agasajos anteriores, leer las distinciones y premios que lord Bludd le había concedido. Por desgracia, ninguna de esas conversaciones había conducido a ningún descubrimiento importante, en opinión de Norma.

Estaba de pie rodeada de luces brillantes. Contemplaba una pizarra de cristal suspendida del tamaño de un ventanal. Estaba recubierta por una fina película translúcida que conservaba todos sus trazos cuando anotaba pensamientos e ideas. Un artilugio trasnochado, pero para Norma era el mejor método de documentar sus ideas erráticas.

Examinó la ecuación que había escrito, se saltó unos cuantos pasos y dio saltos intuitivos, hasta llegar a una anomalía cuántica que, al parecer, permitía que un objeto estuviera en dos sitios al mismo tiempo. Uno era una simple imagen del otro, pero ningún cálculo podía determinar cuál era real.

Si bien no estaba segura de que este concepto heterodoxo pudiera ser utilizado como arma, Norma recordó que su mentor la había animado a seguir cada sendero hasta su conclusión lógica. Armada con ecuaciones y dispuesta a efectuar un simulacro completo, corrió por los pasillos bien iluminados hasta llegar a la sala de los calculadores supervivientes.

Los técnicos estaban inclinados sobre sus mesas y utilizaban instrumentos de cálculo, incluso a esta hora tardía. Había muchos asientos libres, pues un tercio de los calculadores habían sucumbido a causa de la fiebre mortífera. Holtzman había comprado un nuevo grupo de trabajadores zenshiítas procedentes de los
Recursos Humanos
de Poritrin, pero aún no estaban lo bastante preparados para cálculos complicados.

Después de entregar el nuevo problema al capataz de la cuadrilla, Norma explicó con paciencia sus intenciones, y aclaró que ya había hecho algunos adelantos. Encauzó a los calculadores en la dirección que deseaba, y subrayó la importancia de su teoría, hasta que alzó los ojos y vio a Tio Holtzman en la puerta.

El hombre condujo a Norma hasta el pasillo con el ceño fruncido.

—Pierdes el tiempo si intentas entablar amistad con ellos. Recuerda que los esclavos calculadores son simple maquinaria orgánica, procesadores que proporcionan resultados. No cuesta nada reemplazarlos, de modo que no les adjudiques personalidades ni temperamentos. Lo único que nos interesa son las soluciones. Una ecuación carece de personalidad.

Norma prefirió evitar discusiones, pero volvió a sus aposentos para continuar a solas sus esfuerzos. Opinaba que los órdenes más esotéricos de las matemáticas sí tenían personalidad, que ciertos teoremas e integrales exigían una delicadeza y consideración que la aritmética vulgar nunca necesitaba.

Paseó hasta situarse detrás de la pizarra de cristal, con el fin de examinar el reverso de sus ecuaciones. Los símbolos parecían absurdos, pero se obligó a contemplar la cuestión desde una perspectiva diferente. Los calculadores habían finalizado el anterior conjunto de tediosos cálculos, y mientras analizaba su trabajo, el resultado la seguía dejando perpleja.

Como sabía en el fondo cuál era la respuesta, desechó el resultado de los esclavos y se colocó delante del cristal. Borró los símbolos y escribió otros, y luego se paseó entre la parte anterior y posterior de la tabla con el fin de descubrir una manera de salir de su aprieto.

Tio Holtzman arrancó a Norma de su universo teórico. Miró sorprendido.

—Estabas en trance.

—Estaba pensando —rectificó ella.

Holtzman lanzó una risita.

—¿Al otro lado de la pizarra?

—Me abría nuevas posibilidades. El hombre se frotó la barbilla.

—Nunca había visto a nadie tan concentrado como tú.

Norma encontró en su mente la solución que había desarrollado, pero no supo verbalizarla.

—Sé cuál debería ser el resultado, pero soy incapaz de reproducirlo. Los calculadores aportan respuestas diferentes a la que yo espero.

—¿Han cometido un error? —preguntó el sabio con aire irritado.

—Si es así, yo no lo he localizado. Su trabajo parece correcto. Sin embargo, presiento que es erróneo.

El científico frunció el ceño.

—Las matemáticas no existen para satisfacer deseos, Norma. Hay que seguir todos los pasos y ceñirse a las leyes del universo.

—Os referís a las leyes conocidas del universo, sabio. Yo solo deseo ampliar nuestro pensamiento, ensancharlo y replegarlo sobre sí mismo. Estoy segura de que hay maneras de solventar el problema. Rodeos intuitivos.

La expresión del sabio parecía paternalista, perpleja pero incrédula.

—Las teorías matemáticas con las que trabajamos suelen ser esotéricas y difíciles de comprender, pero siempre siguen reglas fijas.

Norma se volvió, frustrada por las dudas de Holtzman.

