Cuando Xavier entró en el patio, ya esperaban otros jinetes. Los perros ladraban entre las patas de los caballos, pero el majestuoso corcel hizo caso omiso de ellos, como si fueran chiquillos maleducados.
Los cazadores aferraron las riendas y callaron a los perros. Varios caballos de caza negros se mostraban tan impacientes como los perros. Dos de los cazadores lanzaron sonoros silbidos, y los demás se reunieron con ellos, dispuestos a iniciar las festividades del día.
Manion Butler salió de los establos y convocó a su grupo, como un jefe militar que dispusiera a sus tropas para la batalla. Echó un vistazo al joven oficial y levantó una mano a modo de saludo.
Entonces, Xavier vio a Serena montada en una yegua gris. Llevaba botas altas, pantalones de montar y una chaqueta negra. Sus ojos despidieron chispas de electricidad cuando se encontraron con los de él.
Se acercó a Xavier, y una sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca. Pese a los perros ruidosos, los caballos inquietos y los hombres que chillaban, Xavier deseaba tanto besarla que apenas pudo contenerse. No obstante, Serena permaneció fría y tranquila, y extendió una mano enguantada a guisa de saludo. Él la cogió y apretó sus dedos.
Deseó poseer poderes telepáticos como las hechiceras de Rossak, con el fin de enviarle sus pensamientos, pero gracias al evidente placer que transparentaban sus facciones, comprendió que Serena sabía muy bien cuáles eran sus sentimientos, y los correspondía.
—Los viajes espaciales fueron muy largos —dijo Xavier—. Siempre estaba pensando en ti.
—¿Siempre? Tendrías que haberte concentrado en tus tareas. —Ella le dedicó una sonrisa escéptica—. Quizá podamos estar un rato a solas durante la cacería, y me contarás tus sueños.
Dirigió su yegua hasta el punto donde se encontraba su padre. Consciente de los ojos que les observaban, Xavier y ella mantuvieron una distancia aceptable. Xavier se acercó al virrey y estrechó su mano.
—Os doy las gracias por dejarme participar en la cacería. Manion Butler sonrió.
—Me alegro de que hayáis podido acudir, tercero. Estoy seguro de que este año cazaremos un erizón. Se han refugiado en esos bosques, y estoy ansioso por comer jamón y chuletas asadas. Y beicon, sobre todo. No hay nada comparable.
Serena le miró con ojos traviesos.
—Tal vez, padre, si llevarais menos perros escandalosos, caballos al galope y hombres patosos, sería más fácil localizar a alguno de esos tímidos animales.
En respuesta, Manion sonrió como si aún fuera una niña pequeña.
—Me alegro de que estéis aquí para protegerla, jovencito —dijo a Xavier.
El virrey levantó el brazo derecho. Sonaron los cuernos de caza y un gong retumbó en los establos. Los perros se precipitaron hacia la verja. El sendero discurría bajo los olivos hasta adentrarse en el bosque salusano. Dos muchachos de ojos ansiosos abrieron las puertas, impacientes por participar en su primera cacería.
El grupo se puso en marcha. Los perros fueron los primeros en salir, seguidos de los caballos montados por cazadores profesionales. Manion Butler iba con ellos. Sopló una trompa de caza que había sido de la familia desde que Bovko Manresa se había establecido en Salusa.
Sus seguidores usaban caballos de menor tamaño. Serían los encargados de montar el campamento y despellejar las piezas abatidas. También prepararían la fiesta que se celebraría cuando el grupo volviera a casa.
Los cazadores ya se habían dispersado, formando grupos con un jefe al frente. Xavier y Serena trotaron sin prisa hacia el bosque. Un joven de ojos brillantes miró atrás y guiñó el ojo a Xavier, como si supiera que la pareja no albergaba la menor intención de sumarse a la cacería.
Xavier espoleó a su corcel. Serena cabalgó a su lado, y se dirigieron hacia el cauce fangoso de un riachuelo. Intercambiaron una sonrisa de complicidad y escucharon los ladridos lejanos de los perros, así como el cuerno del virrey.
El bosque privado de los Butler abarcaba cientos de hectáreas, atravesadas por senderos de caza. Era como una especie de reserva natural, con prados y ríos espejeantes, aves y grandes extensiones de flores que estallaban en capas sucesivas de colores cuando la nieve se derretía.
Xavier era feliz porque al fin estaba solo con Serena. Mientras cabalgaban, se rozaban los brazos y los codos a propósito. Él apartaba las ramas de su cara, y ella señalaba aves y animales pequeños, que iba identificando.
En su cómodo atuendo de cacería, Xavier llevaba una daga ceremonial, un látigo y una pistola Chandler que disparaba fragmentos de cristal. Serena portaba su cuchillo y una pistola pequeña, pero ninguno de los dos esperaba cobrar alguna pieza. Iban decididos a cazarse mutuamente, y ambos lo sabían.
