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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (15 page)

Ni Omnius ni ninguno de sus arquitectos robot comprendían la auténtica belleza. Para Erasmo, los edificios y el trazado de la ciudad reconstruida parecían componentes de ángulos agudos y bruscas discontinuidades. Una ciudad debía ser algo más que un diagrama de circuitos práctico. Sometido a su escrutinio multifásico, la metrópoli semejaba un complejo mecanismo, diseñado y construido con fuerza utilitaria. Poseía sus propias líneas armónicas y eficacia sistemática, lo cual daba como resultado una belleza casual…, pero carente de la menor delicadeza.

Era decepcionante que la supermente se negara a vivir de acuerdo con sus infinitas posibilidades. A veces, las irreales ambiciones humanas poseían cierto valor.

Omnius despreciaba, o rechazaba de manera consciente, la belleza elegante de la arquitectura humana de la Edad de Oro. Pero esa superioridad fría y petulante no era lógica. Erasmo reconocía cierta belleza en máquinas y componentes aerodinámicos. Le gustaba su piel de platino bruñida, la delicadeza de su cara reflectante con la que formaba expresiones faciales, pero consideraba absurdo preservar la fealdad con el fin de despreciar el concepto de belleza de un enemigo.

¿Cómo podía una supermente distribuida entre cientos de planetas exhibir siquiera una pizca de intolerancia? Para Erasmo, debido a su imparcial y madura comprensión, desarrollada gracias a prolongadas meditaciones, la actitud de Omnius revelaba una carencia absoluta de flexibilidad.

Emitió el sonido de un suspiro exagerado, que había copiado de los humanos, y transmitió una orden mental que proyectó imágenes bucólicas de otros planetas sobre los ventanales. Algo relajante y plácido.

Se detuvo ante un sintetizador de prendas de vestir, eligió el diseño que deseaba y esperó a que le confeccionaran la pieza. Un blusón tradicional de pintor. Cuando estuvo preparado, se lo puso sobre su cuerpo esbelto y se encaminó hacia un caballete donde ya había dispuesto un lienzo en blanco, una paleta y pinceles de la mejor calidad.

Al mover una mano, se proyectaron en la pared imágenes ampliadas de obras maestras de la pintura, cada una perteneciente a un genio diferente. Eligió
Casas de Cordeville
, de un antiguo artista de la Tierra, Vincent Van Gogh. Era un cuadro osado y lleno de colorido, pero tosco en su ejecución, con trazos ineptos y aplicaciones infantiles de pigmento, en el que destacaban manchurrones de pintura y gruesas pinceladas de color. No obstante, el conjunto poseía una energía salvaje, un dinamismo primitivo indefinible.

Tras un rato de intensa concentración, Erasmo pensó que había llegado a asimilar cierta comprensión de la técnica desarrollada por Van Gogh, pero no conseguía entender por qué alguien había deseado crear aquella obra.

Aunque nunca había pintado, copió el cuadro con exactitud. Pincelada a pincelada, pigmento a pigmento. Cuando hubo terminado, Erasmo examinó su obra.

—La alabanza en su estado más puro.

Un brillo gris pálido apareció en la pared más cercana. Omnius había estado observando, como siempre. Erasmo tendría que justificar sus actividades, puesto que la supermente nunca entendía qué estaba haciendo el robot independiente.

Estudió la pintura de nuevo. ¿Por qué costaba tanto comprender la creatividad? ¿Debía cambiar al azar alguno de los componentes, para luego calificar la obra de original? Cuando el robot terminó su escrutinio, satisfecho de no haber cometido errores, de no haberse desviado de las pautas que discernía en la imagen del cuadro, esperó la llamarada de comprensión que iluminaría su esfuerzo.

Poco a poco, se dio cuenta de que no había creado arte, del mismo modo que una imprenta no engendraba literatura. Se había limitado a recrear la obra hasta el último detalle. No había añadido nada nuevo. Y ardía en deseos de comprender la diferencia.

Erasmo, frustrado, se concentró en otro proyecto. Llamó con voz implacable a tres criados y les ordenó que trasladaran sus útiles de pintura a uno de los laboratorios.

—Tengo la intención de dar a luz una nueva obra de arte, absolutamente personal. Una especie de naturaleza muerta. Vosotros tres participaréis de manera muy directa en ella. Regocijaos de vuestra buena suerte.

En el ambiente esterilizado del laboratorio, con la fría colaboración de sus guardias robot personales, Erasmo procedió a viviseccionar al trío de víctimas, indiferente a sus chillidos.

—Quiero llegar al corazón del asunto —bromeó—, al meollo de la cuestión.

Estudió los órganos chorreantes con sus manos metálicas, los estrujó, vio fluir los líquidos y derrumbarse las estructuras celulares. Llevó a cabo un análisis superficial, descubrió mecanismos torpes y sistemas circulatorios ineficaces, innecesariamente complejos y proclives al deterioro.

