El ojo espía flotó en el aire, mientras millones de posibilidades pasaban por la fértil mente de Omnius. Poco después, el ordenador tomó una decisión.
—Tienes mi permiso para proceder. Pero no sigas poniendo a prueba mi paciencia.
La gente necesita continuidad.
B
OVKO
M
ANRESA
, primer virrey
de la Liga de Nobles
En Poritrin, la virulenta fiebre hacía estragos en las tierras bajas y muelles donde los esclavos se hacinaban. Pese a la cuarentena y todos los esfuerzos, la enfermedad había matado a cierto número de funcionarios y mercaderes, e incluso se había propagado a los esclavos que trabajaban en los laboratorios de Tio Holtzman, la cual provocó problemas en los trabajos del científico.
Cuando Holtzman reparó por primera vez en los síntomas de la enfermedad que afectaba a sus calculadores de ecuaciones, ordenó de inmediato que trasladaran a los enfermos a cámaras de aislamiento y confinaran a los demás. El distraído sabio pensó que los esclavos se alegrarían de librarse de sus tareas matemáticas. En cambio, los calculadores gimieron y rezaron, y se preguntaron por qué Dios les castigaba a ellos en lugar de a sus opresores.
Al cabo de dos semanas, la mitad de sus esclavos habían muerto o estaban en cuarentena. El cambio producido en las rutinas diarias no ayudaba al trabajo mental del sabio.
Se estaban llevando a cabo varios simulacros a gran escala, siguiendo el desarrollo gradual de parámetros establecidos por la brillante Norma Cenva. Holtzman, irritado, sabía que interrumpir el trabajo requeriría nuevos equipos que empezaran de cero. Con el fin de conservar su prestigio, necesitaba un éxito cuanto antes.
En los últimos tiempos, había sido el trabajo de Norma, más que el suyo propio, el que había sustentado su reputación. Por supuesto, se había apropiado todo el mérito de haber transformado los generadores descodificadores en armas ofensivas. Lord Bludd había presentado con orgullo los dos prototipos a la fuerza de liberación de la Armada con destino a Giedi Prime. La verdad era que los proyectores habían prestado un gran servicio a los rescatadores, pero los prototipos habían consumido suficiente energía para dejar en tierra a dos transportes de tropas, y los ingenios se habían averiado, de forma irreparable, después de utilizarlos una sola vez. Para colmo, la pulsación descodificadora había producido resultados inesperados, porque muchos robots habían gozado de la protección de paredes, o no habían sido afectados por el campo destructor. De todos modos, la idea era prometedora, y los nobles animaron a Holtzman a mejorar el invento, ignorantes del papel jugado por Norma.
Al menos, la reputación de Holtzman estaba a salvo. De momento.
Norma era tranquila pero diligente. Como estaba muy poco interesada en diversiones y pasatiempos, trabajaba con ahínco y analizaba sus ideas. Pese a los deseos de Holtzman, insistió en efectuar los cálculos en persona, en lugar de derivarlos a los equipos de calculadores. Norma era demasiado independiente para entender la economía de delegar tareas. Su dedicación la convertía en una persona aburrida.
Después de rescatar a la joven prodigio de su oscuridad en Rossak, Holtzman había confiado, tal vez sin una base sólida, en que Norma le procuraría inspiración cuando menos lo esperara. Durante una fiesta reciente celebrada en las torres cónicas de lord Bludd, el noble había dicho en broma a Holtzman que concediera unas vacaciones a su brillantez habitual. Aunque el comentario le ofendió, el inventor había reído junto con los demás nobles. Aun así, abundaba en la idea (al menos en su opinión) de que hacía tiempo que no había creado nada original.
Tras una noche inquieta de sueños extravagantes, Holtzman pensó en una idea que debía explorar. Si desarrollaba algunas características electromagnéticas que había utilizado para sus escudos descodificadores, quizá podría crear un
generador de resonancia modificado
. Sintonizado de la manera apropiada, un inductor de campo térmico se conectaría con metales, los cuerpos de los robots, por ejemplo, o incluso las formas de combate adoptadas por los cimeks. Una vez ajustado correctamente, el generador de resonancia podría hacer entrechocar unos contra otros átomos metálicos seleccionados, hasta generar un calor enorme que destruiría las máquinas.
La idea parecía prometedora. Holtzman abrigaba la intención de atacar su desarrollo con entusiasmo y celeridad.
Pero antes necesitaba más matemáticos y ayudantes que construyeran el prototipo. Encima, tenía que desperdiciar un día en la tarea mundana de sustituir a los esclavos que habían muerto a causa de la fiebre. Salió de los laboratorios con un suspiro de frustración y siguió la senda sinuosa que conducía a la base de los acantilados, donde subió a una lancha motora que cruzó el río.
En la orilla opuesta, en la parte más ancha del delta, visitó un bullicioso mercado. Había balsas y barcazas apretujadas desde hacía tanto tiempo, que ya parecían parte del paisaje. El barrio de los mercaderes no estaba muy lejos del espaciopuerto de Stardi donde numerosos vendedores ofrecían productos de otros planetas: drogas de Rossak, maderas y plantas interesantes de Ecaz, joyas de Hagal, instrumentos musicales de Chusuk.