Serena eligió su camino sin vacilar, como si hubiera aprovechado la ausencia de Xavier para recorrer el bosque en busca de lugares donde pudieran estar solos. Por fin, le guió a través de un bosquecillo de pinos hasta una pradera de hierba alta, flores similares a estrellas y gruesas cañas, más altas que ella. Las cañas rodeaban un estanque de aguas cristalinas, un pequeño lago creado por la nieve derretida y alimentado por una fuente subterránea.
—Hay burbujas en el agua —explicó la joven—. Te cosquillean la piel.
—¿Significa eso que quieres nadar?
Xavier sintió la garganta seca cuando pensó en la perspectiva.
—Estará fría, pero la fuente posee un calor natural. Ardo en deseos de probarla.
Serena desmontó con una sonrisa y dejó que su yegua pastara. Oyó un chapoteo en el estanque, pero las cañas no dejaban ver.
—Parece que también hay muchos peces —dijo Xavier. Bajó de su corcel, palmeó el musculoso cuello, y el caballo fue a pastar cerca de la yegua.
Serena se quitó las botas y las medias, se subió los pantalones por encima de las rodillas y caminó descalza sobre la hierba.
—Voy a probar el agua.
Xavier comprobó los cierres de la silla del corcel. Abrió uno de los compartimientos de cuero y sacó una botella de agua perfumada al limón. Siguió a Serena hasta las cañas, mientras se imaginaba nadando con ella, los dos solos surcando desnudos el solitario lago, besándose…
De repente, un monstruoso erizón salió de entre las cañas a toda velocidad, arrojando barro y agua al aire. Serena lanzó un grito, más alarmada que aterrada, y cayó de espaldas en el barro.
El erizón pateó la hierba con sus patas hendidas. Largos colmillos sobresalían de su hocico, capaces de arrancar árboles jóvenes de cuajo y destripar enemigos. Los ojos del animal eran grandes y negros. Emitía potentes gruñidos, como si estuviera a punto de escupir fuego. Decía la leyenda que muchos hombres, perros y caballos habían muerto en las cacerías de erizones, pero ya quedaban pocos de ellos.
—¡Métete en el agua, Serena!
El animal se volvió cuando oyó su grito. Serena siguió las instrucciones de Xavier. Empezó a nadar, consciente de que el animal no podría atacarla si se sumergía en el agua.
El erizón cargó con toda su rabia. Los dos caballos relincharon y corrieron hacia el borde del prado.
—¡Cuidado, Xavier!
Serena, hundida en el agua hasta la cintura, desenvainó su cuchillo de caza, pero sabía que no podía ayudarle.
Xavier plantó con firmeza las piernas en el suelo, con el cuchillo en una mano y la pistola Chandler en la otra. Apuntó el arma sin que el pulso le temblara y disparó tres veces a la cara del jabalí. Los proyectiles destrozaron el cuello y la frente del animal, y arañaron el grueso cráneo. Otro proyectil astilló uno de los colmillos, pero el animal siguió cargando hacia él, impulsado por su velocidad.
Xavier disparó dos veces más. El animal sangraba profusamente, herido de muerte, pero ni siquiera la inminencia del desenlace disminuyó su velocidad. Cuando el erizón estuvo casi encima de Xavier, este saltó a un lado y lo degolló con el afilado cuchillo, abriéndole la yugular y la carótida. El erizón dio media vuelta y le cubrió de sangre al tiempo que su corazón dejaba de latir.
El peso del animal tiró a Xavier al suelo, pero rodó lejos para evitar que el colmillo restante le atravesara. Xavier se puso en pie y caminó unos pasos, tembloroso. Su indumentaria de caza estaba empapada de la sangre de la bestia.
—¡Serena!
—Estoy bien —contestó la joven, mientras nadaba hacia la orilla.
Xavier contempló su reflejo en el plácido estanque, vio su camisa y su cara cubiertas de sangre. Confió en que no fuera de él. Enlazó las manos y se mojó con agua fría, y luego agachó la cabeza para quitarse el hedor del pelo. Se frotó las manos con arena.
Serena se acercó a él con la ropa empapada y el pelo pegado al cráneo. Utilizó una esquina de la chaqueta para secar la sangre del cuello y las mejillas de Xavier. Después, le abrió la camisa y también le secó el pecho.
—No tengo ni un rasguño —dijo Xavier, sin saber si era cierto. Notaba la piel del cuello caliente y arañada, y le dolía el pecho como consecuencia de la colisión con el monstruo. Atrajo hacia sí a la joven.
—¿Estás segura de que no has sufrido ningún daño? ¿No te has hecho cortes, no te has roto ningún hueso?
—¿A mí me lo preguntas? —se burló ella—. Yo no soy la valiente cazadora de erizones.
Serena le besó. Tenía los labios fríos del agua, pero Xavier los retuvo contra los suyos hasta que las bocas se abrieron un poco y las lenguas se encontraron. La condujo en dirección al prado, lejos del animal muerto.