—Para empezar, la obediencia ciega a las reglas permitió la creación de las máquinas pensantes. Ceñirnos a las reglas puede impedirnos derrotar a nuestros enemigos. Vos mismo lo dijisteis, sabio. Hemos de buscar alternativas.

El hombre, al encontrarse con un tema que le interesaba, enlazó manos, y las largas mangas resbalaron sobre sus nudillos. —¡En efecto, Norma! He terminado mi diseño del generador de resonancia, y el prototipo no tardará en ver la luz.

Demasiado preocupada para mostrarse diplomática con él, la muchacha negó con la cabeza.

—Vuestro generador no funcionará. He estudiado a fondo vuestros primeros diseños. Creo que adolecen de un fallo fundamental.

Holtzman la miró como si le hubiera abofeteado.

—¿Perdón? He repasado todo el trabajo. Los calculadores han verificado cada paso.

La joven se encogió de hombros, distraída con su pizarra.

—No obstante, sabio, opino que vuestra idea no es viable. Los cálculos correctos no siempre son correctos, si se basan en principios imperfectos o suposiciones incorrectas. —Arrugó el entrecejo cuando reparó por fin en la expresión irritada del hombre—. ¿Por qué os enfadáis? Me dijisteis que el propósito de la ciencia es probar ideas y desecharlas si no funcionan.

—Has de demostrar tus objeciones —dijo el sabio en tono encrespado—. Haz el favor de enseñarme los diseños en donde he cometido un error.

—No se trata tanto de un error como de… —Meneó la cabeza—. Es una intuición.

—Yo no confío en la intuición —replicó Holtzman.

Decepcionada por su actitud, la muchacha respiró hondo. Zufa Cenva nunca había sido partidaria de la diplomacia, y Norma tampoco. Había crecido aislada en Rossak, y casi todos sus conocidos la habían dejado de lado, salvo Aurelius Venport.

Daba la impresión de que Holtzman no cumplía lo que predicaba, pero al fin y al cabo era un científico, y Norma creía que un propósito importante les había reunido. Su deber consistía en denunciar los errores que creía detectar. Él habría hecho lo mismo con ella.

—Aún creo que no deberíais dedicar más esfuerzos ni tiempo al generador de resonancia.

—Como los fondos son míos y puedo administrarlos como me plazca —replicó Holtzman—, continuaré haciéndolo, con la esperanza de demostrar que te equivocas.

Salió de la habitación hecho un basilisco.

Norma le llamó, en un intento de aplacar su ánimo.

—Eso espero, sabio, creedme.

53

Existe una cierta mala voluntad en la formación de los órdenes sociales, una lucha profunda, con despotismo en un extremo y esclavitud en el otro.

T
LALOC
,
Las debilidades del Imperio

El delta fluvial de Poritrin no se parecía en nada a los tranquilos riachuelos y pantanos de Harmonthep. Más que nada, el niño esclavo Ishmael deseaba volver a casa…, pero ignoraba cuán lejos estaba. Por las noches, se despertaba a menudo chillando en el recinto, torturado por pesadillas. Pocos esclavos se molestaban en consolarle; ya tenían bastante de qué preocuparse.

Habían quemado su aldea, capturado o asesinado a casi todos sus habitantes. El chico recordaba que su abuelo se había enfrentado a los invasores, citado sutras budislámicos para convencerles de la vileza de sus acciones. En respuesta, los malvados negreros habían ridiculizado al anciano Weyop, como si fuera un ser insignificante e ineficaz. Podrían haberle matado.

Mucho tiempo después de que los negreros hubieran dejado inconsciente a Ishmael, había despertado en el interior de un ataúd de plasacero y planchas transparentes, una cámara de éxtasis que le había mantenido inmóvil pero vivo. Ningún esclavo habría podido causar problemas durante el viaje de la nave de Tlulaxa hasta llegar a su extraño destino. Habían despertado a todos los cautivos poco antes de descargarles… y venderles como esclavos en el mercado de Starda.

Algunos prisioneros de Harmonthep habían intentado escapar, sin saber adónde podían huir. Los negreros dejaron sin conocimiento a algunos para que dejaran de gimotear y revolverse. Ishmael tuvo ganas de resistirse, pero intuyó que sería mejor observar y aprender, hasta que descubriera una forma más eficaz de rebelarse. Antes que nada, necesitaba comprender Poritrin. Después, ya llegaría a alguna conclusión. Era lo que su sabio abuelo le habría aconsejado.

