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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

La Yihad Butleriana (11 page)

—Yo también lo deseo. Aprovechemos estos minutos que nos quedan.

Se rindió al deseo que ambos experimentaban y se inclinó para besarla, como si una fuerza magnética atrajera sus labios. El beso se prolongó, cada vez más intenso. Por fin, Xavier se enderezó. Serena pareció decepcionada, más por la situación que por él. Ambos tenían importantes responsabilidades, que exigían su tiempo y energía.

Recién ascendido, Xavier iba a embarcar con un grupo de especialistas militares en un viaje de inspección de las defensas planetarias de la liga. Después del ataque cimek contra Salusa Secundus dos meses antes, comprobaría que no existieran puntos débiles en los demás planetas de la liga. Las máquinas pensantes aprovecharían el defecto más ínfimo, y los humanos libres no podían permitirse el lujo de perder ninguna de sus restantes plazas fuertes.

En el ínterin, Serena Butler se concentraría en expandir el dominio de la liga. Después de que los médicos hubieran empleado con éxito los órganos proporcionados por Tuk Keedair, Serena había hablado con apasionamiento sobre los servicios y recursos que los Planetas No Aliados, como Tlulaxa, podían facilitar. Quería que se sumaran oficialmente a la unión de humanos libres.

Más mercaderes de carne habían llegado a Salusa con sus productos biológicos. Antes, muchos nobles y ciudadanos de la liga habían recelado de los misteriosos forasteros, pero ahora que los heridos afrontaban terribles pérdidas de órganos y miembros, aceptaban de buen grado los sustitutos clónicos. Los tlulaxa nunca habían explicado de dónde obtenían una tecnología biológica tan sofisticada, pero Serena alababa su generosidad y recursos.

En cualquier otro momento, su discurso en el Parlamento habría sido desechado, pero el ataque cimek había demostrado la vulnerabilidad de los Planetas No Aliados. ¿Y si las máquinas decidían la próxima vez aniquilar el sistema de Thalim, eliminando así la capacidad de los tlulaxa para devolver la vista a veteranos ciegos, y proporcionar nuevos miembros a los tullidos?

Había examinado cientos de documentos de inteligencia e informes diplomáticos, con la intención de decidir cuál de los Planetas No Aliados era el mejor candidato para sumarse a la hermandad de la liga. Unificar los restos de la humanidad se había convertido en su pasión, dotar de fuerza suficiente a la gente libre para rechazar cualquier agresión de las máquinas.

Pese a su juventud, ya había coronado con éxito dos misiones de auxilio, la primera cuando solo tenía diecisiete años. En una de ellas, había llevado comida y medicamentos a los refugiados de un planeta sincronizado abandonado, y en la otra había prestado ayuda para vencer una plaga biológica que casi destruyó las granjas de Poritrin.

Ni ella ni Xavier tenían tiempo para ellos.

—Cuando vuelvas, prometo que te compensaré —dijo Serena, con ojos centelleantes—. Te ofreceré un banquete de besos. Xavier se permitió una de sus escasas carcajadas.

—En ese caso, procuraré llegar muy hambriento. —Cogió su mano y la besó—. Cuando comamos juntos, acudiré con flores. Sabía que su siguiente cita se hallaba a meses de distancia. Ella le dedicó una sonrisa cálida.

—Me gustan mucho las flores.

Xavier estaba a punto de abrazar a Serena, cuando un niño de piel morena les interrumpió: Vergyl Tantor, de ocho años, el hermano de Xavier. Le habían dejado salir del colegio para despedirse de él. Vergyl se soltó de su profesor y corrió para abrazar a su ídolo. Hundió la cara en la camisa del uniforme.

—Cuida de la propiedad durante mi ausencia, hermanito —dijo Xavier, mientras pasaba los nudillos sobre el pelo rizado del niño—. Te encargarás de cuidar a mis galgos, ¿comprendido?

Los ojos del niño se abrieron de par en par, y asintió con seriedad.

—Sí.

—Y obedece a tus padres, de lo contrario no llegarás a ser un buen oficial de la Armada.

—¡Lo haré!

Por los altavoces indicaron al equipo de inspección que se dirigiera a la lanzadera. Xavier prometió que traería algo para Vergyl, Octa y Serena. Mientras Octa le miraba desde lejos, con una sonrisa esperanzada, abrazó de nuevo a su hermano pequeño, apretó la mano de Serena y se alejó con los oficiales e ingenieros.

Serena miró al niño y pensó en Xavier Harkonnen. Xavier solo tenía seis años cuando las máquinas pensantes habían matado a sus padres naturales y a su hermano mayor.

Gracias a acuerdos interfamiliares y al testamento de Ulf y Katarina Harkonnen, el pequeño Xavier había sido criado como hijo adoptivo de los poderosos Emil y Lucille Tantor, que entonces no tenían hijos. La noble pareja ya había tomado medidas para que sus bienes fueran administrados por parientes de Tantor, primos y sobrinos lejanos que no habrían heredado nada en circunstancias normales. Pero cuando Emil Tantor empezó a educar a Xavier, se quedó prendado del huerfanito y lo adoptó legalmente, aunque Xavier conservó el apellido Harkonnen y todos sus derechos de nobleza asociados.