Los jóvenes amantes se retiraron el pelo mojado de las orejas y los ojos, y volvieron a besarse. El roce con la muerte hacía que se sintieran intensamente vivos. La piel de Xavier estaba caliente, y su corazón latía con fuerza, aunque el peligro había pasado. Una nueva emoción estaba creciendo. Deseó poder captar mejor el seductor aroma del perfume de la joven, pero solo percibió una insinuación fascinante.
Las ropas mojadas de Serena estaban frías, y Xavier observó que tenía erizado el vello de sus brazos. Lo única solución era quitarse la ropa.
—Ven, voy a calentarte.
Ella le ayudó a desabrochar la chaqueta negra y la blusa, mientras sus dedos se afanaban con la camisa manchada de Xavier.
—Solo quiero asegurarme de que no estás herido —dijo Serena—. No sé qué habría hecho si te hubiera matado.
Sus palabras surgían trémulas entre beso y beso.
—Hace falta algo más que un erizón para alejarme de ti.
Serena le pasó la camisa por encima de sus hombros y forcejeó con los botones de los puños para quitársela por completo. El suelo del prado era blando y confortable. Los caballos pacían con parsimonia mientras Xavier y Serena daban rienda suelta a su pasión reprimida entre susurros y chillidos.
La cacería se les antojaba muy lejana, aunque Xavier había matado un erizón y podría contar una historia dramática durante la fiesta. Claro que algunos detalles deberían omitirse…
De momento, la guerra contra las máquinas pensantes no existía. En esta breve y apasionada hora, no eran más que dos seres humanos, solos y enamorados.
La ciencia peca de arrogancia al creer que, cuanto más desarrollamos la tecnología y más aprendemos, mejor será nuestra vida.
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LALOC
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La Era de los Titanes
Cualquier cosa imaginada puede llegar a ser real…, siempre que exista el genio suficiente.
Tio Holtzman había repetido la frase en cientos de discursos pronunciados ante el Consejo de Nobles de Poritrin. Sus ideas y logros alimentaban sueños y fomentaban la confianza en la capacidad tecnológica humana contra las máquinas pensantes.
El mantra también había convencido a su protector, lord Niko Bludd, y a los representantes de la Liga de Nobles. Al principio de su carrera, Holtzman había comprendido que no siempre eran los mejores científicos quienes recibían los aplausos o los fondos necesarios para sus investigaciones, sino los mejores actores, los políticos más eficaces.
Holtzman era un científico dotado, de ello no cabía duda. Poseía un bagaje técnico excepcional y había logrado grandes éxitos con sus invenciones y sistemas de armamento, todos los cuales se habían utilizado con éxito contra Omnius, pero se las había ingeniado para recibir más publicidad y atención de las que sus inventos merecían. Gracias a sus dotes de oratoria y a adornar ciertos detalles, había construido un pedestal de fama sobre el que ahora se alzaba. Holtzman se había convertido en el héroe de Poritrin, en lugar de ser otro inventor anónimo más. Su habilidad para encandilar al público, para alumbrar una llama de esperanza y credulidad en su mente, superaba a su capacidad científica.
Con el fin de alimentar su mitología, Holtzman buscaba sin cesar nuevas ideas, lo cual exigía inspiración y dilatados períodos de meditación ininterrumpida. Le gustaba dejar que las posibilidades rodaran como guijarros por una empinada pendiente. A veces, los guijarros se detenían en su carrera, con algo de ruido pero sin aportar nada. En otras ocasiones, tales ideas desencadenaban una avalancha.
Cualquier cosa imaginada puede llegar a ser real.
Pero primero hay que imaginarla.
Después de volver a casa, tras presenciar la devastación de Salusa Secundus, había reservado un camarote privado a bordo de una lujosa barcaza, uno de los silenciosos zepelines que despegaban de la ciudad de Starda y derivaban a merced de corrientes de aire caliente, sobrevolando las infinitas llanuras de Poritrin.
Holtzman se hallaba de pie en la cubierta del aparato, contemplando las praderas que fluían en un mar verde y marrón, salpicado de lagos. Bajo él, los pájaros volaban como bancos de peces. El lento aparato derivaba sin prisas, sin horario previsto.
Clavó la vista en el horizonte. Distancias carentes de límites, posibilidades infinitas. Algo hipnótico, que inducía a la meditación…, al nacimiento de la inspiración. Esos lugares expandían su mente, le permitían seguir locas ideas y acosarlas como un depredador a su presa.
La barcaza pasaba sobre formas geométricas similares a tatuajes en la tierra, parcelas dedicadas al cultivo de la caña de azúcar. En otros campos crecían grano y fibras destinadas a la fabricación de ropa. Ejércitos de esclavos humanos trabajaban en las granjas y ranchos, como insectos en una colmena.
Siguiendo una derivación bucólica del navacristianismo, la gente de Poritrin había ilegalizado los aparatos de cosecha electrónicos para volver a raíces más humildes. Sin la sofisticada maquinaria, necesitaban una gran cantidad de mano de obra. Mucho tiempo antes, Sajak Bludd había sido el primer noble de la liga en introducir la esclavitud como medio de hacer viable la agricultura a gran escala.