Después, al experimentar una energía vibrante, una impulsividad, Erasmo se dispuso a pintar. ¡Una obra nueva, única en su género! Utilizaría filtros diferentes, y cometería errores a propósito para imitar mejor la imperfección y la inseguridad humanas.

Por fin, debía estar en la senda correcta.

A una orden de Erasmo, robots centinela trajeron una cuba llena de sangre humana fresca, todavía sin coagular. Empezó a extraer los órganos internos de sus víctimas, todavía calientes al tacto, e indicó a dos lacayos que rasparan el interior de los cadáveres. Mientras contemplaba la disposición de los órganos, los dejó caer uno tras otro en la sangre y vio que se agitaban en el líquido, ojos, hígados, riñones, corazones.

Analizó con detenimiento cada fase del proceso y obedeció a sus
urgencias creativas
. Un capricho tras otro. Erasmo añadió más ingredientes a la siniestra receta. Imitando algo que había descubierto en Van Gogh, cortó la oreja de un cadáver y la arrojó también a la cuba.

Por fin, con las manos metálicas chorreando sangre, retrocedió. Una hermosa disposición, fruto de su originalidad. No pudo pensar en ningún artista humano que hubiera trabajado en un lienzo semejante. Nadie más había hecho algo parecido a esto.

Erasmo se secó las manos y empezó a pintar en un lienzo en blanco. Dibujó en el centro uno de los tres corazones, reproduciendo con sumo detalle los ventrículos, las aurículas y la aorta. Pero no deseaba que fuera la imagen realista de una disección. Decepcionado, emborronó algunas líneas para aportar un toque artístico. El verdadero arte exigía la cantidad exacta de incertidumbre, del mismo modo que un cocinero exquisito necesitaba las especias y sabores adecuados.

De este modo debía funcionar la creatividad. Mientras pintaba, Erasmo intentó imaginar la relación cinética entre su cerebro y sus dedos mecánicos, los impulsos mentales que ponían los dedos en acción.

—¿Es eso lo que los humanos definen como arte? —preguntó Omnius desde una pantalla mural.

Por una vez, Erasmo no quiso discutir con la supermente. Omnius tenía razón al mostrarse escéptico. Erasmo no había alcanzado la verdadera creatividad. Sí, había logrado una disposición original y gráfica, pero en el arte humano, la suma de los componentes daba como resultado algo más que los componentes individuales. El simple hecho de arrancar órganos de las víctimas, sumergirlos en sangre y pintarlos no le acercaba más a la comprensión de la inspiración humana. Incluso aunque manipulara los detalles, seguía siendo un artista impreciso y carente de inspiración.

De todos modos, tal vez había avanzado un paso en la dirección correcta.

Erasmo fue incapaz de llevar este pensamiento al siguiente paso lógico, y consiguió comprender el motivo. El proceso no era racional. La creatividad y la precisión de análisis se excluían mutuamente.

El robot, frustrado, aferró el macabro cuadro entre sus poderosas manos, rompió el marco y redujo a jirones el lienzo. Tendría que mejorar, y mucho. Erasmo compuso una expresión pensativa en su rostro de polímero metálico. No había avanzando ni un milímetro en la comprensión de los humanos, pese a un siglo de investigaciones y meditaciones intensas.

Erasmo caminó con parsimonia hacia su refugio privado, un jardín botánico donde escuchaba música clásica emitida a través de las estructuras celulares de las plantas.
Rapsodia en azul
, un clásico de la Vieja Tierra.

En el jardín, el preocupado robot se sentó bajo el sol rojizo y sintió calor sobre su piel metálica. Era otra cosa que parecía gustar a los humanos, pero no entendía por qué. Pese a su módulo de potenciación sensorial, solo le parecía calor.

Y las máquinas recalentadas se averiaban.

20

El tapiz del universo es inmenso y complejo, con infinitos estampados. Pese a que fibras de tragedia forman el tejido primordial, la humanidad, con su enconado optimismo, todavía consigue bordar pequeños dibujos de felicidad y amor.

P
ENSADORA
K
WYNA
, archivos de
la Ciudad de la Introspección

Después de su largo viaje espacial, Xavier solo podía pensar en volver a casa, a los cálidos brazos de Serena Butler.

De permiso, regresó a la propiedad de Tantor, donde sus padres adoptivos y el entusiasta Vergyl, su hermanastro, le dieron la bienvenida. Los Tantor formaban una pareja de edad avanzada, afable, inteligente y dulce, de piel oscura y pelo color humo. Daba la impresión de que Xavier estaba cortado del mismo patrón, con intereses similares y valores morales elevados. Se había criado en esta confortable y espaciosa mansión, que aún consideraba su hogar. Aunque había heredado legalmente otras posesiones Harkonnen (minas e industrias en tres planetas), muchas habitaciones de la casa todavía estaban destinadas a su uso exclusivo.

Cuando entró en sus aposentos, Xavier encontró un par de galgos que le esperaban, meneando la cola. Dejó caer sus bolsas y jugó con los perros. Los animales, más grandes que su hermano menor, siempre tenían ganas de jugar y se alegraban de verle.