Después de la adopción, y de manera inesperada, Lucille Tantor concibió un hijo, Vergyl, doce años más joven que Xavier. El heredero Harkonnen, al que no preocupaba la política dinástica, se concentró en un curso de estudios militares, con la intención de ingresar en la Armada de la Liga. A la edad de dieciocho años, recibió el título legal de las propiedades Harkonnen, y un año después se convirtió en oficial de la milicia salusana. Debido a su comportamiento impecable y su rápido ascenso, todo el mundo se dio cuenta de que Xavier llegaría muy lejos.

Tres personas que le querían vieron ascender la lanzadera en que viajaba. Vergyl cogió la mano de Serena con la intención de consolarla.

—Xavier volverá sano y salvo. Puedes confiar en él.

Serena experimentó una punzada de dolor, pero sonrió al niño.

—Pues claro que sí.

No había otro remedio. El amor era una de las cosas que diferenciaban a los humanos de las máquinas.

15

La respuesta es un espejo de la pregunta.

P
ENSADORA
K
WYNA
, archivos
de la Ciudad de la Introspección

La sala de reuniones temporal de los delegados de la liga había sido en un principio el hogar del primer virrey, Bovko Manresa. Antes de que los titanes se apoderaran del débil Imperio Antiguo, Manresa había construido la mansión en el entonces aislado Salusa Secundus, como una forma de celebrar la riqueza que le deparaban sus tierras. Más tarde, cuando empezaron a llegar refugiados humanos, expulsados por el cruel gobierno de los Veinte Titanes, la casa se había convertido en sala de reuniones, con sillas y un atril dispuestos en la majestuosa sala de baile, igual que hoy.

Meses antes, al cabo de pocas horas del ataque cimek, el virrey Butler se había parado sobre una pila de escombros, bajo la cúpula central destrozada del Parlamento. Mientras el polvo venenoso se posaba sobre las calles y todavía proseguían los incendios en los edificios dañados, había jurado reparar el venerable edificio que había servido a la liga durante siglos.

—El edificio gubernamental era algo más que un edificio. Era un terreno sagrado en el que líderes legendarios habían debatido grandes ideas y forjado planes contra las máquinas. Los daños sufridos en el techo y las plantas superiores eran graves, pero la estructura básica continuaba intacta. Al igual que el espíritu humano que representaba.

La mañana era muy fría, y la niebla oscurecía las ventanas. Las hojas de las colinas habían comenzado a teñirse de otoño, con tonos amarillo, naranja y castaño. Serena y los representantes entraron en la sala de reuniones provisional sin desprenderse de sus abrigos.

La joven contempló las paredes de la abarrotada sala de baile, los retratos de líderes muertos mucho tiempo atrás y cuadros que inmortalizaban pasadas victorias. Se preguntó qué traería el futuro, y cuál sería su papel. Ardía en deseos de hacer algo, de colaborar en la gran cruzada de la humanidad.

Casi toda su vida había sido una activista, siempre con el deseo de participar, de ayudar a las víctimas de otras tragedias, como catástrofes naturales o ataques de las máquinas. Incluso en épocas plácidas, había ido a trabajar en los viñedos y olivares de la familia a la hora de recoger la cosecha.

Tomó asiento en la primera fila, y después vio que su padre atravesaba la sala en dirección al atril. Un monje cubierto con una túnica de terciopelo rojo, cargado con un contenedor de plexiplaz que albergaba un cerebro humano vivo, sumergido en un electrolíquido viscoso, le seguía. El monje depositó con devoción el contenedor sobre una mesa situada junto al atril, y después permaneció inmóvil a su lado.

Serena vio que el tejido gris rosado ondulaba levemente en el interior del líquido azul claro. Aislado de los sentidos y distracciones del mundo físico durante más de un milenio, y estimulado por la contemplación constante, el cerebro de la pensadora había ido creciendo con el tiempo.

—La pensadora Kwyna no abandona con frecuencia la Ciudad de la Introspección —dijo el virrey Butler, en tono serio y exaltado a la vez—. Pero en estos momentos necesitamos las ideas y consejos mejores. Si alguna mente es capaz de comprender a las máquinas pensantes, será la de Kwyna.

Se veía en tan pocas ocasiones a estos filósofos esotéricos incorpóreos, que muchos representantes de la liga no entendían cómo conseguían comunicarse. Para aumentar el misterio que les rodeaba, los pensadores no decían gran cosa, pues preferían reservar sus energías y aportar tan solo las ideas más importantes.

—El subordinado de la pensadora hablará por Kwyna —dijo el virrey—, en caso de que pueda ofrecernos alguna idea.