Weyop había citado sutras que hablaban de una maldad exterior inminente, de invasores desalmados que acabarían con su forma de vida. Debido a estas profecías, los zensunni habían renunciado a la compañía de los demás hombres. En el decadente Imperio Antiguo, la gente se había olvidado de Dios, y sufrido cuando las máquinas pensantes tomaron el poder. El pueblo de Ishmael creía que era su sino, el gran Kralizec, la plaga que acabaría con el universo, tal como había sido predicho desde milenios antes. Los seguidores del credo budislámico habían escapado, pues ya sabían el resultado de la batalla desesperada.

Sin embargo, dicha batalla no había terminado según la profecía. Parte de la raza humana había sobrevivido a los demonios mecánicos, y ahora esa gente se había revuelto contra los
cobardes
refugiados budislámicos con ánimo de venganza.

Ishmael no creía que las antiguas escrituras estuvieran equivocadas. Tantos sutras, tantas profecías. Su abuelo parecía muy seguro cuando hablaba de las leyendas…, pero su pacífico pueblo de Harmonthep había sido invadido, y tomados como esclavos sus miembros más fuertes y sanos. Ahora, Ishmael y sus vecinos se hallaban en un planeta lejano, con su cuerpo en venta.

Como Ishmael era el cautivo más joven, los negreros esperaban poco de él. Ordenaron a su grupo de trabajo que vigilara al muchacho, que comprobara el cumplimiento de sus tareas, o en caso de fallar, que recogieran los despojos.

Pese a sus músculos doloridos y la piel en carne viva, Ismael trabajaba igual que los demás. Veía a sus desesperados compañeros perder el tiempo con quejas, una actitud que encolerizaba a los propietarios y conducía a castigos innecesarios. Ishmael callaba sus protestas.

Pasó semanas metido hasta las rodillas en marismas fangosas donde cuerdas y estacas limitaban los bancos de moluscos. Recogía puñados de los diminutos vívalos y corría a transportarlos a los campos húmedos. Si apretaba con demasiada fuerza, destrozaba las delicadas conchas, y tal descuido le había deparado un azote con un látigo sónico, cuando el capataz vio lo que había hecho. El azote había levantado ampollas en su piel, sin dejar marcas, pero sí una cicatriz indeleble en su cerebro. Ishmael sabía que haría todo lo posible por evitar el castigo en lo sucesivo.

Decidió no conceder otra victoria fácil a sus amos. Pese a que se trataba de un asunto insignificante, intentaría controlarlo en lo posible.

Mientras contemplaba a sus compañeros de fatigas, Ishmael casi se alegró de que sus padres hubieran muerto en una tormenta, alcanzados por un rayo en el lago contaminado cuando navegaban en un esquife. Al menos, ahora no podían verle, ni tampoco su abuelo…

Después del primer mes en Poritrin, las manos y pies de Ishmael estaban tan impregnadas de barro negro que ni siquiera la higiene constante podía erradicar las manchas. Tenía las uñas rotas e incrustadas de barro.

En Harmonthep, Ishmael se había dedicado a recoger huevos de nidos de qaraa, pescar sabandijas tortuga y arrancar tubérculos osthmir que crecían en las aguas salobres de los marjales. Había trabajado desde muy pequeño, pero no le gustaba trabajar en este planeta, porque no era por la gloria de Budalá, ni por la salud y bienestar de su pueblo, sino para beneficio de otros.

Las mujeres cocinaban en el recinto, utilizando los ingredientes y especias desconocidos que les cedían. Ishmael añoraba el sabor del pescado cocinado sobre hojas de lirio, y de las cañas dulces, cuyo zumo podía emborrachar de placer a un niño.

Por la noche, la mitad de las viviendas estaban vacías, porque muchos esclavos habían muerto a causa de la fiebre. Casi siempre, Ishmael se arrastraba hacia su jergón y caía dormido. Otras veces, se obligaba a permanecer despierto y escuchar las historias que contaban en círculos.

Los hombres hablaban entre sí, discutían sobre la mejor manera de elegir un líder de su grupo. Para algunos, la idea era absurda. No había escapatoria, y un líder solo podría impulsarles a correr riesgos que les condujeran a la muerte. Ishmael se sentía triste cuando recordaba que su abuelo había esperado nombrar algún día a su sucesor. Los mercaderes de carne de Tlulaxa habían cambiado todo. Incapaz de alcanzar una decisión, los zensunni seguían hablando sin parar. Ishmael quería zambullirse en el olvido del sueño.

Le gustaba más que los hombres contaran cuentos, o recitaran las poéticas
Canciones del largo éxodo
, que loaban a los peregrinos zensunni, el relato de cómo su pueblo había buscado un hogar en el que estuvieran a salvo de las máquinas pensantes y los planetas de la liga. Ishmael no había visto jamás un robot, y se preguntaba si eran monstruos imaginarios utilizados para asustar a niños desobedientes. Pero sí había visto hombres malvados, los invasores que habían asolado su aldea, maltratado a su abuelo y tomado tantos cautivos inocentes.

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