En tiendas que flanqueaban una estrecha callejuela, había sastres que copiaban la última moda salusana, cortaban y cosían telas exóticas importadas y lino de Poritrin. Holtzman había utilizado a muchos de dichos sastres para mejorar su imagen. Un sabio eminente como él no podía pasar todo el tiempo en los laboratorios Al fin y al cabo, le pedían con frecuencia que apareciera en público para contestar a preguntas de los ciudadanos, y hablaba a menudo ante comités de nobles, con el fin de convencerles de su importancia.
Pero hoy, Holtzman no estaba interesado en esas tiendas. Necesitaba comprar esclavos, no ropa. El científico vio un letrero el muelle de enfrente, escrito en galach: RECURSOS HUMANOS. Acercó a un grupo de balsas donde se amontonaban cautivos. Separados por grupos detrás de vallados, los hoscos prisioneros iban vestidos con uniformes idénticos, aunque no fueran de su talla. Los esclavos eran delgados y angulosos, como si no estuvieran acostumbrados a comer con regularidad. Estos hombres y mujeres procedían de planetas de los que muy pocos ciudadanos libres de Poritrin habían oído hablar, y mucho menos habían visitado.
Los traficantes parecían altivos, como si no tuvieran ganas de exhibir la mercancía o regatear. Después de la reciente plaga, muchos hogares y propiedades necesitaban sustituir su personal, y los vendedores se aprovechaban.
Otros clientes se apretujaban contra los vallados, escudriñaban los rostros abatidos, inspeccionaban la mercancía. Un viejo que aferraba un fajo de créditos llamó a un vendedor y pidió echar un detenido vistazo a cuatro mujeres de edad madura.
Holtzman no era muy exigente, ni tampoco quería perder tiempo. Como necesitaba muchos esclavos, su intención era adquirir todo un lote. En cuanto llegara a su finca, elegiría a los más inteligentes para ocuparse de los cálculos, en tanto el resto cocinaría, limpiaría o cuidaría de su casa.
Detestaba estas tareas mezquinas, pero nunca las había delegado en otra persona. Sonrió, cuando cayó en la cuenta de que había reprendido a Norma por hacer lo mismo, por no querer utilizar matemáticos.
Holtzman, impaciente y ansioso, llamó al traficante más cercano, agitó ante sus narices la autorización crediticia de Niko Bludd y se abrió paso hasta la primera fila.
—Quiero un número elevado de esclavos.
El mercader se acercó, sonrió e hizo una reverencia.
—¡Por supuesto, sabio Holtzman! Os proporcionaré lo que deseéis. Concretad vuestras necesidades, y yo las satisfaré.
—Necesito esclavos que sean inteligentes e independientes —replicó Holtzman, temeroso de que intentara engañarle—, pero capaces de seguir instrucciones. Imagino que con setenta u ochenta tendré suficiente.
Algunos clientes que se apelotonaban contra el vallado gruñeron, pero no se atrevieron a desafiar al célebre inventor.
—Un buen pedido —dijo el vendedor—, sobre todo en estos tiempos de crisis. La plaga ha provocado escasez, hasta que los mercaderes de carne de Tlulaxa entreguen más mercancía.
—Todo el mundo conoce la importancia de mi trabajo —dijo Holtzman, al tiempo que sacaba a propósito un cronómetro de la amplia manga de su manto—. Mis necesidades gozan de prioridad sobre ciudadanos ricos que desean sustituir a la mujer de la limpie. Si así lo deseáis, obtendré un permiso especial de lord Bludd.
—Sé que podéis hacerlo, sabio —dijo el negrero. Gritó a los demás clientes que se amontonaban contra el vallado—. ¡Basta de quejas! ¡De no ser por este hombre, ahora estaríamos barriendo los suelos de las máquinas pensantes! —El vendedor sonrió a Holtzman—. La cuestión estriba en qué esclavos os serán de más utilidad. Acaba de llegar una nueva remesa de Harmonthep: todos zensunni. Dóciles, pero temo que merecen una bonificación.
Holtzman frunció el ceño. Prefería gastar su riqueza en otras cosas, sobre todo considerando la gran inversión necesaria para nuevo resonador.
—No intentéis estafarme, señor.
El hombre enrojeció, pero no cejó en su empeño, intuyendo que el sabio tenía prisa.
—Tal vez otro grupo os sería más conveniente. Acaba de llegar uno de Anbus IV. —Indicó una balsa en que esclavos de pelo negro miraban con hostilidad a los clientes—. Son zenshiítas.
—¿Cuál es la diferencia? ¿Son menos caros?