El monje quitó la tapa del contenedor y dejó al descubierto el viscoso líquido. Parpadeó varias veces y escudriñó el depósito. Poco a poco, el monje introdujo una mano en el interior de la sopa. Cerró los ojos, respiró hondo y tocó con cuidado el cerebro. Su frente se arrugó de concentración cuando el electrolíquido empapó sus poros, conectando a la pensadora con el sistema neural del subordinado, utilizándole como una extensión al igual que los cimeks utilizaban cuerpos mecánicos artificiales.

—No entiendo nada —dijo el monje con voz extraña y distante. Serena sabía que era el principio básico que adoptaban los pensadores, y los cerebros contemplativos pasaban siglos abismados en sus estudios.

Siglos antes de los primeros titanes, un grupo de humanos espirituales habían gustado de estudiar filosofía y discutir temas esotéricos, pero demasiadas debilidades y tentaciones de la carne inhibieron su capacidad de concentración. En el tedio del Imperio Antiguo, estos eruditos metafísicos habían sido los primeros en instalar sus cerebros en sistemas de mantenimiento vital. Liberados de limitaciones biológicas, dedicaban todo su tiempo a aprender y pensar. Cada pensador quería estudiar toda la filosofía humana, con el fin de reunir los ingredientes necesarios para la comprensión del universo. Vivían en sus torres de marfil y meditaban, y raras veces se tomaban la molestia de reparar en las relaciones superficiales y acontecimientos del mundo exterior.

Kwyna, la pensadora de dos mil años que residía en la Ciudad de la Introspección de Salusa, afirmaba ser políticamente neutral.

—Estoy preparada para interactuar —anunció por mediación del monje, que miraba con ojos vidriosos a los congregados—. Podéis empezar.

El virrey Butler paseó la vista por la sala, y su mirada se posó en diversos rostros, incluido el de su hija.

—Amigos míos, siempre hemos vivido bajo la amenaza de la aniquilación, y ahora debo pediros que dediquéis vuestro tiempo, energía y dinero a nuestra causa.

Rindió tributo a las decenas de miles de salusanos que habían muerto durante el ataque cimek, junto con cincuenta y un dignatarios visitantes.

—La milicia salusana continúa en alerta máxima, y hemos enviado naves a todos los planetas de la liga para advertirles del peligro. Nuestra única esperanza reside en que otros planetas no sean atacados.

A continuación, el virrey llamó a Tio Holtzman, que acababa de llegar tras casi un mes de viaje desde sus laboratorios de Poritrin.

—Sabio Holtzman, estamos ansiosos por escuchar vuestro análisis de las nuevas defensas.

Holtzman ardía en deseos de inspeccionar sus escudos descodificadores, para ver cómo habían sido modificados y mejorados. En Poritrin, el noble Niko Bludd financiaba las investigaciones del sabio. Debido a sus anteriores logros, los miembros de la liga siempre albergaban la esperanza de que Holtzman se sacaría otro milagro de la manga.

Holtzman, de cuerpo menudo, vestido con prendas elegantes y pulcras, se movía con gracia y un gran dominio de la situación. El pelo gris que colgaba hasta sus hombros enmarcaba un rostro enjuto. Era un hombre muy seguro de sí mismo y egocéntrico, al cual le encantaba hablar a importantes dignatarios del Parlamento, pero en este momento parecía preocupado, cosa rara en él. En verdad, al inventor le costaba admitir una equivocación. No cabía duda de que su campo descodificador había fallado. ¡Los cimeks lo habían traspasado! ¿Qué iba a decir a esta gente que había confiado en él?

Cuando subió al estrado, el hombre carraspeó y paseó la vista a su alrededor, contempló a la pensadora y al monje que la acompañaba. Era un asunto muy delicado. ¿Cómo podía esquivar su culpabilidad?

El científico utilizó su mejor voz.

—En una guerra, cuando un bando consigue un avance tecnológico, el otro intenta superarlo. Hace poco lo hemos experimentado con mis campos descodificadores atmosféricos. De no haber sido instalados, la flota de máquinas pensantes habría arrasado Salusa. Por desgracia, no tuve en cuenta las capacidades únicas de los cimeks. Descubrieron un fallo en el blindaje y lo aprovecharon.

Nadie le había acusado de nada, pero era lo más parecido a la admisión de un error que Holtzman podía tolerar.

—Nos toca ahora superar a las máquinas con una nueva idea. Espero que esta tragedia me inspire, que empuje mi inspiración hasta su límite. —Dio la impresión de que se sentía avergonzado, incluso dolido—. Trabajaré en ello en cuanto regrese a Poritrin. Espero daros una sorpresa lo antes posible.

Una mujer de elevada estatura se deslizó hacia el atril, atrayendo la atención de todo el mundo.

—Tal vez pueda sugeriros algo.

Tenía las cejas claras y el pelo blanco, así como una piel luminosa que le confería una cualidad etérea, pero impregnada de poder.

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