Aquella noche, la familia le agasajó con la especialidad del cocinero, gallo salvaje rustido con miel, nueces fileteadas y aceitunas de Tantor. Por desgracia, después de haber estado expuesto a los gases venenosos de los cimeks, los sutiles matices de sabores y aromas se le escapaban. El cocinero le miró alarmado cuando añadió sal y especias, que necesitaba para saborear todo, al delicioso guiso.

Otra cosa que las máquinas le habían arrebatado.

Después, Xavier se acomodó en un pesado butacón de roble ante el fuego de la chimenea, acompañado de un vaso de vino tinto de los viñedos de la familia, también, por desgracia, sin poder disfrutar de su sabor. Le encantaba relajarse en casa, lejos del protocolo militar. Había pasado casi medio año a bordo de una nave de la Armada. Esta noche, dormiría como un bebé en su propia habitación.

Uno de los galgos grises roncaba sonoramente, con el hocico apoyado sobre los pies de Xavier. Emil Tantor, con una orla de cabello negro alrededor de su cabeza calva, estaba sentado ante su hijo adoptivo. Emil le interrogó acerca de las posiciones estratégicas de los Planetas Sincronizados y la capacidad militar de la Armada.

—¿Cuáles son las posibilidades de una escalada bélica después del ataque a Zimia? ¿Podemos hacer algo más que rechazar al enemigo?

Xavier terminó su vino, se sirvió media copa y una entera al anciano, y luego se reclinó en la butaca, sin molestar en ningún momento al perro.

—La situación es grave, padre. —Como apenas recordaba a sus padres, siempre había llamado así al señor de Tantor—. Pero siempre ha sido grave, desde la Era de los Titanes. Tal vez vivíamos con demasiada comodidad en los tiempos del Imperio Antiguo. Olvidamos ser nosotros mismos, ser dignos de nuestras posibilidades, y durante mil años hemos pagado el precio. Fuimos presa fácil, primero de hombres malvados, y después de máquinas carentes de alma.

Emil Tantor sorbió su vino y clavó la vista en el fuego.

—¿De modo que al menos hay esperanza? Hemos de aferrarnos a algo.

Los labios de Xavier formaron una leve sonrisa.

—Somos humanos, padre. Mientras nos aferremos a eso, siempre habrá esperanza.

Al día siguiente, Xavier envió un mensaje a la finca Butler, en el que pedía permiso para acompañar a la hija del virrey a la cacería del erizón anual, que se celebraría dentro de dos días. Serena ya estaría enterada del regreso de Xavier. Sus naves de reconocimiento habían llegado con mucha fanfarria, y Manion Butler estaría esperando su nota.

Aun así, la sociedad salusana era formal y extravagante. Con el fin de cortejar a la hermosa hija del virrey, había que plegarse a ciertas expectativas.

Avanzada la mañana, un mensajero llamó a las puertas de la mansión Tantor. Vergyl estaba al lado de su hermano mayor, y sonrió cuando vio la expresión de Xavier.

—¿Qué es? ¿Puedo acompañarte? ¿Ha dicho que sí el virrey?

Xavier compuso una expresión burlona y seria a la vez.

—¿Cómo podría rechazar al hombre que salvó a Salusa Secundus de los cimeks? Recuerda esto, Vergyl, si algún día deseas ganarte el afecto de una joven.

—¿He de salvar el planeta para tener novia? —preguntó el niño con escepticismo, aunque procurando no manifestar incredulidad por las palabras de Xavier.

—Por una mujer tan maravillosa como Serena, eso es justamente lo que debes hacer.

Entró en la mansión para contar sus planes a Tantor.

Al día siguiente, Xavier se vistió con la indumentaria ecuestre más espléndida y salió en dirección a la propiedad de los Butler. Pidió prestado a su padre el corcel salusano color chocolate, un excelente animal de crin trenzada, hocico estrecho y ojos brillantes. Las orejas del caballo eran grandes, y corría sin el ritmo irregular de animales menos adiestrados. Sobre una colina cubierta de hierba se alzaba un conjunto de edificios encalados: la casa propiamente dicha, establos, aposentos de los criados y cobertizos, situados a lo largo del perímetro de una cerca. Mientras su caballo subía, vio la vista impresionante de los chapiteles de Zimia, muy lejos.

Un sendero pavimentado de piedra caliza triturada ascendía a la cumbre. La grava crujía bajo los cascos del caballo. Xavier notó el fresco de principios de primavera, vio hojas recién brotadas en los árboles, flores silvestres que acababan de reventar. Pero no percibió el olor del aire.

La colina estaba flanqueada de vides como un manto de pana verde, cada vid atada a cables sujetos entre estacas para que los racimos colgaran sobre el suelo, facilitando así su recogida. Olivos retorcidos rodeaban la casa principal, y sus ramas bajas estaban henchidas de flores blancas. Cada año, los primeros prensados de uvas y aceitunas eran causa de festejos en todas las casas salusanas. Los viñedos competían entre sí para ver cuál era capaz de producir las mejores cosechas.

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