—Una simple cuestión de filosofía religiosa. —El mercader esperó a ver si comprendía sus palabras, y al ver que no, sonrió aliviado—. Además, ¿quién puede comprender a los budislámicos? Son trabajadores, y eso es lo que cuenta, ¿verdad? Os puedo ceder esos zenshiítas a menos precio, pese a que son muy inteligentes. Tal vez más educados que los de Harmonthep. Son sanos, también. Tengo certificados médicos. Ninguno de ellos ha estado expuesto al virus de la plaga.
Holtzman examinó el grupo. Todos se habían subido la manga izquierda, como si fuera una especie de distintivo. En la primera fila, un hombre musculoso de ojos feroces y espesa barba le miró con indiferencia, como si se considerara superior a sus captores.
Después de una inspección superficial, Holtzman no distinguió nada especial en los cautivos de Anbus IV Necesitaba con desesperación sirvientes, así como técnicos de nivel inferior para sus laboratorios. Cada día era una lucha por encontrar trabajadores capaces de calcular ecuaciones progresivamente más complejas.
—Pero ¿por qué son más baratos? —preguntó.
—Abundan más. Es una cuestión de oferta y demanda. El vendedor sostuvo su mirada. Dijo un precio. Demasiado impaciente para regatear, Holtzman asintió.
—Me llevaré ochenta. —Alzó la voz—. Me da igual que de Anbus IV o de Harmonthep. Ahora están en Poritrin, y trabajan para el sabio Tio Holtzman.
El mercader se volvió hacia el grupo de cautivos y gritó:
—¿Lo habéis oído? Deberíais estar orgullosos.
Los cautivos se limitaron a mirar a su nuevo amo, sin decir nada. Holtzman sintió alivio. Debía significar que serían más tratables.
Entregó la cantidad de créditos solicitada.
—Ocupaos de que los laven y envíen a mi residencia.
El sonriente negrero le dio las gracias profusamente.
—No os preocupéis, sabio Holtzman. Os quedaréis satisfecho con este lote.
Cuando el gran hombre se alejó del mercado, otros clientes empezaron a gritar y agitar sus tarjetas de crédito, peleando por los restantes esclavos. Iba a ser un día movido.
Durante el curso de la historia, la especie más fuerte siempre gana.
T
LALOC
,
La Era de los Titanes
Después de refugiarse en los desiertos de Arrakis, los zensunni fueron poco más que carroñeros, y no muy valientes. Incluso en sus incursiones más alejadas para procurarse objetos útiles, los nómadas no se apartaban de las rocas, con el fin de evitar el desierto y los gusanos.
Mucho tiempo atrás, después de que el químico imperial Shakkad el Sabio hubiera destacado las propiedades rejuvenecedoras de la misteriosa especia melange, había surgido un pequeño mercado de la sustancia natural entre los forasteros que hacían escala en el espaciopuerto de Arrakis City. Sin embargo, como el planeta se hallaba muy lejos de pistas de aterrizaje más conocidas ello había impedido que la melange se convirtiera en una mercancía valorada.
Una rareza, no una mercancía
, había dicho al naib Dhartha un desabrido mercader. Aun así, la especia constituía un elemento primordial de la alimentación, y debía ser recolectada…, pero solo en terrenos cercanos a las rocas.
Dhartha, al frente de un grupo de seis hombres, atravesaba una cordillera de arena que retenía las huellas de sus pisadas como fueran besos en el polvo. Llevaban la cabeza cubierta con una tela blanca que solo dejaba al descubierto sus ojos. La brisa agitaba sus capas, y revelaba cinturones con accesorios, herramientas y armas. Dhartha se subió la tela sobre la nariz para no respirar polvo. Se rascó el tatuaje de la mejilla, y después entornó los ojos, siempre alerta al peligro.
Nadie pensó en echar un vistazo al cielo transparente hasta que oyeron un leve silbido, que pronto se transformó en un aullido. Al naib Dhartha se le antojó el chillido de una mujer que acababa de enterarse de la muerte de su marido.
Alzó la vista y vio una bala plateada que rasgaba la atmósfera, a continuación reconoció el zumbido de unos impulsores. Un objeto en forma de burbuja apareció en el cielo, giró sobre sí mismo y osciló en el aire, como si estuviera eligiendo un lugar donde aterrizar. Después, a menos de un kilómetro del grupo, el objeto chocó contra las dunas como un puño que golpeara el estómago de un mercader corrupto. Un chorro de arena y polvo salió disparado hacia lo alto.
El naib se quedó inmóvil y miró, mientras sus hombres empezaban a parlotear entre sí. El joven Ebrahim estaba tan entusiasmado como el hijo de Dhartha, Mahmad. Ambos chicos querían ir corriendo a investigar.
Mahmad era un buen muchacho, respetuoso y prudente, pero Dhartha no tenía muy buena opinión de Ebrahim, al cual le gustaba contar historias y hablar de hazañas imaginarias. Recordó el incidente del robo del agua tribal, un delito imperdonable. Al principio, el naib pensó que había dos jóvenes implicados, Ebrahim y Selim, pero Ebrahim se había apresurado a negar toda responsabilidad y acusar al otro chico. Selim había parecido asombrado por la acusación, pero tampoco la había negado.